A través del ventanal, las estrellas y el resplandor rojo de las hogueras proyectaban un haz de luz ocre sobre el suelo de tablas. Las motas de polvo danzaban como diminutos fantasmas y los muebles del estudio alargaban sus sombras deformes hacia los rincones. Samantha contemplaba todos aquellos pequeños misterios, aún abrazada a Johnny. Ella llevaba puesta la camiseta y la ropa interior. Él, solo los vaqueros. Recorría sus tatuajes con una uña lacada en rojo mientras ambos compartían un cigarrillo y charlaban a media voz.

—Mi padre trabajaba en la Ford, pero tuvo una lesión —explicaba Johnny, tomando la calada que ella le ofrecía—. Hace años que recibe una pensión del gobierno. Mi madre y mi hermano mayor murieron en un accidente de tráfico.

—Lo siento.

—No importa. Fue hace tiempo. Aunque aún los echo de menos, sobre todo a Samuel.

—¿Teníais buena relación? —preguntó ella, levantando el rostro para mirarle.

Él guardó silencio unos segundos, con las pupilas fijas en las suyas. Sus dedos rudos jugueteaban con los rubios cabellos de la muchacha, que podía sentir de vez en cuando el roce de las ásperas yemas sobre la mejilla. Le gustaba él. Le gustaba su forma de tocarla, de mirarla. Y lo que habían hecho había sido maravilloso, sentía que la había liberado de todas las cadenas.

—Sí, éramos casi inseparables. Y eso que él era ocho años mayor que yo. Pero me llevaba con él a todas partes.

Samantha sonrió, tocándole los labios. Sabía que eran las endorfinas, que era el sexo lo que le hacía ver a Johnny tan perfecto en aquel momento, pero no quería renunciar a eso. No quería volver a la realidad, a la amargura.

—Suena a que erais dos delincuentes juveniles —agregó ella aspirando el humo antes de dejarle el cigarro en los labios a su amante.

Johnny dibujó una media sonrisa pícara que le despertó un cosquilleo por dentro.

—Algo así. Nunca olvidaré a Samuel, pero ahora los Wolfhounds son mis hermanos. Somos una familia. ¿Y tú? ¿Tienes hermanos?

Sam negó con la cabeza.

—Estoy sola. Pero tengo dos amigas. Vamos a escaparnos juntas a Las Vegas.

—¿Ah, sí? Las Vegas… —Él se quedó pensativo un momento—. Me gustaría ir. No lo conozco.

—Yo tampoco, pero he oído historias.

—¿Qué clase de historias?

—Ya sabes, lo típico. —«Chicas que llegan para triunfar como artistas y acaban desnudándose por diez dólares la hora. Músicos consumidos por las drogas. Borrachos, putas, gente que muere sola». Intentó no pensar en eso y sonrió como pudo, haciéndose un escudo de esperanza—. Gente que llega sin blanca y se hace millonaria en una noche.

Johnny sonrió con ella, aunque él sí parecía creer de verdad que aquello fuera posible.

—Dame tu dirección cuando llegues y pasaré a visitarte, ¿qué opinas? Nos vestiremos con esos estúpidos trajes de fiesta e iremos a jugar a la ruleta. —Sam no pudo evitar reírse, incrédula—. Apostaremos cien dólares y si nos toca, nos gastaremos el resto en alcohol, máquinas de juego y espectáculos de Elvis. Luego te convenceré para que seas mi esposa y nos casaremos en una de esas capillas con luces de neón que salen en CSI.  

—¿No crees que vas un poco rápido? —bromeó ella—. No me has pedido matrimonio. Tendrás que ponerme un anillo en el dedo.

—No tengo anillos a mano, ¿te sirve un alambre?

—No, no me sirve.

Rieron y se besaron. Bromear sobre el matrimonio no la hacía sentirse incómoda. Nada la incomodaba en aquel instante mágico. La luz, las sombras, el aire, la tela del visillo, el calor de Johnny bajo su cuerpo, sus brazos, su boca que sabía a humo y a menta, sus ojos… todo era perfecto. Todo.

Y cuando Samantha empezaba a creer que esta vez era real, el hechizo se rompió.

La puerta se abrió con un brusco golpe y dos figuras aparecieron en el umbral. Uno era calvo, alto, con el rostro sucio y una cicatriz; el otro era delgado y con aspecto demacrado. Llevaban barras de hierro en las manos y sus ojos ardían con furia animal.

