Hassuna Sabry
HASSUNA contestó al teléfono móvil e intentó saber quién lo llamaba. «Un proyecto turístico, terrenos, tú te llevas una comisión». ¿Qué tenía él que ver con toda esa historia? No comprendió nada de lo que le dijo Talaat. Lo único que entendió es que le llamaba de parte de su hermano en Kuwait. Confundido, decidió telefonear más tarde a su hermano para enterarse del motivo de esa llamada.
Hassuna Sabry se encontraba en el aeropuerto de Asuán, rodeado de su familia al completo y de decenas de otros nubios, esperando la llegada del féretro de su tío Osman Mohamed, que venía acompañado por su hijo desde Milán. Durante más de veinte años, Osman había sido el jefe de cocina del club de la Fiat, Fabbrica Italiana Automobili Torino.
La muchedumbre congregada en el aeropuerto se correspondía con lo esperado para honrar a un gran patriarca nubio. El difunto había sido el responsable de que decenas de nubios fueran contratados por la Fiat y sus empresas asociadas, como el club de tenis en el que él trabajaba, y todo gracias a su amistad directa con Gianni Agnelli, ex presidente de la empresa y nieto de Giovanni Agnelli, fundador de Fiat en 1899. Siempre que visitaba el club, Don Agnelli se dirigía en persona a saludar al chef para alabar sus exquisitos platos. En concreto, adoraba la mulujeya[19] con conejo, que el difunto hacía traer de Egipto expresamente para el señor Agnelli. En esas ocasiones, Osman le pedía con voz tímida que contratara a algún nubio que lo estaba pasando mal en Egipto. De ese modo, año tras año y contrato tras contrato, el chef Osman adquirió la categoría de héroe nacional nubio.
Aquel 4 de julio, la temperatura en Asuán se asemejaba a la que imaginó Dante para su infierno, mientras escribía la Divina Comedia sentado delante de una estufa. Sin embargo, la escasa humedad hacía que el tiempo fuera más soportable en comparación con el que sufría Talaat en Kuwait. Allí el clima no se parecía al del infierno de Dante, sino al del infierno de verdad.
Todos los nubios que esperaban en el aeropuerto vestían chilabas blancas ligeramente transparentes con cuadraditos bordados, y por debajo unos zaragüelles también blancos. Coronaban su cabeza con una taqiyya blanca bordada, para protegerse de la feroz canícula. Ansioso, el director del aeropuerto se paseaba por la sala de espera dispuesto a recibir el féretro como correspondía a su importancia, pues quería rendir un pequeño homenaje a los servicios prestados por el difunto, sobre todo desde que le encontró un buen trabajo en Turín a su hijo.
Cuando se desvaneció la sombra de quienes esperaban, el avión aterrizó y el féretro salió del interior del aeropuerto. Todo el mundo se arremolinó para tener el honor de llevar a hombros el ataúd. Un Peugeot 504 verde modelo 1979 los esperaba para trasladar al difunto, y arrancó por la calle Abbas Farid en dirección a la mezquita de Tabiya, donde tendría lugar la oración por el fallecido. Fue un día memorable, en el que las mujeres de la familia derramaron sus lágrimas. Por la tarde, los hombres se reunieron ante la casa del padre del difunto, en la isla frente a Asuán en la que habitan los nubios, para presentar sus condolencias y escuchar a los salmodiadores recitando aleyas coránicas y hadices del Profeta. Todo el mundo tenía buenas palabras para el difunto, y nadie parecía acordarse del día en que partió para Italia, en 1985.
Hassuna se atolondró de escuchar tantas historias cuyos hilos se entrelazaban y se retiró en silencio del velatorio. Se dirigió en solitario hacia el Nilo a través de un tupido palmeral. Se quitó la ropa y la dejó con mimo sobre una roca de granito rojo como la sangre que brotaba entre la arena. Hacía ya mucho tiempo que cargaba en su pecho con un bloque de granito igual de pesado. Se zambulló en el agua, que estaba helada a pesar del calor. Comenzó a nadar con fuerza hacia el sur, en sentido contrario a la corriente, que discurría con vigor hacia el norte. Parecía un cocodrilo. Con cada brazada ahuyentaba a los demonios que atormentaban su espíritu, esos demonios que lanzaban sus despreciables lenguas de fuego abrasador sobre su pobre mente. Deseó encontrarse con uno de esos cocodrilos que pululaban por allí para entablar una batalla a vida o muerte con él y descargar así la cólera contenida, cuyo origen desconocía. Se apiadó del cocodrilo que osara enfrentarse a su ira. Vivía atormentado por la pobreza. Además, la derrota del Zamalek SC ante el Al-Ahly SC por tres a cuatro en la final de Copa empeoraba las cosas. Y además, Nabry no le había enviado la cantidad convenida para poder salir del país y reunirse con él.
Mientras nadaba, decidió no regresar esa noche junto a su esposa Fátima hasta pasada la oración del alba, ya que al día siguiente no tenía nada que hacer, y al siguiente tampoco. Era verano, temporada baja, en la que nadie se dirigía al tórrido sur.
Hassuna se despertó temprano, cuando un ligero vientecillo acarició su rostro. Dejó a su familia, todavía sumida en un plácido sueño, y siguió la brisa hasta llegar al río. Aquel aire era bueno para las falúas. En el embarcadero privado del hotel Cataract vio acercarse a dos hombres de cresta roja, acompañados por un egipcio de piel morena con aspecto de labriego. Los abordó e intercambió unas palabras con su paisano, ofreciéndole un paseo por el Nilo en su barca que no olvidarían jamás.
Hassuna evaluó al egipcio. ¿Sería un guía turístico, o un advenedizo que intentaba sacar algo de dinero a aquellos guiris? ¿O sería acaso un turista como ellos? Al comprobar, pasados unos instantes, que en efecto se trababa de un turista más, esbozó una sonrisa de alegría que dejó ver sus blancos dientes. Podía oler el aroma de los billetes nadando hacia su red.
Hassuna saltó como un macaco de una falúa a otra, pues todos los barcos se encontraban pegados unos a otros con gran mimo. Algunos marinos medio dormidos lo ayudaron a acercar rápidamente su embarcación a los turistas, no fuera a ser que cambiaran de opinión.
Humedeció una toalla en las aguas del Nilo y la colocó junto a la escalerilla de acceso a cubierta, para que se limpiaran los zapatos antes de entrar en su sacrosanta falúa. Después, sacó unos cojines con fundas de algodón verde y los colocó sobre los bancos corridos a ambos costados de la embarcación. Cuando los clientes estuvieron sentados, escurrió la toalla y la extendió al final de la cubierta, para que se secara bajo los rayos del sol. Levó el ancla y alzó la vela, alta como las montañas.
* * *
El doctor Murtada Al Barudi y su esposa Deborah se sentaron a la izquierda de Hassuna. Richard, el hermano de Deborah, se acomodó al fondo de la falúa y sacó un gran bloc de dibujo. Contempló fascinado el paisaje que los rodeaba, jugueteando con el lapicero que llevaba detrás de la oreja e imitando a un profesor de dibujo cuyo nombre ya no recordaba, un compañero de Yasin en la escuela de al-Barudi que por casualidad se sentó en su mesa en la boda de su hermana. Se presentaron y descubrieron que los dos se dedicaban al dibujo, aunque con una ligera diferencia en sus salarios. El profesor ganaba treinta libras esterlinas al mes, mientras que él se dedicaba al diseño y cobraba cerca de tres mil quinientas libras esterlinas mensuales.
