Abdel Latif Awad

A TIFO le llaman «chico para todo». Le pusieron ese apodo después de los casi tres años que pasó en Paterson, Nueva Jersey, tiempo durante el cual demostró haberse ganado a pulso el apelativo. Era el jefe de cocina del local que poseía Ayman: «Pizzería Aladín». Trabajaba al mismo tiempo como pintor, y su último logro había sido pintar la casa de Ayman de un verde pistacho que sedujera a Hagar, la princesa prometida. Después de dar el último brochazo al dormitorio de Ayman, el piso parecía una dama de honor que se emperifollara mientras esperaba a la novia de verdad. En otras ocasiones Tifo trabaja como fontanero o electricista, o incluso mecánico, oficio en el cual se le consideraba un maestro después de que hubiera arreglado la Honda de su buen amigo y compañero Musa, el repartidor de pizzas; desmontó el motor y volvió a montarlo con tal arte que parecía el mismísimo Honda. Pero la característica más destacable de Tifo salía a relucir cuando se soltaba y su dulce voz animaba a los oyentes.

Hoy el chico para todo tenía una nueva misión que añadir a su pluriempleo: Ayman Sobhi le había pedido que revendiera las flores que había comprado para decorar el bendito salón de bodas «porque no puede ser, Tifo, amigo mío, que derrochemos mil dólares en un salón que ni nos va ni nos viene. Sería absurdo».

Todos los trabajadores de la pizzería hicieron un esfuerzo sobrehumano durante todo el día para que la celebración estuviera a la altura de su suntuoso restaurante, especialmente teniendo en cuenta que todos los invitados eran clientes del local. El novio había designado a Tifo como coordinador general del evento, y ahí estaba, con su traje negro dos tallas grandes que Ayman le había regalado a cambio de pintarle el piso. Miraba su nuevo reloj Casio, esperando a que los novios hicieran su entrada en el salón de bodas de Nueva Jersey.

Cuando las agujas marcaron las siete de la tarde, el novio entró en la sala cogido de la mano de la novia. Llevaba puesto un traje negro y una pajarita que había comprado hacía seis años, durante su primera tentativa de boda. Ella, por su parte, todavía llevaba el vestido blanco que se había puesto veinte horas antes.

Hagar entró en la sala forzando los labios para que esbozaran una sonrisa, mientras miraba el techo bajo contemplando los chupones de la lámpara de cristal. El ominoso silencio lo rompieron los aplausos de los invitados, a los que siguió una preciosa albórbola de una de las invitadas que provocó las risas del resto. Musa, quien hacía las veces de DJ, puso la música, que empezó con una canción mítica de Farid Al Atrash para acompañar la entrada de los novios: ya suenan los tamboriles, ¡venid todos!

Se sentaron en dos grandes sillones dispuestos en primer término. La invitada de antes se animó y volvió a lanzar una albórbola, pero esta vez más tímida.

Luego de tranquilizarse el ambiente, Abdel Latif se puso a contar por segunda vez y con vista de lince los ramilletes de flores que había en las mesas. Se le iban los ojos hacia el gran centro de flores multicolores que había detrás de los novios. Tifo se acercó para comprobar que el soporte seguía bien, pues de lo contrario le costaría venderlo. Como viera que todos lo estaban mirando extrañados, se acercó hacia los novios para saludarles, siempre sin perder de vista el soporte. Ayman lo abrazó y le dio un beso y Hagar se puso de pie y le dio la mano, que estaba enfundada en un guante de encaje. Tifo vio por primera vez la cara de la novia y le llamó la atención la tensión de los labios, que hacía que el rostro pareciera haber sido moldeado en cera. No le devolvió la sonrisa porque estaba ocupado pensando en cómo hacer que la fiesta terminara pronto para poder revender las flores lo antes posible. Le vino a la cabeza una idea que se le antojó genial, pues podría matar dos pájaros de un tiro: ofrecería la cena una hora antes de lo previsto. En ese momento pudo sonreír de vuelta a la novia, que tenía cara de idiota con esa sonrisa permanente. A continuación se dirigió con pasos firmes a la cocina para comprobar cómo le había quedado el pato.

* * *

Dios debe de estar muy satisfecho de mí, pues desde que era un crío siempre he trabajado; hay gente como yo, que tenemos suerte en la vida. Por ejemplo: desde que era pequeño he comido carne todos los días. ¿Hay alguien que pueda tomar carne a diario? Pero todo tiene una explicación, verá usted: después de que mi padre se marchara a Iraq, de donde nunca regresaría, mi madre, que estaba embarazada de mí, acordó con sus tres hermanos pequeños, Hasan, Husein y Hasanein, formar una piña en vez de morir apiñados. Uno esperaba en la carretera, junto al lago Qarun, mientras otro se situaba a doscientos metros y el tercero hacía lo propio a un kilómetro. Así se ponían a gritar «¡visite la isla!, ¡visite la isla!» y cuando se paraba un coche, iban corriendo hasta él y empezaban a discutir, bueno, a pelearse, de forma que el cliente creyera que podía escoger el precio que más le conviniese, pero claro, el que escogía era el que ellos habían acordado desde un principio. Así, el cliente se marchaba del Fayum contento, creyendo que había conseguido una ganga. Y desde que nací esta dinámica ha seguido igual, porque todos estamos en este viaje por la isla, que ni es isla ni es nada. El lago de Qarun, según tengo entendido —solo acabé primaria— tiene nada más que dos islas, pero nadie va porque están llenas de escorpiones. Nosotros llevamos a la gente a una lengua de tierra donde tenemos una cabañita de paja. Les montamos en una pequeña faluca desvencijada y les llevamos al otro lado del lago, a la lengua de tierra que le digo. Allí echan el día y comen; la especialidad del Fayum es el lenguado y el pato, acompañados de arroz, ensalada y una fuente de patatas al horno. ¡Y que aproveche! Evidentemente, nadie se termina toda la comida, y es cuando nos llega el turno a nosotros: con las sobras nos ponemos hasta arriba. ¿No le parece que vivía bien? Pero si hasta los profesores me tenían envidia y me pedían que les llevara comida de mi madre, que Dios la bendiga.

