Desde la primera línea
HOY es mi cumpleaños. Ya tengo cuarenta años. Cuarenta. Pensaba que esta palabra sería como un alfiler perforándome los tímpanos.
Me he despertado a las siete de la mañana, proclamando en una voz alta y clara que retumbó por todos los rincones de mi habitación: «Estoy en la quinta década de mi vida». La vibración de mi voz rebotó en la pared izquierda y luego en la derecha, pero no me impidió levantarme de la cama. Podía caminar con normalidad, sin cojear, ni caerme, ni vacilar. Con paso firme, llegué hasta la cocina y me preparé una taza de café con leche. Luego me acerqué al cuarto de baño, me desvestí y me miré con atención al espejo. ¡Qué guapa soy! Me sorprendió no haber cambiado nada con respecto a la víspera. Mi cabello rubio seguía cayendo desordenado sobre mis hombros. No se ha vuelto gris, como suponía. Todavía evoca las crines de un caballo, lisas y con raya al medio, lo cual confiere a mis pasos un sonido parecido al relincho.
«La suerte siempre acompaña a quienes tienen el pelo rizado».
No he encontrado arrugas nuevas bajo mis ojos azules, aunque sí la misma mirada insulsa de siempre. Me acerqué al espejo. Mi piel tiene un color blanco translúcido, a pesar de mis múltiples intentos por broncearme bajo este sol espléndido que tenemos.
«El blanco, para las paredes. La piel morena es la mitad de la belleza».
Cuánto hubiera deseado tener los ojos negros y el cabello oscuro como la noche misteriosa. Un pelo bien rizado para que Dios me concediera suerte, como dicen los refranes populares. Sin embargo, he salido igualita a mi madre, como mandan las leyes de la genética; esas que algunos científicos siguen empeñados en descifrar para abrir una nueva página en la historia de la humanidad. ¡Quiera Dios que no tengamos que arrepentirnos de ello! De mi padre no heredé más que mi nariz chata.
Por ese motivo, en mi vida no he podido disfrutar de la copa de oro de la fortuna, cuyo contenido nos eleva hasta el cielo. Yo solo he podido contemplarla como espectadora desde los asientos de este gran circo.
Ayer rechacé todas las proposiciones que me hicieron para celebrar el Año Nuevo y mi cumpleaños. Quedé con mi hija a las siete de la tarde. Su rostro irradiaba tal felicidad, que me guardé un poco en el fondo de mi pecho. Nos tomamos un zumo y después ella volvió a casa de su padre. A las diez de la noche caí en un profundo sueño. Siempre he deseado pasar la Nochevieja y el día de mi cumpleaños tomándome un buen plato de arroz con leche con los angelitos, pero todos los años acababa cediendo ante la presión social y terminaba tomando tarta de manzana con otras personas, la mayoría desconocidas. Sin embargo, llegada a esta edad de madurez, puedo tomar la difícil decisión de enfrentarme al mundo y gritar como el abogado Muhammad Abdel Razeq Afifi, cuyo eslogan aparece en pegatinas en todos los medios de transporte público: «¿Quién quiere nadar contra corriente conmigo?». Tenía diez años cuando vi las pegatinas de ese abogado en el autobús número 13 que llevaba de Bab el-Luq al barrio de Zamalek. Mi casa quedaba a pocos metros de la extinta parada de la línea 13, que fue suprimida, como muchas otras cosas queridas por mí. Hasta hoy no sé quién era ese abogado. ¿Se llamaba así, o me traiciona la memoria? ¿Y qué sería esa corriente contra la que quería que nadásemos? ¿Por qué ponía tanto empeño en que nadáramos con él? Me hubiera gustado preguntárselo a mi padre, o por lo menos haberle pedido un bañador nuevo, pero murió súbitamente en plena flor de la juventud, dejándonos solas a mi madre y a mí. Hoy, después de treinta años, he podido finalmente seguir el consejo de ese abogado: nadar contra corriente como él y dormir como un tronco.
Hoy me he tomado el día de vacaciones y he decidido no dar mi lección de piano. Tenía una cita con una alumna nueva en Zamalek a las seis de la tarde, pero cancelé la clase hace una semana. Lo que realmente quería era pasar el día sola. Dedicarme a vagar sin rumbo por las calles, ir adonde el viento le apeteciera llevarme. Di un beso a mi abuela y salí de mi casa, en la calle Hoda Sharawi. Caminé hasta el cruce con la calle Soleimán Pacha. Allí me detuve un momento, pues no corría ni una leve brisa que me llevase ni para la izquierda ni para la derecha.
* * *
Mi padre me agarró con fuerza de los brazos y me levantó hasta que mis ojos quedaron justo frente a los suyos. Luego, acercó su cara a la mía y me dijo que ahí estaba el límite que jamás debía cruzar. Podía andar por la calle Hoda Sharawi, pero la calle Soleimán Pacha estaba totalmente prohibida. Los coches circulaban a una velocidad alocada, así que no debía llegar al final de nuestra calle. Me bastaba con ir hasta el restaurante Felfela y luego volver a casa. Después me aupó sobre sus grandes hombros y contemplé el mundo desde las nubes. Mi madre me dio la mano y entramos en la zona prohibida. Pasamos por un callejón con baldosas hasta el restaurante en el que solíamos comer. Allí nos encontramos con Vladimir, un buen amigo de mi padre, que estaba con su hija. Me parecía muy pequeña, vista desde las alturas de los hombros de mi padre.
¡Ay, padre querido! Desde que me dejaste caer de tus alturas, vivo con el cuello partido. Ya no me acuerdo del nombre de aquella niña. De hecho, no recuerdo ningún nombre. Solo el de mi padre, que llevo a mis espaldas igual que él me llevaba a mí. Natural de Alejandría, llegó a El Cairo en 1962 para trabajar como ingeniero en la construcción de la presa de Asuán. Allí se enamoró perdidamente de la grandiosa y milenaria civilización egipcia. Jamás pudo escapar de ella tras descubrirla, al levantar por primera vez la vista de los libros de ingeniería. Ahí están mis orígenes. Es raro que un ingeniero sea también poeta. Muchos afirman que son dos profesiones contrapuestas, pero mi padre era ambas cosas. Su mitad ingeniera adoraba la Gran Presa, y su mitad poeta adoraba Egipto. Se conocía el país de norte a sur, sobre todo el sur, pues fue uno de los constructores de la presa de Asuán. Pero de ahí partió, despacito y con calma, a descubrir todos los rincones de la nación más hermosa sobre la faz de la tierra, como él decía. Y en su discurrir, posó los ojos en mi madre, Helena, en el templo de Hatshepsut.
