Hagar Mustafa
YO nací el 22 de noviembre de 1981 y fallecí en el parque del Orman el 1 de enero de 2005, exactamente a las doce del mediodía. Ahora mismo estoy muerta.
* * *
Hagar llegó al parque del Orman diez minutos antes de la hora. Estaba resplandeciente, y la felicidad que irradiaba coloreaba sus mejillas. No hacía más que pensar en si le gustaría el regalo de cumpleaños. Había estado dando muchas vueltas a qué comprarle. Desde que comenzara el siglo y hasta ese mismo día le había regalado todo lo que se le puede regalar a un chico: un llavero, una cartera, una camisa, un cinturón e incluso, cuando por fin se atrevió, un pijama. Mientras estuvo buscando el regalo pensaba que encontrar uno para una chica es facilísimo, pero que para un chico costaba lo suyo. Cuando por fin lo encontró se alegró tanto que soltó un «¡eureka!» igual que Arquímedes. Lo tiene en el bolso, envuelto en papel dorado y con un lazo blanco. Al cruzar la puerta y dirigirse al árbol de siempre…
«Ahí está mi amor, iluminando el cielo con el fulgor de su luz».
* * *
Al apagar la luz, Ahmad me dejó sola en el parque del Orman, envejeciendo por momentos. Intenté llamarlo para que por lo menos se llevara su regalo de cumpleaños, pero no me salió la voz. Se alejó y se alejó hasta que no era más que un puntito de luz al final del túnel. Yo me quedé en mi sitio sintiendo cómo mi alma envejecía. Cada minuto que pasaba envejecía un año, así hasta noventa. Al intentar levantarme por primera vez, no pude, ni tampoco a la segunda, ni siquiera a la tercera; necesitaba un médico. Cuando ya me harté de morir por fin pude moverme; era como si me hubiera vuelto más ligera después de que el alma me hubiera abandonado el cuerpo. Me subí al metro para irme a casa sintiéndome una extraña dentro de mí misma.
* * *
Durante los años que duró la relación, Hagar nunca se había imaginado el futuro sin que Ahmad estuviera a su lado. De cada fantasía, cada sueño, cada idea, era Ahmad el protagonista. Si Ahmad entendiera el significado del vacío comprendería cómo se sentía Hagar ahora. Hasta entonces solo oía campanillas y veía la vida de color de rosa. Hagar se consideraba muy a menudo afortunada: cuando iba a la feria siempre ganaba la tómbola; cuando jugaba al chaquete con su padre los dados obedecían sus órdenes; si jugaba a las cartas con Zaynab, su hermana pequeña, siempre le tocaban los reyes. Zaynab le tomaba el pelo a veces preguntándole si no le bastaba ya con uno, que quería los otros tres. Hagar nunca había creído en el refrán que dice «afortunado en el juego, desafortunado en amores»… no hasta el 1 de enero de 2005.
Su padre, por el contrario, estaba convencido de que su relación con Ahmad no era más que algo pasajero. Por eso, aunque ella estuviera locamente enamorada, le estaba buscando un pretendiente. Sabía que era una cuestión de tiempo, que solo tenía que esperar, y esperar se había convertido en su oficio ahora que se había jubilado.
El Dr. Ahmad se había jubilado hacía un año y medio. Había sido profesor en el Dpto. de Fotografía de la Facultad de Artes Aplicadas. Tenía más de cuarenta años cuando contrajo matrimonio con Suad Abdallah, licenciada en la misma facultad, pero en el Dpto. de Comunicación. Ella, sin embargo, no llegó a ejercer ni un solo día, algo de lo que estuvo arrepintiéndose toda la vida. Siempre que se le presentaba una oportunidad le reprochaba enfadada a su marido que le hubiera echado a perder su futuro profesional. Dios les había bendecido con dos niñas y a pesar de provenir los dos de la misma ciudad, se conocieron cuando ella ingresó en la facultad. Él era profesor y ella una estudiante de primero. Cuando hubo averiguado hasta la talla que calzaba Suad, le pidió a su padre la mano de su hija de forma oficial y sin que ella supiera nada. Él siguió enseñando fotografía toda su vida, y a pesar de que nunca fotografió nada digno de mención, nunca tuvo ninguna sensación de fracaso; de hecho era completamente feliz y estaba satisfecho de lo que había conseguido en la vida.
La sensación de ser un hombre al que Dios le había premiado con su amor se acrecentó cuando el 1 de enero de 2005, exactamente a las doce del mediodía, se cruzó frente al parque del Ormán con Ayman Sobhi, un antiguo alumno suyo, que salía de la Facultad de Artes Aplicadas. Apenas había llegado a la estatua de Ahmad Shawqi cuando se le acercó a saludarle efusivamente:
—Dr. Mustafa, buenos días. ¡Feliz Año Nuevo! ¿Se acuerda de mí? Soy Ayman Sobhi… un antiguo alumno suyo, el que le compró en Londres una cámara.
—Hola, Ayman. Claro que me acuerdo de ti. ¡Feliz año! Creía que te habías marchado del país.
—Sí, es cierto, me marché a los Estados Unidos hace unos diez años.
—¡Qué deprisa pasa el tiempo! ¿Y a qué te dedicas allí? ¿Estás de visita?
—La soledad es dura, y lo cierto es que he venido a buscar una novia para casarme.
El Dr. Mustafa observó por primera vez a Ayman con detenimiento, escudriñándolo. De mediana estatura, con una cara cuadrada como la de un boxeador y los ojos de un tono aguamarina insulso, tenía las cejas rubias y densamente pobladas. Su mirada era mustia, tirando hacia la estupidez más que a otra cosa. Aun así era el pretendiente ideal para su hija, y a pesar de que cuando se le ocurrió esa idea el corazón le dio un vuelco de alegría, mantuvo la calma y no dejó que se le notara.
—¿Y ya te han dado la nacionalidad, Ayman?
—Sí, ya la tengo.
—Bien, bueno, pues tienes que venir a vernos. Hemos oído muchas cosas sobre los Estados Unidos y quiero que me digas qué es cierto y qué son fantasías. Espero que tengas tiempo para tu viejo profesor.
—¡Claro que sí, será un placer!
El Dr. Ayman le escribió en un papel la dirección y no se marchó hasta haber concretado la cita: el martes día 4 de enero a las siete de la tarde.