Los tres acababan de llegar en tren a Asuán ese mismo día, procedentes de Luxor. Deborah se negó en rotundo a coger un crucero por el Nilo y prefirió quedarse una semana en el Winter Palace de Luxor antes de continuar viaje hasta Asuán e instalarse en el Old Cataract. Todos se enamoraron de esa mágica localidad. Richard anunció, acariciando su lápiz, que era la ciudad más hermosa en la que se habían posado sus ojos. Su hermana le respondió que no olvidase la decisión del sultán Mohamed Shah Aga Khan III, quien de entre todas las ciudades del mundo, eligió Asuán como su última morada. Murtada se lamentaba de que su adorado padre no hubiera querido acompañarlos, sobre todo a sabiendas de que se irían a Londres nada más regresar a El Cairo. Había intentado convencerlo por todos los medios, pero su respuesta fue muy simple: «El día de tu boda me empaché de felicidad, y ya no hay nada en este mundo que pueda alegrarme más».
Al entrar al hotel, Murtada no pudo evitar pensar en Suad. «Murtada, quiero que pasemos nuestra luna de miel en el Old Cataract de Asuán. Es mi sueño desde que iba al instituto».
«Pues aquí estoy, Suad, en ese hotel, pero con otra mujer. ¿Puede haber mayor traición que la que estoy cometiendo? Tengo la misma sensación que experimentó Judas al vender a Cristo. Se me parte el alma».
A los pocos minutos de tenerlos en la falúa, Hassuna comprendió que habían llegado a Asuán por libre, sin la compañía de un guía. Su corazón se inundó de alegría. Incapaz de permanecer sentado, se incorporó de un salto y se quitó la chilaba, quedándose en pantalón corto y chaleco. Se cimbreaba feliz, pensando en el pavo que se iba a merendar tan ricamente. Richard aprovechó para coger rápidamente su cámara y sacarle una foto. Después, se deleitó contemplando sus rasgos en la pantallita de la cámara: rostro rectangular; rasgos marcados esculpidos en arcilla cocida en un antiquísimo horno; grandes ojos negros cuyas pupilas estaban impregnadas de tonos anaranjados, como si acabara de beberse una botella de vino añejo; alto pero no espigado; robusto pero no al modo de un boxeador; una gran cicatriz en el brazo. Observándola con el zoom de su cámara, Richard le preguntó cómo se había hecho la herida.
—Un cocodrilo bizco me confundió con un perro; de repente saltó del Nilo, se lanzó sobre mi brazo y me mordió, pero conseguí soltarme.
—¿Por qué imaginas que te confundió con un perro?
—El perro es el enemigo acérrimo del cocodrilo. Como el ratón y el gato. Por eso aquí los perros nunca se acercan a la orilla del Nilo, temerosos de que les ataque uno.
—Nunca había oído hablar de esa enemistad.
—Hay una leyenda que explica la causa de esa aversión histórica. Hace mucho tiempo, un perro le pidió a un cocodrilo que le prestara su boca para ir a una fiesta en la que se reunirían todas las criaturas del Nilo. Quería presumir de labia para conseguir más comida. El cocodrilo aceptó y se la prestó, pero el perro jamás volvió y el cocodrilo todavía sigue esperando que le devuelvan su boca. La rabia le corroe las entrañas. Por ese motivo, imagino que el cocodrilo me atacó porque pensaba que yo tenía su boca.
Murtada tranquilizó a su esposa asegurándole que ya no había cocodrilos al norte de la Presa de Asuán y que era imposible que llegaran hasta esa zona. Hassuna se rio a mandíbula batiente y replicó que el Nilo estaba lleno de cocodrilos, en especial en Asuán. Los cocodrilos pasaban con la corriente por las compuertas de la presa sin ningún problema.
—En Asuán mismo hay carteles avisando de que la zona está llena de cocodrilos. Y en El Cairo, las autoridades están buscando un cocodrilo que apareció hace solo un par de meses, ni más ni menos que en el barrio de Maadi, frente al hotel Sofitel. Dicen que medía seis metros, aunque Magued George, el ministro de Medio Ambiente, aseguró en una rueda de prensa que no superaba los dos metros, a pesar de que no encontraron ni rastro del reptil. El ministro hablaba como si lo hubiera visto con sus propios ojos y se hubiera dado un baño con él la víspera, entre las suaves olas del Nilo.
A continuación, Hassuna anunció para calmar a todos:
—Pero los cocodrilos habitan en el fondo del río. Nunca atacan a las personas y no hay que tenerles miedo.
Richard, sonriendo, le respondió:
—Menos a los cocodrilos miopes, claro está.
Hassuna se rio, se puso la chilaba y anunció con voz profunda y tranquila:
—Voy a enseñaros el gran país de Nubia.
Richard, casi sin aliento, le hizo otra foto.
* * *
«Seguramente este Hassuna desciende de los reyes que gobernaron esta región y el mundo. ¿Cómo, si no, iba a moverse con tal gracia y naturalidad? Sus miradas, sus gestos, sus silencios de rey coronado, su voz, el tono de su timbre, sus brazos, su nariz y sus cejas… Es como un príncipe educado por un genio para convertirse en sultán de la humanidad. La reina Isabel, a su lado, parece una camarera. Cuando Murtada le pagó, cogió el dinero sin mirarlo ni pedir más, sin regatear, como si mi cuñado fuera un esclavo pagando el tributo a su amo. ¡Y qué limpio es! El barco reluce bajo los rayos del sol como una joya. Esa también es una característica de reyes. En el pueblo de Murtada, la suciedad es la única realidad, como es de esperar en un país pobre como Egipto. Pero comparado con Asuán, Londres es un estercolero. Mañana tengo que preguntar a Murtada si conoce de dónde proceden sus orígenes. Podría descender de la mismísima Nefertari, como poco. Pero me da miedo que me pregunte por mis raíces británicas, y verme obligado a reconocer que mi antepasado era un pirata tuerto».
* * *
Murtada y su esposa se fueron a su habitación con vistas al Nilo y Richard salió del hotel en busca de una tienda donde imprimir las fotos. Encontró una en la Corniche, no muy lejos del hotel. Sacó unos cuantos billetes egipcios con su tarjeta de crédito y reveló varias fotos de Hassuna. Regresó apresurado a su habitación y se sentó en el escritorio. Sacó papel y lápiz, colocó las fotos delante y empezó a dibujar la cara de Hassuna con gran pasión.
* * *
Hassuna volvió a casa canturreando con su hermosa voz. Su mujer Fátima dejó al bebé sobre el colchón y le dijo con amor:
—¿Ya se te ha pasado el mal humor? ¡Que Dios nos pille confesados la próxima vez!
Hassuna le sacó seis billetes de diez libras y sonrió feliz.
—Eso es, sonríe, y deja que el mundo nos sonría.
