20

Por orden de su ocupante, el carruaje se detuvo a una distancia considerable de la casa. Descendió y echó a andar de nuevo por el sendero de acceso, tanto tiempo después.

—Buenas tardes, señor Blum. Me alegro mucho de verle.

—Yo también, Guillaume, a pesar de las circunstancias.

El mayordomo se hizo cargo de su sombrero y de su maletín. Atravesó el vestíbulo. Fue recibido en una sala donde los concurrentes, la mayor parte de ellos desconocidos, tomaban té y café, charlando entre sí o sumidos en sus pensamientos.

Saludó a Georges y a Rosalie, quien ya se había convertido en una guapa mujer de dieciocho años. Les reiteró su consternación por la muerte en combate de su hermanastro. Fue presentado a parientes y amigos de la familia, hasta que la llegada de la señora Robert-Houdin interrumpió la operación. Lo abrazó entre lágrimas.

—¿Quieres verlo?

Victor asintió.

Se trasladaron al piso superior en compañía de Rosalie. Un médico tomaba el pulso del paciente. Una de las viejas sirvientas de la casa se erguía vigilante en su silla. Victor se acercó al lecho. Robert-Houdin agonizaba. El doctor le confirmó que no iba a poder hablar ya con él.

Volvió al salón terriblemente apenado. Aceptó una taza de café y tomó asiento junto a una ventana. Las personas más próximas, después de intercambiar unas cuantas frases de compromiso y comprobar su poca predisposición para el diálogo, desistieron de integrarlo en la conversación.

Contempló los campos que rodeaban Le Prieuré, el rincón del mundo en el que el mago había pasado las dos últimas décadas, cerca de Blois, su pueblo natal. Junio avanzaba de forma imparable, pero el cielo encapotado sumía la tarde en una atmósfera grisácea.

Hay años que valen por una biografía completa, se dijo Victor, rememorando la cadena de acontecimientos sucedidos desde el verano anterior, apenas once meses atrás.

Sacó de su billetera la tarjeta que Robert-Houdin le dio en Argel al encontrarse con él. Un naipe marcado que le trajo a la memoria una divertida sesión privada. El telegrama de una sola palabra que recibió en Saint-Boffon.

Boniment.

Suplicó que la inminente muerte de su mentor fuera una estrategia de distracción, un engaño previo al truco que iba a deslumbrar a los allí presentes. Los observó, y luego miró nuevamente hacia el exterior. Reprimió el impulso de pedir una copa e incluso de echar mano de su petaca, casi vacía.

Experimentaba ahora la misma sensación de vértigo que había sentido poco después de regresar a París, tras los sucesos de la Noche de Samiel. Todo aquello quedó sumido demasiado pronto en el olvido. Prusia acababa de declarar la guerra a Francia. El país entero, que había devorado los diarios en busca de información sobre el eclipse, se despertaba una semana más tarde, el 19 de julio, conmocionado por su incierta situación, sin tener la más remota idea del desastre que los aguardaba. Nada interesaba ya, salvo la guerra.

Apuró el café, le sirvieron una segunda taza. A sus oídos llegaban retazos de discusiones que incluían como tema inevitable la capitulación del pasado mayo. La derrota había acabado con el Segundo Imperio de Napoleón III, con las vidas de numerosos compatriotas y con la salud de muchos más, incluida la de Robert-Houdin, cuya neumonía guardaba relación con la precariedad a la que el asedio germánico abocó a la población. Victor también había sufrido en carne propia los cuatro duros meses del sitio de París, desde septiembre del año anterior hasta enero de 1871. La moral de la nación, amenazada ahora por una convulsa etapa de luchas políticas internas, estaba herida de muerte.

Las jornadas transcurridas en Saint-Boffon se le aparecían revestidas de irrealidad. Más prodigiosa que los secretos del bosque o la magia del eclipse era la formidable capacidad de la existencia para, de un momento a otro, cambiar nuestra visión de las cosas. De repente la conciencia física, animal, impone su lógica atroz. La mayoría de los asuntos que antes nos concernían quedan en suspenso, marginados por el instinto de supervivencia.