* * *
Ayman se fue a los Estados Unidos el año 1996, con un visado de turismo normal. Lo había conseguido cuando puso en escena una original obra de teatro durante la entrevista con el cónsul. Para demostrarle que respetaba y toleraba otras culturas, se puso la kipá. Tenía esperanzas de que surtiera efecto, y aunque así fue, ni él ni el cónsul dejaron entrever esto durante la entrevista.
Llegó a Nueva Jersey con ochenta mil libras, los ahorros de toda su vida: durante los años de facultad había sido contrabandista profesional, especializado en componentes de cámaras fotográficas.
La historia de su éxodo de El Cairo comenzó cuando el verano, después de terminar el instituto, empezó a trabajar en una empresa de turismo como acompañante de pequeños grupos. En uno de ellos conoció a un judío de origen británico, George, un comerciante del Soho especializado en la venta de componentes de cámaras fotográficas usadas y reparadas. George tenía ojo clínico para los negocios y, una tarde, mientras daba un paseo con Ayman, vio los componentes que había en El Cairo y lo que costaban. Inmediatamente comprendió que tenía ante sí un mercado ideal para vender su mercancía. Ayman se mostró más que dispuesto a aprender el oficio y a vender el excedente en Egipto. Ahí fue cuando la vida de Ayman dio un giro de ciento ochenta grados. A pesar de no haber tocado una cámara en su vida, se apuntó al Departamento de Fotografía de la Facultad de Artes Aplicadas:
«Ahí segurísimo que encontraré clientes… Haré negocio al tiempo que estudio y mataré dos pájaros de un tiro».
Después envió una larga misiva a George en la que le avisaba de que se había apuntado al Departamento de Fotografía y que había mucha demanda para sus productos. George, por su parte, le envió una invitación para que fuera a Londres para enseñarle toda la mercancía y el precio, y para darle alguna lección sobre el mundo de los negocios. Acordaron que el billete lo pagarían a medias pero que el alojamiento sería en casa de George. Durante los años que pasó en la facultad no tuvo que hacer el más mínimo esfuerzo para vender toda clase de máquinas y componentes, tanto a profesionales como a aficionados. Al principio tenía que desmontarlas para poder pasarlas de contrabando por la aduana egipcia. De este modo podía vender algunas cámaras que, por ser el último modelo, escaseaban en Egipto. A base de sobornos acabó conchabándose con los agentes de la aduana, por lo que ya no tenía que desmontarlas; además, solo introducía una cámara cada vez. Nunca confesó a nadie que vendía las usadas como nuevas, para así obtener el mayor beneficio posible. Efectivamente, durante los cuatro años de carrera obtuvo un gran éxito haciendo diversos favores al profesorado, lo que le permitió ahorrar el suficiente dinero como para emigrar a los Estados Unidos.
* * *
Después de que el Dr. Mustafa se marchara, Ayman permaneció pensativo frente a la estatua de Ahmad Shawqi:
«Si se ha mostrado tan interesado en que vaya a verle es por algo. No tiene sentido que quiera comprarme una cámara; lo más probable es que esta vez sea yo quien le compre algo… ¡Una novia! ¿Será una de sus hijas o una nieta?, ¿o quizá una de las primas? Llevo vistas dieciocho chicas en cuatro días y ninguna me convence, entre la vulgar, la fea, la que parece retrasada… La última era repugnante, porque aunque estaba buenísima no paraba de repetir “mi trabajo es lo más importante, yo, yo, yo…”. Por eso me he puesto las gafas de culo de botella. ¡Ay, Dios, ojalá encontrara una que fuera guapa, velada, con un cuerpo aceptable y con estudios! En cualquier caso todavía me quedan cinco días y mañana he quedado con cuatro familias más; que sea lo que Dios quiera».
* * *
A través de un amigo que iba de visita a El Cairo, Ayman le había mandado una carta a su madre en la que le pedía que le buscara una novia apta. Se le estaba pasando el arroz y tenía que darse prisa, pero al otro lado del mundo no había novia alguna que cumpliera los requisitos. Le gustaba la idea de ser padre y temía no poder cumplir su sueño. Le indicó a su madre que la visita a El Cairo duraría diez días. En el aeropuerto, su madre le entregó una hoja amarilla con una lista escrita con tinta azul:
—Cariño, aquí te he puesto los días y las horas para que entrevistes a las pretendientes.
No podía creer que su madre le hubiera fijado citas con más de treinta familias. ¡Se lo estaban rifando! La clave fue: «mi hijo Ayman es norteamericano, vive en Nueva York y se la va a llevar para darle la nacionalidad».
Esta contraseña le abrió todas las puertas, y resultó ser más eficaz que «ábrete, sésamo». La cueva de Alí Babá ya no tenía tesoros, y los cuarenta ladrones hacía tiempo que la habían abandonado. Ahora gobiernan ese nuevo y lejano país.
* * *
No me llega el aire, necesito oxígeno para poder respirar, tengo los pulmones chafados. Como cuando te bebes un brik pequeño de zumo de naranja y luego lo aprietas con todas tus fuerzas, que se queda así todo estrujado… pues yo tengo el pecho igual. No puedo vivir, estoy muerta.
He pensado llamar a Ahmad y decirle que no tengo inconveniente en que se case con la Elissa esa, o Condoleezza o como sea, que le den la nacionalidad y que después se divorcie y nos casemos. Puedo esperarle el tiempo que haga falta, no tengo prisa. Y si me dice que no, al menos oiré su voz y podré respirar un poco de oxígeno de la botella principal; si me contesta su madre, pues de la de reserva.
—¿Hola?
—¿Hagar? ¡Hola, cariño!
Nada más tomar los pulmones un poco de oxígeno, las lágrimas comienzan a resbalarle lentamente. «¿Qué tendrán que ver los pulmones con los ojos?», piensa. No lo sabe.
—No puedo más.
—Te juro que no entiendo nada, Hagar.
—Eh… el…
Y rompe a llorar, sin poder hablar. Al intentar hacerlo la pobre suelta un mugido.
—No te lo tomes así, Hagar.
Hagar, incapaz de pronunciar palabra, cuelga el auricular.
* * *
El lunes día 3 de enero, exactamente a las tres de la tarde, el Dr. Mustafa se acercó a su esposa con una amplia sonrisa y le plantó un sonoro beso, mientras escuchaba los detalles de la separación que tanto había anhelado. No podía creer que el cielo estuviera de su parte hasta tal extremo. La cita con el pretendiente norteamericano era mañana, y hoy se había confirmado que la ruptura era definitiva.
—Cuéntamelo otra vez, Suad.
