Yasin Al Barudi
ERA una noche de verano que alegraba el alma con la brisa perfumada del almizcle que llegaba del lejano norte para bendecir el corazón de un padre que llevaba siglos esperando ese momento. Esa noche el hag Ali Al Barudi volvía a ser joven, y bailaba cimbreando la vara delante de su primogénito, que estaba sentado en el sofá con Deborah. Murtada llevaba un traje inglés con una corbata italiana, mientras que Deborah se había puesto una chilaba de campesina decorada con diseños de lentejuelas de oro y plata.
Esta vez eran las carcajadas de Murtada las que resonaban por todo el lugar mientras no paraba de abrazar a su familia, que parecía no tener fin. Deborah, por su parte, observaba el desarrollo de la escena con ojos como platos: ¿era posible que alguien tuviera tantos primos?
El hag Ali Al Barudi había insistido en celebrar una fiesta, como si se hubieran casado de verdad ese mismo día. El gran jardín frente al cortijo del alcalde estaba repleto de familiares y allegados, y habían montado una jaima gigantesca con la típica tela de ramadán para que por cada una de las esquinas del jardín entraran fuentes y fuentes de comida. El padre de Murtada había invitado a todas las familias del pueblo, así como a los amigos de Damanhur, Alejandría y El Cairo. También había invitado a grupos de bailarinas. A partir de medianoche Hosni Diyab, el cantante más famoso de Damanhur, se encargó de amenizar la fiesta.
Nada más empezar a cantar, las bailarinas comenzaron a descender por las escaleras agitándose como papagayos empapados, con los trajes de colores vivos con que se habían ataviado. Acompañaban al contorneo el excitante tintineo de los adornos colocados por todo el cuerpo y el tañido de los tamborileros.
Las fuentes de arroz con carne de oveja y las de pato frito se mezclaban con las bandejas de arroz con trigo y manteca, las de oca y las de verduras con tacos de búfalo, junto a muchísimas otras variedades culinarias.
A Richard le costaba parpadear, pues estaba absorbiendo como una esponja todo lo que tenía a su alrededor, con el espíritu de artista que le caracterizaba desde pequeño. Iba de un lado a otro de la fiesta con la cámara de vídeo, maldiciendo su suerte por haberse traído la vieja DV-CAM en vez de la HD que había comprado hacía poco. Estaba maravillado por todo lo que veía. Tanto a él como a su hermana les había sorprendido la suciedad y la pobreza miserables que rodeaban al pueblo, que contrastaban con el evidente lujo de la comida que estaban sirviendo en la fiesta.
«Aquí hay algo que no me cuadra».
Pero lo que no le cuadró fue cuando empezaron a disparar con rifles antiguos de la Segunda Guerra Mundial. Richard, que tenía miedo de que le alcanzara una bala, dio un traspiés y se cayó al suelo. Yasin se rio a pleno pulmón al ver a Richard intentando sobreponerse y levantarse de nuevo. Deborah también se asustó y se aferró a las manos de su marido, que no hacía sino disfrutar al ver a su padre tan feliz, danzando y bailando como el que más. El padre le había prometido que la celebración sería el mayor festejo que hubiera visto el pueblo desde la que ofreciera en ese mismo lugar con motivo de la visita de Mustafa El Nahas Pasha, hacía más de cincuenta años.
Murtada no hacía más que repetirse: «hoy he estado cara a cara con la felicidad, pero no ha sido suficiente para sentirme dichoso».
* * *
Hay algo en Murtada que ha cambiado, pero no sé qué es.
¿Será que cuando uno se casa con una extranjera se vuelve así de frío?
Está presente de cuerpo pero no de mente. Igual no da crédito a que vaya a ser padre con casi sesenta años. O quizá no sean más que imaginaciones mías, del temor que tengo de que no pueda ayudarme.
Tengo miedo de que se marche antes de que pueda planteárselo. Qué bien me vendría que me echara una mano.
Es mi primo mayor, y debo contarle lo que me ha pasado.
Puede que tenga compasión. Mañana, después de la oración de mediodía, hablaré con él.
* * *
Yasin está ansioso por relatar mañana a Murtada lo que le ha ocurrido. Lo que le sucedió pone los pelos de punta, y pocos hay en el mundo que hayan pasado por lo que vivió este hombre en 2005.
Los sucesos de esta historia comenzaron el viernes 15 de octubre de 2004 a las seis de la mañana, cuando Yasin y otros del pueblo se reunieron con Abdel Halim y Yaber, dos de los primos de Yasin, para despedirlos; se marchaban fuera de Egipto. Los acompañaron hasta la estación de Itay Al Barud, en la que no había ningún viajero, como suele ocurrir los viernes por la mañana. Todos estaban al corriente de los detalles relativos a la preparación del viaje; Abdel Halim y Yaber se habían reunido con Ahmad Abu Salama, el que pasaba ilegalmente inmigrantes a Italia, cuatro meses antes en un café en Damanhur. Allí acordaron que cada uno de ellos le pagaría a Abu Salama catorce mil libras, la mitad antes de viajar y la otra justo antes de embarcar en Libia para partir hacia Italia. Consiguieron reunir la cantidad necesaria gracias a un crédito del Banco de Desarrollo y Crecimiento Agrícola.