Fue un amor a primera vista. Un flechazo con la bendición de Senenmut. Sin embargo, hoy yo, como ya he dicho, entro en mi quinta década de existencia sin haber conocido el amor a primera vista. ¿Me mentirían mis padres al contarme la historia de su amor? ¿Ese sueño es accesible al común de los mortales? ¿O será que el destino me niega esa gracia por no haber heredado el pelo rizado de mi padre? Llevo toda mi vida esperando ese regalo del cielo. Pero ya me he convencido de que todavía me queda mucho por vivir y que los días por venir serán más hermosos que los ya vividos. Las divinas palabras de Nazem Hekmat se cumplirán en mí, o de lo contrario me veré obligada a arreglar cuentas con él.
Hasta ahora, mi corazón impetuoso no ha tomado nunca una decisión razonable. Sin embargo, hoy me siento colmada por un resplandor extraordinario. Mi corazón ha madurado tras pasar por unos fuegos que estuvieron a punto de chamuscarlo. El pobre ha conseguido salir adelante entre golpes, puñaladas y escupitajos. Es cierto que está lleno de cicatrices, algunas profundas, otras superficiales. Cierto es también que siempre consideró que el dolor y la felicidad son las dos caras de una misma moneda. Pero ahora está más que preparado para aceptar el amor a primera vista, a tercera vista, o lo que sea.
Hatshepsut era hija de Hathor, diosa de la maternidad y la infancia, del cielo y de la tierra. Se enamoró perdidamente de Senenmut, natural de Armant. Juntos alzaron el estandarte del arte sobre la humanidad. Cada detalle de su vida se ha convertido en leyenda en la nuestra. Hatshepsut, con la fuerza que le concedió su madre Hathor, veló por el amor de mis padres. Ella fue quien se apareció en los sueños de mi madre mientras dormía en su casa de Lublin, en la lejana Polonia. Una mujer soberbia e imponente, de gran feminidad, que brillaba como si llevara un collar de estrellas. Miró a mi madre con sus ojos negros alcoholados: «Helena Kavadeska, habitante de Lublin, te pido que te presentes en el tempo de Deir el-Bahari». Mi madre tenía entonces dieciocho años y, después de aquel sueño, decidió estudiar egiptología en la Universidad de Varsovia. Mi abuela, Yadevka, pensó que su hija se había vuelto loca de remate, pero como su bondad no tenía límites, terminó por aceptar que su hija se marchara a la capital a estudiar. Mi madre estaba convencida de que su destino final estaba en Egipto. Y, en efecto, formó parte de un equipo de arqueólogos polacos enviado por la Universidad de Varsovia al templo de Hatshepsut, en Luxor.
Una vez le pregunté qué relación había entre Polonia y la orilla occidental de Luxor, y me respondió que la misma que entre el sol y la luna. Todos giramos en el mismo sentido. Luego le pedí que me hablase del romance entre Hatshepsut y Senenmut. Me respondió que no había evidencias arqueológicas que confirmasen esa historia. Me enfadé y me fui a mi cuarto. ¿Por qué siempre los historiadores se enfrentaban al amor? Cuando todo se podría explicar con una mirada de deseo, ellos sacan la bandera de la ciencia y piden pruebas materiales y argumentos concluyentes. Estos mismos historiadores no cesan de regalarnos verdades sin ningún tipo de confirmación, siempre que no traten sobre asuntos de amor. Y yo me pregunto, ¿acaso los genes franceses de mi madre no podrían despertar en ella algo de interés por el corazón de Hatshepsut? Pues aunque mi madre no hablaba ni una palabra de francés, mi abuelo era de Francia.
Desde jovencita, Yadevka era astuta como una liebre y hermosa como una gacela. Olivier conoció a mi abuela una vez que el destino lo llevó de viaje a Polonia. Se enamoró y allí se quedó. Pero el frío gélido congeló su pasión y oyó una voz lejana que le ordenaba ir a Asuán para buscar a Isis en las islas alrededor del templo de Filae. De modo que abandonó a mi abuela antes de que naciera Helena, que no era más que un feto en el vientre de su madre.
Cuando mi madre llegó al templo de Hatshepsut, le pidió a Hathor que le diera la mano y la condujera junto a su padre, arrebatado de su lado años atrás por el canto de una sirena egipcia. Sin embargo, jamás lo encontró, y murió antes de que naciera la gran araña que con su red sacó al ternero del útero de su madre. Una vez le pregunté a mi abuela Yadevka, que ahora vive conmigo en Bab el-Luq: «¿Quieres que busque al abuelo?». Ella sonrió con maldad y unos ojos de muchacha de dieciséis años. «Ya ni me acuerdo de su cara. Déjale vivir con Isis, y mejor búscame un hombre más joven».
* * *
Cogí hacia la derecha, en dirección a la plaza Soleymán Pacha, ese Soleymán francés, nacido como Joseph Sève en Lyon, la misma ciudad francesa en la que nació mi abuelo. Vino a Egipto con una recomendación especial y Mohamed Ali le encargó la misión de organizar el primer círculo de oficiales que se haría cargo de la formación de los soldados egipcios. El lugar de entrenamiento era la ciudad de Asuán. Mi abuela Yadevka siempre asegura que mi abuelo era descendiente de Soleymán, pues se llamaba Olivier Sève. ¿Qué extraño vínculo une a mi familia con Asuán? Primero, Soleymán; después, mi abuelo, que desapareció allí dejando a la hermosa Yadevka en Polonia; luego, mi padre. Lo curioso es que Soleymán Pacha es el abuelo de la Reina Nazly, esposa del rey Ahmad Fuad y madre del rey Faruq. En consecuencia, estoy emparentada con la monarquía. Yo, la hija de una polaca apasionada por Hatshepsut y de un gallardo alejandrino que murió asegurando, para tranquilizarme, que el pueblo terminaría por tomar el poder, si no en este siglo, en el siguiente, y que reinaría la justicia. Pero, antes que cualquier otra cosa, soy hija de El Cairo, la ciudad de las mil caras y los mil minaretes, y tuve la suerte de conocer en vida a Umm Kulzum.
Como muchos otros, comencé a adorar a la cantante cuando perdí el corazón y comenzó a latir alocadamente. Acababa de empezar mis estudios de alemán en la Facultad de Idiomas de la Universidad de Ain Shams. Lo conocí en una obra de teatro universitaria. Se llamaba Ihab Yosri y era tremendamente alto —no como yo, que no heredé la talla de mi padre— y tan delgado que su pecho se confundía con su espalda. Tenía una nariz tan grande como la de Kamal Ahmad Abdel Gawad[22]. Venía de una familia de artistas y estaba terminando un máster. Lo primero que me atrajo de él fue su voz, profunda, que conjuntaba varios tonos con armonía y estilo. Cuando la escuché por primera vez, me pareció que poseía la elegancia de la del cantante Abdel Mottaleb.
