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Pese a que ni mucho menos esperaba verla por allí, la repentina aparición de Aline Emery no lo desconcertó demasiado. La periodista trabajaba para el diario La Presse, uno de los más directos competidores de Le Siècle. Estaba destinada en Londres como corresponsal. El suceso de la iglesia había coincidido con un viaje a su pueblo natal, a unas pocas horas de Saint-Boffon. Que disfrutara de una semana de vacaciones no fue impedimento para que se desplazase de inmediato al lugar de los hechos sin necesidad de pedir permiso a nadie. Le habían bastado tres o cuatro días para aburrirse de los horarios monacales de su familia y de tanto paseo bajo los tilos.
Cenaron juntos, se pusieron al corriente de sus actividades, hablaron de la profanación en la iglesia, del eclipse y del encuentro en el bosque. Victor trató de ser precavido, con Aline nunca se sabía. El vino le soltó la lengua, aunque no lo suficiente como para ofrendar la información que había ido recabando hasta entonces, por otro lado más bien escasa. Averiguó que había conseguido alojarse en el hotel sin disponer de una reserva. Lejos de molestarse, disfrutó visualizando la descompensada escaramuza entre Aline y el pusilánime recepcionista. A ella le extrañó que no hubiese visitado todavía el bosque. Quedaron para comer al día siguiente. Darían una vuelta por la zona antes de que los forasteros convirtieran Samiel en algo semejante a un jardín parisino durante una mañana de domingo.
Por la mañana se presentaba la comisión de la Sociedad Europea de Estudios Geológicos. El alcalde preparó un encuentro en el ayuntamiento. Además de Victor, Fantin y Aline, comparecieron un par de representantes más de la prensa capitalina, recién llegados, y otros tantos de la regional. Varios vecinos habían abandonado por un rato sus obligaciones cotidianas para asistir también al protocolario acto.
Victor Blum supuso que Trenet lo había organizado con discreción para minimizar la asistencia de seguidores de Locusto y evitarse así problemas. La comisión estaba formada por tres hombres de mediana edad y sorprendentemente similares: calva prominente, anteojos, barbas entrecanas de diferentes tamaños. Los acompañaba el profesor Franju, introducido por Trenet como «nuestra eminencia local», un sujeto achaparrado y de aspecto risueño, más viejo que sus colegas y con menor coloración en el reglamentario apéndice piloso.
Palabras rimbombantes del alcalde. El portavoz de la comisión leyó acto seguido un aburrido texto que desembocaba en el gran objetivo de su tarea: «Arrojar la luz de la ciencia sobre el oscurantismo en el que numerosos individuos pretenden seguir sumiendo a la opinión pública en beneficio propio». La misión de los científicos consistía en evaluar si se producía una incidencia real del eclipse en la ya demostrada actividad magnética del bosque de Samiel, de origen mineral. La Luna, como era sabido, influía en fenómenos terrestres como las mareas, así que no había que descartar que pudiera alterar de algún modo las vibraciones telúricas del entorno.
Las preguntas de los periodistas resultaron en su mayoría bastante previsibles. Buscaban un buen titular, y lograron con facilidad que el trío de sabios criticara de forma explícita a Locusto y a sus adeptos.
Victor decidió sacar partido de sus lecturas sobre el magnetismo y del mismo hecho de que esa disciplina estuviera por completo desacreditada en el mundo académico. Recordó el aparato inventado por Mesmer un siglo atrás, el baquet, un depósito lleno de agua magnetizada y provisto de unas varillas metálicas que se ponían en contacto con el cuerpo del paciente. Con espíritu claramente provocador preguntó si el bosque, en el momento de su hipotética imantación lunar, se convertiría en un inmenso baquet.
El consejo se incomodó. El portavoz insistió en la importancia de su cometido para acabar con esa clase de supersticiones. Al alcalde se le agrió el gesto. Franju, por el contrario, se mantuvo sosegado; Victor creyó detectar en su expresión cierto regodeo.
Conversó con el público tras el acto para recabar impresiones con las que aderezar su crónica. Casi todos se mostraban satisfechos ante el papel salvífico de los científicos. Su discurso no difería mucho del oficial: había que proteger la peculiaridad de Samiel y simultáneamente dignificarla. Tuvo ocasión de departir unos minutos con el profesor Franju. Le expresó su interés por entrevistarlo en su domicilio y concertaron una cita.