* * *

Sus tíos se casaron y después vinieron los niños; también se casó su madre, después de que diera por muerto al padre de Abdel Latif, y también ella trajo a más hijos. La vida empezó a complicarse cuando disminuyó el número de clientes que venían, la competencia aumentó y empezaron las discusiones, los viajes interminables… En realidad las dificultades de esa familia de Sanoras, en la provincia del Fayum, empezaron en 1998, cuando aparecieron los primeros síntomas de una crisis económica que afectó a todo Egipto. A causa de dicha crisis, Hasanein, uno de los tíos de Abdel Latif, se unió a un grupo de jóvenes que pertenecían a una corriente islámica radical cuyo objetivo principal era asesinar al Dr. Yusef Wali, del distrito de Ibsheway en el Fayum. Lo acusaban de trabajar para Israel y de asesinar a egipcios con productos cancerígenos. Un día, los cielos se abrieron sobre el lago Qarun y surgió tal infierno que parecía el fin de los tiempos, y Hasanein, que era quien más hacía por la isla, desapareció. Pasaron los días, los meses y los años y la presión económica aumentó hasta el punto de que no todos podían comer pan a diario. El mundo se estaba preparando para recibir al siglo veintiuno, el siglo de Bush, que fue votado presidente el 18 de diciembre de 2000, cuarenta y seis días después de que el Dr. Atef Ebeid y el Dr. Ahmad Nazif inauguraran en Guiza un club tecnológico para inscribir a los recién licenciados, y cuarenta y seis días después de que Abdel Latif entrara ilegalmente en territorio estadounidense a través de la frontera con México.

Abdel Latif, que nació el 29 de febrero de 1982 y nunca supo que su cumpleaños era cada cuatro años porque nunca lo celebró, decidió que después de haber vivido de maravilla y estar ahora pasando hambre, no permitiría que este nuevo siglo le pillara en esa tierra dejada de la mano de Dios llamada Sanoras, pues no había forma de ganarse la vida ni en el Fayum ni en los alrededores. Su primer contacto con los profesionales de la inmigración ilegal fue cuando tenía quince años. Lo primero que pensó fue en ir a Iraq para buscar a su padre, al tiempo que buscaba trabajo; Abdel Latif estaba absolutamente convencido de que su padre seguía vivo y de que tarde o temprano lo vería. Desde los cinco trabajaba con su madre como pinche de cocina, y luego ayudaba a sus tías a limpiar el local después de que se marcharan los clientes.

Cuando el proyecto de la isla se vino abajo, Abdel Latif empezó a trabajar primero como aprendiz de mecánico y luego como aprendiz de electricista. Después de un penoso día de trabajo solía sentarse enfrente de su casa a desmontar y montar cualquier cosa que cayera en sus manos: un enchufe, un ladrón, teléfonos antiguos, transistores deshechos… Esa era su única distracción aparte de buscar a alguien que le sacara del Fayum.

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«Me presento: soy Abdel Latif y soy el cantante que ha contratado aquí Tom Cruise para amenizar esta fiesta que nos ha reunido hoy a todos: la boda de Ayman Sobhi y la preciosa e inigualable Hagar. La verdad es que se suponía que iba a venir esta noche Britney Spears, pero se ha resfriado y tiene la nariz taponada. Por eso ha pedido a Cruise que se las apañe para convencerme de que actúe. ¡Qué suerte tenéis de que sea Tifo el que esté con vosotros hoy aquí!

Voy a empezar con una canción que todavía ni se ha escrito ni se ha cantado. Se la voy a dedicar a Hagar y espero que le guste».

Al empezar la música, la voz de Abdel Latif hizo temblar el local.

Todos los invitados cantan y aplauden al ritmo de su voz, y Ayman se levanta y empieza a bailar como un histérico. Cuando saca a Hagar a bailar, esta se excusa, por lo que prosigue con su baile, rodeado de sus amigos; de repente uno de ellos se lo pone a hombros y Ayman, moviéndose como un loco, acaba dándose un cabezazo con la lámpara que cuelga del techo, se cae al suelo y con eso termina la fiesta. Tifo mira tan contento las flores y piensa: «No hay mal que por bien no venga».

* * *

Este Tifo es un regalo del cielo. Sabe hacer de todo y nunca te dice que no a un trabajo que le mandes. Desde que llegó, el local marcha viento en popa, y prepara una comida que madre mía, ¡qué sabor tan rico tiene! Cuando alquilé el local le puse Aladín para que fuera medio árabe y medio americano. Fue en agosto de 2001, apenas unos días antes del atentado contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre. Después de ese día me deprimí y pensé que el local me iba a traer mala suerte, por lo que mejor sería venderlo. Además, poner un nombre árabe en ese momento no era buena idea; probablemente dijeran que servía comida terrorista con salsa de dinamita.

Acababa de pagar trescientos mil dólares, los ahorros de toda una vida de los tres socios que habíamos pedido un crédito al banco. Un cacao de puta madre. El alquiler del local son dos mil quinientos dólares al mes; antes de cogerlo, en el local ganaban diez mil a la semana, con lo que no había que hacer muchas cuentas: el que quiere comprarlo tiene que pagar, por cada mil dólares, los ingresos de una semana, es decir: si diez por treinta son trescientos, pues treinta mil dólares por adelantado… esa es la cantidad que pagamos. Aquí no hay eso del regateo. Lo pagamos para registrar el nombre, nombre que yo cambié, por cierto. Así es como funcionan las cosas aquí; yo no puedo cambiar el sistema. En los Estados Unidos lo llaman register cash.

Lo que pasó es que, después de adquirirlo, en tres meses pasamos de ingresar diez mil dólares semanales a seis, y si lo hubiera vendido en ese momento habría salido perdiendo. Hoy, gracias a Tifo y alguno más, ganamos veintidós mil dólares a la semana. Han convertido una pizzería en un restaurante con un menú fantástico y súper variado. Tifo es un artista con el pato; dice que le queda mejor que a los franceses.

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En la pizzería Aladín trabajan nueve personas: Abdel Latif y Husein en la cocina; Magdy y Al Sherbini son los encargados del horno; Maya atiende el teléfono; George y Nasim son camareros y Musa e Ishaq repartidores a domicilio. Todos son egipcios salvo Maya, que es mejicana, y Musa, que es sudanés. Musa es el mayor de todos y aún hoy sigue sin reconocer la resolución por la que se dividió el país el 19 de diciembre de 1955. Dice que era una conspiración norteamericana llevada a cabo por Gamal Abdel Naser e Ismail Al Azhari. Él defiende que será egipcio-sudanés hasta que muera, y que Maya es la única extranjera en el Aladín. Maya, por su parte, asegura que tampoco es extranjera; se siente nieta de los faraones e hija de las pirámides de México.