Fátima había aprendido con los años a apartarse cuando soplaban los vientos, porque eran capaces de derribar las más altas fortalezas. ¿Qué no harían con su corazón? Su casa era un chamizo anexo a la vivienda del abuelo de Hassuna, en mitad de sus tierras. Se componía de un recibidor y un solo dormitorio, y el pasillo entre ambos lo usaban a modo de sala de estar, de comedor y para que jugasen los niños. Ese pasillo también era el lugar preferido de Fátima para sentarse, justo debajo del agujero para airear, tapado con una red metálica para que no entraran insectos y reptiles. El pasillo estaba cubierto por esterillas de palma coloreadas y cojines de distintos tamaños, y allí se podía ver la única foto colgada en toda la casa, un tesoro que la mayoría de los nubios no poseen. Era una fotografía de la casa de la familia de Fátima en el pueblo, hundido ahora bajo las aguas de la Gran Presa. Su abuelo trabajaba en el periódico Misbah el Nuba en 1937, y un compañero fotógrafo le sacó la foto. El abuelo y tres hijos aparecen de pie a la izquierda de la imagen, y detrás de ellos se ve una gran casa tradicional nubia. Un mundo que desapareció, como si le hubiera caído una bomba encima.
* * *
Al día siguiente, mientras esperaba en la recepción del hotel, a Hassuna le estallaron dos bombas en plena cara, una sola de las cuales habría bastado para hacer saltar su vida por los aires. «¿Por qué estas catástrofes me quieren tanto?», se preguntó.
La primera desgracia era compartida, pues afectaría a las vidas de muchos como él: el hotel Old Cataract iba a cerrar sus puertas en unos meses, por un periodo de dos años como mínimo. ¡Qué terrible desgracia! ¿Qué iba a hacer ahora? ¿De qué iban a vivir él y su familia? Su único medio para ganarse el pan se encontraba en ese hotel y sus clientes. No podría buscar otro lugar, pues todos los embarcaderos estaban ya ocupados. Cuando el Oberoi cerró por las obras de renovación, las falúas de su embarcadero se arruinaron. Intentaron negociar con los barqueros del Cataract, pero estos se negaron.
«La rueda ha girado, y ahora nos toca a nosotros bajar a los infiernos».
La segunda desgracia recaía solo sobre él: Nabry le llamó para decirle que no podría enviarle las 5000 libras con las que pretendía realizar el segundo pago de las 30 000 que debía al pasador desde principios de septiembre. ¿Qué le iba a decir a su padre, que se había comprometido a devolver el préstamo para mediados de julio? Eso supondría que no podría marcharse de Egipto antes de un año, por lo menos.
Las desgracias nunca vienen solas, y llegan dispuestas a arrasarlo todo. Hassuna no se fijó en la presencia del arquitecto italiano y su esposa en su grupito hasta que Murtada le dio una palmadita en el hombro. Acordaron que los llevaría en su falúa al poblado nubio al oeste de Suhail, y una vez allí decidieron alquilar un coche que los llevara a los templos de Kalabsha y Philae.
Al día siguiente, los llevó en la falúa a visitar las tumbas faraónicas al oeste de Asuán. Luego continuaron su excursión hacia el sur, en dirección al monte Taqout, donde se encuentra Madinat Nasser. Pasaron junto a numerosas islas clasificadas como Reserva Natural, y después Hassuna les indicó la casa de Mohamed Munir a su izquierda, explicándoles en su inglés —parecido al de los trujamanes de las pirámides de Guiza— que se trataba de uno de los cantantes más famosos de Egipto, de origen nubio. También les habló de su hermano Munir, taxista en El Cairo desde hacía años, cuya voz se parece a la del cantante.
La embarcación entró en un violento remolino. Las aguas giraban a toda velocidad, como si se hubieran metido en una batidora de un millón de voltios. Se levantó un viento del norte. Deborah se sorprendió al ver que su marido, por primera vez, se mostraba afectuoso ante la hermosura de la creación. La abrazó y le plantó un beso en los ojos.
Del Nilo surgían tantos islotes de roca como estrellas hay en el firmamento. Las aguas del río poseían el azul de los ojos de Deborah. En la orilla aparecía un árbol por aquí, una palmera por allá, y arenas finas que se confundían con el horizonte. El negro de las rocas, el azul del Nilo, el verde de los campos y el amarillo de la arena componían un cuadro celestial que olía a almizcle. El pobre Richard estaba en éxtasis. Se sentía como un artista dentro de un lienzo que jamás imaginó encontrar en la tierra. Kurosawa, en su película Los Sueños, intentó sumergirse en las ensoñaciones de Van Gogh. Ahora, él se encontraba dentro de los sueños de Dios.
Hassuna se entretuvo a lo largo del día observando las diferencias entre los ingleses y los italianos, intentando contener la risa. Chiara, la italiana, no paraba de gritar y de llevarse las manos a las mejillas ante tanta hermosura. Su esposo se dedicaba a sacar fotos a todo lo que ella le señalaba entre suspiros. El rostro de Deborah, la británica, no traslucía ninguna reacción, a pesar de que se encontraba ebria por la belleza de los colores. Murtada era el único que en aquellos instantes disfrutaba del mundo con su sentido del olfato, el más desarrollado en él. Había un olor nuevo que lo inundaba por completo, aroma a trigo con miel negra, que lo condujo a un estado de arrobamiento místico. Por primera vez en su vida, tuvo la sensación de encontrarse en su patria. Sintió que formaba parte de todo aquello en lo que se posaban sus ojos. ¡Qué sensación de abundancia inundó la fortaleza de su pecho! En su pueblo, todo era extranjero: las máquinas, los coches, el cemento, el hierro, la ropa… Pero esa barca en la que ahora se encontraba había sido inventada en época de los faraones. La vestimenta de Hassuna era la misma que tejían los egipcios miles de años atrás. Aquellas islas nuestras, igual que el Nilo y las casas nubias de las orillas, viviendas construidas al estilo tradicional con piedras de la zona. Nosotros habíamos fabricado los tintes, las cuerdas y hasta las babuchas que llevaba Hassuna. Todo lo que le rodeaba era egipcio y desprendía un aroma a trigo egipcio. Nunca antes había experimentado aquella sensación, ni se imaginaba que pudiera vivirla antes de la muerte. «Y es que vivimos como parásitos de otra civilización, pero aquí la civilización somos nosotros», pensó.
Murtada confió sus pensamientos a Hassuna y este le contestó afirmando que el pueblo nubio es una de las razas más puras del mundo. Le habían contado que hasta en la Cámara de los Comunes británica había una escultura de un personaje nubio, con esa frase tallada en la base.