El frenesí de los hechos posteriores le había impedido hacer otra cosa que no fuera trabajar. Lamentaba profundamente no haber visitado antes al ilusionista, a pesar de que ya estaba al tanto del avance alarmante de su dolencia. Llegaba tarde, así de simple. Ni siquiera había tenido la oportunidad de explicarle los pormenores de lo ocurrido en Samiel, todo aquello que no figuraba en la versión oficial propagada por los diarios.

Cuánto le gustaría disponer de unos cuantos minutos para sorprender a Robert-Houdin con la narración de su historia… Estaba convencido de que su amigo hubiera disfrutado al confirmar que un viejo número suyo había servido para desenmascarar al mismísimo Locusto. La prensa ofreció una explicación poco clara de la cuestión, y el mismo Victor obvió abundantes detalles en la crónica que escribió para Le Siècle. Había suficientes focos de interés relacionados con la noche del eclipse como para que no importara en exceso: el robo en el hotel, la detención de Locusto, la muerte de Franju…

Isabelle simuló perder la conciencia a raíz del trance para que Ward pudiese llevársela del bosque de inmediato. Gran parte de los espectadores admitieron su sobrecogedora posesión como un acontecimiento auténtico. Otros menos crédulos, con Aline a la cabeza, ataron cabos y se obstinaron en que les aclarara cómo había conseguido hacerla levitar. «Un mago nunca desvela sus secretos», se excusó Blum.

Quizás si la guerra no hubiera desplazado las preocupaciones del público se hubiese visto obligado a renunciar a su hermetismo. Quién sabe.

Su estrategia había sido, en realidad, muy sencilla. El dibujo que sustrajo en la comisaría actuó como desencadenante. ¿Qué hacía allí, en aquel muestrario de retratos, el rostro del abogado Jacob, su afable compañero de viaje? Podía ser que hubiera decidido finalmente visitar Saint-Boffon, estimulado tal vez por las palabras de Victor, o incluso que no fuera él, que la imagen correspondiera a alguien con el que guardaba una gran semejanza, uno más de los desconocidos bosquejados por el lápiz incontinente de Eluchens. Posible, pero improbable. El periodista resolvió que tenía algo que ver con los sucesos. Convirtió el retrato en un salvoconducto con el que recorrer las imprecisas fronteras de su cuarto oscuro.

Enseguida comenzó a cobrar cuerpo la conjetura de que bajo esas facciones respetables se escondían las del misterioso escritor. Y con ella, una segunda sospecha.

Mostró el dibujo a Lombard, y este identificó de inmediato los rasgos de Bernard. Jacob/Locusto debía de tener una relación directa con el magnetista. Lo más razonable, en consecuencia, es que fuera hijo de cualquiera de las pobres muchachas mencionadas por el leñador, una paciente a la que Bernard hubiera dejado embarazada en condiciones similares a las de aquella que después lo hizo caer definitivamente en desgracia.

La apuesta de Victor era atrevida, pero a fin de cuentas no había mucho que perder. Si su teoría no resultaba cierta, quedaría en un simple juego de magia regalado al público de la Noche de Samiel. Si, en cambio, se daban las circunstancias propicias, obtendría resultados memorables.

Todo gracias a Robert-Houdin, se repitió el periodista.

El boniment, ahí estaba la clave.

En un primer momento había pensado que el discurso cientificista relacionado con el mesmerismo era el anzuelo lanzado por Locusto, la falsa historia que utilizaría como excusa para poner en práctica sus fraudulentos métodos. Esperaba, como la mayoría, que ofreciera una clase magistral de curación magnética, aprovechando el sometimiento de un auditorio inclinado a aplaudir cualquier cosa que saliera de su boca.

Luego se dio cuenta de que eso era exactamente lo que no iba a ocurrir. La Noche de Samiel, el eclipse, la expectación, las previsiones, los rumores, todo ello conformaba en verdad el boniment. Una colosal maniobra de distracción, una estafa cuyos objetivos iban más allá de la estricta puesta en escena de un curandero. Victor intuyó que aquella noche no iba a suceder nada de lo previsto. Locusto no haría acto de presencia o, mejor aún, estaría en el bosque de incógnito, pasando inadvertido, comprobando con satisfacción el resultado del mayor de sus engaños.