El local está en una calle comercial de Paterson, en el estado de Nueva Jersey. Cuando uno pasea un poco por esa zona tiene la sensación de estar en un país árabe: los carteles de las tiendas están escritos en árabe, con una carnicería que vende carne sacrificada según el rito musulmán, un ultramarinos donde se vende comida oriental… Hasta los periódicos tirados por el suelo están en árabe. Tifo no podía dar crédito a sus ojos cuando llegó y pensaba que un barco lo había transportado como un rayo al corazón del Mundo Antiguo, a nuestra lejana tierra. Por su parte, Hagar pasó semanas sin creer que estuviera en los Estados Unidos: en casa tenía canales árabes, las cintas de música que escuchaba su marido eran de canciones egipcias e incluso la tiendecita a la que iba a comprar la regentaba un egipcio.

Abdel Latif vive con Husein, Magdy y Al Sherbini en un piso que tiene un solo dormitorio y un salón pequeño. El piso está a unos dos kilómetros de distancia de la pizzería, a menos de media hora de camino a pie.

Esos cuatro abarcan todo el mapa de Egipto, de norte a sur y de este a oeste. Husein es de Beheira, al norte; Magdy de Suez, al este; Abdel Latif del Fayum, en pleno centro de Egipto, y Al Sherbini de Qena, al sur. Al Sherbini, como es costumbre en los hombres del sur, era el más sincero y franco de ellos, y siempre le repetían la frase «Señor, líbranos de la pesadez de Al Sherbini».

Como todos tenían formas de ser diferentes, instauraron un sistema férreo que rigiera la vida en común. Hasta la fecha había sido todo un éxito, pues estaban convencidos de que si respetaban el régimen que habían establecido y se ceñían a él, las aguas nunca se saldrían de su cauce. Obviamente también influía el que pasaran casi todo el día en el restaurante, al que llamaban la vieja. «La vieja dice que hoy le toca fregar los platos a Al Sherbini». Las órdenes de la vieja eran vinculantes y abarcaban incluso aquello que no era de su competencia.

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Doy gracias a Dios porque, desde que llegué, no he hecho nada que pueda enfadarle. Siempre he sido honrado y en mi vida he engañado a nadie. Salvo con el tema del dinero que reuní para pagárselo a Abdel Nabi para que me cruzara ilegalmente a Iraq, aunque al final me dijo que si quería ir a Bagdad tendría que apañármelas solo, pues él trabajaba ahora en otro frente. Nada más oír «los Estados Unidos» se me metió entre ceja y ceja que tenía que viajar allí. Me pedía cinco mil libras para el billete más tres mil dólares para sacarme del país, además de lo que pudiera necesitar allí para mis gastos. ¿De dónde se suponía que iba a sacar ese dinero si nunca había trabajado en nada ilegal, y a Dios pongo por testigo de que es un mundo que no me gusta? Busqué trabajo hasta debajo de las piedras porque había jurado por mi honor que saldría del país antes del año 2000… pero no pude reunir el dinero. Un buen día conocí al cabrón del macarra de Rashid, el electricista. El 1 de enero de 2000, mientras me tomaba un café por la tarde, ya que no tenía otra cosa mejor que hacer, se me acercó. Me preguntó si no me interesaba más ganarme unas perras en vez de perder el tiempo tomando café. Le dije que sí, porque aunque sabía perfectamente que sería un trabajo sucio, necesitaba el dinero para marcharme. Como era presumible no era un trabajo sucio, era inmundo: tenía una banda que se dedicaba a robar coches en El Cairo y se los traían al Fayum. Yo me encargaba de desmontarlos pieza a pieza para venderlas a las tiendas de repuestos. Pedí consejo al cielo, me encomendé a Dios y decidí ayunar más como expiación. Trabajé con ellos siete meses desmontando toda clase de coches hasta que reuní la cantidad que necesitaba.

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Abdel Latif miró el reloj y vio que eran las diez de la mañana. Llamó a la puerta y esperó un poco. Le abrió Hagar, quien le invitó a entrar. Llevaba una bata holgada que le cubría todo el cuerpo; era evidente que se había puesto el velo a toda prisa, pues le asomaban muchos pelos por debajo del pañuelo. Le extrañó no verla con la sonrisa forzada a la que le tenía acostumbrado.

Ayman estaba de viaje de negocios en Texas, y Hagar le había llamado la tarde anterior para avisarle de una avería en la fontanería del piso: el desagüe rebosaba agua. Ayman llamó a Abdel Latif y este quedó en ir al día siguiente por la mañana. Tifo entró en el piso con el pie derecho, después de una rápida oración inaudible, una costumbre adquirida en su época de electricista en El Fayum.

—¿A vosotros también os pasan estas cosas? Yo creía que solo ocurría con los desagües fabricados en Egipto.

—Ellos, ellos, di ellos; yo todavía no tengo la nacionalidad, pero sí la Green Card. Y claro que ocurren aquí estas cosas; y peores.

—A propósito de la Green Card, yo he recibido una provisional. ¿Cuándo crees que me mandarán la definitiva?

—Como al año y medio te citan para hacerte la interview. Después ya te dan la definitiva.

—¿Y qué validez tiene?

—Diez años, pero en cuanto te la den se te habrán acabado los problemas.

—¿Y la nacionalidad?

—A los tres años.

—O sea, que me queda un año y medio para que me den la Green Card permanente.

—Más o menos.

—¿Cuánto crees que tardarás en arreglar las cañerías?

—Año y medio también.

Se rio por lo bajo, pero como a Hagar no le había hecho ninguna gracia optó por callarse.

La fontanería no es mi especialidad, pero que sea lo que Dios quiera. Me pongo en sus manos y que Él me guíe.

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Abdel Latif salió de casa de Ayman oliéndose una traición y así se lo comentó a Al Sherbini: «Hagar le va a dar una puñalada trapera a Ayman. Arrasará como una plaga y acabará quedándose con el cincuenta por ciento de sus bienes… y corremos el riesgo de que todo el esfuerzo que hemos invertido en Aladín haya sido en vano. Hay que avisarle».

Todos estaban acostumbrados a los entresijos del matrimonio blanco y todos sin excepción se habían casado con norteamericanas para conseguir la residencia y la Green Card.