Samantha dio un respingo. Johnny se incorporó a toda prisa, empujándola tras de sí.

—Así que aquí estabas, rata —escupió el delgado.

—Nos extrañó no verte con tus amiguitos. —Añadió el calvo, acercándose. Sus ojos se fijaron entonces en Samantha, que sentía el corazón latiéndole en la garganta—. Vaya, ¿y qué tienes ahí? ¿Qué es eso que escondes, rata? ¿Tienes una ratoncita?

Johnny retrocedió, protegiendo a Samantha con su cuerpo. Ella corrió a coger sus pantalones y se los puso a toda prisa, calzándose las botas. Sentía los horribles ojos de aquellos hombres sobre ella. La familiar alerta, el sudario pegajoso del miedo, esa sensación de indefensión, como si el suelo se abriera bajo sus pies, volvieron a ella. Pero Johnny estaba ahí. Johnny la protegería.

«¿Podrá hacerlo? Son dos… y él está desarmado».

—¿Qué coño queréis ahora? —decía Johnny—. ¿Habéis venido a terminar lo del Pancho’s?

—Eso mismo.

Sin mediar palabra, el más alto se arrojó sobre él. Sam se alejó, tomando distancia, aterrada. Johnny estaba bien plantado en el suelo, con las piernas separadas y los pies fijos en las tablas, los puños apretados a ambos lados del cuerpo, listo para el combate. Por eso el ataque no le vino por sorpresa y detuvo la barra, forcejeando con el tipo. El otro, en cambio, estaba libre y aprovechó para golpear a Johnny en los riñones.

—Cabrón… —jadeó él, cayendo de rodillas.

Los dos desconocidos recuperaron la iniciativa. Riendo, comenzaron a descargar sus armas contra Johnny, que se protegía como podía y trataba de presentar batalla con brazos, codos, pies y mordiscos. Pronto la sangre manchó el suelo.

—Ahora no eres tan valiente, ¿verdad? —dijo uno de ellos.

—¿Dónde está tu orgullo ahora, perro callejero? ¡Angry Souls! ¡Angry Souls!

Los tipos comenzaron a corear aquel nombre mientras propinaban la paliza a Johnny, que a pesar de los golpes no dejaba de presentar batalla. Sí, sí era tan valiente. Y orgulloso.

Pero no podía ganar, y Samantha lo sabía. Los hombres como esos dos siempre salían ganando. Los malvados. Solo había una forma de vencerles y era siendo peor que ellos. «Si siguen así le matarán a golpes. Y después vendrán a por mí y… sé lo que harán. Lo sé. Lo he visto en sus ojos».

Como si le leyera la mente, el más delgado alzó la mirada hacia ella. Se lamió el labio. Era un tipo feo y sus ojos estaban llenos de hambre y lascivia. Soltó la barra de hierro en el suelo.

—Remátalo, Bill. Yo voy a ver qué tiene esa ratita entre las piernas.

—¡¡No!! —El grito desesperado que brotó de la garganta de Johnny conmovió profundamente a Sam—. ¡¡Dejadla!! ¡Ella no tiene nada que ver, mald…!

Otra lluvia de golpes silenció su voz.

«Oh, Johnny…»

Aquello era lo más bonito que habían hecho nunca por ella. Pensando en eso, con un suspiro, sacó la pistola del bolsillo trasero de los shorts y apuntó al hombre delgado. Sostuvo el arma con firmeza, como su padre le había enseñado, encañonando a su enemigo en el torso. «Dispara siempre al centro de gravedad», recordó.

El hombre delgado se sorprendió. Miró el arma y se echó a reír.

—¿Qué crees que estás haciendo, ratita? ¿Crees que me vas a asustar? ¿Piensas que soy un…?

No le dejó terminar. Disparó dos veces. El retroceso la sacudió con fuerza, haciendo que le dolieran los codos. Dos fogonazos. Dos truenos que hicieron vibrar los cristales del ventanal. Dos agujeros negros en el pecho del hombre, cuyo rostro se había demudado por la sorpresa. Se miró la camiseta justo cuando la sangre comenzó a brotar y luego cayó de espaldas.