Su éxito exigía que la Noche de Samiel supusiera un fracaso absoluto. ¿Los motivos? La venganza, sin duda. Locusto quería vengarse de Saint-Boffon. Desagraviar a Bernard. Reírse de aquella gente en sus narices. De ahí que Victor Blum se prestara a dar al público lo que había ido a ver, para de ese modo turbar a su rival y desbaratar sus planes.

Un prodigio, eso era lo que necesitaba.

El repertorio de Robert-Houdin acudió en su ayuda. Escogió uno de los números más celebrados del mago, «la suspensión etérea», que había conmocionado a media Europa a mediados de siglo. En él, el ilusionista adormecía a Eugène, el menor de sus hijos, haciéndole inhalar éter, una sustancia cuyas propiedades medicinales, anestésicas, estaban en boga por entonces. En realidad el niño olfateaba una botella vacía, mientras algunos asistentes entre bambalinas vertían el éter sobre una pala de hierro candente para propagar su característico olor por el teatro y sugestionar así a los espectadores.

Eugène se subía a un taburete. Apoyaba los brazos en sendos bastones. Gracias a su hipotético trance, los sostenes se volvían innecesarios. Primero se retiraba el taburete. El niño no perdía su verticalidad. A continuación uno de los bastones. El respetable no se explicaba cómo podía bastar el otro para sujetarlo. La admiración se transformaba en pasmo cuando el mago movía con un solo dedo su cuerpo hasta llevarlo a una posición horizontal. Así lo dejaba varios segundos. Dormido en el espacio.

Victor miró hacia el otro lado del salón y observó un rato al hombre que en su infancia había levitado sobre un escenario frente a los rostros maravillados de miles de espectadores. Eugène se frotaba las manos nerviosamente y levantaba de continuo la mirada, hacia el reloj que presidía la repisa de la chimenea.

El truco de la levitación, adaptado de otros magos, fue perfeccionado por Robert-Houdin durante años. Que Victor nunca hubiese confiado en sus dotes como ilusionista no impidió que, motivado por la urgencia de la situación y ayudado por sus colaboradores, lo preparara y ejecutara de forma satisfactoria frente al auditorio del bosque. También resultaron de enorme utilidad los estallidos provocados por el magnesio que Franju había elaborado, idóneos para dotar de espectacularidad escénica al truco y contribuir a su eficacia por medio de la conmoción.

Si las sospechas de Blum eran atinadas, Locusto estaría esa noche en el bosque paladeando la frustración general. Por eso escogió aquella frase para que Isabelle la pronunciara en el punto álgido del truco. No era fácil sorprender a un farsante con la ejecución de un número de magia, por inesperado que fuese, pero sí con unas palabras lo suficientemente estremecedoras como para golpear su estómago sin detenerse en su cerebro. Sacó partido del componente pasional presente en cualquier venganza. La función tenía que trastocarlo, siquiera por unos instantes, los suficientes para su identificación.

Observó los posos en la taza de café, sentado todavía en el mismo lugar. Introdujo el índice, trazó un dibujo con ellos. Una espiral.

Se imaginaba conversando con Robert-Houdin en aquel salón. «Tuve dudas sobre quién iba a ser el protagonista de la suspensión etérea —le explicaba—. La opción inicial fue Lucien, porque se trataba de un niño, como Eugène. No sabía si resultaría lo bastante convincente. Pensé, claro está, en Laetitia. ¿Quién mejor para dar voz a Juliette Mounin que su nieta, poseída por su espíritu? El problema era su salud, impensable correr el riesgo. Y por supuesto Lombard jamás habría consentido. Finalmente me decanté por Isabelle. Su talento como actriz significaba una garantía.»

Había algo más, sin embargo, que Victor no se hubiera atrevido a confesar al mago, y que tampoco él acababa de asimilar.

El sueño. La visión de las tres mujeres evocando a las brujas de Macbeth.