—Eres un sádico. Tu hija está destrozada y tú actúas como un capullo.
—Para que lo sepas, boba, me preocupo por el bien de mi hija. Ahmad es un buen chaval y le tengo mucho aprecio. Que se haga a sí mismo. Dentro de diez años será el pretendiente ideal para una niña que acabe de terminar la carrera… eso es tener los pies en la tierra. Seguro que el chaval lo hace para labrarse un futuro. Eso es pensar con la cabeza. Así me ha demostrado que tiene la cabeza fría. A las mujeres os falta cerebro y religión.
—Aun dejándoos a vosotros pensar con la cabeza, ¿de qué seríais capaces sin nosotras?
—¿Sin vosotras? Seguro que nos hundiríamos. Venga, explícame con calma qué ha pasado.
—Ya está bien, Mustafa, ya te lo he contado. Le ha dicho que se va a casar con la americana.
—Entonces a nosotros nos toca convencerla de que se case con el pretendiente que viene mañana.
—Debería darte vergüenza. ¿No te he dicho que tiene los ojos como un tomate de tanto llorar? Entra y habla con ella.
—Ahora es el momento ideal, el momento de la venganza.
* * *
Esa noche, el Dr. Mustafa acompañó a Hagar al casino de Qasr Al Nil. Había estado lloviendo hasta hacía poco y las calles se habían transformado en estanques de barro, en islas negras en medio de una pequeña alberca. De hecho tuvieron que saltar como conejillos varias veces antes de llegar al casino. Como de costumbre, había un vendedor de libros junto a la puerta controlando, con no poco descaro, quién entraba y quién salía; había cubierto los libros que estaban expuestos en el suelo con un plástico grande, por si volvía a llover. Le hizo un gesto a Hagar con la cabeza; ¿sería porque estaba invitándola a ver la mercancía, o porque creía conocerla? Tenía un rostro típicamente egipcio, de esos que abundan en El Cairo. Ni ella le prestó atención ni el padre se dio cuenta, ensimismado como estaba en cavilar cómo sacarle el tema a su hija. Una corriente de aire gélido les abofeteó mientras descendían los escalones que llevan al Nilo y Hagar tiritó a causa del frío, que había hecho crecer aún más la bola de nieve que llevaba en sus adentros desde que su padre le había pedido que lo acompañara, pues no tenía por costumbre invitarla, y mucho menos en una noche tan fría como aquella, de las que solo se dan en El Cairo una o dos veces al año. Después de sentarse en una mesa pegada al Nilo, Hagar miró el mantel roído que la cubría y se cerró más el abrigo, para protegerse del frío que la corroía por dentro. Se les acercó un viejo camarero y el padre pidió un pastel. Permanecieron en silencio un rato, contemplando las ruidosas barcazas nocturnas, cuyos pasajeros habían escogido cuidadosamente una selección de las peores canciones árabes para ponerlas a todo volumen a través de altavoces gigantescos, oxidados por la humedad del río. La voz que salía de los bafles recordaba a un grito irritante rompiéndose en mil pedazos, lo que no hizo sino aumentar aún más la tristeza que desolaba a Hagar. De hecho se estaba planteando si no sería mejor lanzarse a ese río mágico y acabar con todo. Así al menos le ahorraría a su padre un quebradero de cabeza, y ella se convertiría en la novia del Nilo. Una barcaza se acercó tanto que a punto estuvo de chocar con el muro del Casino, y luego la siguió otra en la que un cincuentón bailaba alocadamente, igual que Suad Sagir. Del asco que producía a Hagar, esta esbozó una tímida sonrisa. El Dr. Mustafa aprovechó la oportunidad de ese atisbo de sonrisa que iluminaba el rostro de su hija con una luz grisácea y se encomendó a Dios: empezó preguntándole qué pensaba de los Estados Unidos, de Nueva York y de Nueva Jersey. Hagar estaba despistada y no entendía a qué se refería.
¿Sabrá acaso que Elissa vive en Nueva York?
¿Habrá adivinado en qué está pensando?
Daba igual.
El caso es que a las doce de la noche acabó aceptando inicialmente la propuesta, hasta que conociera al siguiente día al pretendiente.
* * *
Dicen que pegar a los muertos es pecado.
Pues yo no entiendo por qué.
Si ya está muerto, ¿qué más da?
* * *
El de Ayman fue amor a primera vista. Hagar reunía todas las cualidades y requisitos que había puesto por escrito a su madre en la carta fechada el 22 de noviembre de 2004. Cuando su madre se enteró de que ese día era el cumpleaños de Hagar, se le saltaron las lágrimas: «¡Es el destino!», gritó. Estaba sentado con su antiguo profesor en el salón de este cuando apareció por primera vez, portando la bandeja con café. Se fijó en la cara, en el color del velo, incluso en la talla de los zapatos. Era perfecta: frágil, tranquila, con una voz suave, licenciada en Derecho, con una piel que ni era demasiado negra ni demasiado blanca, y ni en las manos ni en la cara tenía granos. También se fijó en las uñas, para ver si era aseada. Llevaba un velo sencillo pero alegre; a los americanos les gustan las cosas alegres. Él buscaba a una chica de estatura normal y que no fuera demasiado guapa, para no tener que preocuparse por que tanta belleza le causara problemas; a una recién licenciada que no hubiera trabajado y que no le agobiara con su futuro profesional… Era perfecta.
Salió de la casa sin haberle propuesto nada al Dr. Mustafa, pero nada más bajar a la calle decidió posponer el regreso hasta haber concretado la boda que tanto ansiaba. A continuación prosiguió con las visitas según el orden prefijado para las futuras esposas.
Con cada visita aumentaba su autoestima y su orgullo por ser ciudadano norteamericano. Le encantaba ver en cada visita la esperanza reflejada en los rostros de sus posibles futuros suegros, o de uno de los dos si el otro ya no estaba en la familia, cómo se arreglaban las pretendientes, el esfuerzo que ponían en cada uno de los detalles que vestían, hablar sobre lo que había logrado en los Estados Unidos y cómo había empezado un negocio fructífero, el piso tan amplio que había comprado… y finalmente la estima tan alta en que lo tenía cada una de las familias a las que visitaba.