—Sin embargo, doctor Murtada, lamentándolo mucho, eso no significa que lo que nos rodea sea nuestro. A eso lo llamamos el sueño del gato negro. Las islas nubias que quedaron después de que inundaran la mayor parte de nuestro territorio fueron siendo vendidas una tras otra. Luego nos dijeron que eran reservas naturales, y después pasaron de reservas a complejos turísticos. Oímos decir que hombres poderosos estuvieron implicados en la venta de esas islas. Esa gente tiene tanto dinero que pueden hacer cualquier cosa. Chasquean los dedos y aparecen unos matones para defender sus intereses. Y lo peor es que los actuales propietarios pueden venderlas mañana a quien les plazca, y el mercado está lleno de compradores adinerados. Por eso los nubios no somos dueños de nada de lo que nos rodea. En el pasado, cada nubio poseía una casa grande y cinco faddanes de terreno. Sepultaron nuestras tierras y nos enviaron al corredor de la muerte. Los nubios se ganaban el pan de cada día con la agricultura. Pero ahora, vivimos de las migajas que caen de las mesas. Somos un pueblo de agricultores, pero el presidente Sadat decidió transformarnos en trabajadores del sector turístico. Pero ¿acaso somos dueños de nuestra nueva profesión? Claro que no. Las agencias de viajes y los guías se entrometen en la única fuente de ingresos que nos queda. Antes, los barqueros organizábamos excursiones a las islas y pueblos nubios, como hago yo con vosotros. Llevábamos a la gente a bodas nubias y ofrecíamos nuestra hospitalidad al visitante en bandeja de plata. Vendíamos abalorios en los barcos y aceptábamos lo que nos ofrecía el turista. Los nubios son honrados, pacíficos y nobles, y se preocupan por el bienestar de quien visita sus tierras. Hay un proverbio sobre la hospitalidad del pueblo nubio: «Quien entra en Nubia a lo largo se sienta a lo ancho». Por eso verás que siempre dejamos un recuerdo agradable en los turistas.
Pero ahora las agencias de viajes nos tratan como limones a los que exprimir hasta la última gota. No sabemos cómo ganarnos el pan ante la avidez de esos dinosaurios, que no se saciarán hasta que se extingan. Hoy, las agencias pagan a los barqueros entre cincuenta y cien libras por una excursión de dos horas por el Nilo con un grupo completo de turistas. Y ellos cobran a cada turista la misma cantidad o más. Y la mayoría de los guías no nos permiten que vendamos nuestra artesanía en las falúas, el único modo que nos queda de ganar dinero, pues están compinchados con los dueños de los bazares. Muchos se niegan a dar propinas a los barqueros, poniendo como excusa que la agencia había pactado el precio total de la excursión. Los guías nos tratan como si viviéramos en la opulencia, mientras que ellos chupan la sangre a los turistas llevándose unas comisiones exageradas. Las agencias de viajes extranjeras y egipcias se llevan cada céntimo que sale del bolsillo del turista, y la mayoría de esas ganancias van a parar a cuentas bancarias fuera de Egipto. En los libros del colegio nos enseñaban que Mohamed Ali Pasha fue el único agricultor e industrial de Egipto. Hoy en día, en el sector turístico, un reducido grupito de corruptos es el dueño de todos los barcos, de todas las tiendas y agencias de viajes.
La voz de Hassuna se alzó sin perder su tono profundo:
—Nos han dejado con el agua al cuello. Corremos riesgo de desaparecer. ¿Por qué aguantamos los nubios toda esta humillación? ¿Hasta cuándo podremos soportar el hambre? ¿Hasta cuándo podremos aceptar alimentarnos de migajas? La única solución es enfrentarse a los dinosaurios antes de morir. Decirles que los templos de Abu Simbel, Philae y Kalabsha están en nuestras tierras, y que todas las riquezas de la provincia de Asuán nos pertenecen a los nubios.
* * *
Sabry Nabry, el padre de Hassuna, se encontraba tendido en la cama, rendido a un perezoso estado de somnolencia, como es costumbre en los hijos de países de sol generoso, cuando llegó su hijo trayendo las dos malas noticias. Sabry era un hombre de baja estatura, de cuerpo enjuto, rostro fino y voz dulce. Una persona afable que no llamaba demasiado la atención. Todo lo contrario que Hassuna, quien había heredado de su abuelo materno sus rasgos carismáticos, su presencia imponente y su voz vasta. Sabry recibió la noticia con la calma propia del hombre acostumbrado a escuchar calamidades. Aspiró una profunda calada de su narguile y, con una dulce sonrisa, le preguntó por sus hijos. Charlaron un rato, y Sabry contó a Hassuna las últimas noticias de su hermano Saleh, que llevaba más de treinta años en El Cairo, donde trabajaba en la pastelería Groppi de la calle Adly, y las novedades de Radi, su hermano mayor, que vivía en Jartum. Finalmente, Hassuna confesó a su padre que se estaba pensando ir a buscar trabajo a Sudán. Ese mismo día había telefoneado a Radi, quien le había prometido conseguirle un empleo de cocinero en Jartum. No hace mucho, la libra egipcia se cambiaba por más de 30 libras sudanesas, pero hoy una libra sudanesa equivale a más de cuatro libras egipcias. Eso suponía que Hassuna podría reunir en poco tiempo la cantidad necesaria para emigrar.
Se cansaron de hablar y permanecieron sentados en silencio, contemplando un rayito de luz que entraba. Recorrieron los pasadizos de su interior, quejándose en silencio por la dificultad de la marcha. En más de una ocasión se vieron forzados a suspirar profundamente para poner algo de luz en sus cavernas, buscando algo que los liberase de su tormento.
* * *
Aquella noche, Deborah soñó que era la nieta de Isis, divinidad de la naturaleza y fuente del tiempo. Se vio a sí misma caminando con un atuendo faraónico y el disco de la luna llena sobre su cabeza, iluminando el templo de Philae. A su izquierda, Hatshepsut le ofrecía una flor de loto.
Avanzaba con una tripa de nueve meses. Isis, la diosa de la maternidad, la acompañó hasta llegar al sanctasanctórum. Se quitó la ropa con ayuda de Hatshepsut y se sentó en la mesa de partos. Isis palpó su vagina y dijo: «Querida nieta, vas a parir un niño que llevará el nombre de Osiris, y que traerá el bien a la tierra. Su corazón no albergará ni una sola gota de la maldad de Seth». A continuación, introdujo su mano sagrada en su útero, y el sanctasanctórum se iluminó con una luz divina que cegaba la vista. Apareció el pequeño Osiris, quien dio las gracias con voz clara a la diosa de la luna. Luego, la luz se fue apagando poco a poco y Deborah vio que Hashepsut lloraba, compungida y temerosa.
Deborah se despertó y se palpó el vientre. Notó un ligero movimiento, como si la mano de su bebé quisiera tocar la suya. Despertó a Murtada de su sueño y le dio la noticia.
—Estoy segura de que provengo de la estirpe de Isis, de que mis raíces están en Egipto y que mis antepasados emigraron a Inglaterra por algún motivo que ignoro. Por fin he vuelto a mi patria.
Murtada siguió durmiendo sin comentar nada, pues su mujer estaba embarazada y sabía que en ese estado se dicen muchas tonterías. Pero durante el desayuno, Deborah seguía convencida de ser egipcia, y de que tenía un vínculo de parentesco con Hatshepsut. Murtada le preguntó entre risas:
—¿No será que tienes un vínculo de parentesco con Cachipúm?
Se preguntó si solo las inglesas tendrían ese tipo de antojos, o si todas las mujeres del mundo perderían la chaveta tan fácilmente.
Richard, por su parte, terminó de dibujar a Hassuna a las dos de la mañana. Al repasar su frente, sumergirse en sus cejas y difuminar sus labios con el lápiz, se terminó de convencer de que aquel hombre descendía de los grandes reyes egipcios. Por ese motivo, no le extrañaron demasiado las palabras de su hermana. Aquello sembró de dudas a Murtada, pues eran mayoría.