Pasaron los días y las semanas y el pueblo entero esperaba recibir alguna noticia de Abdel Halim y de Yaber. Por fin, el uno de enero de 2005 Yasin recibió la llamada telefónica que todos ansiaban. Era Abdel Halim. Tras dos días de viaje por tierra habían llegado sanos y salvos a Trípoli; luego se les unieron más grupos y los trasladaron a todos a una ciudad al oeste de la capital. Allí estuvieron esperando diez días, hasta que finalmente llegó Abu Salama y les pidió a todos que rompieran los pasaportes y que acompañaran a un oficial libio hasta un pequeño puerto. Allí se subieron a una barcaza destartalada y partieron hacia Italia. Cuando estaban a escasos metros de la costa italiana, los echaron al mar con flotadores. Fueron rescatados por la Cruz Roja, y tal y como les habían enseñado, dijeron ser refugiados iraquíes que habían huido de la guerra. Finalmente encontraron el momento oportuno para escaparse de la Cruz Roja y entrar en Italia. Ahora están en Nápoles y hacen dos turnos al día en una pizzería; el primero dura desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde, luego descansan dos horas y vuelven a trabajar desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche. Cuando Yasin les preguntó por lo que realmente interesaba, Abdel Halim le respondió que cada uno ganaba sesenta euros al día, y que vivían con otros ocho egipcios, todos ellos de Zagagig.
* * *
Cuando colgué no podía creer lo que había oído:
¡Sesenta euros!
¡Unas quinientas libras al día!
O sea, que en un día ganan lo que yo en dos meses; vamos, que en un año ganan lo que yo tardaría en reunir más de sesenta… ¡En cuatro años se embolsarán lo que yo ganaría en más de doscientos cuarenta años!
Tengo que irme de aquí pero ya.
* * *
Yasin Al Barudi, nacido en 1964, se licenció en la facultad de letras de la Universidad de Alejandría en 1987. Antes de celebrar los diez años de su licenciatura, por fin lo nombraron —gracias a sabe Dios cuántos intermediarios—, profesor de ciencias sociales en la famosa escuela Ahmad Mabruk, con un sueldo de ciento cuatro libras egipcias. A finales de 2004, cumplidas las cuarenta primaveras, el sueldo había subido a doscientas sesenta libras.
Yasin se casó con Aisha al mes de ser nombrado profesor, y tuvieron a Hasan y Husein, y más tarde a Zeynab, como colofón.
Aisha, además de ser una esposa perfecta, era una cocinera fabulosa, pues en solo un mes después de casarse había conseguido cebar a Yasin como si quisiera hacer foie gras: su marido engordó quince kilos, a un ritmo de medio kilo al día, hasta alcanzar los ciento cuatro kilos de peso. Solían reírse porque cada kilo de su peso equivalía a una libra de su sueldo. Le prometió que en dos meses conseguiría que pesara trescientos, con la esperanza de que el sueldo aumentara en la misma proporción. Sin embargo, nada más nacer los hijos, adelgazó y se quedó en los ochenta kilos a los que estaba acostumbrado.
Yasin tiene cuatro hermanos. El primero desapareció en Iraq y desde la noche en que Bagdad cayó en manos de las fuerzas norteamericanas, a las cinco de la mañana del jueves 20 de marzo de 2003, nunca más se supo nada de él; solo Dios conoce su paradero. El segundo trabaja como contable en los Emiratos; el tercero, Abd Allah, es también el mejor amigo de Yasin: ni se ha marchado ni se ha casado por culpa de una parálisis infantil. El fracaso absoluto acabó con Muhib, el hermano menor, que murió el año 2000 dejando una viuda y una huérfana, pues Yasmin se había negado a casarse en segundas nupcias.
Los cinco hermanos participaban desde 1992 en una granja de pollos de cuya dirección se encargaba Abd Allah, por ser el primogénito; Muhib, que era el auténtico motor, le ayudaba. La granja vivió años de bonanza, pero en 2001 empezaron a sufrir pérdidas constantes; por un lado, por la virulencia de la competitividad y la crueldad de las empresas que habían entrado en el mercado para hacerse con el monopolio, y por otro por la ausencia del soberbio intelecto de Muhib, que era la verdadera razón del éxito del proyecto. La única forma que encontraron de frenar las pérdidas fue cerrarla, en diciembre de 2004.
La decisión de clausurar la granja le sentó al padre como un jarro de agua fría, pues pasó a ser el único sustento de la familia del hijo que había desaparecido en Iraq, de la del difunto Muhib y de Abd Allah, que no podía valerse por sí mismo. Los beneficios de los once faddanes[9] que tenía no bastaban para cubrir todos esos gastos después de tener que ir vendiendo el terreno poco a poco para costear el tratamiento de Abd Allah.
La ironía le había jugado una mala pasada a Yasin, que era uno de los grandes del pueblo: su abuelo había sido el alcalde del pueblo, su tío era el actual y descendía de una familia de alcaldes que se remontaba a tiempos inmemoriales. Pero su abuelo había sido extremadamente fértil y había traído al mundo a diez vástagos, por lo que los terrenos habían sido desmembrados para repartirlos entre los hijos y los nietos. Ante la nueva situación y la disminución de los beneficios de la agricultura, todos se enfrentaban a una necesidad y a una pobreza inimaginables.
* * *
Plantamos algodón desde hace años, pero llevaremos unos quince sin cubrir gastos. En 1997, por ejemplo, con el algodón no cubrimos ni la mitad de los gastos. Cuando el gobierno encareció el precio del diésel, intentamos plantarnos y decidimos que no salieran ni los coches ni los camiones. Se llevaron a la comisaría a los conductores, les dieron hasta en el carné de identidad, y nada más salir de la comisaría se fueron derechitos a las gasolineras para comprar diésel. Los pobres estaban dispuestos hasta a bebérselo sin rechistar. Además está el problema de que la semilla auténtica del algodón egipcio, la original, ya no hay forma de conseguirla a no ser que sea en Israel o en Sudáfrica; la semilla que nos proporciona ahora el gobierno no tiene nada que ver. Una vez que nos dieron semilla de fibra larga, y después de plantarla, nos dijeron que no tenía demanda en el mercado internacional y se negaron a comprarnos el algodón… ¿y qué culpa teníamos nosotros?
Lo suyo habría sido que el gobierno asumiera su error, ya que fueron ellos los que nos la dieron en primer lugar.