Sus amigos se mofaron de él la última noche del maratón de las novias. Había quedado con ellos después de la última visita fijada en la lista de su madre y había escogido el lugar en función de dónde vivía la última familia de la lista. Se sentaron en un café francés de Madinat Naser, y después de los abrazos, los besos y demás saludos le lanzaron un torrente de preguntas. Estaban enfadados por su estúpido comportamiento: «¿Cómo puedes escoger a tu mujer tras una reunión que no dura ni media hora? ¿Cómo puedes basarte solo en datos? ¿Te comprarías un coche si supieras solo la capacidad del motor y cuántos caballos o airbags tiene? ¿Con los años que tenemos y pensamos solo en el exterior, no en el interior? ¿Eres tonto o te lo haces?».
* * *
La voz de Ayman pidiendo la mano de Hagar era para el Dr. Mustafa como la de Abdel Gani Al Sayed en la canción Tú, el de las manzanas. Cuando colgó el auricular estaba pletórico, e inmediatamente convocó una reunión familiar que Hagar abandonó una hora después para encerrarse en su habitación y hablar con Ahmad. Cuando salió parecía un limón recién exprimido.
Cuando llegaron Ayman y su madre, la señora Amal, les sirvieron unas bebidas en el salón de invitados, cuyos muebles habían sido fabricados en Damieta hacía casi veinte años expresamente para ese fin. Hagar se sentó al lado de Ayman, con la mirada perdida.
Intentaba infructuosamente concentrarse en el gradiente del naranja del tapete que tenía ante sí. Siempre le había extrañado que el agua fuera inodora, incolora e insípida. ¿Cómo podía haber en el mundo algo que no oliera a nada? Hete aquí que acababa de descubrir que el mundo, con tantas cosas como tiene, es inodoro, incoloro e insípido.
El día siguiente empezaron directamente las negociaciones secretas entre los dos hombres. Tras dos sesiones convinieron todos los detalles relativos a la dote, el regalo de compromiso y demás, pero no se pusieron de acuerdo sobre la segunda parte de la dote, la que le correspondería a Hagar en caso de divorcio, por lo que las negociaciones bilaterales se alargaron otra semana. Al final pactaron una decisión salomónica y esa porción ascendería a setenta y cinco mil libras egipcias. Todavía no había olvidado las lecciones sobre compraventa que le había impartido su amigo, así que Ayman calculó que tras las negociaciones, que le habían sido favorables, los gastos de la boda ascenderían a cuarenta mil libras, incluyendo la dote, el regalo de compromiso y el viaje. Por su parte, el Dr. Mustafa había insistido en pagarle a Ayman un dormitorio nuevo, con la condición de que lo comprara justo antes de llegar Hagar. Igualmente se empeñó en pagarle en dólares que él mismo compró a Ayman, además de empecinarse en correr con los gastos desorbitantes del vestido de la novia.
* * *
Hagar jamás había pensado en el vestido de novia, a pesar de haber planeado con Ahmad hasta el más mínimo detalle de su boda, incluyendo el tipo y el color de flores que pondrían. Siempre había imaginado que se pondría lo primero que viera al abrir el armario, y que, gracias a la luz del sol, se convertiría en un traje esplendoroso.
Me recordó al personaje de Vasilikiya, cuya novela leí hace mucho tiempo, por el parecido tan asombroso que mantenía con Hagar. A pesar de que Vasilikiya había llegado a este mundo un siglo antes que Hagar, eran semejantes en el aspecto, en la situación en la que se encontraban y en el color de las pupilas, así como en su manera de percibir las cosas y en cómo la frase «te quiero» provocaba que la sangre afluyera hacia la oreja izquierda. Se diferenciaban, sin embargo, en lo relativo al vestido de novia. Si mal no recuerdo, Vasilikiya empezó a tejer su vestido de novia la noche de invierno en que la primera gota de sangre le manchó el camisón, una noche fría y lluviosa como pocas. Entonces decidió que fuera un vestido diferente, un vestido que portara el alma que entregaría a su amado cuando se juntaran sus dos estrellas. Vasilikiya era hija de un marinero del pueblo de Elounda, en la costa norte de Creta. Su madre la dio a luz el primer día del siglo veinte. Las contracciones comenzaron el treinta y uno de diciembre de 1899 y no pararon hasta que escuchó repicar las campanas de la iglesia anunciando la llegada del siglo veinte, momento en que el bebé asomó la cabeza para valorar el mundo y sopesar si se quedaba dentro o salía. Al final la madre empujó una última vez y expulsó a su hija a las garras de un temible monstruo.
El pueblo de Elounda estaba en un lugar de paso para barcos cargados con leprosos que iban camino de su propia colonia, en la isla de Spinalonga. Su padre trabajaba trasladándolos desde Elounda a esa isla.
Cuando Vasilikiya cumplió catorce años estalló la Primera Guerra Mundial, y en ese mismo instante se levantaron fuertes vientos del norte que moldearon su feminidad y tornearon su cuerpo. Su corazón recibió el flechazo de los ojos de Errikos, que era unos cuatro años mayor que ella. A pesar de que era hijo de Afrodita, diosa del amor y de la belleza, y de Poseidón, el poderoso dios del mar, marchó, igual que otros, a la devastadora guerra. Y también al igual que hicieran muchos otros antes y después que él, Errikos no regresó. Vasilikiya lo esperó durante mucho tiempo, segura de que Poseidón no abandonaría a su hijo; también esperaron las otras chicas a que sus respectivos amados llamaran a sus puertas. Pero ¿cómo iban a regresar los hombres si la guerra había sesgado todas y cada una de sus almas? Los que se quedaron huyeron a lejanos países, por lo que los padres se reunieron para encontrar una solución y salvar a sus hijas de quedarse solteronas. El padre de Vasilikiya propuso que se casaran con los leprosos, pues ya no quedaban más hombres que ellos. Mientras se carcajeaban ante semejante propuesta, arribó a Elounda un hombre llamado Paros, que llevaba en su zurrón la solución ideal.
Su aparición ante los progenitores fue como la de Ayman para el de Hagar, frente a la estatua de Ahmad Shawqi, el príncipe de los poetas.
Paros había traído consigo fotografías de chicos en la flor de la edad que vivían en los Estados Unidos. En su mayoría trabajaban en granjas de extensión inabarcable y buscaban a esposas griegas cristianas y creyentes. Dijo que los futuros maridos se harían cargo del viaje a través del Atlántico. Al final, como si fuera un actor en una obra de teatro, sacó unos papeles y anunció a viva voz: «En estos poderes que me han otorgado me autorizan a que celebre el matrimonio en su nombre, antes de que vuestras hijas abandonen esta isla». Y avisó que regresaría pasada una semana, para que tuvieran tiempo de reflexionar.
