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Cuando llego, en la oficina no hay nadie; soy la primera en entrar, como de costumbre. Voy directa a mi despacho, enciendo las luces, me siento delante del ordenador, lo enciendo.

Miro el correo, contesto los mensajes urgentes, destaco otros para volver a ellos más tarde. Compruebo la cola de informes, miro por encima los nuevos, efectúo unas anotaciones para mis agentes. Y, mientras hago todas esas cosas, mi cerebro no para, intenta entender la situación, pugna por comprenderla.

Contemplo el mar de cubículos a oscuras y me centro de nuevo en el ordenador. Hago doble clic en el icono del sistema de archivos virtual. Muevo el cursor al cuadro de búsqueda y tecleo el número del archivo: 3-7659. Dudo, el cursor suspendido sobre el botón de buscar.

No puedo hacer esto, ¿no?

Dejo el ratón y me vuelvo hacia la mesa que tengo detrás, enciendo la cafetera, como atontada. Luego giro hacia mi mesa, me quedo observando la pantalla del ordenador. 3-7659.

«¿Puedo?».

Dejo el número del archivo en la barra de búsqueda y abro otra pantalla; me pongo a navegar por la enciclopedia interna del Buró y busco «Movimiento de Solidaridad por la Libertad». Me muestra un artículo, largo. Más de lo que encontraría en internet; este incluye información de historiales del FBI.

Empiezo a leer por encima. El MSL, una misteriosa red de anarquistas radicales, fue creada hace cinco años. Sus miembros se hallan dispersos por todo el país, se relacionan a través de foros en internet, algunos en la internet oscura. Estructura de liderazgo poco clara; quienes dirigen el grupo se han servido del encriptado para permanecer en el anonimato en la red. Una única fuente confidencial informó de que los líderes aspiran a lanzar ataques contra objetivos gubernamentales, pero no hay pruebas que respalden dicha afirmación, y hay muy pocos detalles. Con lo que hay basta para asegurarse de que el Buró efectúa un seguimiento del grupo, y basta para lograr que los tribunales permitan que los agentes tengan acceso a determinadas cuentas de correo electrónico y al historial de llamadas telefónicas, pero no basta para acusar a nadie.

Voy al informe sobre el complot que elaboró el servicio de inteligencia. Es breve, apenas hay texto, apenas detalles. Y, si hubiese alguno, se incluiría. No cabe la menor duda de que a la fuente la acribillaron a preguntas. Todo cuanto sabe se encuentra en ese informe. Y no hay gran cosa.

El Buró no tiene nada que apunte a que exista un complot concreto, que haya pasado de la fase de aspiración. Nada que indique que se han seleccionado objetivos. La fuente que informó de la amenaza es nueva; su credibilidad, cuestionable. Los analistas evalúan que la amenaza que supone el MSL es baja. Noto que empiezo a liberar parte de la tensión.

Nada más ponerme con un artículo sobre el reclutamiento, la luz inunda la oficina. Levanto la vista asustada y veo que Wayne ha llegado y va hacia su mesa. Entró a trabajar en la sección mucho antes de que yo me pusiera al frente, relegado a Asuntos Internos cuando ya no pudo pasar las pruebas físicas de la agencia. Me mira por la ventana, me saluda con la mano. Yo le hago el mismo gesto, esbozo una media sonrisa forzada y vuelvo a centrarme en el artículo.

La mayoría de los miembros del MSL busca al grupo en internet y por su cuenta. Inician el contacto tras dar con la dirección de correo electrónico de reclutamiento —que cambia cada semana— en foros extremistas. Si los reclutadores del MSL deciden responder, lo cual sucede más o menos la mitad de las veces, dirigen al posible recluta a un foro encriptado para continuar hablando. Llegados a ese punto, el FBI ya no tiene acceso a las comunicaciones.

Y el reclutamiento está aumentando. Releo los números que me aparecen en la pantalla. Hace un año el Buró calculaba que el MSL tenía unos doscientos miembros. Hace seis meses, trescientos. Ahora, más de quinientos.

«Email. Internet. Radicalización. Reclutamiento».

Miro la segunda ventana que tengo abierta en la pantalla. 3-7659.

Tampoco sería para tanto, ¿no? No es como si estuviese obstaculizando una investigación o intentando ver algo para lo que no tuviese autorización o algo por el estilo. Esto es sólo ver un archivo. Tratar de determinar qué pruebas incriminatorias tienen contra mi hijo.