Juntos, descubrimos el mundo. Íbamos a todas las manifestaciones artísticas de El Cairo: teatro, ¿por qué no? Teníamos que estar al corriente de las artes escénicas. ¿Exposiciones de pintura? Era la pasión de mi amor, que nació para ser pintor como su padre. ¿Cine? Fue una pena que la Academia de Artes Cinematográficas no contara con unos alumnos tan brillantes como nosotros. ¿Conciertos? Los dos éramos como una orquesta, pues yo tocaba el piano y el violín y le enseñé a dominar la percusión. Mezclábamos la música de Sayyed Darwish con el Fausto de Charles Gounod, y Las sillas de Eugène Ionesco con los lienzos de Sandro Botticelli. Con todo aquello, hacíamos un producto típicamente egipcio con aroma a especias. «Apolo, concédeme la inspiración de la musa Euterpe».
Vivíamos entre las nubes, y contemplábamos el paisaje desde las alturas. Sin embargo, no veíamos nada con tanta contaminación, por lo que decidimos bajar a la tierra y tomar parte en el proceso de limpieza de nuestro querido Cairo. Participamos en todas las manifestaciones, alzamos nuestra voz por Egipto, llevamos su bandera, gritamos juntos no al despotismo, sí a las reformas. El partido del Tagammu estaba cerca de nuestras posiciones, los naseristas nos resultaban demasiado contestatarios, el Wafd no nos gustaba. Buscábamos nuestro asiento en el vehículo, pero todos los motores tenían graves problemas mecánicos.
Ihab estaba a punto de defender su tesis. Su amor por mí, como solía decirme, le hacía dibujar sin parar: en pañuelos, en cuadernos, en las manos y los pies. Pintaba incontables cuadros. Le gustaba dibujar tuercas de motores pegadas a cuerpos desnudos. Un día me confesó que no podía librarse de la influencia del maldito Salvador Dalí y que le gustaría matarlo con un pincel untado de rojo sangre, pero no encontró el modo.
Mi corazón palpitaba mientras asistía a la defensa de la tesis de Ihab. Tres profesores le formularon preguntas despiadadas. El doctor Murtada el-Barudi fue su director de tesis, que le llevó tres años. Ihab vestía una majestuosa toga negra y los rasgos duros de su rostro y su voz hicieron temblar la sala. La velada acabó bien y mi amor terminó su doctorado. En aquel entonces, yo estaba en tercero de carrera, el año en que me concentré en mi piano y dejé que mi amor se sumiera en la ciencia del doctor Murtada.
* * *
Corté por la calle Sabry Abu Alam, crucé la calle Qasr el Nil y llegué frente a la pastelería Lappas. Si juntáramos todas las bolas de helado que había tomado allí con mi padre, nos saldría una montaña más alta que la colina de Moqattam. A los pocos meses de nacer yo, mi padre decidió dejar su trabajo en la gran presa y continuar su vida en El Cairo, abandonando Alejandría para siempre. Lo contrataron en la Sociedad de Tractores e Ingeniería, cuya sede estaba en un enorme edificio semicircular en Bab el-Luq que abarca toda la plaza y da a las dos calles principales, Al-Bostan y Tahrir. Mi padre trabajaba desde las ocho hasta las tres y pasaba las tardes con nosotros. Por las noches, se iba a jugar al ajedrez al café al-Hurriya de Bab el-Luq. Era toda una estrella.
Después de comer, yo lo llamaba lloriqueando y él me subía a hombros. En un par de sus enormes zancadas nos plantábamos en la puerta de Lappas, justo en el lugar donde estoy ahora. Ya no es el mismo sitio, solo una sombra de lo que fue. Miré hacia el otro lado buscando a Charlie, al que siempre veía cuando salía con mi cucurucho en la mano. La primera vez que lo vi, grité de alegría: «¡Es Charlie Chaplin!», y la bola de helado de fresa se me cayó sobre la cabeza de mi padre. Charlie se rio y se acercó con sus gestos mecánicos, su bastón y su traje negro desgastado por el tiempo. Me lanzó un beso con su boca desdentada, alzando su bigote cuadrado hasta tocar su nariz.
* * *
Cuando abandoné el hogar conyugal, regresé a casa de mis padres. Fue como si el destino girara las puertas del tiempo con su sabiduría eterna. Mi abuela enfermó de repente y nadie podía ocuparse de ella desde la muerte de su único hijo, que vivía en Lublin. Me fui a Polonia y me la traje aquí a vivir conmigo. Era la primera vez que mi abuela abandonaba su ciudad. Ni siquiera salió cuando Hitler la redujo a escombros. Fueron pasando el comunismo, el caos, el capitalismo y el ingreso en la Unión Europea, pero mi abuela no se movió de su sitio. Me miraba apenada, como una niña a la que arrancase de su hogar familiar.
En cuanto llegamos a Egipto, decidí ir con mi abuela a pasar una semana en el oasis de El Fayum, a casa de unos amigos que viven en el pueblo de Tunis. El clima de esa región sería el mejor remedio para ella. Como me esperaba, mejoró mucho. Se pasaba el día sentada, disfrutando del paisaje del lago Qarun. El Fayum era mi segundo hogar después de El Cairo, pues de pequeña siempre íbamos allí con mi padre y mi madre a comer pato y platijas. Más tarde, mi madre trabajó una temporada en el oasis.
Un buen día, mi abuela se zampó dos enormes patos que nos preparó la madre de Abdel Latif, y la sangre volvió a correr densa por sus venas. A partir de ahí me tranquilicé y volvimos a El Cairo. Mi abuela se adueñó del piso con su proverbial vigor polaco, hasta el punto de que los vecinos de abajo protestaron por sus fuertes pisadas. Pero al regreso a la casa de Bab el-Luq recibí la triste noticia de que nuestra vecina de toda la vida, la señora Amal, esposa del difunto contable Walid Sobhi, había fallecido aquel mismo día. La conocíamos desde siempre, pues vivíamos puerta con puerta y en nuestro edificio solo hay dos viviendas por planta. «¿Nos presta un tomate, señora?», «¿Nos podría dejar seis copas porque tenemos invitados?». Lloré como una magdalena. Fragmentos de la historia de mi vida se marchaban para no volver. Ya había perdido a mi padre y a mi madre, y recuerdo el llanto desconsolado de la señora Amal cuando vio el enorme ataúd de mi padre saliendo por la puerta de casa. Ahora, me dejaba sola en el tercer piso.
Al día siguiente, su único hijo, Ayman, vino de los Estados Unidos en estado de gran conmoción. Lo abracé y lloró en mi hombro como un niño. Yo siempre cuidaba de él cuando sus padres salían por la noche. Volvía a ser un niño que daba su último adiós a su madre. Antes de regresar a los Estados Unidos me dio su número y su dirección y me invitó a visitarlo en Nueva Jersey. Me contó que las cosas habían mejorado y que su restaurante Aladino iba bastante bien, aunque con su matrimonio no había tenido tanta suerte. Le prometí que lo intentaría, aunque era consciente de que jamás podría ir a los Estados Unidos.