En los cincuenta y en los sesenta, un quintal de algodón valía cuarenta libras, mientras que el faddan costaba cien. ¡Después de la recolecta podías comprarte otros dos! Mi abuelo, que en paz descanse, esperaba a la recolecta para poder casar a alguno de sus hijos; ahora esperamos que sea tiempo de recolectar para que el que quiera divorciarse lo haga y punto.
* * *
En los últimos años Yasin se había planteado en más de una ocasión la idea de emigrar. Primero intentó conseguir el visado para Italia, después el de Francia y luego el de Grecia, pero nunca consiguió ninguno. Los requisitos de los consulados eran inalcanzables para el mundo en el que se movía. La llamada de teléfono de su primo fue como un salvavidas para la situación económica tan desesperada que estaba atravesando, por eso decidió dar un toque a Abu Salama y fijar una reunión para el viernes siete de enero, en la cafetería Al Masiri, en Damanhur.
* * *
No sé cómo lo hizo, pero mi marido consiguió hablar en solo dos días con todos los del pueblo y contarles que el próximo viernes se reuniría con el que maneja el cotarro de la emigración ilegal. Además convenció a Shaker y a Sadeq para que emigraran con él. Hoy, después de comer, me ha preguntado si me alegraría en el caso de que viajara. No he sabido qué contestarle. Tenía miedo de que se enfadara contestara lo que contestase, así que me callé y me metí en la cocina. Pero la verdad es que prefiero que viaje ahora, antes de que los críos crezcan y necesiten que esté a su lado.
Por la noche, mientras nos tomábamos un té, me dijo que quería marcharse y punto. Le contesté que vale, pero que no fueran más de cinco años, que esos eran más que suficientes. Nada más terminarse toda la cena, empezó a pavonearse:
—Aisha, ¿depende de los años o de lo que ahorre? Lo correcto sería regresar después de haber ahorrado la cantidad que acordemos ahora. ¿Con cuánto quieres que vuelva?
En ese momento no le contesté, pero la pregunta me mantuvo en vilo toda la noche.
* * *
La decisión final de viajar que había tomado Yasin satisfizo a todo el mundo salvo a Yasmin, la viuda de Muhib, a quien la noticia pilló totalmente desprevenida. Ya habían pasado cuatro años desde la muerte de su esposo y quería plantearle a su suegra la posibilidad de casarse con Yasin. Todavía no tenía los veintiocho cumplidos, y los dos últimos años había sido su suegra la que le había planteado el tema de casarse, pues no era lógico que se quedara toda la vida soltera. Yasmin, por su parte, se había opuesto, argumentando que la idea de que su hija creciera con un extraño era inaceptable.
Sin embargo, con el pasar de los años y tras mucho pensarlo, Yasmin decidió que casarse con el hermano de su difunto esposo era la mejor opción para garantizar una buena educación para su pequeña. Evidentemente, era innecesario mencionar lo que en este caso era obvio: que a Yasmin le encantaba Yasin y que solo tenía ojos para él. Intentó quedar con él todos y cada uno de los días de la semana, pero él no había tenido ni valor ni fuerzas para verla. Ella ya no quería seguir estando sola y la decisión de Yasin de viajar la obligó a replantearse su estrategia.
¿Debería hablar con su suegra y que fuera lo que fuese?
Pero, incluso aunque aceptara, menuda suerte la suya, con otro marido ausente.
A raíz de la muerte de Muhib, Yasmin vivía con sus suegros y paulatinamente había empezado a encargarse de las tareas domésticas, pues su suegra estaba ya mayor. Además le tocaba aguantar los problemas inherentes a un hogar envejecido y del que habían desaparecido tanto el primogénito como el benjamín.
Luego de una larga reflexión, Yasmin optó por plantearle la cuestión a Yasin. La tarde del miércoles sería el momento escogido, antes de que él se reuniera con todos los que iban a ver a Abu Salama.
* * *
Quedé con Yasin por la tarde. Salía del huerto y tenía puesta una chilaba blanca tan resplandeciente que la luna a su lado se quedaba corta. No pude resistirme y me acerqué a él, no sin antes mirar y asegurarme de que no había nadie. Le acaricié el pecho y me puse malísima del calentón que me entró. Fui empujándolo suavemente hacia el montón de paja que había junto a la puerta y me dejé caer; bueno, en realidad hice como que me tropezaba para agarrarle de la mano y que cayera sobre mi cuerpo sediento. Cuando se tumbó encima juro que vi cómo me salía humo… pero el muy escurridizo se soltó, se levantó y corrió hacia la puerta.
* * *
Yasmin es como un gajo de luna. Su cuerpo aúna lo mejor de esta tierra: es esbelta como una tigresa, tiene una cara celestial, con el pecho esculpido en mármol blanco y el culo respingón como una gacela dispuesta a perseguir a su amante en medio de los chillidos de los monos. Yasin, por su parte, es un armario: alto y ancho de hombros, soberbio y esbelto. Podría ser perfectamente el protagonista del poema Al-Atlal al que puso voz Umm Kulzum cuando cantó «¿Dónde está mi arrebatador amor… su vigor, su grandeza, su pudor?… Anda recto como un rey… demoledor con la excelencia, ansía la soberbia». La única diferencia entre Yamin y Yasin era la letra eme del nombre.
—¿No sabes, Yasin, que hoy me he visto de repente repitiendo «Yasin y Yasmin», «Yasmin y Yasin»… y me he dado cuenta de que los dos nombres suenan casi igual? Venga, repítelos.
—Venga, Yasmin, ¿qué quieres?
—Mira, lo que te estoy proponiendo es que nos casemos. Estoy dispuesta a aceptar ser la segunda esposa y que Aisha sea la primera en todo.
—¿Quieres que te despose, Yasmin?