Una noche lluviosa la gente se reunió con el párroco Dorian frente a la iglesia. Tras largas deliberaciones acordaron aceptar la oferta, pues en realidad era la única forma que tenían antes de casar a sus hijas, pero pusieron la condición de que las acompañara un hombre. El elegido fue el padre de Vasilikiya.
A falta de pocos minutos para embarcar, Vasilikiya seguía convencida de que Errikos aparecería montado en un barco brillante que Poseidón habría fabricado expresamente para él. Infatigable, oteó el horizonte, pero como no veía surgir ningún rayo que atravesara las sombras, lanzó una última mirada al cielo y embarcó.
Al barco subieron cientos de muchachas que navegarían hacia lo desconocido. Fue en medio del Atlántico, un océano que se les antojaba extrañísimo, donde Vasilikiya perdió de vista a su padre. Le dijeron que había caído al agua durante la tormenta.
Nadie supo nunca qué le ocurrió. Y así, rumbo a lo desconocido, seguiría Hagar los pasos de Vasilikiya, con la salvedad de que no ha estallado la Tercera Guerra Mundial, de momento.
Paros hizo una oferta difícil de rechazar, semejante a la que el padre de Hagar planteó a Ayman: tendría que enviarle un poder legalizado por el consulado egipcio para celebrar el matrimonio en El Cairo en el plazo de un mes, después del cual la novia se pondría el vestido y se marcharía a los Estados Unidos a festejar la feliz unión.
* * *
La pesada de la madre de Ayman no está bien de la cabeza. Desde que se marchó su hijo, me llama cinco veces al día por teléfono; debe pensarse que voy a huir con la dote y el regalo de compromiso. Si no fuera porque está gorda como una vacaburra, cada dos por tres la tendríamos en casa. Y no hace más que meterse en detalles y más detalles… ¡tenía que haberle dicho que los muertos, tía loca, no se preocupan por esos detalles! A los muertos solo les preocupa que el cementerio esté bien orientado para que el aire ventile el agobio que sufrieron cuando los mataron.
Ayer, entre llamada y llamada, me pidió hablar con mi madre. Cuando colgó con ella me echó un broncazo enorme: «¡¿Qué es eso de que no vas a viajar con el vestido de novia?!», me preguntó. Me dijo que me lo llevara como equipaje de mano y me lo pusiera nada más aterrizar.
¿Pero cómo voy a aguantar quince horas con un vestido tan pesado y tan grande? ¡Menuda tortura! A mi madre se le ha metido entre ceja y ceja que salga con él de casa para que me vea todo el barrio. Y quiere colgar bombillas por todo el edificio y en la calle como si fuera una feria, y montar un fiestón. Y que cuando vuelva tenga ya un bombo, aunque no sepan todos que me he casado.
¡Qué inocente es! ¿Qué se cree la pobrecilla? ¿Que ha hecho algo como para que nos planteemos volver?
* * *
El 4 de marzo de 2005, a las ocho de la tarde, Hagar llamó a Ahmad y escuchó su voz.
Respiró oxígeno puro, que almacenó en su pulmón izquierdo, y después colgó.
El 5 de marzo de 2005, a las siete y cuarto de la mañana, la novia salió de su casa, en Hadayek El Obba, con la cubertería que su padre le había comprado en Port Said cuando tenía dos años, así como con la heladera que su madre le había comprado en una feria cuando tenía cinco. Lo que ya no pudo llevar fue la vajilla china que llevaba esperando ese momento histórico desde hacía dos décadas.
Se recogió la cola del vestido mientras bajaba lentamente los escalones, temiendo resbalar y caerse de morros. Era un vestido blanco, lleno de lentejuelas en la espalda. Como la novia tendría que pasar mucho tiempo sentada, para que estuviera cómoda lo escogieron sin hierros que pudieran molestarla al sentarse.
Su padre no bajó con ella y ni siquiera la acompañó al aeropuerto; se había enfadado por negarse en rotundo a festejar la boda antes de viajar.
—Mi hija se ha casado y la muy perra ni siquiera ha preparado una fiesta para invitar a la familia.
Ella se mantuvo firme y obstinada en su decisión, por lo que su padre acabó por decirle que ya no se preocuparía por ella y que, por lo que a él respectaba, ya no era su hija.
Un Hyundai Accent decorado con cintas de colores la esperaba a la salida, con su primo Islam al volante. Una albórbola resonó en el aire, y al instante le siguieron otras tantas. Jadiya, una de las vecinas, abrió la contraventana del primer piso y tuvo que cerrar los ojos por el brillo, a pesar de que aún no era de día. Lanzó otra albórbola, esta vez seguida de una petición:
«¡Hagar, a ver si nos consigues una invitación para Magdy!».
Hagar miró a su vecina, que nunca le había caído bien, justo cuando montaba en el coche y sintió hacia ella una extraña simpatía; fue la última cara que vio antes de dejar su barrio.
El avión de EgyptAir con destino al aeropuerto de JFK despegó tal y como estaba previsto a las diez y diez de la mañana. Aterrizó en Nueva York a las tres y cuarto de la tarde, hora local.
Era la primera vez que Hagar cogía un avión y se sintió extraña, a pesar de que había soñado muchas veces que volaba por el cielo o surcaba los mares. Miles de veces se había imaginado sentada en un avión, con Ahmad a su lado, viajando hasta Suecia, o hasta el infinito. No sabía por qué había escogido Suecia como su futura patria. Probablemente hubiera escuchado que allí se suicidan por puro aburrimiento de lo bien que viven; ella estaba aburrida de la vida porque ya no le parecía real. Pero lo que más le extrañó fue que hubiera azafatos, pues en todas las películas que había visto y en todas las que se había imaginado siempre eran azafatas, preciosas, el súmmum de la elegancia y la esbeltez. Sin embargo, las pocas que había a bordo de la nave distaban mucho de ser guapas o esbeltas.
Hagar se sentó en un asiento comodísimo junto a la ventana, en primera clase, después de que su marido, gracias a las relaciones que había forjado traficando con las máquinas fotográficas, hubiese conseguido que la subieran de turista a primera.
Al despegar se le taponaron los oídos y se mareó un poco; se preguntó si sería por miedo, o porque lo que prefería era morir. Fue incapaz de averiguar con certeza cuál era la respuesta correcta.
El despegue la estaba molestando, así que decidió pensar en cualquier cosa para distraerse. Se acordó entonces del correo electrónico que le había imprimido Zaynab, su hermana, que se suponía no debía leer antes de despegar. Sacó la hoja y comenzó a leerla:
Zis is your cabten Haridi welcoming bassengers on board of Egybt Air.