Ward le había explicado que la madre de Isabelle había muerto en el curso del parto, antes de que la criatura viera la luz. La primera vez que leyó la obra de Shakespeare, Isabelle se sintió sobrecogida por la importancia de esa cuestión en la resolución de la trama, y había sido ella la que, años después, sugirió al librero representarla con la compañía local. Victor trató de convencerse de que al elegir a la actriz había obedecido a criterios puramente prácticos, aunque esa aparente coincidencia entre su biografía y la predicción onírica había pesado mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir.

¿Y la tercera anticipación dictada en el sueño? Fantin, al que se aludía en la primera de ellas, había hecho mutis por el foro, como el adversario de Macbeth, el barón Macduff; aunque desde luego no había vuelto a aparecer por Saint-Boffon, el suicidio de Eluchens, provocado por él, había permitido identificar a Jacob. Una persona «no nacida de madre» había jugado después un papel determinante en la resolución de los acontecimientos. El escepticismo de Victor, por tanto, podía apoyarse aún en la frase relativa al encuentro entre el bosque viejo y el nuevo. Si el triple vaticinio no se cumplía de forma completa sería más fácil achacar el acierto parcial al azar y, como de costumbre, al impulso de ver en las cosas lo que uno quiere ver.

No tuvo que esperar demasiado para comprobar que tendría que buscarse otra excusa. Dos días, en concreto, hasta el momento en que, a punto ya de dejar Saint-Boffon, intercambiaba agradecimientos con los Lombard. Tras la tibia promesa de una visita futura, Victor quiso devolver su amuleto a Laetitia. La chica se negó. Le rogó que lo aceptara como un obsequio.

Accedió con gusto, le gustaba guardar fetiches de todo tipo. Pero se quedó de piedra cuando ella lo informó de que ese disco tallado torpemente había pertenecido a Juliette Mounin. De que de su cuello colgaba el primer amuleto de los muchos que más tarde se fabricarían. El abalorio representaba, pues, al «viejo bosque», y Victor Blum, portándolo durante la noche del eclipse, había sido el responsable de que entrara en contacto con el «bosque nuevo».

A Locusto, en definitiva, le había tocado interpretar a Macbeth, el virulento rey derrotado, mientras que la amenaza encarnada por Macduff había recaído sucesivamente en Fantin, Isabelle y en el propio Blum.

La memoria, aun así, es el material más dúctil del universo, y no hay nada en ella que no pueda ser manipulado si de eso depende la salvaguarda de nuestro equilibrio mental. Victor acabó arguyendo que sus escasos sueños a lo largo de la semana transcurrida en Saint-Boffon, condicionados por los estímulos constantes del día a día, no habían jugado un papel muy diferente al de su cuarto oscuro. El ensayo de Macbeth, su trato con tres mujeres tan distintas y tan atrayentes como Laetitia, Aline e Isabelle, sus sospechas, sus teorías, todo ello se había mezclado para precipitarse en forma de sueño falsamente premonitorio. Esta vaga explicación le sirvió al menos para seguir adelante sin dejar de aferrarse a sus convicciones.

Soslayó cualquier solemnidad en su despedida de Isabelle. Le anunció que viajaría pronto a París para un asunto sobre el que no le dio detalles. Acordaron reencontrarse entonces. No había vuelto a tener noticias suyas. La guerra, una disculpa perfecta. La brutal imposición de ese tiempo fuera del tiempo.

Por ahora había evitado mencionarla en su recién iniciada correspondencia con Ward. El escocés le había enviado un par de cartas desde su país natal, al que había retornado a principios de año. Según contaba, acababa de heredar una pequeña finca de un familiar al que apenas conocía. Su rendimiento era modesto, aunque suficiente para ceder a la tentación de retirarse. Se llevó consigo los libros que juzgó imprescindibles, regaló un buen número de volúmenes a Lucien y saldó el resto. Había reservado uno para Victor, que recibió con la segunda misiva, una edulcorada traducción de Macbeth de finales del XVIII que se abría con unos versos de Horacio: «Sueños, mágicas visiones, milagros, brujas, / apariciones nocturnas y otros prodigios de Tesalia…».