—Yasin, no hay ninguna mujer a la que le guste hacer lo que estoy haciendo yo, pero lo hago por mi hija. ¿Crees que lo hago por mí? ¡Dios me libre! Lo hago únicamente por ella.
—Me marcho de viaje. Hablaremos cuando vuelva.
* * *
La plaza, amplia y arenosa, da por un lado a un canal de irrigación y por el otro a un callejón alargado y sinuoso, cuyas aceras acogen casas paupérrimas.
El miércoles por la tarde se habían reunido en medio de la plaza muchos de los vecinos del pueblo, que habían acudido a la cafetería Faluha. Empezaron hablando sobre el partido entre el Enppi SC y el Zamalek SC, que había terminado con empate a uno. Aburridos de que todo acabe siempre en empate, la conversación derivó a cómo poder salir de Egipto. Todos los jóvenes que habían acudido anunciaron su disposición a emigrar y entonces fueron al grano: ¿cuánto costaba?, ¿cómo se pagaba? Y lo que era más importante: ¿de dónde iban a sacar todo el dinero necesario para el viaje? En ese momento el shayj[10] Saleh, un hombre entrado en los sesenta, con una voz grave pero suave, idónea para hablar en público, interrumpió la conversación:
—Hoy hemos escuchado muchas cosas, pero nadie ha dicho una palabra sensata. Todos sabemos cuál es la verdad, pero nadie quiere decirla. Bueno, pues esta es: ¡el viaje es el camino de la humillación! Todos los que emigran son humillados, y en Libia la situación es todavía peor. Los dejan en una habitación sin que nadie vaya y sin que puedan ver a nadie, como si fuesen prisioneros en una cárcel de torturas, hasta que llega el momento del viaje, preparado entre un puñado de malnacidos y de ladrones. Una mafia en toda regla. Todos hemos oído, vosotros también, que los canallas vigilan en Libia con armas a los nuestros, y que uno de ellos, cuando vio el mar embravecido, se asustó y no quiso subir al barco. Bueno, pues le dieron una paliza y lo obligaron a hacerlo. Todos sabéis que este es el camino de la muerte… ¿Oís? ¡El camino de la muerte! Y aún así, hoy todas las familias están dispuestas a arriesgar la vida de sus hijos y a empeñar sus tierras. Vuestras familias se van a endeudar con el banco del pueblo, van a vender los terrenos o el ganado que tienen como sustento para que podáis emigrar… y sabéis perfectamente que al barco en el que os mandarán subiréis más de cincuenta, cuando solo tiene capacidad para veinte. ¡Sabéis perfectamente lo que ocurrirá! ¡Aquel que opte por esa vía está perdido! ¡Perdido!
El shayj aparcó el tono de presagio y de su garganta salió una inflexión más cariñosa:
—Hijos, sabed que Dios es más sabio. Tened fe y Él proveerá.
La reunión concluyó con el acuerdo por unanimidad de todos los jóvenes, veinticuatro en total, de acompañar a Yasin el viernes siguiente y hablar con Ahmad Abu Salama. El shayj Saleh volvió a casa con el ánimo por los suelos.
* * *
Después de rezar la oración del viernes, salí corriendo hacia la cafetería Al Masiri para ver a Yasin e Ismail; así podría conocer a unos cuantos y pasar una hora explicándoles lo que quería. Había más de cuarenta chicos esperándome. La cafetería, la plaza y la acera estaban a rebosar. Había algunos incluso sentados en la acera de enfrente, otros encima de barriles tirados en la calle… ¡Habían ocupado toda la zona!
Tenía un poco de miedo porque parecía una medio manifestación y no quería acabar en el talego. Además, no me gusta nada hablar con los clientes en grupos numerosos, pero no podía hacer nada.
Había chicos de Nakla El Enab, Eshlima, El Nabira, Gabares, El Sawalem Bahri y El Sawalem Qebli, Dimisina, Kafr Awwana y Kafr Amlit. Cada uno se había traído a su propio ejército; había tantos que podríamos haber ido a la guerra. Me fueron presentando a los chavales y el primero al que saludé me dio un tirón tan fuerte que casi me arranca el brazo. Luego ya no pude saludar a ninguno más, me lo dejó dormido. Era un armario, de nombre Taha, y a su lado estaba sentado Al Tuji. Mientras hablaba no podía apartar la mirada de uno que se llamaba Zaqzuqa; le dije que si se dedicaba al boxeo le iría mucho mejor. Luego me presentaron a Muhammad Shendi, Abdo Al Jarrat, Shaker… eran todos unos sementales. A mí me venía bien que hubiera tanta gente, sobre todo por cómo había aumentado la competencia últimamente.
Les pedí que me prepararan los pasaportes, el certificado del servicio militar y quince mil libras, diez por adelantado y cinco al hablar con la familia antes de subir al barco para tranquilizarles y decirles que todo va bien. Acordamos volver a reunirnos en el mismo sitio exactamente dentro de un mes, en viernes también, para saber cuántos viajarían al final. Dijeron que preferían viajar en verano porque hace mejor tiempo y la mar está en calma, con pocas olas. Así podrían cruzar sin problemas.
* * *
Cuando Abu Salama se reunió a solas con Yasin e Ismail dentro de la cafetería, era plenamente consciente de que hasta el más mínimo detalle que les contara llegaría a oídos de todos. Quería tranquilizarles asegurándoles que había otras opciones en el caso de que no tuvieran los medios económicos necesarios para poder salir de Egipto.
—Sois unos tíos de puta madre y como me caéis bien voy a echaros una mano y a contaros de lo que me he enterado.
—¿De qué se trata, Abu Salama?
—¿Me creeréis si os lo digo?
—Venga, suéltalo.
—Veréis, muchachos: no os sintáis ofendidos, pero para los que no tengan dinero suficiente hay un hospital que necesita donantes de riñones para enfermos. Si no los reciben acabarán muriendo. El hospital paga además todos los gastos del viaje.