Muevo el cursor al botón de búsqueda.

En el peor de los casos, sería un parte de falta disciplinaria. Asumiré las consecuencias. Vale la pena si puedo averiguar lo que está pasando, por qué esa pistola estaba en la habitación de Zachary.

Hago clic, conteniendo la respiración.

«Acceso denegado».

Las palabras, rojas y en negrita, son todo lo que mi cerebro es capaz de asimilar. Ya he visto esa pantalla antes, cuando me acercaba demasiado a un caso altamente confidencial, vinculado con la CIA, con adversarios extranjeros. Sin embargo, esto es terrorismo nacional; seguro que Scott ha entrado y ha eliminado mi acceso manualmente. Seguro que sabía que intentaría echar un vistazo.

«Mierda».

Levanto la vista y veo que ha llegado Parker, el más joven de mi equipo, los ojos vivaces y entusiastas. Y también García, la única persona que conozco que tiene cincuenta años y aún lleva un pendiente en la nariz y muestra una actitud en concordancia. Están sentados delante de sus respectivos ordenadores, accediendo al sistema, bromeando sobre el partido de baloncesto de anoche. Ellos tres casi siempre son los primeros en llegar. Dentro de unos cinco minutos, en cuanto García haya comprobado su correo electrónico, ella y Wayne se irán a traer café para todos. Parker se quedará solo hasta que vuelvan.

Cierro la ventana de búsqueda. Me quedo mirando la pantalla. «Acceso denegado».


Salí disparada del despacho de Halliday en cuanto pude, temblando aterrorizada, las lágrimas corriéndome por la cara. Él estaba tranquilo cuando me fui; demasiado tranquilo. «Si dices una sola palabra de esto, niñata…», fue todo cuanto dijo. Su tono era de advertencia; su mirada, de amenaza. Luego dio un paso más hacia mí y me puso una mano en los riñones. El gesto hizo que me invadiera una oleada de miedo. Me estremecí, convencida de que volvería a hacerme daño.

Pero se limitó a inclinarse y a acercar la boca a mi oído: «Nadie te creería», musitó, y su voz hizo que la sangre se me helara en las venas.

Fui dando traspiés por los pasillos del edificio de oficinas del Senado, necesitaba salir de allí cuanto antes, alejarme de él todo lo posible. Mis pasos resonaban en los altos techos; sus burlas, en mi cerebro. ¿Tenía razón? Estábamos hablando del senador Halliday. En su vida no faltaban mujeres. Bellas, poderosas. La verdad parecería una locura.

«Nadie te creería». Notaba su mano en mi espalda, la confusión y el terror que me recorrieron cuando me tocó.

Esa noche, el agente de servicio era Ronnie, un rostro conocido, un tipo amable. Durante mi primera semana en el trabajo, lo sorprendí viendo el concurso de preguntas y respuestas «Jeopardy!» en el televisor portátil que tenía en la garita. «Me encanta ese programa», le dije. «Eres demasiado joven, hija. Es un concurso para vejestorios», repuso con una sonrisa, y a partir de ese momento no paró de tomarme el pelo con ello. Esa noche estaba en la salida, en su silla plegable de siempre, junto al detector de metales. Sonrió al ver que me acercaba.

—Necesito dar un parte —espeté cuando me detuve delante de él, enjugándome las mejillas con el dorso de las manos, consiguiendo a duras penas contener las lágrimas—. Me han… —Titubeé, la palabra se me quedó atascada en el cerebro, no pudo llegar a la boca. No podía parar de temblar. «Nadie te creería».

—¿Te encuentras bien? —Sus bondadosos ojos reflejaron preocupación en el acto.

—Me acaban… —Entonces oí pasos. Pasos de hombre. Me volví y vi a Halliday, que se aproximaba.

No aflojó el paso, ni siquiera titubeó al acercarse. Exhibió su característica sonrisa.

—Buenas noches, Ronnie. Buenas noches, Steph. —Lo dijo como si tal cosa, con la mayor tranquilidad del mundo.

«Como si no hubiera pasado nada». Pasmada, vi que abría la puerta y desaparecía. Ni siquiera volvió la vista atrás.

—¿Tesoro?

Reprimí un sollozo y me volví hacia Ronnie, que me observaba rebosante de preocupación.

Tenía que hacer aquello. Tenía que contar la verdad, por desagradable que fuese.

—Me han violado.