* * *
Los nubios del sur de Asuán, como Fátima la esposa de Hassuna, reciben el nombre de Fadika. Viven en los pueblos de Dika, Kosht Mamlach, Gota, Kalabsha, Debot, Ambarkaf, Dihimmit, Gerf Hussein y Toshka. Hablan un dialecto llamado fagika. Por su parte, los nubios de Asuán como Hassuna son conocidos como Matoki o Kunuz, y hablan el dialecto kenzi. Hassuna hablaba kenzi con su familia y la gente de su tribu, y no aprendió árabe hasta los seis años, cuando entró en la escuela. Si te fijabas bien en su pronunciación, se notaba que el árabe no era su lengua materna. El profesor Henry Higgins de My Fair Lady se habría percatado de ello con solo escucharle pronunciar una letra. Sin embargo, Hassuna era el que mejor hablaba árabe de su familia. Su hermano Nabry lo hablaba con la timidez de quien estudia un idioma nuevo, y si a eso añadimos la suave vocecita heredada de su padre, costaba entenderle.
Hassuna era de la opinión de que la lengua nubia iba a desaparecer en Asuán en cuestión de décadas. «En la actualidad, muchos niños nubios no hablan kenzi. Sus padres les hablan en árabe para facilitarles el acceso a la escuela, después de haber sufrido en sus carnes la crudeza y el castigo de los profesores por no hablar árabe».
Tres niños que no pasarían de los seis años se acercaron a la falúa. Iban apretujados sobre una caja de madera que a duras penas flotaba bajo el peso de sus cuerpecitos. Remaban con sus escuálidos brazos y se quedaron mirando a Richard y a Deborah con ojos suplicantes para que les dieran una limosna. Hassuna, para confirmar su afirmación, se puso a hablar con los críos en nubio y estos le contestaron en árabe. Solo uno de los tres hablaba nubio. Hassuna les aseguró que solo un tercio de los menores de seis años hablaba nubio hoy en día, y que dentro de cincuenta años ya no lo haría nadie. Con una voz afectada por la amargura, como si hablara consigo mismo, añadió: «Tenemos que hacer algo cuanto antes, o la cultura nubia se perderá para siempre».
* * *
Llegaron a las tumbas faraónicas del oeste de Asuán. Hassuna hubiera preferido esperarlos en el barco, pero Richard se empeñó en que los acompañara. Al final, Hassuna cedió ante su insistencia e hizo de guía. El grupo caminó tras él hasta la taquilla. Murtada miró hacia lo alto, preocupado. Las escaleras, sin fin, parecían abrazar las nubes del cielo. ¿Cómo iba a subir su mujer embarazada aquella montaña, que nacía a orillas del río y parecía no acabar nunca? Deborah lo tranquilizó, recordándole que Isis la protegía y no dejaría que le sucediera nada malo. Además, su hijo estaba bajo la protección de Osiris, dios de la fecundidad y apodado el Señor de los Habitantes de la orilla occidental. Pero cuando Deborah propuso montar en camello para ir hasta el mausoleo del Aga Khan, que se encontraba en mitad del desierto, más allá de la montaña, Murtada vociferó: «¡A la mierda con Osiris e Isis! ¿Estás loca? ¡Vamos a perder al bebé!».
Comenzaron a escalar el monte. Murtada caminaba detrás de Deborah para sostenerla, y pidió a los demás que hicieran una pausa a mitad de camino. Finalmente llegaron a las tumbas faraónicas excavadas en la montaña de la orilla occidental de Asuán. Hassuna, que parecía un experto en el tema, les explicó que todas las tumbas pertenecían a nubios que gobernaron la isla de Asuán. Antiguamente, los habitantes de la ciudad vivían solo en la isla. Asuán es una palabra nubia que se pronuncia «assi wang» y que quiere decir «agua pura». Pero ahora la isla recibe el nombre de Elefantina, palabra inglesa que hace referencia al parecido de las rocas con cabezas de elefante. El estado egipcio decidió conservar esa herencia colonial y cambió el nombre de Elefantina, olvidando el nombre nubio de Assi Wang. Hassuna continuó con su explicación: «La mayoría de los nombres en nuestro país son de origen nubio. Egipto en árabe se dice Misr, que viene de la palabra nubia missi, con doble ese, que significa hermoso. Es decir, que Egipto es la tierra de la hermosura y la belleza. Aunque parezca increíble, casi nadie sabe de dónde proviene el nombre de Misr ni desde cuándo se utiliza. Una vez más, se olvidaron por completo de que la lengua y la civilización nubias forman el sustrato principal sobre el que se construyó el Antiguo Egipto. Hasta el nombre de Luxor es una palabra nubia que se pronuncia Uq Sir, que significa “collar”, debido a la situación geográfica de la ciudad. Quienes afirman que Luxor viene de la palabra árabe al-qusur, que significa “castillos”, desconocen la historia. Es una teoría sin ningún fundamento, basada en el desprecio y la ignorancia de la cultura nubia. Todo el mundo ha manipulado la Historia para borrar nuestra presencia».
Tras visitar unas cuantas tumbas, llegaron a la de Sarenpout II, gobernador de la isla de Asuán durante la dinastía XII. Vivió bajo el reinado de Amenemhat II. En la primera sala no hay ninguna pintura, pero está excavada en un impresionante bloque de roca. A continuación, avanzaron por un corredor pintado de blanco con estatuas alineadas a su izquierda, que los condujo a una sala de columnas decoradas. A la izquierda había nichos llenos de huesos y un maravilloso fresco decoraba la pared del fondo. Los colores eran tan vivos que cabría jurar que lo acababan de pintar la víspera. Richard se quedó embelesado contemplando la pintura, hasta que escuchó la voz del vigilante, que le indicaba la entrada a una cripta cerrada por alambre de espino. El hombre les dijo que ese túnel se extendía a lo largo de cientos de kilómetros por la ribera occidental del Nilo y que llegaba hasta las tumbas de la orilla oeste de Luxor. La UNESCO decidió cerrarlo. A continuación, el vigilante añadió con su voz metálica: «Todos los que han entrado en ese túnel han desaparecido para siempre, atrapados por la maldición eterna».
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«Yo sí que estoy metido en un túnel del que no se sale nunca. La maldición nubia me ha atrapado y he perdido el alma. Sería capaz de sacrificar mi vida por este hombre. Jamás pensé que a los cuarenta y ocho años podría enamorarme con tanta pasión. Estaba convencido de que ya se me había pasado la edad de perder la cabeza por amor, de que había entrado en la edad de la cordura y mi corazón no volvería a latir de manera acelerada en mi pecho. Pero he perdido la cordura. Él y yo no tenemos nada en común, pertenecemos a dos mundos distintos y vivimos bajo dos cielos lejanos, pero estoy atrapado en su cripta y ya no veo otra cosa que no sea él. Cierro los ojos y veo los rasgos de su rostro. Me tapo los oídos y escucho el timbre de su voz. ¿Qué me está pasando? Lo único que espero de este mundo es estar a su lado. Estoy seguro de que a él no le gustan los hombres pero ¿qué hacer con la agitación de mi alma? Tengo la impresión de que me posee y domina por completo todos mis actos. ¿Qué voy a hacer con mis sentimientos? ¿Alguien puede darme una respuesta que sacie mi sed?».