—¿Pero tú qué eres?, ¿un carnicero? Vete al infierno.
—No te confundas, Ismail, los carniceros son los otros, los hijos de puta que para conseguirte un visado para Europa te hacen una revisión médica completa, y mientras estás anestesiado te roban lo que les da la gana. ¿No leéis los periódicos? Yo en cambio trabajo con la conciencia tranquila y sin trapos sucios. Yo solo os lo cuento, luego que cada uno se incline por la opción que más le guste.
—El que se quite un riñón no va a poder inclinarse a gusto ni aun queriendo.
Yasin se ríe de su gracia, pero ni Abu Salama ni Ismail la entienden.
—Los que salgáis de aquí conseguiréis la residencia al cabo de los años, y después la nacionalidad. Ni que decir tiene cómo es la asistencia sanitaria allí; pueden implantarte hasta cinco riñones a la vez, en vez de uno. Es otro mundo.
—Bueno, ¿y cualquiera puede donar?
—No, claro que no. Hay análisis, revisiones e historias y al final te dicen si puedes donar o no.
—¿Y las historias esas somos nosotros los que tenemos que pagarlas?
—No, no, no, tampoco hay que pasarse. Todo eso es gratuito; hasta yo estoy pensando en donar, así me hago una revisión completa a su costa: comprobar que la máquina funciona bien y después si les he visto ni me acuerdo.
—¿Y qué le pasa a la máquina?
—Lleva unos días un poco cascada… Es la suspensión, que ya no sube.
—¡Eso nos pasa a todos!
—Decidido, pues. Dios mediante nos veremos el primer viernes del próximo mes.
* * *
Fue una sorpresa que acudiera a la cafetería Wahdan el hijo del hag Saleh. Desde que se había licenciado en el Instituto de Comercio no había encontrado trabajo; por eso, y tras varios años infructuosos buscándolo, había decidido montar un proyecto. Después de mucho pensarlo y estudiarlo detenidamente se le ocurrieron varias opciones, si bien tras el rotundo rechazo de su padre a todas ellas, acabó por hacerle caso y construyó una torre para criar palomas. Así todos los beneficios irían íntegramente para él.
El hag Saleh invirtió todo lo que tenía, además de todo lo que a duras penas pudo pedir prestado. Tenía que reunir quince mil libras, trece mil para la construcción de la torre, con capacidad para cinco mil nichos, y otras dos mil libras para las palomas. Era una torre enorme, con una escalera de madera interior para alcanzar cada uno de los nichos; la parte exterior inferior se había recubierto de baldosas de cerámica lisas hasta una altura de dos metros, para evitar que las serpientes y los ratones trepasen. También pusieron especial atención al diseñar el portón de hierro.
Hacía cinco años que Wahdan había terminado de construir la torre, cuya finalización celebró casándose con su prima Haniya. Durante esos cinco años no fueron bendecidos ni con hijos ni con nada digno de mención relativo a la torre. El primer año un búho se coló en ella, y el tercer año una enfermedad ocular afectó a muchas palomas. Ese año, a pesar de haber empezado fenomenal y de que todo marchaba viento en popa, justo antes de empezar a obtener beneficios, una epidemia de enfermedades asoló la torre y acabó con las aves. Fue un golpe del que Wahdan nunca se recuperaría. A veces se encerraba solo en la torre, echaba el cerrojo a la puerta y pasaba las horas sentado, llorando por todo lo que había perdido. En ocasiones su imaginación le hacía oír el batir de las alas de un búho en lo alto de la torre. Estaba tan cerca de perder la cabeza que alguna vez subía por la escalera rebuscando dentro de cada uno de los cinco mil nichos en busca del animal. Cuando le oía graznar le gritaba: «¡Sal, cabrón! ¡Te encontraré aunque te vuelvas invisible!»… Y al final, incapaz de capturarlo, acababa sentándose en medio de la torre, bufando como un toro enfurecido.
Wahdan decidió que su única solución consistía en escapar, con lo que haría lo que muchos otros habían hecho antes que él. Y sobre el hundimiento del que hablaba su padre, por lo que a él respectaba él ya estaba hundido, aunque fuera sin mar y sin olas; hundido dentro de su torre, aguardando a que el maldito búho diera buena cuenta de él. Por eso hoy iba a anunciar en la cafetería y frente a todo el pueblo, incluido su padre, que viajaría con Abu Salama, y que conseguiría el dinero aunque tuviera que robarlo.
* * *
Cuando vi a Wahdan hundirse en mis propias narices, lo primero que pensé fue: «¿Será por culpa de la operación en la que le quitaron un riñón?». De todos los que íbamos en el barco, Wahdan fue el primero que murió. Uno que se aferraba a uno de los bidones que había cerca me dijo: «Ese no ha muerto ahogado, ha muerto de un infarto». El corazón de ese pobre diablo no lo soportó. Dicen que cuando uno se ahoga, a las cuatro horas sube a la superficie. Wahdan estaba flotando en menos de cinco minutos. Seguro que la dichosa doctora Nevine Adly, cuando le extirpó el riñón, le dejó tocados el cuerpo, el corazón y hasta la fe. Ojalá Dios se apiade de él, le abra las puertas del paraíso y le permita recobrarla. Intenté acercarme para agarrar el cadáver y darle la vuelta, pero no pude. La corriente, que era fortísima y no daba ni un respiro a los restos del naufragio, me hizo dar tantas vueltas en el agua como las que le di yo al tema del hospital y la operación. Todo comenzó en julio, cuando nos encomendamos a Dios y nos marchamos a Libia. Cuando llegamos a Zuwara, Abu Salama nos presentó al contacto libio, que era el que dirigía todo el tinglado. Era un sargento que respondía al nombre de Gamal Aly. Nos quedamos en casa de este oficial desde el lunes hasta el viernes, sin hacer nada y sin poder salir. El viernes por la mañana vino un hombre que nos dijo que nos preparáramos porque nos marchábamos de inmediato… Ni siquiera nos dio tiempo de rezar. Nos fuimos con él y, de camino, recogimos al sargento Gamal. Cuando llegamos a la playa, que estaba en una zona en la que no había ni un alma, nos estaban esperando otros tres, que tenían unos teléfonos gigantes y no paraban de hacer llamadas. Montamos de ocho en ocho en una zodiac pequeña que se adentró en el mar unos doscientos metros, para que pudiéramos subir al barco. Llegó a cargar a ochenta y seis personas.