Lucien también rondaba por allí, acompañado de su tío, Antoine Laforgue. El hombre llevaba un brazo en cabestrillo, a consecuencia de un leve accidente laboral. No hay mal que por bien no venga, le dijo: gracias a ese brazo luxado se encontraba allí aquella mañana. Su entusiasmo era aún mayor que el del resto del público, dadas sus convicciones ideológicas. Para él la ciencia era esencialmente un medio más para liberar al pueblo de sus dominadores seculares. Expresó asimismo, de forma algo brusca pero honesta, su admiración por la labor del periodista.
A Victor le chocó la falta de precauciones con las que exponía sus ideas en un contexto no precisamente familiar. Debía de ser el típico individuo al que sus vecinos toleran las salidas de tono. Un bravucón inofensivo. El tufo a alcohol que despedía a horas tan tempranas reforzaba tal suposición.
Se retiró para escribir el texto pendiente, centrado en la presentación de los científicos, y que una vez más ejecutó con rapidez. Lo telegrafió. Recogió a Aline. Se dirigieron al bosque. Accedieron a él por la parte sureste de la localidad.
Nada más penetrar en sus dominios, percibieron una clara bajada en la temperatura que asociaron con la abundancia de sombra que proporcionaban los apretujados y altos ramajes. Buscaron un rincón adecuado y se sentaron sobre la hierba para disfrutar de un almuerzo campestre, como dos perfectos burgueses en un día de fiesta.
La charla permaneció en un espléndido equilibrio entre la complicidad y la vigilancia mutua, atentos a no caer en las trampas dialécticas que, medio en broma medio en serio, de continuo se tendían. Seducidos por la modorra, se recostaron luego al pie de un árbol próximo para entregarse a una breve siesta.
Victor no conocía a ninguna otra mujer en el mundo con quien pudiera comportarse de ese modo. Junto a Aline todo resultaba muy fácil, tanto por su temperamento como por el respeto que había sabido ganarse en su profesión y que le había reportado la oportunidad de moverse con inusuales privilegios en un mundo de hombres.
Se giró hacia ella. El sombrero sobre el pecho le proporcionaba un aspecto graciosamente solemne. Una ráfaga de viento movió sus cabellos y derribó la flor con la que se había adornado un rato antes.
Las cigarras insistían en su sedante monodia.
Despertó de súbito. Un cirro con forma de pez espada pasaba entre las copas de dos olmos. Aline ya no estaba a su lado. Miró el reloj y constató que había dormido bastante más de lo previsto.
Había vuelto a soñar. Se hallaba en el teatro de Argel. Sobre el escenario, Robert-Houdin aplicaba las varillas metálicas que sobresalían de un enorme baquet a diferentes puntos del cuerpo de una mujer joven, muy similar a la hija de Lombard. Tras unos pases del mago, la chica comenzaba a convulsionar espantosamente. Después Robert-Houdin escribía una palabra sobre la palma de su mano: oneiroi.
Los movimientos cesaban de inmediato. De la boca de Laetitia manaba un líquido negruzco y borboteante que parecía provenir del depósito, como transfundido a su organismo a través del metal de las varillas. Brotaba con tal intensidad que no tardaba en desbordar el escenario e invadir la platea. Su nivel subía sin descanso, para satisfacción del público, que se prestaba a chapotear entre crecientes muestras de júbilo.
Victor trataba de abandonar el edificio. El gentío se lo impedía. El líquido cubrió por completo el cuerpo de los espectadores. A pesar de lo que su densidad hacía inferir, era posible ver bajo esa sustancia como si fuese transparente, incluso seguir respirando sumergido en ella. Victor se relajaba entonces y dejaba que su cuerpo flotara horizontalmente, sin importarle ya nada…
Se sacudió las briznas de hierba. Caminó a paso lento. Dio un rodeo consciente, cuidando de no perderse. Ni un alma en todo el recorrido. Acabó saliendo de la zona boscosa por el lado más cercano a la vivienda de Lombard. Pero era demasiado temprano para retirarse.
Se acercó a una de las ventanas de la planta baja. Laetitia dormitaba en su mecedora, con la labor sobre el regazo y la blusa medio desabotonada.
Se apartó algo avergonzado.
Enseguida volvió a aproximarse al cristal. Medio oculta por los pliegues de la tela, descubrió una figura que colgaba de una fina cadena y reposaba sobre el esternón. No acertaba a distinguir su forma.
De pronto advirtió que Laetitia lo observaba. ¿En qué momento había despertado? La muchacha no hizo movimiento alguno, ni siquiera para recomponer su vestimenta. Victor, en cambio, dio un paso atrás, tropezó con un cubo de madera y estuvo a punto de caer sobre el parterre. Se alejó de la casa sintiéndose profundamente estúpido.