En cuanto a la venganza, y a pesar de su desenmascaramiento, Locusto había acabado triunfando a su modo. El periodista era consciente de que difícilmente hubiera podido hacer nada para remediarlo. ¿Cómo adivinar que, mientras el pueblo entero se reunía en el bosque, sus secuaces iban a tomarse la justicia por su mano en el desértico Saint-Boffon?

El Hotel de los Vientos, ese era el objetivo. Debió de ser sumamente fácil neutralizar a los contados trabajadores que aquella noche permanecían, resignados, en el establecimiento. Las habitaciones fueron desvalijadas. Según las denuncias posteriores, el valor de las propiedades sustraídas ascendía a varios cientos de miles de francos, entre joyas, ropas y dinero en metálico.

Una jugada maestra. Mediante ese robo, Locusto conseguía desprestigiar a las autoridades locales con el alcalde como víctima principal. No era casualidad que Roland Trenet fuera hijo del anterior dirigente, Eustache Trenet, quien había disfrutado de un largo mandato en el que, entre otras cosas, no tuvo reparos en ponerse del lado de Franju en su disputa con Bernard. Sumada al atraco, la decepción de la Noche de Samiel propiciaría que las previsiones de los gerifaltes del municipio para los próximos años se vieran abocadas al más inesperado de los fiascos. Las facultades del bosque no se habían manifestado en los términos deseados, y los turistas iban a regresar a sus casas desplumados y ofendidos.

Lamentablemente, las ansias de expiación de Locusto no acababan ahí. Había preparado otro golpe de efecto durante el eclipse. Las precauciones tomadas por Victor para proteger al profesor Franju no fueron suficientes. Una pareja de gendarmes, según lo previsto, pasó la noche vigilando la puerta de su casa, pero el enemigo estaba en el interior. Édouard asesinó a sangre fría al anciano, cortándole el cuello con un bisturí de plata que fue descubierto junto al cadáver. Huyó a continuación a través de la claraboya del desván. Blum lo imaginó encaramándose al tejado justo en el momento en que la Luna se teñía de rojo.

Locusto conservó al principio una posición bastante cómoda. No había ninguna prueba en su contra, se había limitado a acudir al bosque disfrazado de mendigo y a quedarse pasmado ante la supuesta irrupción del espíritu de Juliette Mounin. Ni siquiera se disponía de ningún indicio de que fuera pariente de Bernard, más allá del parecido físico.

La gendarmería, por suerte, consiguió atrapar a dos de los atracadores del hotel, después de que se propusieran vender una rara joya perteneciente a la señora Favrichon. Insignificantes rateros, a los que Locusto había cautivado con su cháchara taumatúrgica. Tardaron en confesar, pues temían ciertamente las facultades sobrenaturales de su jefe. La amenaza de la guillotina hizo su efecto. Identificaron a Locusto, que fue por fin detenido e interrogado, y declararon que Édouard era uno de sus discípulos.

Auguste Jacob acabó admitiendo su implicación en el robo; poco podía hacer tras el testimonio de sus subordinados. Estaba orgulloso del éxito de su operación. Era consciente de que contribuiría a aumentar su fama entre las capas más desfavorecidas e impresionables de la sociedad: sus víctimas, al fin y al cabo, habían sido un puñado de ricos ociosos. Eludió la pena capital al no ser probada su relación con Édouard. Victor averiguó que el joven había sido contratado por el profesor meses atrás, después de la muerte aparentemente accidental de su anterior asistente. Hasta la fecha no se sabía nada de él, su rastro se había perdido por completo. El conflicto bélico lo ayudó a desvanecerse.

Pudo por último entrevistarse en la cárcel con Jacob. La conversación fue muy breve. El criminal no tuvo reparos en ratificar su filiación. Su madre era en realidad una sirvienta a la que Bernard despidió en cuanto dio a luz. Nunca más se supo de ella. El niño creció en París con unos familiares del médico, los Jacob, una pareja sin descendencia que le proporcionó un apellido digno y una reglamentaria y confortable infancia. No fue hasta el fallecimiento de ambos que, por medio del testamento, descubrió su origen.