Tras divorciarme, me instalé en mi casa familiar, que se había convertido en un nido de ratas. Desde que me casé y la muerte de mi madre, solo habitaban aquel piso las arañas y legiones de hormigas y cucarachas que, por desgracia, no se preocupaban por la limpieza del piso ni por las montañas de polvo que se acumulaban como nubes encima de todas las superficies. Encontré el viejo piano esperándome en el lugar de siempre, lanzándome esa mirada que conocía tan bien cuando pasaba mucho tiempo alejada de él. Sin embargo, esa vez me había excedido un poco, así que antes de poner mis manos en cualquier otra cosa de la casa, me puse a desempolvarlo con cariño. Limpié hasta su última pieza, que me conocía de memoria. Cuando terminé, parecía un muchachito en la flor de la juventud. Como si la caprichosa rueda del tiempo hubiera girado hacia atrás. Aquel Bösendorfer me hablaba y me confiaba sus alegrías y penas.
* * *
En 1828 falleció en Viena el músico Franz Schubert. Al grandioso funeral asistió Ignaz Bösendorfer, que salió muy apenado del funeral. Tal era su aflicción que decidió hacer algo por la música que tanto amaba y al día siguiente se dirigió a obtener los permisos que necesitaba para fabricar un piano. Aquel fue el principio del fin del maestro en aquel campo, Brodmann.
Franz Listz, prodigioso pianista, buscaba un piano que pudiera soportar sus innovaciones en el arte de la interpretación musical, y un buen día conoció un piano Bösendorfer. Fue un encuentro sonado en el teatro imperial austriaco.
Cuentan que aquel piano no soportaba el frío de Austria y que, tras pensárselo mucho, se embarcó rumbo a Alejandría, donde acabó en casa de una familia numerosa con más de diez hijos. Las manos de aquellos pequeños faraones fueron inclementes con sus teclas de marfil traído del sur de Kenia. El piano buscó por todos los medios una salida a aquel tormento, hasta que encontró a Helena mirándolo admirada. Poco después, llegó a nuestra casa con su fastuosa presencia imperial. Desde que está con nosotros, no me ha dejado pasar ni un solo día sin tocar sus cuerdas. Hasta los días en que doy varias clases de piano seguidas, me llama y me pide que me siente ante él a conversar. Recuerdo que nada más instalarnos en nuestro modesto piso, mi madre Helena —o Halima, como la llamaban los vecinos— se sentó a mi lado y me dio mi primera lección de piano. La voz de Halima dándome instrucciones severas todavía resuena en mis oídos. Mi madre era un ángel sonriente, excepto cuando andaban de por medio Hatsehpsut o la música, pues ambas descendían de la divina Hathor. Mi padre colocó sobre el piano una estatuilla de Bastet, diosa de la música y el baile. La verdad es que jamás supe si esa diosa cuya cara siempre me miraba se llamaba Bastet o Basti. Mi madre la llamaba Basti cuando la música que yo tocaba le agradaba, pero si estaba de mal humor la llamaba Bastet. Nunca supe por qué tenía dos nombres para aquella diosa. Siempre quise preguntárselo, pero murió antes de que ese día llegara. Mi padre, por su parte, se sentaba detrás de mí en su cómodo sillón de asiento bajo y respaldo muy alto a escuchar mis primeros y torpes intentos con el piano.
* * *
Ojalá mis días en la universidad hubieran durado para siempre, pero concluyeron en un abrir y cerrar de ojos. Al volver a abrirlos, los años habían pasado como un relámpago. Salí con mi título de licenciada en la mano derecha y, en la izquierda, una elegante carta de Ihab que oficializaba nuestra separación.
Con Ihab viví el sueño de un mañana de horizontes amplios, con la esperanza de que aquello durara hasta el siglo venidero. Separarnos fue como arrancar el alma del cuerpo. Estábamos el uno frente al otro, separados por una pared transparente que su grave voz no podía quebrar. Ya había reservado un billete para Canadá, tras obtener una beca para realizar el doctorado en la Universidad McGill de Montreal. Antes de partir, pegó la cara al cristal hasta que su gran nariz lo atravesó y, con un nuevo tono de voz que jamás le había escuchado, me dijo que no volvería nunca.
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Continué mi paseo por la calle Qasr el-Nil y pasé cerca de la calle Borsa, cuyo pavimento acababa de ser renovado, junto con el de las calles aledañas que conducen a la calle Sherif, detrás del Banco Al-Ahli, convirtiendo la zona en un área peatonal. Como suele suceder, las calles se transformaron rápidamente en zona de cafeterías, que extendieron las sillas de sus terrazas por todas partes, hasta que se hizo imposible caminar con tranquilidad. Había que sentarse, pedir y pagar. Al principio no reparé en un muchacho que me hacía gestos invitándome a sentarme en una silla. No tendría ni veinte años, era delgado como una palmera y su rostro manifestaba una anemia aguda. Me acerqué, le di una libra, le dije que se tomara un zumo y seguí mi camino. Llegué al cruce de las calles Qasr el-Nil y Sherif, me detuve ante una zapatería y repasé con la mirada el fascinante número de zapatos de distintas formas y estilos.
Cerrando los ojos de felicidad, me vi cogida de la mano de mi madre, que me acariciaba con ternura el pelo. El escaparate de la librería estaba lleno de volúmenes. Mis ojos se posaron en uno enorme, de color azul, en cuya portada aparecían innumerables signos de interrogación, cada uno de un tamaño y color distintos. Entramos y mi madre me lo compró. Ese libro me ha acompañado toda mi vida, y ahora luce con orgullo en la estantería de mi hija. «Tienes que prometerme que lo leerás, pues los libros se ponen tristes y se mueren si nadie los lee. Pero si los leen, viven para siempre». Le prometí que lo haría, y que me leería todos los libros que teníamos en casa. Recuerdo perfectamente el rostro de la mujer que nos lo vendió, una señora de cuarenta años con ojos almendrados que sonreían detrás de unas gafas rectangulares, hasta casi salirse del marco de sus mejillas. Llevaba un vestido azul con rayas grises que parecía una bata escolar. Antes de marcharnos, me regaló un cuadernito y me dijo que escribiera mi diario en sus páginas de color rosa.
Cuando regrese a casa tengo que buscarlo. En una de las páginas rosas de aquel cuaderno escribí mi primera historia de amor, en tercero de primaria. Mi novio, Magued, desapareció, igual que la librería, que cerró en los años setenta. Ahora en su lugar tenemos zapatos, más elegantes y modernos que los libros. Mi madre lloró al enterarse de que la librería se había convertido en una tienda que vendía objetos de piel. Aquel día regresó a casa sin traernos un nuevo libro. En su lugar traía una enorme tristeza y una depresión que la acompañó durante mucho tiempo.