—Mierda. Mierda. —El calvo había dejado de pegar a Johnny y observaba a Samantha con incredulidad. Se llevó la mano al chaleco pero esta vez, Sam no supo reaccionar. Estaba mirando al tipo delgado, que convulsionaba en el suelo, ahogándose en su propia sangre. No imaginaba que fuera a tardar tanto en morir y el horrible espectáculo la hipnotizaba en cierto modo. El calvo sacó una Magnum y apuntó hacia ella—. ¡Maldita puta! Te voy a matar.

«Rápido, dispárale. ¡Dispárale!».

Su mente sabía lo que tenía que hacer, pero su cuerpo parecía incapaz de seguir instrucciones. Cerró los ojos, esperando el disparo. Y lo escuchó.

«Estoy muerta. Voy a morir», pensó extrañamente calmada. Sin embargo, su corazón seguía latiendo. Al abrir los ojos, vio al hombre calvo tumbado boca abajo, con los miembros laxos formando extraños ángulos. Bajo su cabeza había un charco de sangre. Sintió que se mareaba y, temblando, se sentó en el suelo. Debería llorar. Debería gritar o caer presa de un estado de nervios, pero nada de eso sucedía, al menos no como Samantha había esperado. Estaba estupefacta, en shock.

El que había disparado al segundo atacante era un hombre rubio, muy guapo, con la barba recortada y una sien rapada. Johnny se lo había presentado antes. Ahora estaba inclinando junto a él, ayudándole a levantarse.

—Tranquilo. Todo saldrá bien. —Los ojos de Garrett se alzaron hacia ella. Eran de color ámbar y le recordaban a los de un halcón—. Todo saldrá bien —repitió.

Ella asintió con la cabeza. Por alguna incomprensible razón, le creía.

 

. . .

 

Johnny había recibido muchas palizas en su vida. Había pasado miedo otras veces, pero nunca tanto como aquella noche.

No fueron los golpes. El verdadero pánico llegó cuando Raymond amenazó a Samantha. Entonces sí había tenido auténtico terror. Estaba allí, tirado en el suelo, con dolor hasta en los párpados, y Raymond se alejaba, y él no podía hacer nada. Nada en absoluto. Pero Sam había disparado. Dios santo, había usado el arma que él le dio… había matado a Raymond con su pistola.

Fue del todo consciente cuando Garrett, que de pronto estaba allí, le sentó en el diván y empezó a limpiarle la sangre.

—Tienes que irte esta noche —le dijo con voz serena.

Johnny asintió. Maldita sea, pues claro que tenía que irse.

—Lo siento —murmuró. Aún estaba mareado pero por suerte no le habían dado en la cabeza. Había podido protegerse lo suficiente. El mareo era a causa del intenso dolor—. Creo que me han roto una costilla. ¿Crees que me perseguirán?

—No.

Garrett estaba muy seguro. Johnny le miró, entrecerrando los ojos.

—¿Qué vas a hacer?

—Lo que tenga que hacer.

—No, maldita sea… ya la he cagado bastante. No tienes por qué cargar con más, no tienes que…

—¿Sabes? Empiezo a estar harto de tu rebeldía.

—¿Acaso no es de lo que se trata? ¿De rebelarse?

Garrett sonrió a medias. De pronto, Johnny se dio cuenta de que esa sonrisa y la de Samantha eran muy parecidas. Sonrisas incompletas, con un sabor amargo, sonrisas cansadas, de almas desgastadas por la vida. Garrett tenía más de treinta años y Samantha aún iba a la escuela, pero los dos tenían eso en común. Habían visto mucha oscuridad.

—Van a ponerme en el punto de mira de todas formas. No hay necesidad de que lo estemos los dos. Y lo sabes. —Garrett se incorporó, limpiándose las manos en los vaqueros—. Dios, no sé por qué siempre te doy tantas explicaciones.

Johnny miró alrededor y se fijó en Samantha. Seguía encogida junto a la pared, con la pistola en las manos.

—Sam…

Se levantó del diván y se acercó a ella, tambaleándose. Ella le devolvió el arma. Parecía tranquila. Calmada. Sus ojos seguían siendo misterios insondables.

—Tuve que hacerlo —dijo ella débilmente. Johnny asintió, acariciándole el rostro, besándole los labios—. Pero todo saldrá bien.

—Sí, claro que sí. Te llevaré a casa.

—¿Qué te va a pasar?

—No me va a pasar nada. Me marcharé y… ya iré a verte a Las Vegas, si quieres.