Peter Anastasi era el especialista en cuestiones sobre la residencia para el equipo del Aladín. Era un joven estadounidense de unos treinta años, de origen italiano y especializado en los trámites legales necesarios ante los organismos encargados de gestionar la inmigración y la nacionalidad. También era un experto en utilizar subterfugios con dichos organismos. La sangre italiana que corría por sus venas hacía que a los malditos funcionarios les resultara difícil pillarle. Todo el matrimonio de Abdel Latif, incluyendo los trámites, el porcentaje que cobró su mujer y las costas del abogado ascendió a once mil dólares, de los cuales la mujer se quedó con ocho mil y Peter con tres mil. Después de haber ultimado los papeles del matrimonio, Peter se encargó de empadronarlos en la misma dirección… pero solo de cara al padrón, claro. Tenía suficientes relaciones en Inmigración como para saber si iban a enviar a un inspector para comprobar que vivían juntos, un aspecto con el que se pusieron especialmente pesados después del 11 de septiembre. Cuando iban a mandar a alguien le avisaban de la fecha, para que estuvieran a la hora indicada en el apartamento conyugal.

Sin embargo, todos desprecian tener que recurrir a la excusa de una farsa amorosa para conseguir un matrimonio por conveniencia. Desde ese punto de vista, era preferible lidiar con el asunto como si de un negocio se tratara. Esa es, por lo menos, la base de la prostitución… El oficio más rentable del siglo veintiuno.

* * *

Aunque me hubieran jurado por Dios que el viaje hasta aquí iba a ser tan complicado, no me lo hubiera creído. Igual que dar a luz es difícil, y la madre grita hasta que sale el bebé, yo volví a nacer y también tuve que gritar y dar voces para llegar hasta aquí. Así es la vida.

La travesía duró más de dos meses. Salí el domingo día 27 de agosto de 2000, a las cuatro de la madrugada, y entré en el estado de Texas el jueves 2 de noviembre a las ocho de la mañana. En esos dos meses y seis días vi lo que nunca nadie ha visto. Me pasó lo que no está en los escritos.

* * *

Abdel Latif embarcó en el arca de Noé después de que se le acabaran los medios de subsistencia en El Fayum. Viajó de la misma forma que lo habían hecho algunos de sus parientes antes, y como lo harán después de él todos los jóvenes de Sanoras. Abdel Latif partió en medio de las albórbolas de alegría de su madre, las felicitaciones de los tíos y primos y los besos de los amigos. Le habría gustado despedirse de su tío Hasanein, que era a quien reservaba un lugar especial en su corazón, pero nadie conocía con certeza en qué agujero lo habrían tirado.

Tomó con Abdel Nabi un microbús que les llevó desde El Fayum hasta El Cairo; Abdel Nabi le había indicado que llevara lo mínimo: mudas de ropa interior, una camisa de repuesto y varios bocadillos para aguantar al menos cuatro días. El trayecto sería largo, por lo que era deseable que el equipaje fuera ligero. Le explicó con todo lujo de detalles y paso por paso cómo sería el viaje y le hizo memorizar el número del móvil de Pedro, para que le llamase nada más aterrizar en el aeropuerto de Quito. El último consejo que le dio consistió en que fuera sensato con las provisiones y no las malgastara, sino que las racionara: cada equis horas podría comer equis bocadillos, o de lo contrario se vería obligado a comprarlos en los aeropuertos a un precio desorbitado. Se bajaron en Midan Al Rimaya, en Guiza. Abdel Latif se quedó petrificado de la cantidad de gente que había allí y de los hoteles de cinco estrellas que rodeaban la plaza, como el Forte Grand a la derecha, el Sofitel a la izquierda y el Jolie Ville un poco más allá. Después posó la vista en las pirámides de Guiza, que le despedían majestuosas.

Esa era la primera vez que pisaba la ciudad mágica de El Cairo, y permaneció un rato inmóvil, incapaz de apartar la vista de la pirámide de Kefrén. Luego montaron en un microbús que les llevó a Midan Al Guiza y después a Midan Al Tahrir. Se tomaron un koshari en un sitio de lujo de Bab El Luq, el de Abdel Latif con extra de salsa de tomate, cebolla y garbanzos por ser esa la primera y última vez que Abdel Nabi invitaba. Se subieron a un autobús para ir al aeropuerto y llegaron cinco horas antes de que saliera el vuelo. Abdel Nabi le entregó a Abdel Latif el billete y le dijo que le había costado cuatro mil cuatrocientas libras. Como le había adelantado cinco mil, las seiscientas de diferencia, junto con los cien dólares que le había cobrado dos días antes, serían su comisión por las gestiones.

Abdel Nabi se despidió de Tifo: «Yo vivo de las comisiones… alguna ventaja tenía que tener. ¡Hasta la vista!».

El avión de KLM despegó del aeropuerto de El Cairo a las cuatro de la madrugada con dirección a Ámsterdam, en donde Abdel Latif aterrizó a las siete y treinta y cinco minutos, hora local. En el aeropuerto le esperaba una escala de dieciséis horas antes de tomar el avión a Quito.

* * *

En el avión dormí como un ceporro, pero todo el tiempo que estuve esperando en el aeropuerto fui incapaz de dar ni una cabezada. Y todo por culpa de tanta tía como había. Lo que vi allí me dejó de piedra. Había oído hablar a muchos de los chavales del Fayum que trabajaban en Hurgada o en Sharm El Sheij sobre cómo visten las europeas, y lo que hacen cuando están con un hombre. También había visto pelis porno en un cibercafé; pero ver con tus propios ojos cómo se besan o se meten mano, así a plena luz del día, es otra cosa totalmente distinta. Tuve mucha suerte, pues enfrente de mí se sentó un grupo de seis, tres chicos y tres chicas, esperando como yo el avión. Estuvieron todo el rato morreándose, hasta con lengua, y una de ellas se abrió completamente de piernas. Me quedé mirando como un pachá, y encima gratis. Cuando se marcharon me entretuve fijándome cómo vestían las chicas: una con las tetas fuera, a la otra se le transparentaba la ropa interior… Unas desvergonzadas. Al rato fui al baño y me quedé boquiabierto de lo brillante que estaba todo y de cómo relucía el suelo… En mi vida había visto yo un sitio tan limpio como ese baño. Cada poco iba a lavarme la cara y volvía, hasta que una de las veces me encontré a dos que estaban follando, con perdón de la expresión. Al salir corriendo me crucé con un policía que entraba. «La que se va a liar, ¡se los va a cargar!», pensé; esperé fuera para ver en qué terminaba la cosa, pero salió tan tranquilo.