Una semana después de que Ihab se marchase a Canadá, conseguí a duras penas salir de la cama. Aún con lágrimas en el rostro, empecé a pensar seriamente en mi futuro por primera vez. Mientras mi espíritu estuvo ocupado con sueños, había descuidado sobremanera mi porvenir. Alcé la cabeza, cerrando con fuerza los ojos para retener las lágrimas detrás de mis párpados, decidí buscar trabajo en una librería. Adoro el olor a polvo que habita entre las páginas de los libros. Sin embargo, encontré empleo, sin esperarlo, en una asociación para el desarrollo de la mujer. A las pocas semanas de empezar a trabajar, exclamé: «¡Eureka! Esto es lo que quiero hacer con mi vida». Dentro de las diversas actividades de la asociación, yo me encargaba de que las mujeres se sacaran el carnet de identidad. Sin él, las mujeres no pueden hacer uso de sus derechos más elementales, entre los que se encuentra poder divorciarse de un marido que ha desaparecido, emigrado o se ha esfumado hace años. Otro de los proyectos que teníamos consistía en ofrecer pequeños préstamos a mujeres que deseaban comenzar una actividad comercial para ganarse la vida. Trabajábamos en zonas geográficas concretas y en determinadas ciudades. Yo me encargaba del barrio de Manshiat Naser, en El Cairo. Estaba muy lejos y el trayecto se nos hacía interminable. A menudo teníamos que empezar desde la nada, pues cientos y cientos de mujeres no tenían ni partida de nacimiento. Conocí a mujeres casadas, divorciadas, profesionales de la prostitución y niños de la calle, todo lo cual me permitió conocerme mejor a mí misma.
* * *
Antes de llegar a la calle Gawad Hosni, me detuve ante una pastelería de la calle Qasr el-Nil. Contemplé las bandejas de basbusa expuestas delante de mí, y mi estómago protestó de hambre pidiéndome un trocito de aquel dulce, susurrando: «Y no te olvides de poner un poco de nata». Entré en la tienda y devoré con los ojos aquellos pasteles: dedos de Zeynab, Balah el-Sham, Konafa con crema, aish el-saraya con frutos secos… Mi estómago empezó a reclamar su parte. Pedí un trozo de basbusa sin nata y decidí degustar con la vista aquello a lo que no podía hincar el diente. El dependiente tendría sesenta años, una calva reluciente, la sonrisa tan dulce como la kunafa, el rostro triangular como la península del Sinaí y el mentón prominente como el cabo de Ras Mohamed. Me pasó el plato y los recuerdos amargos abrieron su boca para tragarse la tienda, con el dependiente dentro.
Conocí al hombre que terminaría siendo mi esposo en la boda de Farah, una compañera de clase. Pertenecía al mundo de las finanzas y los negocios, pues trabajaba en el Banco Islámico Faysal. Era conservador, tranquilo y poco hablador. Como los pescadores, me lanzó su red y no fui capaz de escapar. Éramos dos líneas paralelas que, contraviniendo las leyes de la geometría y la lógica, se cruzaban.
Fue el matrimonio más rápido del siglo veinte. A los dos meses de conocernos ya compartíamos lecho conyugal. Era diez años mayor que yo, y cuando lo conocí tenía prisa por casarse. Jamás olvidaré que en nuestra primera cita ya me habló de prometernos. Me dijo que no le faltaba de nada, y luego añadió con orgullo: «En el piso en que viviremos hay de todo; hasta los platos para el pescado tienen su cajón reservado». Yo tenía la esperanza de que me besase aunque solo fuera una vez antes de casarnos, para oler su aroma y tranquilizarme, pero él no pensaba más que en los preparativos de la boda. No le culpo, pues él siempre fue así. Es algo que he comprobado después de todos estos años. Lo aprecio enormemente, pero nunca he sido yo misma con él, un error que jamás podré perdonarme. Intenté ver el mundo con sus ojos, pero no quería que él lo viera ni una sola vez con los míos. Mientras estuvimos casados no fuimos jamás al teatro, ni pisamos la ópera. Me gustaba sentarme por la noche en casa, compartiendo el silencio, respirando juntos el tiempo que nos unía. Pero él insistía en que nos uniéramos a las caravanas que llamaban a las puertas de restaurantes desconocidos en noches frías. No parábamos juntos ni un solo instante, pues nuestro destino era correr. La tierra podía temblar a su alrededor, que a él solo le interesaban los tipos de cambio. Un día, propuse ir a una exposición y acabamos en una sala de fiestas. Soñaba con hacerle partícipe de mis sueños y mi compromiso con mi país, pero las palabras se perdían en el vacío antes de llegar a sus oídos. Viví la vida que él deseaba y perdí la conciencia, hasta el punto de que ya no recordaba las cosas que me gustaban.
Cuando lo conocí en la boda de Farah, estaba en uno de los periodos más dinámicos de mi vida. Recuerdo que vivía en un estado de euforia permanente por los éxitos que teníamos en la asociación, ayudando a cientos de mujeres en Manshiat Nasser. Aquello me hacía sentir que cumplía con un grandioso deber patrio. Me acostaba con una sonrisa de oreja a oreja, satisfecha conmigo misma, llena de orgullo, y me decía que un viaje de mil millas comienza con un paso. Todos los días aprendía una nueva lección. Esas mujeres cargaban con grandes penas y enfermedades, pero gozaban de una sagacidad divina, de valor y determinación para vivir, y poseían una capacidad infinita para sonreír. Aquello fue una verdadera escuela que me proporcionó una paciencia sin límites que me permitía aguantar a cualquier persona hasta el día del juicio final.
Así es como me explico hoy lo estúpida que fui soportando a mi marido. A veces me parece un sinsentido haber aceptado aquel mundo totalmente ajeno a mí, pero integrándome en él con felicidad. Durante nuestro noviazgo, salíamos a diario, sin descansar ni un día. Suponía que mi esposo celebraba conmigo el habernos conocido, pero luego descubrí que él no puede vivir sin salir a diario. Pasaba con sus amigos más tiempo que conmigo. En aquella época, su gran amigo y compañero de trabajo era Talaat Dhohni. Su mujer Hind me caía muy bien y nos veíamos todos los días. A veces también salía con nosotros su compañero de colegio Nabil Sharubim, él solo, porque su esposa Nevine atendía en su clínica a sus pacientes.