Discúlpennos por este retraso debido a condiciones meteorológicas adversas. Gracias a Dios, solo ha sido de una semana.
Zis is flight 717 to J. F. Kennedy Airbort.
No podemos asegurarles que vayamos a aterrizar; lo que sí podemos asegurarles es que acabaremos en algún lugar del planeta.
Egybt Ai has an excellent safety_record.
Estamos orgullosos de comunicarles que el año pasado batimos un nuevo récord, ya que más del treinta por ciento de nuestros pasajeros llegaron a su destino sanos y salvos.
We regret to inform you, zat todays in_flight movie will not be shown as we forgot to record it from z television.
Pero los señores pasajeros que estén sentados en el lado izquierdo del avión podrán ver la película de las líneas aéreas somalíes, que nos acompañarán durante nuestro vuelo.
Sanking you vry much for choosing Egybt Ai to fly for z first and last time.
He olvidado indicarles que aquellos pasajeros que no tengan cinturón de seguridad en el asiento deberán atarse con su propio cinturón al reposabrazos.
I wish you a nice trib,
Cabten Haridi.
A pesar del mareo que sentía y del dolor de oídos, se rio de corazón y miró por la ventanilla del lado derecho, en busca de la película de las líneas aéreas somalíes.
* * *
Aunque el Dr. Mustafa le pagó a Ayman el dinero para comprar un dormitorio, pues su futuro yerno le había asegurado que no tenía ninguna foto en la que apareciera, Ayman nunca llegó a comprarlo. Le había enseñado el álbum varias veces, para que se quedara tranquilo. Lo que sí hizo fue comprar sábanas nuevas. ¿Deberíamos entonces deducir que era un rácano? En absoluto; él era práctico: habiéndose asegurado del buen estado de la madera del dormitorio, concluyó que era absurdo comprar otro. Además, en los Estados Unidos es más barato tirar el dormitorio a la calle —sin que le vean a uno— que transportarlo para revenderlo. Sí se había encargado, no obstante, de hacer algo más importante: había pintado toda la casa de un pistacho claro. Había pedido a Tifo —el apodo de Abdel Latif, un amigo suyo—, que lo ayudara a pintarla, sin pararse a comparar lo que le iba a costar la pintura y la cantidad que le había dado su suegro. Ayman había alquilado un salón de bodas pequeño en la calle Jersey y había invitado a sus conocidos y a los conocidos de estos, lo que hacía un total de algo menos de cuarenta invitados para su boda. Musa, el sudanés, se había encargado de llevar las invitaciones a casa de los invitados.
Ayman cuidó hasta el más mínimo detalle en los preparativos de aquella noche, que tanto tiempo llevaba esperando… y admitió que estaba pletórico de felicidad por haber conseguido al fin casarse. Su último recado fue el de la floristería que se encargaría de decorar el salón. El señor Howardson, el dueño del local, le pidió mil dólares. Esa cantidad le pilló desprevenido, pero acabó pagándolos.
Después de haberse asegurado de haber ultimado los detalles relativos a la celebración y de haber dispuesto todo para ir a recibir a Hagar en el aeropuerto, sintió una gran excitación sexual. Ayman se había abstenido de mantener relaciones sexuales durante todo el tiempo que llevaba en los Estados Unidos. Para él las prostitutas eran algo desagradable y le superaban. Como también estaba el miedo que tenía a que le contagiaran el sida, se conformaba con ir asiduamente a los locales en los que las camareras sirven desnudas la comida, para ver cómo subían y bajaban los pechos y cómo se balanceaban a un lado y a otro mientras andaban por el local. Luego regresaba apresuradamente a casa para desahogarse. El observar las distintas formas y variedades de pechos era algo que le alegraba enormemente, y se enorgullecía de afirmar que era el mayor experto del mundo en pechología. Conforme fue pasando el tiempo, fue convenciéndose a sí mismo de que se abstenía de mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio porque eran pecado, y él era un hombre temeroso de Dios. Esto último implicaba que su piedad religiosa aumentara al mismo ritmo que lo hacía su frustración sexual. Por eso no nos resultará complicado entender su excitación mientras esperaba la llegada de su mujer, con la mente calenturienta que tenía de haber visto tantas películas porno antes de dormir.
* * *
Mira, yo he trabajado muy duro toda mi vida y me he labrado mi propio camino. He sudado cada céntimo que he ganado, y nunca me he aprovechado del esfuerzo de nadie. Todos los que vienen aquí lo hacen porque necesitan vivir, porque su situación es insoportable, y tenemos que encontrar una forma de convivir todos juntos. Siempre he creído en el «vive y deja vivir», y me parece que después de lo que he pasado merezco poder casarme con una chica buena y de buena familia. Llevo siete años queriendo casarme, pero siempre que lo he intentado me ha salido el tiro por la culata. Y es que no es fácil. Cada vez que voy a Egipto para buscarme una pretendiente, acabo viendo a cientos de ellas y todas quieren venir a América. ¿Cuál escoger? ¡Ni idea!
Siempre, después de ver a la última de la lista, sé que el viaje de vuelta es al día siguiente. ¿Cómo se supone que puedo conocer así a alguien? Me he comprometido en más de una ocasión, pero cada intentona resultaba peor que la anterior. La última vez que me comprometí la tía me la jugó pero a base de bien. Lo que pasó es que, literalmente, me utilizó, ni más ni menos. Me dijo que me quería y que estaba ansiosa por casarse; me pidió una dote de veinticinco mil libras. Después de la fiesta de compromiso y de todo eso me dijo que no podía casarse antes de ir con su madre —el padre había muerto— y ver cómo se vivía en los Estados Unidos. Las pasé canutas para conseguirle el visado, y además tuve que costearles a las dos el billete y la estancia: dos semanas de turismo, comida y atenciones. La gracia esa me salió por unas veinte mil libras. Al final me dijo que sí, que quería casarse pero en América, para poder venir con otro visado de turismo, y que después de casarnos ya arreglaríamos lo de la residencia; a mí me pareció que era buena idea, así nos casábamos aquí y no había que pagar otro billete a Egipto. A lo que iba: compré un dormitorio nuevo que me salió por un ojo de la cara, le pagué el billete desde El Cairo a Nueva York y le hice una reserva en un hotel de primera para que se alojara hasta que nos casáramos. Cuando al segundo día me acerqué al hotel para verla, ya no estaba. Se había esfumado, había desaparecido literalmente de la faz de la tierra. Seis meses después me enteré de que estaba trabajando en Houston, así que le hice una visita sorpresa. Me recibió como si nada; me miró con ojos venenosos y me soltó que el dinero lo recuperaría íntegramente, pero que en ese momento no podía devolverme nada. Y me soltó además que yo no tenía ningún papel donde figurara lo que le había pagado.