Ronnie parpadeó, no era eso lo que esperaba oír, en modo alguno. Miró el pasillo que quedaba a mi espalda, instintivamente, como si buscase al depredador. Después fue a echar mano de su radio.

«Cuéntaselo, Steph».

—Ha sido… el senador Halliday.

La mano que iba a coger la radio se detuvo en el aire. Ronnie volvió la cabeza hacia la puerta, la misma que acababa de empujar Halliday. Cuando me miró de nuevo, algo había cambiado en sus ojos. La preocupación había dado paso al recelo.

—Halliday.

Era una afirmación, no una pregunta.

—Sí.

Ahora en su mirada había algo más. Crítica, sin duda. Tal vez un atisbo de compasión.

—El senador Halliday.

Su mano volvió al regazo, la voz llena de escepticismo.

—Sí. —Pugnaba por no llorar; sabía que, si empezaba de nuevo, no podría parar. Tenía que hacer aquello, decir la verdad. Ya me haría un ovillo y lloraría a gusto después.

Me miró de arriba abajo un instante. En algún punto del pasillo se oyó un portazo.

—No sé lo que ha pasado ahí. Tal vez la… situación… se le fuera de las manos. Pero, yo de ti, hija, no haría una acusación así.

No me creía.

—Ronnie, me…

Levantó una mano para pararme.

—Déjalo estar.

Se me volvieron a saltar las lágrimas. Creí que podía confiar en él. Creí que me ayudaría.

Pero Halliday tenía razón.

«Nadie me creerá».


Al cabo, veo a García retreparse en su silla, decirle algo a Wayne, que asiente. Ambos se levantan, García se estira, riendo, y van hacia la puerta. Se queda Parker, solo.

Esta es mi oportunidad. Me acerco a él y se retira con la silla al verme.

—Buenos días, jefa —saluda.

Parker tiene más o menos mi edad, pero la mayoría de mis agentes me sacan por lo menos diez años. Así es Asuntos Internos: una de esas secciones soporíferas, en las que cuesta acabar la jornada. Pero el caso de Parker es anómalo, siempre se muestra dispuesto a echar una mano. Y eso me hace sentir más culpable incluso por lo que estoy a punto de hacer.

—Buenos días, Parker. —Vacilo, pero acto seguido lo digo—: Esta mañana el ordenador me está dando problemas. ¿Le importaría imprimirme un archivo?

Veo un mínimo atisbo de incertidumbre, que pasa deprisa. En Quantico nos enseñaron a no hacer eso: «No se puede dar nunca por sentado que otra persona tiene acceso autorizado». Pero soy su jefa. ¿Cómo no voy a tener acceso a todo lo que tiene él, y más? Y nuestros sistemas informáticos tienen fama de ser frustrantes, así que no es lo que se dice raro que yo esté teniendo problemas.

—Claro, jefa.

Le leo el número del historial y contengo la respiración mientras lo busca. Siempre cabe la posibilidad de que hayan denegado el acceso a todo mi equipo. De ser así, Parker recelará.

Veo que el archivo se abre en su pantalla y exhalo un leve suspiro. Sube hasta el botón de imprimir y hace doble clic.

—Ya está —comenta alegremente.

—Gracias. —Procuro parecer contenida, mostrar desinterés. A continuación, me dirijo hacia la batería de impresoras que hay al fondo de la habitación.

Oigo el zumbido de la máquina y procuro no pensar en lo que acabo de hacer. Pero me aseguraré de que Parker no se mete en ningún lío. Asumiré toda la responsabilidad y aceptaré cualquier medida disciplinaria que consideren adecuada. Ahora mismo lo que importa es averiguar la verdad.

La impresora enmudece. Cojo los papeles que hay en la bandeja y vuelvo a mi despacho. Cierro la puerta y empiezo a leer.

El lenguaje es técnico, y denso. Tardo unos minutos en entender la jerga. A la tercera página empiezo a hacerme una idea.

La dirección IP de nuestra casa se ha utilizado para mandar un mensaje al correo electrónico de reclutamiento del MSL. Hace quince días, un miércoles.

Desde una dirección de email que no he visto en mi vida, una que incluye el nombre completo de mi hijo: «ZacharyMaddox345».

Paso a la página siguiente con el corazón desbocado. Hay una captura de pantalla del mensaje en sí, que dice:

Me gustaría unirme a vosotros. Tengo acceso a objetivos.

ZACHARY