* * *
Llegué a la plaza Mostafa Kamel. Su estatua me miró, majestuosa, y yo le dije: «Si no viviera en El Cairo, desearía vivir en El Cairo[23]». Me sonrió, contento con mi elocuencia, y me soltó otra de sus famosas citas: «La nación que no se alimenta de lo que siembra ni se viste con las ropas que fabrica, es una nación condenada a la dependencia y la desaparición». Me quedé mirándolo, con su elegante chaleco y toda la pompa que rodea su nombre y su historia, y me pregunté cómo era posible que ese hombre hubiera muerto a los treinta y cuatro años.
La plaza estaba igual que cuando la conocí, con la excepción de algunos cambios insignificantes en los nombres de algunos locales. Solía venir aquí con mi madre a las casas de subastas. «A la une, a la due, a la tre. Enhorabuena, señora Halima, se ha llevado un jarrón de cristal de Sévres original por 28 libras». En las subastas de esa plaza compramos un montón de objetos que decoraban nuestro hogar. El profesor Maurice, el director de la subasta, siempre vestía traje negro y corbata roja. Llamaba por teléfono a mi madre antes de las subastas para que viniera a ver si había algo que quisiera comprar, o para fijar de antemano un precio, algo que solo sucedió con la estatuilla del dios Bastet, que mi madre compró antes de que empezara la puja.
En aquella plaza también reservamos los billetes de barco para Novorosisk en una compañía naviera turca. El crucero partía de Alejandría e iba a Atenas, Estambul y luego a Novorosisk. De allí continuamos en tren hasta Volgogrado, donde nos esperaba el primo de mi madre. Nos recibió con los brazos abiertos y nos condujo hasta Samara, donde vivía. Su hijo me cayó muy bien. No le veo desde aquella fecha lejana, pero recuerdo perfectamente su aspecto. Fue un viaje que jamás olvidaré, a bordo del Karadeniz, que significa «Mar Negro», como me explicaron los marineros turcos.
Me pasé todo el crucero en la piscina, una piscinita metálica con una cubierta de chapa con grandes candados a cada lado. Durante aquel viaje me asaltaron unas pesadillas que jamás se borrarán de mi memoria: estaba nadando en la piscina, y de repente me encuentro sola en el agua. Entonces, los marineros empiezan a cubrir la piscina con la plancha de chapa. Se hace la oscuridad y escucho el ruido de los candados al cerrarse, el chirrido del hierro al chocar contra hierro. El nivel del agua empieza a subir poco a poco. Intento respirar, hasta que el agua toca el techo de chapa. Grito, pero nadie responde.
* * *
Mi marido pidió el divorcio después de que nuestra relación muriera lentamente. Asistí a su lenta agonía durante años, incapaz de salvarla, pues no había estudiado medicina sino filología alemana y me dedicaba al mundo del trabajo social, lo cual no me capacitaba para entrar en la sala de reanimación mientras veía nuestro matrimonio tumbado en la cama blanca, exhalando su último aliento. El aire había abandonado nuestra casa sin hacer ruido. Cada día, un puñadito de oxígeno se escapaba por un ventanuco invisible, hasta que una mañana nos despertamos y no podíamos respirar.
Cuando Nadia vino al mundo, dejé de trabajar en la asociación, pero emprendí uno de los pasos más importantes de mi vida. Empecé a escribir mis memorias. A registrar cada gestio, cada mirada, cada atisbo de sonrisa que se dibujaba en los labios de Nadia. Mi hija se convirtió en el centro de mi vida, cada movimiento de su naricita me permitía abrir una ventana al mundo a través de mis líneas. Ahora contemplaba el mundo con ojos renovados. Me dediqué a registrar su generosidad y su avaricia hasta que se me agotaron las páginas amarillentas. Estuve escribiendo a diario hasta convertirme en una adicta a mis apasionadas citas con el lápiz.
A pesar de que era consciente de estar viviendo los últimos días de mi matrimonio y de que esperaba recibir el golpe de gracia que pusiera fin a mi vida con mi marido, eso no impidió que la separación me supiera amarga. Fue durante una tranquila conversación por teléfono. Resulta curioso que habláramos por primera vez con franqueza de nuestra separación a través de los hilos telefónicos. ¿Tan complicado resultaba afrontar eso para dos personas que han compartido cama durante más de una década?
Nada más colgar, empecé a sentir un hormigueo en el dedo de mi mano derecha que acababa de presionar el botón rojo para poner fin a la llamada. El picor fue subiendo por la muñeca hasta mi brazo, lentamente, y llegó al hombro, las mejillas, la frente, los ojos. Una nube negra y oscura se extendió ante mí y me quedé sumida en la penumbra. Intenté abrir los ojos, pero descubrí que ya los tenía abiertos. Se hizo la oscuridad y me rendí a ella, y cuando noté la presión en mi pecho, el hormigueo se extendió rápidamente por todo mi cuerpo. La sangre se espesó en mis venas y dejé de sentir mis extremidades, tras notar un dolor debido a la presión de aquel hormigueo en mis nervios. Mis pulmones tenían que hacer un gran esfuerzo para coger aire. Coloqué las manos bajo mi trasero con la esperanza de sentirlas, pero era como si un cirujano experto me las hubiera amputado. Salí a buscar el cielo, llevando en la mano mis diarios. En la calle, un coche enorme me golpeó y, prendado de mí, me llevó al hospital. Allí, soñé por primera vez con Ihab en su gélido exilio, y mi cuerpo tembló de placer.
Lo más probable es que la sangre tártara que corre por mis venas, herencia de mi abuela, fuese lo que me salvó. Mi abuela afirmó en una ocasión que yo descendía del Imperio de la Horda de Oro. El médico que me examinó no encontró fracturas ni heridas. Algunas contusiones, sin más. No me ha quedado ninguna secuela, puedo caminar perfectamente, como hago ahora mismo en dirección a la calle Abd el-Jaleq Zarwat. Sin embargo, jamás podré superar la tristeza de haber perdido mis diarios. Es como si me hubieran arrancado varios años de mi vida. Cuando el coche me golpeó por detrás, yo salí volando por los aires y mis cuadernos salieron despedidos, cayendo en la misma alcantarilla en la que se perdió la moneda de Fayrouz y Anwar Wagdi en una película.
Por fin, decidí ir a la cafetería Groppi de la calle Adly y llamar a mi hija para que viniera a tomar algo conmigo. Fui a un locutorio y, a pesar del cartel de «Hables usted a sus anchas», el dueño no me dejó marcar a mí, así que tuve que dictarle el número para que marcara él.
—Voy al Groppi de la calle Adly, en el centro. ¿Qué haces?
—Mamá, es tu cumpleaños. Tendría que estar contigo desde esta mañana. Te he llamado a casa y te dejé un mensaje. Ahora mismo voy.