Lo que pasa es que soy tonto. Intenté chulearme delante de ella y en el fondo estaba desesperado. Cuando conocí a Hagar pensé que Dios me había recompensado por no haber hecho nunca jamás nada que pudiera disgustarle. El padre de Hagar había sido mi profesor, lo conocía perfectamente y sabía que era de buena familia. Por un lado no quería cometer el mismo error y comprometerme de nuevo, pero por otro, no iba a poder venir otra vez a Egipto. Con cada viaje me arruino, entre regalos e historias. Además, el país se ha puesto carísimo; hasta comer es más caro aquí que en los Estados Unidos… Y encima va la otra hija de… ¡cómo me engañó! Bueno, que me enrollo: el padre de Hagar estaba conforme con todo. ¡No podía creer que finalmente fuera a casarme!
* * *
Por mucho que lo intentara, Hagar fue incapaz de conciliar el sueño en el avión. Abrió varias veces la mochila para asegurarse de que llevaba las pastillas. Cada vez que cogía la caja hacía por una pastilla, pero al final lo dejaba para más tarde. En la reunión que celebró en su casa la semana anterior con Rim y Nermin, sus dos mejores amigas, echaron a Zaynab y cerraron la puerta y las contraventanas a cal y canto. Se sentaron en la cama, se taparon con la manta —que pesaba más que las tres juntas— y empezaron a hablar sobre un asunto vital al que pusieron el nombre de «la nueva cuestión de Oriente Medio». Dicha cuestión ocupaba el primer y único punto del orden del día de la reunión, a saber: ¿cómo iba a hacer el amor Hagar con su marido?
No entraron en detalles sobre los sentimientos de Hagar hacia nadie que no fuera Ahmad, pues las tres estaban al corriente. A continuación Rim planteó una pregunta: «¿cómo folla una prostituta?», ante lo cual Hagar le pegó con un cojín que tenía en la mano: «¡yo no soy una prostituta!». Rim le clavó la mirada y Hagar confesó: «bueno, he aceptado casarme con un desconocido estando enamorada de otro. Desde esa perspectiva sí se me puede considerar una prostituta». Rim la felicitó por su valor: «entonces, ¿cómo folla una prostituta con un tío cualquiera?». Siguieron con ese diálogo de besugos hasta que a Rim se le ocurrió una idea:
—Ya sé cuál es la solución: el whisky. Las putas beben hasta casi perder el conocimiento; así, estando borrachas, pueden acostarse con cualquiera.
—No es mala idea, pero el problema es que este tío, si mal no recuerdo, es súper religioso, y para mí que no voy a encontrar nada de alcohol en su casa; y mucho menos voy a pedirle que me compre una botella de algo.
—Hagar, no hagas ni caso a las tonterías que te dice Rim. La solución pasa por que hagas funcionar la cabeza. ¿En qué se resume todo? ¿No es una cuestión o bien de cabeza o bien de sentimiento? Pues no habiendo sentimiento, habrá que usar la cabeza. Ahora tienes un objetivo concreto: dejar el país. Perfecto. Y para poder hacerlo, ¿qué hace falta? Hace falta que seas fuerte y que aguantes. El tema del sexo no es para tanto, no le des más importancia de la que tiene. Más del noventa por ciento de las mujeres del planeta están como tú, y la vida sigue adelante y todos los días dan a luz. No vas a descubrir nada nuevo.
—El problema es que no va a descubrir nada nuevo ni nada viejo. Aquí se han juntado el hambre con las ganas de comer. Nosotras tres no hemos pasado de unos cuantos besos y unos cuantos abrazos; teníamos que habernos lanzado más durante la universidad, en vez de estar como estamos ahora.
—Pues para que lo sepas, chavala, yo sí llegué un poco más lejos con Ahmad.
—¡Anda, vete por ahí!
—Tenemos que encontrar una solución, ¡que me marcho ya!
—Pues preguntemos a un médico.
—¿Y cómo se supone que vamos a poder explicarle lo que pasa?
—Da igual. ¿Quién conoce a un médico?
—Mi primo Huseyn es médico.
—¡Estás loca! ¿Cómo se lo vas a decir a Huseyn? ¡Se lo podría contar a Ahmad! Pero si es una cotorra, es incapaz de guardar un secreto. En la facultad yo me enteraba de todo lo que hacías con Ahmad gracias a él.
—Ya me las apañaré.
Efectivamente, Nermin se las apañó: fueron a ver a su primo, que se hizo cargo de la situación y les dio una receta. Les avisó de que a ese medicamento, como a las cantantes, se le conocía en la calle con otro nombre: «las píldoras de la felicidad». Era un medicamento antidepresivo que producía una sensación de relajación y felicidad, cuyos efectos eran de larga duración. Le dijo que se lo tomara solamente para lo que se lo había indicado porque era peligroso y podía producir adicción. Se lo había recetado únicamente para facilitarle el paso a la vida conyugal. Al acabar no pudo contenerse y le resumió su experiencia vital: «Hagar, quiero que sepas que las bodas de salones son las que funcionan, y tú tienes que hacer que tu matrimonio funcione como sea. No olvides que Dios no ve con buenos ojos el divorcio».
Hagar volvió a coger la caja de pastillas por enésima vez desde que había embarcado, y por enésima vez volvió a dudar entre tomarse entonces una píldora de la falsa felicidad o esperar. Lo que más la cohibía era el temor a que le afectara demasiado y que la policía del aeropuerto se percatara. Todos los que sabían que iba a viajar a los Estados Unidos le habían infundido un miedo cerval a los guardianes de las puertas del paraíso, que eran muy diferentes de Radwan[3] y más listos que un zorro. Finalmente, Hagar decidió tomar la píldora nada más atravesar las puertas del infierno.
Mientras esto ocurría, otro temor reconcomía el corazón de su padre. Desde que su hija había montado en el avión no había parado de dar vueltas en su habitación, incapaz de sentarse siquiera un segundo. Sacó el número del teléfono móvil de Ayman y lo llamó:
—¿Ayman? ¿Dónde estás?