La policía de allí me aterrorizaba, pues me habían dicho que te la pueden liar mientras estás esperando el avión, por lo que debía tener listos el pasaporte y el billete. Tuve mucha suerte porque no se me acercó nadie.

Fueron, en definitiva, dieciséis horas perdidas… aunque se me pasaron volando. Al final monté en el avión y despegamos.

* * *

El avión de KLM despegó del aeropuerto de Schipol exactamente a las once y treinta y cinco minutos de la mañana. Abdel Latif durmió un sueño reparador durante casi todo el trayecto, aunque le despertaron para ver la maravillosa ciudad de Quito desde arriba. La capital ecuatoriana se erige a una altura de dos mil ochocientos metros sobre el nivel del mar, en un valle verde, y la única forma de ver ese jardín de vivos colores es desde arriba. Tifo aterrizó a las ocho de la mañana, hora local, en el aeropuerto internacional Mariscal Sucre, en Quito, la capital de la república bananera —así es como la llaman— y de la agitación político-económica. El nuevo siglo había empezado con violentas manifestaciones por todo el país para pedir la dimisión del presidente de la República de Ecuador, el doctor Jamil Mahuad, de origen libanés. El origen de las manifestaciones estaba en el deterioro que había sufrido la economía: el índice de inflación anual era del 40,7%, el precio de la electricidad y la energía se habían encarecido más de un 41% en solo un año, y el tipo de cambio del dólar estadounidense frente al sucre ecuatoriano se había situado en 1999 en un 197%. Así las cosas, el 6 de enero de 2000 decretaron el estado de emergencia.

Por fortuna, esas revueltas políticas no habían afectado a los visados para los egipcios. Ecuador es de los pocos países del mundo que otorgan a los egipcios el visado en el aeropuerto, de forma automática y con una duración de tres meses. Si bien la embajada egipcia en Quito se considera la única representación diplomática árabe acreditada ante ellos, aparte del consulado libanés, los ciudadanos de los países del Consejo de Cooperación del Golfo no necesitan ningún tipo de visado para entrar.

Gracias a las oraciones que sus padres habían rezado por él, Abdel Latif pudo llamar a Pedro y soltarle algunas palabras árabes con una pronunciación que él consideraba inglesa, y que bastaron para que Pedro entendiera el mensaje.

Las dos horas que esperó Abdel Latif en el aeropuerto concluyeron felizmente con la llegada de Mazen, un joven jordano que lo agarró de la mano y se lo llevó afuera.

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Salí de ahí como si me hubieran dado una paliza. Y encima de estar empapado me costaba tanto respirar que tuve que pararme a descansar; creí que me había llegado la hora. Mazen me dijo que no me preocupara, que ese día había más humedad que de costumbre. ¿Ese día solo? Siguió igual todo el tiempo que estuve allí. ¡Qué humedad! ¡En mi vida había visto una cosa así! A los cinco minutos ya estaba mareado, supuse que de la falta de oxígeno y del agua que no hacía más que metérseme en los pulmones. Al verme sujetarme la cabeza con las manos Mazen se rio de mí, y me contó que la sensación de mareo era por la altura: estábamos a unos tres mil metros sobre el nivel del mar. Le contesté que yo venía del Fayum, y que el canalla de nuestro profesor, al que solía llevarle pato cocinado por mi madre para que me aprobara, siempre decía que nuestra ciudad estaba a cuarenta metros por debajo del nivel del mar… y luego me miraba y me decía: «Por eso tú siempre estarás por debajo de la media».

Al grano: Mazen me subió a un coche viejo y me tiré todo el camino viendo la pinta de la gente. Eran muy raros, con unos sombreros grandísimos y ropa anchísima.

—¿Y dentro de esa ropa qué hay?

—Son indios; en torno al treinta por ciento de la población es india.

Cuando por fin llegamos, nos metimos en una chabola enorme hecha con planchas de metal, dentro de la cual habían dispuesto unas mantas en el suelo y mesitas bajitas. Nos sentamos y me dijo que había otro grupo que iría conmigo, pero que se había retrasado, así que íbamos a esperar a que fuéramos treinta para salir todos juntos hacia Estados Unidos.

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Abdel Latif esperó en esa chabola tres semanas hasta que sumaron los treinta. Pedro, que fue a visitarle en más de una ocasión, pertenecía a una de esas legiones de jóvenes que se dedican a saquear y a robar. Con sus compañeros de penurias de Colombia y México había creado una red internacional para pasar ilegalmente trabajadores a los Estados Unidos, que era la principal encargada de recoger toda la desesperación y la penuria local para envasarlas en botellines atractivos. Esto venía a raíz de que el nuevo presidente de Ecuador, Gustavo Noboa, hubiera sido incapaz de hacer lo que se esperaba de él. Su única obsesión había sido construir un nuevo oleoducto a cualquier precio, sin prestar la debida atención al aumento de la pobreza, que afectaba ya al 70% de la población ecuatoriana.

Abdel Latif se había pasado toda la vida esperando. En el Fayum siempre le tocaba esperar en el microbús hasta que se hubieran ocupado todos los asientos, antes de que el chófer se pusiera en marcha. Incluso acostumbraba a esperar a la nada, aguardando que surgiera algo por sí mismo. El siguiente día, la manta contigua la ocupó un chico con aspecto de maníaco, un nigeriano que se llamaba Kalu con el que Tifo no pudo hacerse entender de ninguna de las maneras.

Conforme pasaron los días fueron uniéndoseles chicos de distintas nacionalidades, la mayoría de ellos de países africanos como Sierra Leona, El Congo o Guinea. A Abdel Latif volvió a sonreírle la suerte —le gustaba presumir de tener buena suerte— cuando se le acercó Said, un marroquí unos quince años mayor que él.

Tras completarse el aforo, cada uno pagó dos mil quinientos dólares estadounidenses, lo que arrojaba un total de setenta y cinco mil dólares. Al día siguiente de efectuar el pago la caravana se puso en marcha en un autocar destartalado. Salieron de Quito y tendrían que cruzar los Andes y la selva del Amazonas, para llegar a la frontera con Colombia.

Atrás dejaron muchas comunidades campesinas e indígenas que vivían en condiciones deplorables, sin agua corriente ni electricidad. A lo largo del camino vieron también montones de tierra mezclada con residuos negros, derramados por culpa de fugas de los oleoductos. El 96,6% del crudo que produce Ecuador proviene del Amazonas, y para abrirse camino habían talado hasta unos mil kilómetros selva adentro, arrasando a su paso miles de hectáreas. La lluvia había transformado esos terrenos en vastos lodazales sin que ninguna autoridad hubiera mostrado el más mínimo interés por el medioambiente, por los nativos o por los residuos de los productos químicos utilizados durante las perforaciones de los pozos. Todo eso había desembocado en la propagación de diferentes enfermedades, especialmente el cáncer.