La enorme puerta de cristal de Groppi de la calle Adly estaba adornada en el pasado con unas espléndidas barras de hierro forjado negro y a continuación había una puerta giratoria de madera que mi padre empujaba para que entrásemos mi madre y yo, y luego pasaba él. Esa puerta daba a la calle Abd el-Jaleq Zarwat, donde hay un supermercado y una tienda de dulces. Nada más entrar, sentí el frío del aire acondicionado. El lugar estaba a rebosar. Un gran número de clientes esperaba delante del mostrador de bombones, y un grupo aún mayor frente al de pasteles y tartas, justo enfrente. Había camareros en todas partes, con sus uniformes azules de botones relucientes, ajustados en el pecho y anchos por debajo, como faldones. Se parecían un poco a la ropa que llevan los derviches cuando se dedican a dar vueltas sin parar alrededor del Ser. Mientras mi madre iba al supermercado a comprar el queso kashkaval que tanto nos gustaba a todos, mi padre y yo nos sentábamos en la terraza que daba al jardín. El sol relucía como de costumbre. Sus rayos me proporcionaron un poco del calor que necesitaba tras el frío del aire acondicionado. No había sitio, pues todas las mesas estaban ocupadas. Ammo[24] Saleh, el camarero nubio que tanto me quería, se acercó rápidamente. Le dijo a mi padre que Amin Bey estaba a punto de pagar la cuenta y en unos minutos podríamos sentarnos. Ammo Saleh puso en mi mano un caramelo de menta que sabía que me encantaba. Miré rápidamente a mi padre para asegurarme de que no lo había visto y luego me dediqué a observar a Amin Bey. Era un hombre de setenta años más elegante que Mostafa Kamel con su traje gris. Del bolsillo de su chaleco asomaba la cadena de oro de su reloj.
* * *
Cuando entré en la sede de la asociación por primera vez tras muchos años de ausencia, se me hizo un nudo en la garganta. Mi experiencia en esta asociación comenzó a los pocos meses de su nacimiento. Juntas, recorrimos el camino de salida del útero, nos formamos juntas y los días que pasamos juntas forjaron nuestra personalidad, así que nos parecíamos. Luego, la abandoné. Ahí está ella ahora, rebosante de vitalidad juvenil. Yo, por el contrario, sigo con los estragos del divorcio todavía grabados en mi cuerpo. En su nueva sede, que yo no conocía, me encontré grandes carteles con imágenes de mujeres desconocidas para mí. Una muchacha de veinte años me miraba desde un cartel con sus enormes ojos. Llevaba una chilaba y un velo negros, y encima de su cabeza se leía: «La existencia jurídica de las mujeres». Una secretaría a la que tampoco conocía me preguntó, como si fuera una extraña, qué quería. Le conté quien era y me dio la bienvenida. Luego, me condujo ante la presidenta de la asociación. Al día siguiente empecé a trabajar con ellos y volví a la vida. El lugar era ahora un hervidero de jóvenes, muchos de ellos abogados recién licenciados. Hice buenas migas con dos: Howaida Saad y Ahmad Izz El Din. Gracias a esos muchachos, empecé a ver el mundo de un modo distinto.
Antes de ayer salimos un grupo grande de compañeros de trabajo y nos sentamos en la terraza de un café en un callejón que sale de la calle Sherif, en el centro. Me senté al lado de Ahmad Izz El Din, quien me abrió su corazón. Me habló del amor de su vida, Hager, y a medida que me iba contando su historia me quedé de piedra. ¡Se trataba de la misma muchacha que se casó con mi vecino de toda la vida, Ayman Sobhi! Le pregunté:
—¿No estás contento con nosotros en la asociación? Aquí puedes usar tus conocimientos de Derecho para permitir a las mujeres tener la posibilidad de llevar una vida mejor.
—Sí, estoy muy contento.
—Entonces, si tan contento estás y lo dices con esa sonrisa tan bonita, ¿por qué te empeñas en emigrar? Me han contado que te vas a América.
—Sí, voy a reunirme con Hagar. Nos vamos a casar en los Estados Unidos.
—¿No te das cuenta de que aquí están tus raíces, de que esta es tu tierra? Si te vas a América, como tienes pensado, serás un extranjero toda tu vida.
—No veo ninguna esperanza de futuro en este país. Allí tendremos hijos, y la posibilidad de que reciban una educación y vivan bien. Aquí, con lo que gano no me da para vivir. Tú ya sabes cómo están las cosas. Pídele a tu amiga que nos pague un sueldo digno.
—¿Tu problema es una cuestión de dinero?
—¿Qué pasa? ¿Está mal tener problemas materiales? Sí, señora, mi principal problema es una cuestión material. No solo por el dinero, sino por todas las cosas materiales más elementales que este país nos niega.
* * *
Hoy vivo gracias a mi padre. Él me enseñó a cerrar los ojos a todo lo que no es necesario en la vida. Tras el divorcio, me negué a recibir ni un céntimo de mi marido. Habíamos intentado una vida juntos y no funcionó. No me convenció para aceptar una pensión. Él me la ofrecía de buena fe. «Han sido quince años de matrimonio, eres una parte de mi vida y tengo la obligación de cuidarla». No voy a negar que su oferta era generosa. Sé que muchos divorcios terminan en batallas campales, como se ve en la película La guerra de los Rose. Las clases de piano y el exiguo sueldo que recibo de la asociación me bastaban para vivir, pero para poder ser dueña de mi propia vida he tenido que alejarme de ese mundo consumista con el que nos llenan la cabeza. Me negué a tener un teléfono móvil, pues el contestador que compró mi madre hace diez años funcionaba a la perfección. Si alguien quería dejarme un mensaje, lo grababa y ya está. Rechacé también obedecer a todos esos anuncios que por medio del sexo y la pornografía intentan despertar al monstruo que todos llevamos dentro. No tengo coche, ni avión, ni moto; ni siquiera bicicleta. Los pies son el mejor medio de transporte para llegar a buen puerto. El zapatero de al lado de casa me repara el calzado y me lo devuelve siempre mejor que como estaba. Mañana y tarde, tocaba la canción, «Apriétate bien el cinturón, pues otra cosa no vale[25]».
Un día, mi amigo Adel, un exitoso hombre de negocios, me dijo que apretarse el cinturón era el único medio para que nuestro país se recuperase. En su empresa, les interesaba recortar gastos tanto o más que aumentar ventas. Por desgracia, nuestro país va en la dirección contraria; nos hemos aflojado el cinturón al máximo, para engordar y tumbarnos a la bartola, sin movernos. Cuando puse en práctica las palabras de la canción de Sayed Darwish, descubrí que poseía el bien más preciado que un ser humano puede tener: mi libertad. Un poco de lechuga y pepino, una lata de atún, un montón de Bach y Brahms, y la vida es bella.
* * *
Las palabras de Ahmad Izz El Din y las de otros muchachos de su edad que trabajaban en la asociación me afectaron enormemente. Con el paso de los días comprendí que pertenecíamos a mundos completamente diferentes. Mi primer acercamiento a este nuevo mundo se produjo con el nacimiento de mi hija Nadia, en 1993.