Miró de reojo hacia el diván. Mientras ellos hablaban, Garrett estaba recogiendo el estropicio. Había arrastrado a los muertos a un rincón y se guardaba su propia arma en la chaqueta de cuero. Se acercó a ellos, sin preocuparse por interrumpir algo, y le arrebató a Johnny su pistola, guardándosela también. Luego se dirigió a la puerta.

—Daos prisa. Hay que quemar esto.

Samantha suspiró, mirando con nostalgia el estudio. Johnny creyó comprender lo que pasaba por su mente en ese momento y la acarició con afecto, besándola en los labios.

—Me voy contigo —murmuró ella al separarse.

A Johnny le dio un vuelco el corazón. La luz dorada de las pequeñas lamparillas dibujaba destellos en el pelo de la muchacha.

—Pero tu familia… y, ¿no estás estudiando aún?

—Qué más da. Es el último año. Y prefiero irme contigo que ir a Las Vegas. A menos que tú no quieras.

—Claro que quiero. Dios, claro que quiero. —El corazón le latía acelerado. La abrazó con fuerza y la besó en los labios, saboreando sus secretos, su misterio, su belleza, su inocencia salpicada de sangre y cenizas—. No pensaba que tú quisieras. Esta es la clase de cosa que todo el mundo me dice que no debo hacer, que es una locura, ya sabes.

—Lo sé. —Samantha sonrió, y esta vez lo hizo plenamente, iluminando el castigado corazón de Johnny—. Yo nunca te diré algo así. Tienes que saber que estoy un poco loca. ¿Te importa eso?

—No me importa. Yo soy un pendenciero.

—Tampoco me importa.

Se besaron, eufóricos, antes de salir de la nave tomados de la mano. Hizo un gesto con la cabeza a Garrett, que esperaba fuera, y luego llevó a la chica hasta su moto, dando un rodeo por la parte de atrás de los edificios. Subió y arrancó la Harley. Ella rodeó su cintura con los brazos. El perfume a lilas de su pelo se mezcló con el olor de la gasolina y el cielo se despejó de pronto, desapareciendo las pocas nubes que lo cubrían.

 

. . .

 

Las luces de la ciudad parpadeaban, convirtiéndose en líneas constantes de color naranja, verde y blanco. Nunca había visto Detroit como entonces, como aquella primera vez, hacía apenas unas horas, cuando Johnny la llevó en su moto a casa.

Habían pasado por Grosse Pointe y Samantha había vuelto a entrar en la mansión. Dejó una nota a su padre y se llevó diez mil dólares de la caja fuerte. Le dijo a Johnny que solo había cogido dos mil. Por el momento confiaba en él, pero todo tenía un límite. A Johnny, no obstante, no parecía interesarle lo más mínimo el dinero, y en cuanto Sam volvió a abrazarse a él, se pusieron en camino de nuevo.

En aquel momento, cuando abandonaban al fin la ciudad, el primer rayo de luz roja del amanecer sorprendió al horizonte. Samantha lo miró fijamente hasta que los ojos le lloraron, y luego dejó que el aire frío curase la herida de luz en su mirada. Su pelo se sacudía, latigueando en el aire. La moto rugía y el cuerpo de Johnny estaba caliente. En su espalda, cosido sobre el chaleco, estaba el parche de los Wolfhounds. «Somos una familia», había dicho él. Se preguntó si Johnny podría regresar alguna vez con los suyos. Ella no echaría de menos a nadie. Lo sabía demasiado bien. Soltó la cintura de Johnny y levantó los brazos, disfrutando de aquella sensación de absoluta libertad mientras recordaba aquella tarde, cuando tenía diez años y se montó en el caballo salvaje, desafiando las normas, saboreando lo prohibido.

Samantha Hudson estaba loca. Ella lo sabía. Su mente estaba quebrada y su alma había sido desgarrada la primera noche que el doctor Sanders la visitó en su habitación. Aquello jamás lo olvidaría, pero ahora, algo había empezado a sanarse en su interior.

Sí, estaba loca. La voz oscura que le hacía reproches en su cabeza no había regresado, pero aún continuaba tomando decisiones sin saber por qué, caminando sin saber adónde iba. Rara, atrevida, incomprendida. Libre. Libre al fin, libre, hacia la salvaje lejanía, dando tumbos allá donde la vida la quisiera llevar.

Junto a Johnny.

Se agarró a su cintura y cerró los ojos, sonriendo.