El autocar se detuvo pocos kilómetros antes de llegar a la frontera con Colombia. Les hicieron apearse en una zona inhóspita, con tantos árboles como granos de arena tiene el desierto.

Desde ahí continuaron a pie durante todo un día, atravesando la selva para cruzar la frontera, sin pasar por ningún puesto de control. Cada uno cargaba con veinte litros de agua de reserva, por si surgía algún imprevisto que pudiera retrasar la llegada a la siguiente etapa. Cruzaron sin problemas la frontera con Colombia, y en el primer pueblo al que llegaron les esperaba otro autocar aún más ruinoso que el primero.

Al comienzo del viaje por territorio colombiano, Said, que estaba sentado al lado de Abdel Latif, empezó a mostrarse preocupado. Cada vez que el vehículo aminoraba se asustaba y daba un respingo para mirar por la ventana de Tifo; después leía alguna azora del Corán para tranquilizarse. Abdel Latif, que por entonces desconocía el nombre del país que estaban atravesando, se contagió gradualmente del pánico. Said, que era licenciado en Educación y contaba con una experiencia de diez años como profesor en distintas escuelas marroquíes, era plenamente consciente del peligro que corrían y sabía que la muerte era una posibilidad muy real; pero creía que morir intentándolo era preferible a la lenta agonía del día a día en Marruecos.

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Tres días después de que el avión de Abdel Latif aterrizara en Quito, el 30 de agosto para ser más exactos, mientras comía en la chabola el pan que había comprado en la panadería de Al Kawter, en el Fayum, el presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, aterrizaba en Colombia para lanzar el «Proyecto Colombia». En virtud de este plan se haría entrega al gobierno colombiano de la primera parte de los mil trescientos millones de dólares prometidos, en su mayoría ayuda militar que el gobierno de Andrés Pastrana usaría, teóricamente, para luchar contra el tráfico de drogas y para acabar con las «plantaciones ilegales» en las que se fabrica la droga. Sin embargo, el objetivo real de dicha ayuda era combatir a los rebeldes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, al Ejército de Liberación Nacional y al Ejército Popular de Liberación de Colombia; también implicaba poder usar esta donación fuera de Colombia e influir en el tortuoso discurrir de la política de América Latina, especialmente en los países colindantes, como Ecuador. Numerosos expertos y organizaciones no gubernamentales consideraban que este «proyecto» no tenía otro fin que el de alimentar la guerra, congelar las negociaciones con los rebeldes y dar rienda suelta tanto a las fuerzas paramilitares como al ejército, todo ello siempre a favor de los intereses estadounidenses. El mes de agosto de 2000 tuvo el honor de presenciar la llegada de Abdel Latif Al Fayumi a las américas y fue testigo también del comienzo de unas nuevas relaciones entre EEUU y América Latina. Esas nuevas relaciones estarían consagradas a la injerencia militar norteamericana directa y a la presencia de sus fuerzas militares en territorio colombiano.

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—¡Tifo, ya está bien de cháchara! Ven a ganarte el sueldo, no vaya a tener que echarte del Aladín y te quedes pasando hambre y pensando que podías estar mejor.

—Ni se te ocurra; aunque buscaras por todo el planeta no encontrarías a otro como yo.

—Eso seguro… pero los pedidos no paran de entrar y tienes que despabilarte; déjate de hablar tanto por teléfono.

—No es una llamada personal, es por lo del pedido de pato que te comenté. ¡Estamos que nos salimos!

—¡Venga, Magdy!

—¡Estoy con ello!

—¡Musa, ven aquí, personaje! Coge esas cinco pizzas y llévalas a esta dirección.

—¡Voy volando!

—¡Qué honor, el mismísimo Akram Basha[4] en persona! Si hubiera sabido que venía habría pintado el restaurante.

—No seas pelota. Hoy vengo para llenar la nevera hasta arriba con los manjares de Tifo. Mi hijo Farid viene de Londres dentro de unos días para pasar un par de semanas y estoy que no quepo en mí de alegría.

—Ojalá Dios le otorgue siempre tantas alegrías. Decidido: vamos a comprar una nevera solo para usted y a llenarla hasta arriba, para que vea cuánto le apreciamos.

* * *

A pesar de lo mucho que se esforzaba Ayman para hacer feliz a su esposa, Hagar vivía en su propia burbuja. Parecía que estuviera dentro de una incubadora de laboratorio esperando a salir a la vida. Era un estado de negación crónico para el que Ayman no veía solución. Cuando supo que estaba embarazada voló de felicidad, el tiempo se detuvo y él se derritió en ese instante atemporal; incluso rezó una oración de agradecimiento en la consulta del doctor. Cuando bajó otra vez al mundo terrenal lo único que se encontró frente a sí fue un iceberg y la misma sonrisa desganada en los labios. Hagar debía de estar en su enigmático mundo interior, pues tenía la mirada completamente perdida.

A pesar también de la actitud incomprensible de su mujer, quien se asemejaba más a un robot que a un ser humano, Ayman se empeñaba en rechazar categóricamente la advertencia de Abdel Latif y de Al Sherbini: «Hagar se ha casado por interés y pronto llegará el momento en que te dé el golpe de gracia. No obstante, eso no ocurrirá antes de que haya obtenido la Green Card, por lo que tienes que intentar por todos los medios que la tramitación se retrase lo máximo posible». Después de esta advertencia Ayman comenzó a preguntar a su círculo de amigos, a quienes les suponía un entendimiento profundo de la vida, cómo veían a su esposa.

«Ayman, las personas son como las camisas: las hay de todos los tejidos y de todos los colores: gabardina, crepé, lana, satén, algodón, tafetán, gasa, encaje, lino; naranja, índigo, cerúleo, citrino, púrpura… A veces un hilo de seda es irrompible, otras no te cuesta nada romperlo, y otras casi se deshace solo. No la juzgues como si estuviera hecha del mismo tejido que tú o como si tuviera tu mismo color. Esa es su forma de ser y tienes que aceptarla tal y como es».

A Ayman le encantaba esta explicación y recurría a ella cuando le asaltaban las dudas cada vez que ella lo apuñalaba con esa mirada mortecina, cruel, interminable. Pero al final el aviso seguía estando ahí, y conocía suficientes casos de matrimonios de conveniencia como para tener razones para preocuparse.