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Al volver a casa, Hassuna se encontró a su padre sentado frente a la puerta en compañía de dos miembros de su gran familia, dispersa por todos los rincones del planeta. Tomaban una infusión de menta mientras estudiaban el mejor medio para llegar a Sudán. Abdel Nabi, el primo de la madre de Hassuna, aseguraba que ahora resultaba muy complicado encontrar trabajo en Jartum, pues había una gran afluencia de emigrantes procedentes del sur de Egipto, y también de Eritrea y Chad. Los sueldos en Sudán eran tan apetitosos como una bailarina de striptease. El salario medio era cinco veces mayor que en Egipto. Mahmoud contó que un pariente suyo, profesor en la Universidad de El Cairo, realizó una visita de trabajo a la Universidad de Jartum y se enteró de que un asistente en aquella institución pública ganaba 750 dólares, y un profesor podía llegar a los 1400. Él, sin embargo, con sus veinticinco años de antigüedad, apenas cobraba la mitad que un asistente recién licenciado en Sudán. Por ese motivo, resultaba muy complicado conseguir un trabajo. Sudán se había convertido en un sueño inalcanzable.
Estas palabras frustrantes no doblegaron la determinación de Sabry, que replicó: «¿Y a nosotros qué nos importan los profesores de universidad?». Su mayor esperanza era conseguir un empleo como cocinero para algún embajador, cónsul o alto dignatario. Radi le había prometido que le encontraría trabajo rápidamente. Era algo imprescindible, pues Hassuna necesitaba dinero para viajar a Italia, sobre todo ahora que tras el cierre del hotel Old Cataract se iba a quedar sin ingresos.
—Hay que encontrar un modo de emigrar a Sudán cuanto antes.
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El plan de Hassuna para escapar a Italia era sencillo: primero se marcharía de Asuán y se instalaría en Alejandría; en segundo lugar, crearía una empresa dedicada al comercio de electrodomésticos o pieles y la inscribiría en el registro mercantil; en tercer lugar, se renovaría el carnet de identidad, marcando en letras muy brillantes «Profesión: empresario». A continuación abriría una cuenta bancaria a nombre de esa empresa ficticia. Varias personas se habían ofrecido a prestarle dinero durante un par de días, hasta que obtuviera un justificante del banco. Y, finalmente, se sacaría un pasaporte conforme a su nuevo carnet de identidad. Después se presentaría en el consulado de Italia en Alejandría y solicitaría un visado de una semana de duración para reunirse con fabricantes de electrodomésticos, o para visitar fábricas de piel en Italia, en su condición de apasionado por el aroma del cuero curtido.
Este plan le había funcionado a su amigo Harbi, que ahora trabajaba de cocinero en un restaurante de Génova, y cuya familia vivía en la isla de Asuán cómodamente gracias al dinero que les enviaba. Hassuna no mencionó a su padre ni a su familia que Harbi se había visto obligado a mantener relaciones sexuales con una funcionaria de la embajada italiana de cincuenta años. Sus artes como gigoló le ayudaron bastante para obtener el visado. Pero en la mayoría de los casos no bastaba con el sexo, era necesario también inventarse esas historias ficticias que tanto agradan a los funcionarios de los consulados europeos. En el caso de Harbi también le costó la cantidad de veinte mil libras, y lo más triste es que ni con esas lo tenía seguro al cien por cien.
Hassuna les dejó que siguieran con sus planes para emigrar y se dirigió a ver a su esposa para darle la recaudación del día. Nada más entrar al pasillo de la casa, escuchó los gritos de su padre. Fátima y él corrieron espantados hacia el patio.
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Murtada, su mujer y Richard se reunieron como de costumbre para cenar en el hotel. Richard esperó a terminar el segundo plato para anunciarles que no volvería con ellos y se quedaría unos días más en Asuán para explorar ese túnel en la tumba de Sarenpout II, pues quería comprobar si era cierto que aquella galería llegaba hasta la orilla occidental de Luxor. Les contó que Carter, el famoso descubridor de la tumba de Tutankamón, era un amante de las aventuras extravagantes, como él, y que se hizo famoso por hacer caso a las leyendas de los nativos. Deborah mostró gran alegría ante la decisión de su hermano y Murtada pensó que se había emparentado con una familia de locos. Al levantarse para ir a lavarse las manos, Richard reconoció a su hermana que estaba perdidamente enamorado de Hassuna, y que le resultaba imposible abandonarlo. Había llamado a la editorial y había convencido al director para mandarles su trabajo por correo electrónico. También le pidió que no contara nada de aquello a su esposo, pues ni lo entendería ni podría entenderlo.
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Al salir al patio, Hassuna y Fátima se encontraron con Nabry en carne y hueso, acompañado por su esposa e hijos. Talaat Dhohni le había pagado el viaje desde Kuwait a Asuán, aprovechando que la familia kuwaití en cuya casa servía estaba de vacaciones en los Estados Unidos. Había venido con el encargo de buscar los terrenos adecuados para el negocio del balneario de Talaat. Nabry solo disponía de una semana en Asuán antes de regresar a Kuwait con los terrenos ya adquiridos. Él se llevaría una comisión de un 1% del valor de la compra.
¿Quién podría ayudarles? ¡Comprar un terreno para un negocio de ese tamaño precisaba de una red de contactos más grande que la de Yahoo! Fátima, que trabajaba en la compañía eléctrica, propuso ir a hablar con una compañera cuya hermana era agricultora y seguro que conocía de alguna tierra que estuviera en venta.
—Pero serán tierras de cultivo. Para este negocio buscamos terrenos junto al Nilo en los que se pueda edificar un proyecto turístico.
—Seguro que ella sabe algo. No tengo ninguna duda.
—Anda, Fátima, calla un poco.
Finalmente, Sabry aconsejó a su hijo que fuera a ver a Salim Ramadán. Por muy alto que hubiera llegado, seguía siendo del pueblo. No se atrevería a dejarlos tirados.
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Salim Ramadán era un nubio del sur de Asuán. La historia de su vida es el sueño de todo nubio. Del mismo modo que todo niño que juega al fútbol sueña con ser como Pelé, la Perla Negra, el chaval pobre y miserable que llega a convertirse en una estrella a nivel mundial, todo nubio de Asúan sueña con ser como Salim Ramadán. Este hombre es la prueba fehaciente de que a veces los sueños se hacen realidad, y lo que le sucedió a él le podría pasar a cualquiera.
Salim era un barquero de veinte años cuando tuvo lugar el milagro. Su leyenda arranca durante una excursión en falúa por el Nilo para visitar un poblado nubio, poco antes de la puesta de sol. Salim llevaba a un grupo de turistas alemanes, y una mujer rubia y extremadamente delgada se le acercó. Sus rasgos más destacables eran sus enormes ojos, que daban miedo, su gran nariz y un mentón prominente que confería un aspecto triangular a su cara. Tenía cuarenta y cinco años. Charlaron un poco. Él, con su inglés chapucero; ella, con la fluidez de Shakespeare. Cuando la mujer se inclinó un poco para aspirar el aroma de su piel, Salim tuvo la impresión de que sus pestañas crecían unos milímetros. Algo estaba pasando. Al día siguiente, la alemana realizó otra excursión por el Nilo en la falúa de Salim y consiguió su número de teléfono. Esa misma noche, regresó con el grupo a su país.