El vino era detestable, pero lo bebió con prisa. Pidió algo de más graduación. El tabernero dejó sobre la madera grasienta una botella de aguardiente tapada con un corcho. No sabía a casi nada, aunque abrasaba la garganta. Le recordaba un poco al vodka.
Evocó una velada en París, una recepción convocada por la embajada rusa donde intimó con una falsa aristócrata que le proporcionó una noche de considerable placer y varios días de formidables problemas.
Un parroquiano se sentó a su lado, motivado sin duda por la presencia de la botella.
—Usted no es de por aquí, ¿verdad?
—Me temo que no soy de ninguna parte, amigo —contestó, mientras vertía el líquido incoloro en el vaso del hombre.
—De algún sitio será, digo yo.
—Nací en Argel. Me crie en Escocia. Viví en Rusia. Morí en París.
El sujeto alzó el vaso en señal de brindis y lo vació de un trago.
—Yo he pasado toda mi vida por estos andurriales. ¿A que no adivina qué edad tengo? Voy a cumplir cincuenta y siete. Y míreme, hecho un mozalbete. —Rio, dejando ver sus encías salpicadas de tres o cuatro piezas amarillentas—. Se lo debo al bosque. Estoy seguro de que, si me fuera de aquí, en unos días me pondría enfermo.
—Me han contado maravillas al respecto, buen hombre. Dígame, para recibir sus beneficios, ¿basta con estar cerca, hay que internarse en él, hacer alguna clase de ritual? No entiendo de estos asuntos.
—Depende. Con que le dé a uno el aire que viene de allí es suficiente. Ahora bien, si quiere algo más que buena salud…
—¿A qué se refiere?
—El poder del bosque es muy grande, puede ser utilizado de diferentes formas. Incluso de algunas no muy cristianas, ¿me sigue usted?
—La verdad es que no —fingió Victor.
—De vez en cuando aparece por aquí gente rara —continuó el individuo bajando la voz—, con malas intenciones, ya sabe.
—¿Brujos?
Asintió.
—¿Y qué hacen allí dentro?
—Mejor no averiguarlo.
—¿Ha oído usted hablar de Locusto?
—¡Lo he visto en persona! Si me invita a otra de estas, se lo cuento con detalle.
Victor le sirvió y pidió una botella más de aquel brebaje.
—Estuvo por aquí hace unos meses.
—¿Me toma el pelo? ¿Cómo diablos supo que era él?
—Sentado donde está usted ahora mismo, se lo juro. Vi a un tipo raro que escribía en unos papeles y me acerqué a charlar. Me gusta hablar con la gente, ¿sabe usted?
—No me diga.
—Cuando me acusan de que hablo en exceso, yo siempre contesto que para algo nos ha dado la lengua Nuestro Señor.
—Y hablar tanto da mucha sed.
—Mucha —confirmó el sujeto, llevándose el vaso a los labios por enésima vez.
—Descríbame a esa persona que dice usted que era Locusto.
—El pelo largo y muy blanco, brotando de un sombrero grande que no se quitó en ningún momento. La cara picada de viruela. Nariz achatada, labios gruesos. Inconfundible, se lo digo yo.
—¿Y los ojos?
—Negros como un tizón, con ojeras. Daba miedo mirarlo.
Asumió por fin que el borracho le estaba mintiendo. No se lo tuvo en cuenta: en según qué circunstancias, él también lo habría hecho sin titubear a cambio de unos tragos. Se lo quitó de encima como pudo y salió a la noche, vacilante.
Anduvo al azar, con la mera intención de despejarse, y enseguida constató que se había perdido. Rectificó su itinerario dos, tres, cuatro veces. Oyó unos pasos a su espalda.
No tuvo tiempo de reaccionar: un golpe en los riñones lo lanzó al suelo. Se giró, vio a la pareja de agresores abalanzándose sobre él. Con un movimiento rápido de su pierna derecha consiguió barrer al primero de ellos. Ganó así un par de segundos, los suficientes para incorporarse y enfrentar al otro. Esquivó el embate de una porra. Lo golpeó con el antebrazo derecho en la mandíbula. El asaltante retrocedió, su compañero ya se alzaba. Los hombres lo observaban ahora, en tensión. Llevaban la cara tapada con un pañuelo negro.