—Esto no puede estar pasando.

—¿Qué es lo que no puede estar pasando, Ayman?

—No se preocupe, Akram Basha. Son cuatro bobadas que me preocupan un poco.

* * *

Akram Al Mungi es un hombre de negocios entrado en los cincuenta que salió de Egipto con un visado de residencia perfectamente legal otorgado por el consulado de los Estados Unidos en El Cairo. Salió de la capital egipcia después de ciertas dificultades para saldar sus deudas, de transferir dieciocho millones de dólares al extranjero y de dejar sus negocios en Egipto hipotecados con varios bancos. Su mujer había fallecido por culpa de un cáncer de mama, unos seis meses antes de que él abandonara Egipto. Tiene una hija que está casada con un norteamericano y viven en Florida, y un hijo menor que estudia economía en Londres.

Nada más llegar a los Estados Unidos, Akram decidió que se había jubilado, que no volvería a trabajar en su vida y que con su dinero ni apostaría, ni jugaría en la bolsa ni lo invertiría en ningún proyecto que no fuera seguro.

Akram volvió a las dos horas al restaurante Aladín. Como no estaba Ayman, llamó a Abdel Latif y lo invitó a salir fuera con la excusa de respirar aire puro.

—¿Cuánto cobras aquí, Tifo?

—¿Por qué me lo pregunta?

—Venga, dímelo, ¿qué te cuesta?

—Cobro cuatrocientos dólares a la semana, además de unos ciento veinte de otros trabajillos. En total saco al mes unos dos mil doscientos ochenta dólares.

—¿Y tienes que pagarte el piso?

—Sí.

—¿Y el agua y la luz?

—También las pago yo. Pero ¿por qué me pregunta todo esto?

—Abdel Latif, ¿qué te parecería trabajar para mí? El trabajo sería muchísimo más relajado que aquí. Te pagaría dos mil dólares al mes, además de una habitación con televisión con todos los canales árabes. Así, el piso, el agua y la luz correrían de mi cuenta, incluida la comida, claro. Vamos, que podrías ahorrar los dos mil, si quisieras. ¿Qué dices?

—La verdad es que me siento muy a gusto aquí: la gente es majísima y Ayman me trata muy bien.

—Echa cuentas, Abdel Latif. Haz números y calcula.

—Lo pensaré.

—Te voy a decir una cosa que te ayudará a pensarlo. Hay un término absurdo del que se habla mucho en Egipto: la seguridad social. En tu caso y en vista de lo bien que cocinas, te la aplicaría en forma de alojamiento, comida, ropa y calzado; así no tendrás que comprar nada. Haz números, Tifo. Pero date prisa porque necesito a alguien ya. Mi hijo viene dentro de una semana.

* * *

Tal y como esperaba Said, Colombia no les recibió precisamente con los brazos abiertos. La tensión entre el gobierno colombiano y las Fuerzas Revolucionarias Armadas de Colombia había alcanzado en ese momento su punto álgido. Había patrullas armadas por todas partes y vieron soldados, mercenarios, bandas y demás barbaridades que aterraban a Said. Incluso oyeron disparos muy cerca de donde estaban. El autobús se detuvo y se agazaparon tal cual estaban, quietos, sin moverse ni respirar.

Al siguiente día tenían que pasar por una zona en la que abundaban bandas de las que trafican con cocaína, por lo que se vieron obligados a abandonar el vehículo y proseguir su viaje a pie durante dos días. Por fin llegaron a un pueblo en el que les dieron cuatro decenas de burros con los que viajaron durante tres días más. Abdel Latif se encariñó del suyo desde el primer momento, y estuvieron intercambiando bromas y chascarrillos durante el camino. Fue una pena que tuviera que separarse de él.

Cuando Kalu, el nigeriano, se enteró de que cerca había traficantes, les pidió ir a comprar cocaína; ya llevaba varios días causándoles muchos problemas desde que se le había acabado la que llevaba. Al final Pedro acabó sacando la pistola y se lo cargó. Se desplomó todo lo grande que era contra Abdel Latif y los dos se fueron al suelo. Kalu había recorrido miles de kilómetros desde su pueblo natal, en la meseta de Obudu, al sur de Nigeria, para acabar sus días en un campo de cocaína de los Andes, enterrado por una bandada de pájaros que emigraban al norte. Excavaron una fosa profunda y después de que Said leyera algunas azoras del Corán, lo tiraron dentro, lo taparon y reemprendieron el viaje.

La caravana continuó, a veces en autobús, otras en pie, otras en burro y otras en lanchas. Estas últimas las usaron para cruzar la frontera entre Colombia y Panamá, en el Océano Pacífico. Nada más poner pie en territorio panameño, a Said le entró una risa histérica; de alguna forma tenía que expulsar la tensión que había acumulado dentro durante el horror colombiano.

La expedición prosiguió su ruta cruzando Panamá, luego Costa Rica y después Nicaragua y Honduras. Miles de kilómetros a través de sendas, valles, laberintos, montañas y océanos. Un camino que durante los últimos veinte años habían recorrido miles de personas para pasar a territorio norteamericano, sobre todo a raíz de las guerras tan cruentas que habían asolado Centroamérica durante las décadas de los setenta y los ochenta. Cuando por fin llegaron a El Salvador el viaje empezó a tomar otro cariz: los subieron en tráileres congeladores de los que transportan fruta.

El viaje en los congeladores comenzó al cruzar la frontera entre El Salvador y Guatemala y siguió a través de territorio guatemalteco hasta llegar a la frontera sur de México. Allí se bajaron todos y continuaron a pie durante otro día hasta que llegaron a un río que cruzaron a nado, tras lo cual llegaron a México. Una vez allí volvieron a cargarlos en los remolques congeladores. El conductor tenía que encender los congeladores media hora antes de pasar cada puesto de control, para que la temperatura de los remolques alcanzara el punto de congelación; después de cruzar el control, los apagaba.

* * *

Todos éramos africanos y nunca habíamos visto un día de auténtico frío. No sabíamos ni lo que era tiritar de frío… pero es que en los congeladores no tiritábamos, crujíamos. Era como si nos estuviéramos muriendo, cada convulsión que nos entraba creíamos que era la última. Un dolor indescriptible nos penetraba en las articulaciones hasta tal punto que no sentíamos nada si nos mordíamos las manos; las teníamos muertas. Después, paulatinamente, empezamos a dejar de sentir el tronco. La sangre parecía habérsenos congelado en las venas. Conforme pasaba cada segundo sentíamos cómo la muerte se acercaba; Azrael estaba sentado junto al conductor, esperando un momento de flaqueza de cualquiera de nosotros para llevarse su alma. Yo llegué a verle la cara, pero cerré rápido los ojos para que se alejara de mí.