—Estoy ya de camino al aeropuerto.
—¿Cómo es posible que todavía no haya llegado, Ayman?
—Todavía queda media hora de vuelo. Para entonces yo ya habré llegado.
—Te lo ruego, Ayman, entiende que es una niña, que está empezando una nueva etapa, y que es la primera vez en su vida que viaja. Seguro que tiene miedo y está aterrorizada. Cuídala, Ayman.
—No se preocupe. Le he preparado una fiesta preciosa y he comprado todas las flores de América, y hasta las de Canadá. Hagar solo hay una.
—Que Dios te bendiga, hijo. Llámame en cuanto estéis juntos; quiero hablar con ella.
De los ojos le brotaron las dos lágrimas que llevaba casi una hora intentando retener. Miró al cielo, rogando que cuidara de su querida hijita.
* * *
Hagar estaba esperando en una cola interminable dentro del aeropuerto JFK, contemplando los carteles gigantes que la rodeaban por todas partes y en los que se advertía contra mofarse o reírse de las preguntas de los guardianes del paraíso, «los nuevos cowboys».
Todos los egipcios que estaban esperando la felicitaban por el matrimonio, ante el asombro del resto de viajeros, que la miraban. Por fin le llegó el turno de acercarse hasta el control de pasaportes:
—¿Motivo de la visita?
—He contraído matrimonio con un egipcio nacionalizado estadounidense y he venido para vivir con él.
—¿Cómo se llama su marido?
—Ayman Sobhi.
Hagar se fijó en la cara del oficial. Era un chico joven y atractivo, de ojos azules como el océano y una nariz como la de Elizabeth Taylor.
—¿Es su primera visita a los Estados Unidos?
—Sí.
—¿Tiene en su poder armas o explosivos?
A duras penas consiguió contener la risa: tan guapo y tan tonto.
—No.
—¿Tiene en su poder alimentos? —Hagar negó con la cabeza—. ¿Ha traído algún regalo?
—No.
—¿Cuánto dinero en efectivo tiene?
—Ochocientos dólares, más o menos.
—¿Más o menos? ¿Podríamos decir que no tiene en su poder más de mil dólares en efectivo?
—Sí.
—¿Cuál es la dirección donde se alojará durante su estancia en los Estados Unidos?
—Esta es la dirección; está escrita en esta hoja.
—¿A qué se dedica su esposo?
—Es un hombre de negocios.
—¿Y a qué negocio se dedica en concreto?
—Posee una pizzería en Paterson, en Nueva Jersey.
—Por favor, diríjase hacia la izquierda; allí le recibirá un oficial.
Hagar mira a uno de los pasajeros y le pide ayuda: «no entiendo nada; ¿ya he acabado?». Le responde: «¡Qué vas a haber acabado! ¡No has hecho más que empezar! ¿Ves esos asientos tan bien alineados al final del pasillo? Dale el pasaporte a la negra gordinflona y siéntate a esperar tu turno. Te van a preguntar hasta la hora en que naciste».
Las dos horas que Hagar estuvo sentada esperando las pasó aterrorizada. Estuvo repasando toda su vida, preguntándose si en algún momento habría hecho algo malo. ¿Le preguntarían por el examen de jurisprudencia islámica en el que copió porque si no, no aprobaba? ¿La cachearían y se darían cuenta de que le había mentido al policía y que sí tenía medicamentos? Estuvo buscando y rebuscando cualquier punto débil que pudiera encontrar en su pasado.
Al repasar meticulosamente todo lo que había puesto en la mochila se acordó de que tenía el regalo de cumpleaños de Ahmad. No había podido desprenderse de él, y soñaba con la ilusión de verlo algún día en los Estados Unidos y dárselo. Pero le había dicho al policía que no había traído regalos, por lo que empezó a pensar cómo podría justificarse.
Mientras esperaba que le llegara el turno le sorprendió que muchos de los pilotos y miembros de la tripulación estuvieran esperando su turno para someterse al interrogatorio. Llevaba un buen rato observando los rostros exhaustos después de un viaje que había durado más de once horas cuando la despertó de su ensimismamiento una voz que repetía un nombre que se asemejaba ligeramente al suyo: «Aga Musrafa, Aga Musrafa». Se levantó señalándose a sí misma para preguntar si se trataba de ella. El oficial asintió.
—¿Aga Musrafa?
Hagar tuvo que mirar en su pasaporte para asegurarse de que se refería a ella. El oficial se centró en escribir en el ordenador, a pesar de que ella todavía no hubiera abierto la boca.
—¿Lugar de nacimiento?
(Menos mal que no ha empezado por mi bisabuelo).
—Nací en la ciudad de Tala, en la provincia de Minufiya, Egipto.
—¿Ha recibido formación militar?
(¿Pero es que no ve las tetas que tengo, ni que voy vestida de novia? ¿Cree que soy un tío o qué?).
—No.
—¿Ha utilizado un arma con anterioridad?
(¿El cuchillo para cortar la bamia se considera un arma?).
—No.
—¿Pertenece a una organización terrorista integrista?
(Antes quería montar una organización terrorista para raptar a Ahmad).
—No.
—¿Conoce a alguien en los Estados Unidos que pertenezca a una organización terrorista integrista?
(Sí. Tú, guapito).
—No.
—¿Cuándo fue la última vez que visitó los Estados Unidos?
(Lo que daría por verte en Minufiya… te iban a poner las pilas pero bien).
—Esta es la primera vez.
—¿Tiene la intención de cometer actos terroristas o sabotajes en los Estados Unidos?
(Lo que quiero es buscar a Ahmad como sea).
—No.
Mientras avanzaba para que inspeccionaran su equipaje, Hagar no era consciente de que hoy, 5 de enero, era el cumpleaños de Elissa, y también el día de su muerte, como le habían dicho a Ahmad. Además de ser el día en que su primera intentona de salir de Egipto se vio frustrada, también era el día en que ella, Hagar, hija de Mustafa, se había convertido en la principal responsable de conseguir que don Ahmad Ezz El Din emigrara.
Antes de recoger el equipaje, Hagar tomó una de las pastillas y luego se dirigió hacia la puerta de salida, rebuscando entre los papeles de su memoria qué aspecto tenía Ayman, algún rasgo característico de la cara, el color del pelo, de los ojos, si era alto o bajo… Nada, no recordaba nada en absoluto.
¿Cómo iba a reconocerlo?
¿Y cuándo ha conocido una prostituta la cara de su asesino?