En menos de dos semanas, la mujer estaba de vuelta en Asuán, en esa ocasión, sola. Pasó dos semanas con Salim. Ella le brindó la experiencia que le proporcionaba la edad, a cambio de que él le entregara la fogosidad de su juventud impoluta. La mujer regresó a Alemania, pero la historia no acabó ahí. Salim había imaginado que, tras su partida, todo habría terminado, pero ella seguía apareciendo en sus sueños. A los cuatro meses, ella respondió a la presión de sus sueños volviendo para casarse con él. A continuación se lo llevó a Alemania, donde Salim descubrió que aquella mujer delgaducha de prodigiosa nariz poseía una fortuna colosal. ¡Podría comprarse la Tierra, Venus y Júpiter si quisiera!
Salim vivió cinco años en Alemania en la más absoluta opulencia, y luego pidió a su esposa que le permitiera regresar a Asuán para comprarse un barco. Ella le dio un «poquito» de dinero, que habría sido suficiente para comprar toda Nubia. Con el paso de los años, Salim se convirtió en una de las personas más ricas de Asuán y alrededores.
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—No voy a pedirle que nos ayude, solo quiero información sobre terrenos que estén en venta.
—Por mucho que viva en el séptimo cielo, sigue siendo un nubio.
—Mañana mismo iré a verle.
Seguían pasando los vasos de té.
—Cuéntanos qué tal en Kuwait.
—Se vive bien, muy tranquilo. Pronto obtendré mis frutos.
—Ya sabes que aquí se han secado todas nuestras fuentes de ingresos. ¿Qué voy a hacer? ¿Me has encontrado algún trabajo en Kuwait?
—Aún no, pero hoy he hablado con Mabruk Al Minufi.
—¿Tiene algo nuevo para mí?
—No lo sé, pero le llamé esta tarde y me dijo que mañana por la mañana estaría de visita en Asuán.
—Por favor, ve a verlo antes de regresar a Kuwait. Necesito llamar a todas las puertas. Nunca se sabe.
—Lo veré, seguro. ¿Sabes que esta mañana he pagado un plazo de 5000 libras a hag Ibrahim?
—Un peso que nos quitamos de encima.
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Todo el mundo se levantó para marcharse. Hassuna y Nabry se dirigieron solos hacia la orilla del Nilo. Los dos hermanos caminaban cogidos de la mano.
—Hassuna… Ahora que no estoy aquí, mi familia… Bueno, quería agradecerte todo lo que haces por mis hijos y…
Una lluvia de sopapos cayó por sorpresa sobre Nabry, seguidos de un puñetazo en la boca del estómago. El intercambio de golpes entre los hermanos terminó como de costumbre: se quitaron la ropa y se lanzaron a las aguas del Nilo para echar una encarnizada carrera a nado hasta la Isla de las Plantas, que quedaba frente a su casa. La corriente discurría con fuerza hacia el norte, pero las poderosas brazadas de los muchachos evitaban que los arrastrara. Sus hombros casi se rozaban. Ambos realizaban un gran esfuerzo por dejar atrás a su rival, determinados a vencer. A unos pocos metros de alcanzar la orilla, Hassuna dio un acelerón y terminó ganando como siempre. La diferencia de edad entre los hermanos era de diez meses. Los dos habían nacido el mismo año. Físicamente eran muy distintos, pero en el carácter se parecían como gemelos. Ambos eran dulces y nobles como piedras preciosas. Regresaron a su isla, avanzando con gracia sobre las aguas, como dos niños de diez años.
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Murtada abrió la puerta de su habitación a Richard y continuó intentando cerrar su maleta. Richard se sentó en una silla de madera y contempló la estancia, que parecía mucho más grande que la suya. Tenía suelos de madera que crujían al andar. Hasta el último detalle de aquella habitación estaba impregnado del aroma de la historia y el olor a recuerdos. Deborah estaba en pie en la terraza, apoyada en una silla. Le dolían las rodillas del esfuerzo que había realizado al preparar el equipaje. Se dejaba llevar por la serenidad de espíritu que le insuflaba la diosa Isis para despedirse del cautivador paisaje del Nilo y la cadena de islotes rocosos que se extendían ante ella hasta el infinito. Soplaba un viento cálido y seco que le calentaba el rostro. El mismo aire seco que creó esa civilización, o para ser más exactos, que la preservó y la preservaría para siempre. Respiró hondo y pidió a Osiris que ese aire de sus ancestros aguantara en sus pulmones hasta que llegaran a Heathrow. Deborah se acercó a Richard, lo abrazó y le dio unas palmaditas con cariño en la cabeza. La ternura propia de los egipcios se imponía sobre su frialdad británica. Murtada se rio y comentó:
—¿Y esta demostración de amor? ¿Quieres reconciliarte con tu hermano antes de que se convierta en un famoso egiptólogo? Espero que incluyas nuestros nombres en la lista de exploradores cuando seas el primero en llegar a Luxor desde Asuán por el túnel histórico.
Richard le prometió que así lo haría, y que comenzaría su aventura con un bautismo en las aguas del Nilo. Iba a ir con Hassuna a una playa cerca de la primera catarata. Con una gran sonrisa, explicó:
—Ese lavado espiritual me servirá para comenzar una nueva página en mi vida como descubridor de monumentos egipcios morenos de ojos negros.
Deborah se marchó locamente enamorada de Egipto. La pobre había caído prisionera de una pasión insaciable. Se sentía mil veces más enamorada de Murtada que nunca.
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«Recuerdo que cuando estaba en la escuela, al oeste de Londres, estudiábamos las cataratas del Nilo: desde la primera, al sur de Asuán, hasta la sexta, al norte de Jartum. Todavía puedo ver el rostro bonachón surcado de arrugas de nuestro profesor, Mister Howard, enseñándonos un mapa del Nilo, creador de la civilización más fabulosa de la Tierra. ¿Cómo han podido pasar los años tan rápido? Casi no recuerdo nada de mi vida pasada. ¿Es cierto que estoy al borde de la cincuentena? No lo puedo creer.
»Seguro que un demonio travieso ha apretado el botón de “avance rápido” en la cinta de mi vida. Bien podría darle ahora al botón de “rebobinar”, para permitirme contemplar todas las etapas por las que he pasado y saborearlas con calma. Me gustaría poder detenerme en cada instante y pintarlo con tonos esmeralda y rubí. Ojalá pudiera congelar este preciso instante, en que me encuentro con Hassuna en la primera catarata del Nilo y él se ha quitado la ropa para zambullirse en estas aguas eternas. Me gustaría apretar ahora el botón de “pausa” para poder contemplar con detalle su cuerpo. Esos músculos fornidos, el color de esa piel reluciente de tanto sol, los rasgos de su gran nariz principesca. Me gustaría esculpirlo en arcilla e insuflarle algo de mi espíritu, pegarle, vivo y desbordante, a mi cuerpo. Sin duda, la mejor solución para que esta imagen se quede conmigo para siempre sería que Dios me llevase ahora mismo. Me haría feliz. Moriría viendo la imagen de esta playa que surge de un desierto anaranjado, acurrucada en el regazo de un río fogoso salpicado de islas rocosas, en las que brotan árboles majestuosos. Y en medio de esta exuberante belleza, aparece el cuerpo de Hassuna, extendiéndose desde el Lago Victoria al Mediterráneo. Pero no, no quiero morir. Quiero que el diablo me convierta en una roca delante de esta catarata».