Al final, y tal y como nos había prometido Pedro, llegamos sanos y salvos al norte de México. Nos bajamos frente a la frontera con Texas y allí empezó lo duro.

El momento de la verdad.

* * *

La frontera de México con los Estados Unidos tiene 3360 kilómetros. Se extiende desde las aguas del Océano Pacífico, al oeste, en San Diego, en el estado de California, hasta Brownsville, en el estado de Texas, al este. De hecho, los estados sudoccidentales de los Estados Unidos formaban parte del territorio mexicano hasta que fueron invadidos durante las constantes guerras a lo largo del siglo XVII. Esa frontera es la más famosa en lo que a inmigración ilegal se refiere. Hoy en día residen más de ocho millones de mejicanos en los Estados Unidos, la mayoría de ellos de forma ilegal. El número de personas que mueren cada año intentando cruzar ilegalmente esa frontera supera las cuatrocientas.

A los mejicanos que entran ilegalmente las autoridades estadounidenses los deportan a las veinticuatro horas de detenerles, pero los que no son mejicanos pasan por un proceso diferente.

Los centros de detención de inmigrantes ilegales llevan décadas sufriendo de falta de espacio suficiente para acoger a los inmigrantes que detienen en la frontera y no son de nacionalidad mexicana. Por eso a la mayoría los sueltan en territorio norteamericano. Para cada uno de ellos se fija un día en el que ha de presentarse ante un juez, pero la realidad es que rara vez acude alguien.

Eso es exactamente lo que le pasó a Abdel Latif: mientras estaban cruzando la frontera de noche, se produjo un intercambio de disparos entre la policía de fronteras y la banda de Pedro. Tanto un chico de Sierra Leona como Said murieron a casa de una bala perdida que les impactó en la cabeza. La banda, compuesta por ecuatorianos, colombianos y mejicanos, huyó dejando a los restantes veintisiete en manos de la policía norteamericana.

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Nos cogieron en la frontera con Texas. En ese momento me daba todo igual, lo único que me importaba era Said. Era por la noche, hacía un frío helador y las balas pasaban silbando por encima de nosotros. Nos chocábamos unos con otros y al final nos acorralaron como a ratones; el roce de los cuerpos de los otros nos daba seguridad. De repente oí un grito justo antes de que la bala le acertara entre ojo y ojo, como si su corazón hubiera presentido que la muerte se acercaba inexorablemente. Lo abracé y tenía el cuerpo aún caliente, a pesar del frío tan horroroso que hacía.

Cuando nos cogieron, lo único en lo que pensaba era en enterrar a Said. ¿Quién rezaría por él? ¿Lo enterrarían igual que a los extranjeros? Tenía el corazón encogido. Said era ya mi hermano, era sangre mía. Aún hoy sueño con él… Sueño con él más que con mi madre.

Me condenaron a un mes y medio de cárcel. Después me soltaron y me dijeron que tendría que acudir a no sé qué juzgado tal día a tal hora por haber cruzado ilegalmente la frontera. Entonces no comprendía por qué me habían soltado, pero acabé enterándome de que ya no tenían sitio en las cárceles, estaban a tope, completo vamos. Parece que tienen más de dos millones de personas en las cárceles norteamericanas… Es un país de ladrones y de asesinos. Al final me vino bien. Cuando salí, miré arriba y vi el cielo azul; me crucé de casualidad con unos árabes que me explicaron que no tenía nada que hacer en el juicio y que me marchara inmediatamente a otro estado. Me explicaron que al final me acabarían condenando a ser deportado y que lo único que iba a ganar era una deuda con mi abogado, pues el veredicto ya se sabía de antemano: expulsión inmediata.

Hice de tripas corazón y me vine aquí.

He aprendido a ahorrar bastante, y cada tres meses puedo enviar a mi madre, Dios mediante, seiscientos dólares, porque con lo que ganan allí no les alcanza.

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Abdel Latif echó cuentas, hizo sus cálculos y se convenció de que si dejaba el trabajo con Ayman e iba a trabajar a casa de Akram Al Mungi, saldría ganando. Cobijarse bajo la sombra de una persona adinerada y con contactos le daría la seguridad que no sentía desde que había desaparecido su tío Hasanein. Era curioso, pero veía cierto parecido entre Akram y su tío, sobre todo en la frente. Y en cuanto al restaurante Aladín, llevaba tiempo preocupado por las ausencias constantes de Ayman por cuestiones familiares. Tanto era así que ya tenían problemas de abastecimiento, que era responsabilidad directa de Ayman. Pero la razón principal era que estaba seguro de que la perfidia golpearía a Ayman con todas sus fuerzas, convencido como estaba de que Hagar le pediría el divorcio después de que hubiera legalizado su situación. Las mujeres tienen mil formas de salirse con la suya, y había dado ya el primer paso al quedarse embarazada, pues la ley de los Estados Unidos está diseñada para que las mujeres desleales puedan desplumar a los hombres. En el caso de que haya un divorcio, ella se quedará con la mitad del negocio. ¡Quién sabe cómo acabaría afectando a Abdel Latif este terremoto laboral! Por último, y a pesar de que nunca pensaba en ello, siempre estaba el temor a la posibilidad de que lo detuvieran en cualquier momento y lo deportaran, pues seguro había sido este el veredicto que habían alcanzado en el juicio contra él en Texas. Akram Bek[5] estaba bien conectado y le tendería la mano si fuera necesario. La pesadilla de la extradición lo visitaba ya fuera de día o de noche.

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Dos tíos como dos armarios con gorras añiles y ojos zarcos, vestidos con monos azul fosforito que brillan a la luz de la luna. En la mano derecha, una pistola amarilla. En la mano izquierda, una porra azul brillante como el neón. Entran en la habitación de Abdel Latif y se le tiran encima mientras duerme. Uno de ellos grita como un animal mientras se ensaña con la porra en la frente, justo en el mismo punto que escogió la bala para alojarse de por vida en el cráneo de Said. Cuando Abdel Latif se levanta aterrorizado con la franela ensangrentada, el otro hombre dispara la bala que pone fin a su vida.