Le repugnó la cobardía de unos padres adoptivos incapaces de hacerle partícipe de la verdad. Se obsesionó con la figura de Bernard. Investigó todo lo posible sobre él. Dividió sus esfuerzos entre alcanzar los puestos más destacados de su promoción y fraguar un paciente plan que le permitiera vengar a su progenitor. Se convertiría a su modo en un influyente miembro de la sociedad. Poderoso. Con dinero. La máscara de Locusto le serviría para la mayoría de estos propósitos.

«Pero Locusto no soy yo —aseguró, hacia al final del encuentro—. Él está por encima de mí, de todos nosotros. Locusto puede ser cualquiera que necesite serlo. Usted mismo, por ejemplo.» El periodista pensó en Édouard. Jacob se llevó un dedo a la frente y asintió.

Respecto a la muerte de Eluchens, acabó confirmándose la teoría del jefe de brigada: un triste suicidio. La coartada del alcalde, aun así, era falsa, una invención concebida con el propósito de mantener a Fantin alejado del suceso.

Victor obtuvo la información de quien menos lo esperaba. El director del hotel, furioso por la intención de Trenet de cargar sobre sus espaldas la responsabilidad del robo, le confió que varios de sus empleados habían visto aquella tarde salir a Eluchens del hotel a paso apresurado y «maquillado como una mujer». Al parecer, Fantin y él habían tenido una pelea que habría truncado algún juego privado y el dibujante, víctima de quién sabe cuántas humillaciones previas, se marchó al bosque dispuesto a pegarse un tiro. La tinta sobre los ojos, pues, no era más que pintura arrastrada por las lágrimas, mientras que la sangre que había borboteado de su boca sin duda camufló el carmín de los labios.

Quedaban todavía un par de cuestiones sin explicar a las que siguió dando vueltas de forma obsesiva. En primer lugar, el asalto nocturno que había sufrido poco después de su llegada a Saint-Boffon. Quizás no había supuesto más que un vulgar intento de robo. El hecho de que no se hubieran producido actos similares en toda la semana lo llevaba a desconfiar de esta posibilidad.

Pese a que Locusto había negado su implicación, a buen seguro para evitar cargos añadidos, Victor prefirió relacionar a sus agresores con él. Dos de sus secuaces, a los que habría encomendado que lo quitaran de la circulación. Tras su conversación en la diligencia, y a la postre acertadamente, acaso estimó que la presencia del periodista ponía en riesgo sus planes. Igualmente era factible que el asalto tuviera un carácter simbólico. Iba a doblegar al poder político, al alcalde y a sus colaboradores. Se proponía castigar a la ciencia oficial en la figura de Franju. ¿Por qué no dar de paso una lección a la prensa, representada por el escéptico Blum, habida cuenta de que en su día los periódicos cargaron sin misericordia contra Bernard?

Con menos convicción, e incapaz de hallar otra alternativa, decidió adjudicar también la incursión en la iglesia, la última incógnita pendiente, a los incondicionales del ocultista. La hipótesis por la que posteriormente se acabaría decantando, sin embargo, cerró con un guiño irónico su implicación en los hechos de Saint-Boffon.

Nada habían aportado los personajes alados que concitaran su atención desde las jambas de las puertas laterales. Pasada la noche del eclipse logró entrevistarse de nuevo con el cura, más comunicativo esta vez, satisfecho por la tranquilizadora asociación del profanador con la figura de Locusto. Le aclaró que no eran sino figuras arcangélicas añadidas entre otras a la ornamentación de la pieza en una reciente y «poco rigurosa» restauración del edificio.

El teatral sacrilegio, más allá de la obstinación de las autoridades por pasar página al respecto, seguía sin una explicación concluyente. Quién iba a pensar que la encontraría en París, durante los crueles meses del cerco prusiano, rodeado de barricadas, cadáveres y ratas.

Una pintada iluminó de repente el rincón más remoto de su cuarto oscuro.

«ON EST ROI» («Todo el mundo es rey»), leyó, en rojo, sobre la fachada de una iglesia.