—¿Qué vas a hacer cuando cierre el hotel?
—La única salida es marcharme de Egipto y buscar fortuna en estos mundos de Dios.
—¿Dónde?
—En Italia, me gustaría.
—¿Y por qué no en Inglaterra? Tú hablas inglés, no italiano.
—Es casi imposible conseguir un visado para Inglaterra. Además, hay muchas formas de llegar a Italia, por mar o por tierra desde el Este. Pero Inglaterra queda muy lejos.
—Yo podría ayudarte.
—¿Lo dices en serio?
—Si tú quisieras, haría cualquier cosa por ti.
Su mirada desbordaba cariño, deseo y amor.
Hassuna se dio la vuelta y saltó de la playa a la falúa. Se puso la chilaba y comenzó a limpiar su embarcación por millonésima vez. Richard lo siguió y le pidió que hiciera de modelo para él. Quería dibujar a un nubio y él sería perfecto. Le pagaría lo que quisiera. Lo esperaría al día siguiente en su habitación, a las cinco de la tarde, para dibujarlo. Añadió que le conseguiría un visado para Inglaterra. Hassuna no contestó y el barco zarpó.
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Entre tres palmeras, en la oscuridad de la noche en la isla, más de veinte nubios se reunieron en asamblea alrededor de Nabry y Hassuna. Habían acudido para enterarse de cómo estaban las cosas en Kuwait y aspirar el olor a petróleo. Nabry se explayó largamente. Se sentía a sus anchas, hablando por fin en nubio. Las historias y las copas circularon con profusión, dejando a todo el mundo un regusto amargo. Hassuna recordó el derecho de los nubios a retornar a sus tierras, una vez que el nivel de las aguas de la Gran Presa se había estabilizado. «¿Adónde han ido a parar los mil trescientos millones de dólares que donó la FAO a Egipto para realojar a los nubios? La reconstrucción de los pueblos nubios a orillas de la presa es un derecho irrenunciable». Alguien añadió: «¿Cómo puede ser que hagan oídos sordos a una demanda tan simple como la de cambiar el nombre de la provincia de Asuán por el de provincia de Nubia? Asuán permanecería como nombre de la capital. Pero claro, jamás ha habido un nubio entre los miembros del Consejo Consultivo, que designa directamente el Presidente de la República». Un hombre de unos cincuenta años se levantó, empezó a pasear entre ellos y dijo con gran amargura: «¿Qué podemos hacer para recuperar el nombre de Nubia? Hemos solicitado que cambien el nombre del Lago Nasser por el de Lago Nubia, pero nadie nos escuchó porque nuestra voz es como un susurro. Todos nuestros esfuerzos por que se enseñe historia y lengua nubias en las escuelas han sido en vano. Nuestro idioma camina hacia la desaparición, mientras en otros países se afanan por revivir lenguas muertas». Un hombre que trabajaba en el Canal 8 de televisión se incorporó y gritó: «Han abierto un canal de televisión local en Asuán. Lo menos que podríamos esperar es que fuera en nubio. Pero no. Al gobierno no le basta con ignorarnos como si fuéramos cucarachas, sino que nos ha declarado la guerra para que no tengamos representación parlamentaria. En el sur de Egipto han unido la circunscripción electoral de Nasr el-Nuba, de población nubia, con la de Kom Ombo, cuyos habitantes no lo son. De ese modo, los nubios perdemos dos escaños en el parlamento y el senado».
Nabry comentó: «¿Por qué os centráis en cuestiones políticas? Empecemos mejor por asuntos básicos que se nos niegan. Por ejemplo, no se promociona el deporte entre nuestra juventud, a pesar de la potente energía de los muchachos nubios. La anatomía nubia puede proporcionar atletas más resistentes que los keniatas. Fijaos, por ejemplo, en cómo nada Hassuna. Nadie puede vencerle. Como los cocodrilos, somos hijos del Nilo, nacimos entre sus aguas. Sin embargo, no existe ni un solo centro de entrenamiento de natación. ¿Quién podría ganarnos a remar, a nosotros, que pasamos más tiempo en nuestros barcos que en nuestras casas? Pero tampoco tenemos un solo club profesional de remo. Podríamos haber ganado unas cuantas medallas olímpicas de oro para Egipto, en lugar de los habituales fracasos deportivos del país. ¿Qué solución hay para nuestros jóvenes, sino una revolución?».
La voz profunda de Hassuna puso fin al diálogo: «Poseemos una civilización fascinante, de las más grandes y antiguas del mundo. Somos el origen de la civilización faraónica, estábamos antes que ellos, y perduramos en el tiempo. Están ignorando a un pueblo de entre cuatro y seis millones de personas. No sabemos con precisión cuántos somos porque el Estado se niega a admitirlo. Antes de que construyeran la presa de Asuán, la Nubia original se extendía 350 kilómetros hacia el norte de Asuán y 150 hacia el sur. Pero ¿cómo van a oír nuestras demandas, si nos han desposeído de nuestra riqueza y nuestra fuerza? La solución es emigrar al extranjero, reunir dinero y volver fortalecidos, para que nuestra voz llegue hasta El Cairo».
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Fátima no daba crédito a lo que oía cuando Hassuna le contó lo que le había pasado con aquel caballero inglés, aunque ya había escuchado muchas historias semejantes. Un profesor alemán de la Universidad de Hamburgo dio tanto dinero a un barquero nubio que se compró dos microbuses. Un médico holandés se enamoró de un camellero y le envió una carta de invitación para visitar su país y el dinero para el billete de avión. Ahora el camellero vivía en Ámsterdam. Pero que algo así le sucediera a Hassuna era inconcebible. Cerró los ojos y comenzó a llorar. Lo más curioso es que no le parecía mal ni bien. Solo expresaba su pesar al ver que las penurias económicas podían convertir al amo en esclavo, y al rey en mendigo.
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De camino a su cita con Selim Ramadán, que había aceptado verlo a regañadientes después del rezo del mediodía, Nabry se encontró con Mabruk Al Minufi, el pasador de fronteras. Estaba en una cafetería frente a la oficina de Selim. Mabruk había venido a Asuán en un rápido viaje de negocios para pactar con veintitrés muchachos su entrada en España, y luego regresaría a su pueblo de Tala, la provincia de Minufiya.
Nabry quería enterarse de todos los detalles para transmitírselos punto por punto a Hassuna. Le preguntó también por la posibilidad de colarse en Italia, los caminos más seguros en la actualidad y el coste de sus servicios. Mabruk empezó a darle una serie de explicaciones con tono aburrido. Cuando Sabry oyó la llamada a la oración del mediodía, se levantó apresuradamente y le dijo a Mabruk que hablaría con Hassuna del asunto.
Nabry corrió hacia la oficina de Selim pensando en el caso de Hassuna. ¿Cómo podría sacarlo del país? El segundero se detuvo en el reloj cuando un microbús impactó contra su cuerpo larguirucho. Su voz suave brotó por última vez, al expirar con un gemido.