Cuando, a los cinco años, Nadia entró al colegio, comencé una nueva experiencia en mi vida. Me introduje en el mundo de su clase y lo que vi y padecí me resultó muy extraño, como si no hubiera vivido en El Cairo desde que nací hasta aquel instante.
Durante mis años como estudiante, ningún compañero de clase se marchó de Egipto, ni llegó al colegio ningún compañero que volviese del extranjero. El único caso que se podría considerar como emigración fue el de una alumna de mi clase que era de Port Said y se había mudado a El Cairo. Todavía resuena en mis oídos el eco de nuestras conversaciones con ella sobre la guerra, mezclado con los estallidos de las bombas. Noha fue la única compañera que nos dejó para irse a vivir al extranjero, y tenía buenos motivos para marcharse, pues su padre trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Cuando empezamos la primaria, se fue con su padre a Zaire. Que yo recuerde, fue la única emigrante que conocí en mi aula.
Sin embargo, en la clase de mi hija, de veinticinco alumnos, hay veinte que se han ido o han vuelto del extranjero. Un número tan elevado debería ir acompañado de efectos sonoros, pero por desgracia aún no se ha inventado un método para que el papel produzca sonidos cuando tus ojos se posan en una palabra concreta. Leyla, la mejor amiga de mi hija, se marchó con su familia a Kuwait cuando su padre encontró trabajo allí. Seyf, otro compañero de clase, se fue a los Estados Unidos con su familia. Mohammed, a Canadá. El padre de Muhanad se fue a los Estados Unidos y su hijo se irá con él el año que viene. Germaine, nuestra vecina y compañera de mi hija desde la guardería, se marchó a Canadá con sus padres. Sherin se fue a Kuwait con cuatro años y regresó a los doce con su madre por unos problemas legales con su casa de El Cairo. Dejaron al padre y la hermana en Kuwait. Cuando solucionaron los problemas del piso ya había empezado el curso, así que decidieron que estudiara ese año en El Cairo. Volvió a la clase de mi hija, pero durante aquel año tuvo que viajar a Kuwait para renovar el permiso de residencia y visitar a su padre y hermana. Sherif, Mohammed y Mirna obtuvieron la nacionalidad canadiense con sus familias y están listos para marcharse. Salwa regresó temporalmente de los Estados Unidos tras pasarse toda la vida allí y entró en la clase de mi hija, pero se volverá a ir en cuanto termine la secundaria. Ahmed vive en los Emiratos Árabes con su familia y viene los veranos a hacer cursos de verano. Coincidió con mi hija en un curso. Ahora va a entrar en la Universidad de Abu Dhabi.
Por lo que respecta a sus compañeros de la escuela británica internacional de enseñanza secundaría, mi hija me asegura que uno de cada cuatro alumnos tiene a su familia en el extranjero. Cree que solo ella y otros dos no tienen pensado emigrar cuando terminen la universidad. Excepto ellos, todos sus compañeros de clase sin excepción sueñan y planean marcharse al extranjero.
* * *
Estaba chupando el caramelo que me había dado ammo Saleh a espaldas de mi padre cuando sentí que una mano me acariciaba la espalda desde detrás. Era mi hija Nadia, que me abrazó con cariño. «Feliz cumpleaños a la madre más guapa del mundo», gritó. Se me humedecieron los ojos de alegría al verla. Estaba hecha toda una mujercita. No había heredado nada de mí. Era una copia de su padre, con ese moreno espléndido y ese hermoso pelo rizado.
Llamé a ammo Saleh, cuyo rostro se resistía a cubrirse de arrugas pese al paso del tiempo. Intercambiamos algunos recuerdos y, tras vacilar un poco, me preguntó si podría buscarle un trabajo a su sobrino Munir, conductor de taxi. Le di la dirección de la asociación y le dije que el muchacho nos viniera a ver a la mañana siguiente en la sede. A continuación, ammo Saleh fue a traernos un zumo de limón.
Los ojos de mi hija despedían un brillo extraño. Hablaba muy deprisa y con un exagerado entusiasmo, y no tardó en confesarme que estaba enamorada. Un tal Hussein, hermoso como una luna llena. Su voz cambió, al igual que el color de sus ojos. En un instante, se transformó de la niña que conocía en una mujer cuya voz, llena de ternura, derretía su habitual mirada intensa.
—Me enamoré nada más verlo. Hace tres días Leyla me invitó a cenar a su casa. Allí lo conocí y fue como un imán, nos atraíamos. Igual que en las películas, mamá. Quería llamarte para contártelo, pero pensé: ¿qué le voy a decir? ¿Que acabo de conocer a un chico alto, guapísimo, de pelo largo y negro? Pero estos tres días me han servido para confirmarme que lo amo de verdad.
Me contó que era un brillante arquitecto que había estudiado en la Universidad Americana de Londres. Había vuelto a Egipto después de mucho tiempo y se estaba preparando para irse a trabajar a Dubai.
Dubai…
* * *
Los sonidos, colores y sensaciones se entremezclaron y las palabras se perdieron entre las ranuras que separaban las baldosas que se extendían por el suelo. Me refugié en mi interior y ya no oía más que los latidos de mi corazón, inquieto por mi hija.
Los senderos de mi vida en mi querido Cairo siempre terminaban cruzándose con otros caminos y canales que desembocaban en el mar para salir huyendo del diluvio que nos cae encima. La historia de mi novela comenzó en mi vientre, pues del vientre surgen siempre todas las historias y relatos. Los hilos finos como la seda y duros como el acero se entrelazan y enroscan sobre mi hombro, controlando el movimiento de mis dedos, obligándome a anotar en papel las historias de este éxodo.
Mi hija me miró a los ojos y decidí escribir sobre las vidas de quienes se subieron al arca de Noé, o de quienes se preparan para hacerlo, comenzando por Ahmad Izz El Din, a quien voy a ver mañana.
El arca de Noé se me apareció flotando sobre las olas de este diluvio que anegó nuestra árida tierra. La veo como si fuera un huevo esperando a eclosionar. Como un punto dispuesto a crear un mundo nuevo y desconocido, cuya naturaleza no podemos predecir. Ante mis ojos, el barco se parece a la letra árabe nun, un semicírculo por abajo con un sol radiante por encima. El círculo se completa con otro semicírculo más arriba: el arcoíris. Juntos conforman un nuevo planeta nacido tras la explosión del anterior. El arca de Noé tiene forma de pirámide y su punta es como una antorcha sobre la cubierta del barco del éxodo. Una llama que se dirige hacia países lejanos.
En mi imaginación, el barco tiene la forma de un corazón que late con un ritmo distinto, para reconstruir el mundo.