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El hombre echa a andar en sentido contrario al Capitolio, las manos en los bolsillos del plumífero, la cabeza baja para protegerse del frío. Luce una gorra bien calada, gafas de espejo. Nadie lo mira dos veces.

Lleva un bolso tipo mensajero negro en bandolera. Sube a buen paso la pendiente que lleva al Monumento a Washington; el aliento se le escapa en pequeñas bocanadas blancas.

Arriba azota una ráfaga de viento glacial. Docenas de banderas se despliegan, estrellas y barras vivas contra el cielo gris. Las ve ondear, casi con furia, y va hacia la derecha, se sienta en el extremo de un banco bajo, de espaldas al monumento.

Otra persona está sentada en el otro extremo. Un hombre de más edad con un abrigo de lana largo, el cuello subido. En la cabeza luce un gorro de aviador forrado de pelo, las orejeras tapándole las orejas, los lados de la cara. No se vuelve hacia el recién llegado, no se mueve, se limita a mirar al frente.

El hombre más joven se quita el bolso, lo deja en el banco entre ellos. Allí hay otro bolso, negro, casi idéntico. Ambos están juntos, tocándose.

—Empieza a hacer más frío —comenta el más joven.

—Y que lo digas.

Una familia pasa por delante. La madre, el padre, dos niños pequeños que caminan torpemente enfundados en sendos plumíferos. Los hombres los observan hasta que están fuera del alcance del oído, pendiente abajo, camino del Memorial a los Veteranos.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —pregunta el más joven.

—El necesario.

A lo lejos se oye un rugido grave, cuyo volumen aumenta deprisa. Un helicóptero pasa estruendosamente, volando bajo y a gran velocidad. Verde militar. Un Marine One, tal vez. El hombre de más edad lo contempla con una mirada de sereno desdén.

El sonido se desvanece. A lo lejos, un perro ladra.

—Hay un problema —observa el más joven, que sigue mirando al frente.

Al oír eso, el de más edad se vuelve, en sus ojos azules claros una mirada rebosante de reproche.

—Lo sé.

El silencio se instala entre ambos. Llega otra ráfaga de viento, lanzando un aullido, haciendo que las banderas ondeen. En el horizonte empiezan a formarse nubarrones. Poco a poco, el lugar se va quedando desierto.

El hombre mayor se pone de pie trabajosamente, coge un bolso, el que le queda más lejos. Mira el otro, aún en el banco.

—Lo que necesita está ahí.

El joven le pone la mano encima, lo atrae hacia sí. La mano le tiembla, un poco.

El mayor se vuelve y se aleja sin decir más. No mira atrás.