El barco era como un bote de pesca pero demacrado. Cuando arrancamos le preguntamos al capitán —ellos le llamaban patrón— a qué velocidad iba, y nos respondió que a unos veinticinco kilómetros por hora, tras convertir de nudos a kilómetros. Nos pusimos en marcha exactamente a la una del mediodía del quince de julio, justo cuando el calor era más fuerte.
Fue un día funesto que no olvidaré mientras viva. Navegamos durante una hora y media, por lo que serían las dos y media cuando empezamos a mojarnos los pies. Cuando avisamos al capitán de que el barco hacía agua, nos dijo que cortáramos el cabo que amarraba los bidones y que achicáramos el agua sobrante. Nos pusimos como locos con los cubos y, cuando llevábamos como un cuarto de hora achicando, de repente una ola enorme nos rompió encima y partió el bote. Gritábamos como locos al capitán para que retrocediera. «¡Volvemos, volvemos!», nos contestó. Y justo cuando el barco viraba, zozobró y volcamos.
El que tenía alguna idea de natación saltó al agua y se alejó del barco unos quince metros. Yo no sé nadar, pero me aferré a uno de los bidones que empezaron a apartarse del barco. Entre el mareo que tenía y el sol abrasador, parecía que el mundo estuviera girando como una peonza. Lo último que recuerdo fue el aletear de unas alas sobre mi cabeza; después me desmayé.
* * *
Había una bandada de gaviotas sobrevolando a Yasin, observando el espectáculo desde arriba, mientras batían furiosas las alas.
¿Podrán algún día rememorar esa escena? ¿Habían conseguido por fin borrar del recuerdo la agonía vivida?
La mayor parte de los hombres eran agricultores que en su vida habían visto el mar con sus propios ojos; lo conocían de películas o de fotografías, pero nunca se habían imaginado cuán fiero podía llegar a ser. Habían escapado huyendo de la horca para acabar en la silla eléctrica. Todos se aferraban a la vida en unos momentos tan duros que sacaban a relucir lo peor de cada uno: Muhammad, quien al igual que muchos otros no sabía nadar, intentó agarrarse a la mano de alguien, pero este le pegó lo más fuerte que pudo en la cabeza para separarlo de él. Cada bidón suponía una lucha a vida o muerte, y quien hubiera tenido armas a su alcance no se lo habría pensado dos veces a la hora de utilizarlas para cargarse a quien intentara quitarle el suyo: suponía la diferencia entre vivir o morir. Por un lado había gente gritando y aullando y por otro estaban los que se rendían ante el destino y se hundían en un insondable abismo. ¡Qué suerte tuvieron los pájaros ese día! Ellos también emigran cada año recorriendo miles de kilómetros y atravesando incontables peligros con el sol, la luna o las estrellas como telón de fondo y un único objetivo: sobrevivir, flirteando con el campo magnético a fin de llegar a su destino. Pero el Señor no ha provisto al hombre de alas que le permitan migrar cuando le sea necesario, por lo que no le queda otra que montar en lo primero que encuentre para huir de la adversidad. Casualmente, fue una gaviota la que, al acariciar con las patas la cabeza de Yasin, le salvó de una muerte segura.
* * *
Cuando me desperté, no sé después de cuánto tiempo, el pobre Wahdan estaba justo enfrente de mí. El cadáver de mi amigo había subido hasta la superficie, y rompí a llorar por su suerte, por la mía y por la de cada uno de los que buscaban cómo salvarse de la muerte.
Zaqzuqa, que estaba subido en el casco del barco, me llamó para que fuera a sentarme a su lado. No me acerqué, a pesar de que, como no fuera en un videojuego, él no sabía nadar. Estuve también buscando a Shaker pero no lo encontré. A los veinte minutos el barco terminó de hundirse: blop, blop, blop. Zaqzuqa hizo lo propio y no subió a la superficie; esa fue la última vez que lo vi. Le llamé histérico a gritos, igual que a mi madre, desde lo más profundo de mi ser… ¿Por qué no llamaría también a mi padre?
La única opción que nos quedaba era rezar. Todos nos aferrábamos a cualquier cosa y no oíamos más que plegarias o a alguno que llamaba a su madre y después acababa hundiéndose para no salir más.
A mí la corriente me separó del grupo con el que estaba. Llamé a Taha, a Okasha y a Muhammad… pero lo único que me respondía era mi propia voz, y no para darme buenas noticias precisamente. Las piernas me dolían del peso de las botas, y las pasé canutas hasta que pude quitármelas, porque tenía miedo de que se me resbalara el bidón. Nada más descalzarme me sentí tan ligero y tan cómodo que también me quité la camisa, que en su momento me costó cara: sesenta libras en la calle Safiyat Zaglul, en Alejandría. Unas seis horas después atardeció, y de vez en cuando escuchaba algún grito lejano.
Al cabo de unas horas ya no podía resistir, no aguantaba más. Tenía todo el cuerpo destrozado del dolor y con el anochecer perdí toda esperanza. No había ni rastro de la costa y la idea de que aparecería un barco para rescatarnos se había esfumado con el último rayo de sol. Estaba tan sediento que no podía ni tragar, y tenía los labios cortados, pero sabía que si me soltaba para beber no podría nadar y, desde luego, no podría volver a agarrarme después.