Victor se dispuso a atacar. Un puñetazo en el plexo solar dobló al más alto, la porra cayó al suelo. Trató de hacerse con ella, pero el compinche consiguió agarrarlo por detrás e inmovilizarlo. Levantando los dos pies juntos golpeó al primero nuevamente en la cara. Aprovechó el peso de su cuerpo al aterrizar, propulsó al que lo agarraba hacia atrás y lo aplastó contra la pared de una casa. Antes de soltarlo, el individuo alcanzó a estirar de la cadena de su reloj, que cayó al suelo. Victor se apartó para recuperar la respiración. Unas cuantas luces se encendieron en las viviendas más próximas. Los asaltantes se dieron por vencidos y huyeron.
Recogió el regalo con que Robert-Houdin le había agradecido su esfuerzo durante el proceso de redacción de sus memorias. Repasó con un dedo la inscripción de la tapa: «R.-H., relojero». Lo abrió, le dio cuerda. El mecanismo había dejado de funcionar. Decidió largarse también de allí.
Se detuvo a unas pocas calles de distancia, en una zona más iluminada. Comprobó que no lo habían seguido y revisó los daños. Los pantalones llenos de tierra, la camisa desgarrada, el sombrero abollado. El dinero y la documentación seguían en su sitio. Magulladuras en los nudillos. Las piernas y la espalda doloridas por los golpes. Sabor a sangre en las encías. En cuanto a la borrachera, se le había pasado por completo.
Aceleró la marcha. Quería llegar a casa de Lombard lo antes posible.
Subió las escaleras con cautela para no despertar a sus anfitriones. Apreció una luz tenue en la habitación de Laetitia, filtrada por las ranuras de la puerta cerrada. Entró en la suya. Encendió el quinqué. Se examinó en el espejo. Añadió al inventario un pequeño corte en la nariz y la hinchazón del labio superior. Se quitó la sangre seca como pudo, se desnudó, se tumbó en la cama. Tardó poco en comprender que le iba a resultar muy difícil dormir.
Tomó el libro de Verne y acercó la lámpara a la cama.
Aunque no acertaba a quitarse de la cabeza el percance, las peripecias de los tres astronautas consiguieron relajar su ánimo.
Pronto quedó absorbido por las hipótesis científicas del novelista, capaz de calcular, por ejemplo, la energía necesaria para que el proyectil lanzado desde la Tierra llegara a su objetivo, e incluso de reproducir las fórmulas algebraicas correspondientes entre las páginas de una historia de aventuras.
La literatura de Verne acostumbraba a traerle a la cabeza las teorías de Robert-Houdin sobre el arte del entretenimiento, y en concreto una de sus frases predilectas: «Primero es preciso ganarse la confianza de aquel a quien queremos engañar y fascinar con nuestros trucos».
Pensando en sus propios artículos, se preguntó si no podría trufarlos con señuelos de erudición para dar más peso a sus conclusiones. Por ejemplo al informar sobre la futura resolución del comité de científicos. Si conseguía que el contraste entre sus cálculos, explicados pormenorizadamente, y el fraude de Locusto fuera muy grande, el efecto resultaría mayor y el éxito de su empresa, memorable. Pero había de ir con cuidado, lo suyo era periodismo, no literatura: estaba obligado a informar de la forma más fidedigna posible, y pese a que jamás había renunciado a ciertos rasgos de estilo en beneficio de la calidad de sus textos, admitía que el interés del lector no debía lograrse en ningún caso mediante la manipulación de la realidad.
Acabó la novela. En varias ocasiones no había podido evitar interrumpir la lectura para observar por la ventana el disco lunar en fase creciente. Comenzaba a amanecer cuando le venció el sueño.
Despertó tres o cuatro horas después, o al menos eso dedujo al observar la posición del sol. Por tercera noche consecutiva no había soñado nada. En el bosque, en cambio, había sufrido aquella tremenda pesadilla…
—¿Ha dormido usted bien? —se interesó Laetitia.
Recordó de repente el incidente de la ventana. Aunque había ocurrido la tarde anterior, tuvo la sensación de que había pasado mucho tiempo desde entonces.
—He tenido noches mejores —contestó mientras se sentaba a la mesa con la cabeza baja.
La chica le sirvió el desayuno. Levantó la vista, se atrevió a mirarla. Llevaba la misma blusa que la víspera. De nuevo se había desabotonado la parte superior. Se inclinó para verter el café sobre el cuenco. El colgante se separó de su piel y se desplazó un poco. La figura quedó por un momento al otro lado de la tela, balanceándose en el aire. Pudo determinar, ahora sí, su rudo trazado.
Un disco en espiral.