Había visto la misma frase otras veces, entre tantas consignas repartidas por los muros de la ciudad. Se trataba de un lema anarquista, un grupo muy activo en aquel periodo de desconcierto general y que pretendía aprovechar la coyuntura para dar un vuelco político al gobierno. Un insulto a monárquicos e imperialistas, que abogaba por la igualdad revolucionaria. El pueblo es el auténtico soberano. Todos los ciudadanos pueden reconocerse «reyes» de sí mismos.

Visualizó de inmediato la inscripción del altar: «ONEIROI», y pensó en el bueno de Antoine Laforgue, subversivo y medio analfabeto.

Buscó el cuaderno donde tomó nota de los detalles del episodio blasfemo. Por suerte se había esforzado en imitar con exactitud la grafía del mensaje. Torpe. Temblorosa.

Distinguió, en efecto, dos pequeñas separaciones entre las letras: «ON EI ROI». La primera «I», algo torcida por la parte superior, bien podía ser una «T». Y la ausencia de la «S», entonces, una simple falta de ortografía, comprensible en una persona tan poco instruida como Antoine, quien, además, habría realizado la operación casi a oscuras, con prisas y los nervios a flor de piel.

Recordó que junto a su chabola tenía un corral con varias gallinas. La sangre vertida en la pila pudo obtenerla fácilmente sacrificando alguna de ellas. Dada su habilidad en el tallado, por otra parte, tuvo que resultarle muy sencillo vaciar los ojos del Cristo con rapidez.

¿Y el propósito de su ataque? No sería de extrañar que hubiera seguido en contacto con células anarquistas, actividad por la que se había visto obligado a huir de París con Lucien tras la muerte de su hermano. O que actuase por su cuenta, cansado ya de aceptar órdenes. El eco que podía tener un acto reivindicativo en aquellos días era excepcional, dada la afluencia de visitantes. Una oportunidad irrepetible.

Seguramente habría previsto otras barbaridades para las sucesivas jornadas, más aún considerando que su primer mensaje no había sido bien interpretado por nadie. El miedo a que lo relacionasen con la melodramática muerte de Eluchens debió de disuadirlo. No parecía descabellado suponer incluso que el brazo en cabestrillo ocultara una lesión ficticia, simulada para disipar cualquier sospecha sobre su implicación.

Un boniment involuntario, a eso se reduciría el suceso en la iglesia. Una ingenua maniobra cuya verdadera naturaleza salía a la luz azarosamente, meses más tarde, en un contexto distante, como el eco deformado de un sueño.

Victor había optado por jugar a los hechiceros. Humo y apariciones. El poder de la ciencia puesto al servicio de la ilusión. Locusto, mientras tanto, llegaba al punto culminante de su carrera abandonando al público, frustrando su curiosidad.

Ambos habían renunciado a sus estrategias habituales. Ambos habían triunfado y fracasado a un tiempo.

Y el pobre Antoine en medio de los dos grandes hombres, de los dos rivales, de las dos concepciones del mundo, poniendo en práctica una operación tan visceral como estéril. Un sacrilegio torpe y pueril. Símbolos arcaicos al servicio de la nueva revolución. El omnisciente ojo de Dios cegado por el escoplo de un obrero. La pila bautismal mancillada por la sangre de unas gallinas viejas. El divino Verbo, generador de realidades, ejemplarmente maltratado por una educación insuficiente.

La campana del reloj de la chimenea sorprendió a Victor Blum, sacándolo de sus pensamientos. Eran las ocho de la tarde, la misma hora a la que durante años Robert-Houdin había dado puntual inicio a sus espectáculos.

Se movió la puerta del salón, apareció Rosalie. Dijo las palabras que todos esperaban y se echó a llorar.

Victor sacó su reloj del bolsillo, miró la tapa arañada, la inscripción, «R.-H., relojero». No había querido llevarlo a ningún taller para que lo reparasen, convencido de que solo su fabricante sería capaz de volver a hacerlo funcionar correctamente.

Lo abrió con temor.

El cristal reflejó la luz de la lámpara del techo y el mecanismo comenzó a palpitar con brusquedad, como un bebé recién arrancado de su madre muerta.