Juré y perjuré, me encomendé al Altísimo, recité la fatiha[11] y decidí beber del bidón y que fuera lo que Dios quisiera. No paraba de dar vueltas a si lo que estaba a punto de hacer se consideraría un suicidio o no. Opté por lo segundo; no lo era porque lo único que hacía era ponerme en manos del Creador.
Estaba literalmente muriéndome de sed. Cuando lo abrí para echar un trago, ¡imagina qué sorpresa me llevé al ver que estaba lleno de gasolina! Ahí ya me pudo la desesperación más absoluta. Me solté y empecé a hundirme con los ojos abiertos, sin ver nada. No obstante, y a pesar de beber sin querer un poco de agua salada, subí de nuevo a la superficie. El barril seguía donde lo había dejado, esperándome; no me lo podía creer. En ese momento supe a ciencia cierta que sobreviviría y que nuestro Señor, ¡alabado sea!, había sustituido el agua por gasolina y así no tener que darme yo mismo el pésame.
No tengo ni idea de cómo pasé el resto de la noche hasta que amaneció. Supongo que me dormiría abrazado a mi particular almohada.
El mar rebosaba cadáveres. Nos pilló un remolino y no paraba de dar vueltas rodeado de cuerpos, como si se tratara de un baile macabro. De repente el agua se calmó y sentí que me arrastraban hacia fuera.
Estaba hecho polvo. La pierna izquierda la tenía totalmente paralizada, incluida la rodilla. Al rato tuve un ataque de pánico porque la rodilla derecha la tenía igual, tampoco podía moverla. Hubo un momento en que alguien o algo me rozó el pie y me entró otro ataque de histeria; creía que me iba a tragar entero, o que algún remolino me volvería a hundir de una vez por todas. No fue hasta pasado un buen rato cuando fui consciente de que lo que me rozaba el pie era la arena. Cuando alcancé la playa me desmayé.
* * *
Al igual que en las películas egipcias antiguas, en esas escenas en las que los personajes están perdidos en el desierto, apareció un beduino con el rostro cubierto y vestido con una túnica blanca. Se acercó a Yasin, sacó de dentro de la chilaba un odre de cuero y le dio a beber a pequeños tragos. Lo dejó dormir en la playa y se sentó a su lado, con su camello contemplando el vacío en soledad. Yasin se despertó con unos ruidos horrorosos de los que no distinguía ni su naturaleza ni su origen. No podía ni abrir los ojos. ¿Estaba en el cielo o en el infierno? ¿Volvería a ver a Wahdan, Zaqzuqa, Okasha, Taha o Muhammad? Aunque estaba seguro de que estaba muerto y bien muerto, cuando se convenció de ello fue al elevarse en el aire volando cual ave, con la brisa acariciándole el rostro humedecido. Cuando lo metieron en la ambulancia y escuchó el ruido del motor fue cuando finalmente pudo abrir los ojos y comprendió que había sobrevivido.
Ni durante el trayecto ni después de ingresar en el hospital pronunció palabra alguna. Permaneció congelado, petrificado como una roca sorda a pesar de todas las preguntas que le habían hecho en la ambulancia. Al oír la voz del doctor egipcio que fue a atenderle, todas las emociones acumuladas estallaron en mil pedazos y rompió a llorar.
Una hora después, y tras cerciorarse el oficial libio de que Yasin estaba bien y de que no tenía heridas que revistieran gravedad, lo trasladaron en un coche patrulla a una cárcel de la Guardia Fronteriza. Allí lo encerraron en una celda a oscuras junto a Okasha, que lo recibió con un fuerte abrazo.
En esa celda estaban todos los que se habían salvado de los ochenta y seis que habían embarcado. En total quedaban veintisiete, entre egipcios y marroquíes. A la mañana siguiente, cuando llegaron para interrogarlos y para que reconocieran los cadáveres, Yasin le pidió a un oficial libio que le diera una camisa y unos zapatos, pero tuvo que conformarse con quedarse descalzo y cubrirse solo con su camiseta interior marca Jil.
Yasin reconoció los cadáveres de Wahdan, de Shaker y de otros tantos que habían estado con él en la casa del sargento Gamal Aly. Aunque buscó a Zaqzuqa no lo encontró. Luego, empezaron con el interrogatorio.
—¿Nombre?
—¿Nacionalidad?
—¿Quién te ha traído a Libia?
—¿Dónde está tu pasaporte?
—¿Quién te ha ayudado a salir de Libia?
—¿A dónde ibas?
—¿Cuándo llegaste a Libia?
—¿Y cómo?
—¿A qué hora exactamente?
—¿Dónde te alojaste durante esos días en Libia?
—¿Eres consciente de que has cometido un delito?
Después del interrogatorio les trasladaron a todos a la Seguridad Nacional, donde los interrogaron otra vez, repitiéndoles las mismas preguntas. Después fueron puestos a disposición judicial.
Entre la espera agónica que tuvieron que aguantar y el calor insoportable que hacía, les caían ríos de sudor por la espalda hasta el culo, mezclándose así el olor a podrido con el del agua salada que rezumaban. Siempre les repetían las mismas preguntas. Y siempre respondían las mismas respuestas, de forma que acababan volviendo a sus respectivas y oscuras celdas, ansiosos por disfrutar de la poca libertad que pudieran encontrar en alguna esquina.
* * *
El día después, es decir, el lunes, las autoridades libias empezaron a presionarnos a todos para que nos abstuviéramos de mencionar el nombre del oficial libio. A mí me ofrecieron quince mil dólares para que no dijera ni su nombre ni el de la madre que lo parió.
Nos negamos y nos empecinamos en que reconociera que era culpable de la muerte de los otros. Había metido a ochenta y seis personas en un barco que no daba ni para treinta.
Al final no se lo planteé, pero llegó a pasárseme por la cabeza ofrecerles que en vez de esos quince mil dólares me dieran un par de zapatos y una camisa.
Nos llevaron al juzgado, pero el juez pospuso la sesión una semana. La siguiente sesión volvieron a retrasarla y así estuvimos un mes y medio.
Cuando finalmente nos condenaron, nos cayeron cuatro meses de cárcel y cincuenta libras de multa. Al sargento Gamal, el libio, le condenaron también a cuatro meses y le degradaron de rango. Hasta el juzgado se desplazaron los de la embajada egipcia, que nos preguntaron por nuestro estado y nos pidieron nuestras direcciones en Egipto para avisar a los familiares.
Los días se iban sucediendo lentamente, las semanas pasaban una tras otra y lo único que hacíamos era comernos las uñas de la desesperación. De hecho eso fue todo lo que comimos, nada más. El rancho que nos daban no había quien se lo tragara, y ya parecíamos fantasmas. ¡Cómo echaba de menos a Aisha! ¡Cómo extrañaba lo que solía cocinarme! Fue la espera la que finalmente se aburrió de nosotros; entonces nos llevaron a Trípoli y desde allí al aeropuerto.
Al bajar del coche, enfrente del aeropuerto, había una chavala italiana guapísima acompañada de un hombre que de hombre no tenía nada. Nos estaban esperando para grabarnos. ¡Éramos famosos!
Pero ya sabes, aunque fuéramos famosos en Italia, en Egipto seguíamos siendo unos parias: ¡menudo recibimiento nos dispensaron en cuanto aterrizó el avión en El Cairo! En el aeropuerto, interrogatorio, y de allí al edificio del Mugamma, en Tahrir. Volvieron a tomarnos declaración y de Tahrir nos mandaron a Al Jalifa, donde nos obsequiaron con otros cuatro días en el calabozo. Desde Al Jalifa nos enviaron a Beheira. Nos pusieron las pilas en Seguridad del Estado y ya por fin nos soltaron.
* * *
Cuando llegaron, todo el pueblo estaba de luto. Los protagonistas de la escena fueron el silencio sepulcral, la consternación y la tristeza. Todos anduvieron cabizbajos durante el cortejo fúnebre. Detrás de una de las cortinas estaba Yasmin, buscando a Yasin.
La verdad es que me alegré. Cuando lo vi entrar así decaído me dije: «Chica, esta es tu oportunidad, no la dejes escapar». Mi hija también tiene derecho a criarse con su tío, que además es de su misma sangre. Incluso así, cabizbajo como estaba y con esa barba de náufrago que le llegaba hasta los pies, me volvía loca. Cuando lo vi, el corazón me dio un vuelco. Debió de latir tan fuerte que incluso él lo escuchó, porque a los dos días me cogió por banda. ¡No podía creérmelo! ¿Le habría aclarado las ideas el mar y le habría hecho ver hasta qué punto lo quería?
Lo recibí con los brazos abiertos, pero estaba literalmente cabizbajo no solo arriba, abajo también. ¿No había funcionado con Aisha y venía a probar suerte conmigo? ¡Pues bienvenido!
Mientras me abrazaba, me miré en el espejo y me pregunté: «Si yo soy la primera que puede hacer que vuelva a ser como era, seguro que le haré tilín».
Lo abracé como una lapa, pero el muy escurridizo se soltó y salió escopeteado. Después de eso estuve buscándolo por el pueblo durante semanas, pero siempre me daba esquinazo. Cogí todo el dinero que tenía y le dije al hag Amin Al Barudi que quería ir a visitar a Sayyida Zeynab, y que me acompañaría mi hermano Jalifa. Me dio permiso y después de llegar a la estación de El Cairo me fui directamente a Sayyida Zaynab; allí busqué una farmacia y pedí a Jalifa que me esperase fuera.
—Buenas tardes.
—Dígame.
—Eh…
—Hable más alto, no le entiendo nada.
—Es que… es que… verá, mi marido…
—¿Qué le pasa a su marido?
—Es que… verá…
—Veré, veré… ¿veré el qué? ¿Qué es lo que le ocurre?
—Tiene un problema cuando está conmigo…
—Tiene problemas de erección, ¿no es eso?
—Sí, señor.
—¿Sufre del corazón? ¿Se ha operado?
—No se ha operado de nada; tiene un corazón de hierro.
—¿Cuánto quiere pagar?
—Treinta libras es lo que tengo.
—Tenga estas tres cajetillas de Virecta. Que se tome media pastilla una hora antes y todo irá bien.
* * *
¡Vaya si le hizo tilín! Treinta libras nada más le costó a Yasmin que Yasin se casara con ella.
Sin embargo, en cuanto se terminaron las tres cajas, Yasin volvió a buscar cualquier forma de salir de Egipto. La situación no había hecho más que empeorar. El sueldo del colegio, que había comenzado siendo una broma pesada, se había convertido ya en un insulto. En cuanto a Abu Salama, este desapareció de la faz de la tierra y nunca nadie supo nada de él. Que el hag Saleh y Husein e Ibrahim, los hermanos de Shaker, le preguntaran si había visto a Abu Salama para vengarse de él, era una pesadilla que le tocaba vivir durante el día; de noche la pesadilla consistía en pasar delante del cibercafé y no ver a Zaqzuqa. La ansiedad que sentía provenía de su angustia existencial: ¿qué otra alternativa tenía? No había nada que le permitiera dar marcha atrás en el tiempo y salvar a sus hijos de un negro futuro. Aquella pregunta le perseguía por el día mientras daba clases a los analfabetos de sus alumnos, y por la noche mientras recibía los puñetazos de Muhammad Ali Clay. Una tarde, a la sombra del sicomoro del patio de la escuela, se acordó de la Dra. Nevine Adly. La buscaría y le ofrecería venderle un riñón para costearse otro viaje.