7
—Forasteros, sin duda.
—Si hubiera tenido el placer de charlar con ellos quizás se lo podría confirmar.
—Aquí nunca ha habido maleantes, señor Blum. Pero la afluencia de viajeros atrae a los ladrones como la miel a las moscas. ¿Y dice usted que llevaban la cara tapada?
—Con un pañuelo negro.
—Y le sustrajeron el reloj.
—Solo me lo arrancaron, cayó al suelo. No pudieron llevarse nada, excepto unos cuantos moratones. Diría que me defendí bastante bien.
—Entendido. No hubo robo, pues —ratificó el capitán—. Lo dejaré ahora con uno de mis hombres para que redacte el informe. Si me disculpa…
—¿Puedo preguntarle si ha habido algún progreso en la investigación de los sucesos de la iglesia?
—Sí que puede. Y yo puedo también no contestarle. —Lenoir miró fijamente al periodista—. El capellán me dijo que había estado usted fisgoneando por allí.
—Es mi trabajo, oficial.
—Y el mío evitar que se propaguen chismes sin fundamento.
—¿Ha tenido la oportunidad de leer el periódico para el que trabajo? Sabrá que no tiene nada que ver con la prensa sensacionalista.
—No suelo leer demasiado, señor Blum, no me sobra el tiempo.
«Jamás lo hubiera dicho», pensó Victor.
—¿Cree que hay alguna relación entre el sacrilegio y la tentativa de atraco?
—Lo dudo mucho.
Pasó a una habitación contigua, consignó los hechos, firmó la denuncia y salió de la gendarmería dispuesto a averiguar por su cuenta los motivos de la agresión. ¿Rondarían aún los agresores por el municipio o sus contornos? Lo cierto es que no tenía idea de por dónde empezar.
Decidió buscar a Aline, aunque convenía que antes se quitase de encima el artículo del día. Ante la falta de novedades optó por redactar un texto más vago y evocador que los anteriores, que abrió reflexionando sobre el interés ancestral del hombre por la Luna. Aprovechó para citar en su apoyo la novela de Verne, con la excusa de que se trataba de una novedad editorial. A continuación describió las impresiones que le produjo su primera visita al bosque y, como de costumbre, invitó tácitamente a sus lectores a descubrir en sucesivas entregas si esos dos mundos tan presentes en los sueños de la humanidad, el lunar y el silvestre, acababan convergiendo de algún modo.
Su amiga tomaba el aperitivo en la terraza del Hotel de los Vientos, rodeada de caras conocidas: Laurent Albert, de Le Constitutionnel; Gustave Demy, de Le Rappel; François Vigne, de Le Temps, tan tieso y emperifollado como siempre; Émile Volland, de Le Figaro, buen amigo de Victor y una de las plumas más afiladas de París, y Gaston Renard, de Le Petit Journal, además del inevitable Fantin, acompañado de su fiel escudero sin nombre.
Aline se había erigido ya en el centro de interés. Vio a Victor desde lejos y lo saludó con entusiasmo, indicándole que se uniera a ellos. Movió su silla para dejar un hueco a su lado. Desplazado ahora un puesto en su proximidad a la mujer, Vigne miró al recién llegado con evidente malhumor.
—Miren a quién tenemos aquí —exclamó Volland mientras se levantaba para estrechar la mano de su colega.
—Hablando del rey de Roma… —dijo Renard.
—Espero que mal —replicó Victor—, lo contrario me decepcionaría profundamente.
—Puede usted estar tranquilo.
—Les contaba a estos señores nuestra encantadora excursión campestre.
—Seguro que ya ha mandado a Le Siècle el relato de ese déjeuner sur l’herbe, ¿me equivoco?
—Querido Renard, el especialista en temas mundanos es usted, no me atrevería a hacerle la competencia en ese terreno.
Renard rio. Victor pidió al camarero una copa de oporto.
—Me ha llegado el rumor de que sufrió usted un grave percance anoche. Estaba a punto de compartirlo con nuestros distinguidos colegas.
Instintivamente, Blum se pasó un dedo por el labio superior. La hinchazón había desaparecido casi por completo.
—Veo que dispone usted de información privilegiada, señor Fantin. No fue nada, en realidad, solo un encuentro desafortunado.
—Yo no llamaría encuentro a un atraco a mano armada.
—¡Victor! —exclamó Aline.
—Ni yo llamaría arma a un simple palo.
Se vio obligado a referir nuevamente los sucesos, omitiendo detalles y restando importancia al asunto.
—En serio, no hay por qué preocuparse, no es la primera vez que intentan robarme.
—¿Y ha denunciado usted el asalto? —preguntó Vigne.
—Esta misma mañana he hablado con el jefe de brigada, quien seguidamente, por lo que deduzco, ha debido de hablar con el señor Fantin en persona.
—Nos hemos encontrado por casualidad —se defendió—. Un funcionario ejemplar, según me han confirmado fuentes más que fiables.
—Sus fuentes, Fantin, son tan misteriosas e inagotables como las del Nilo —dijo Aline.
Fantin movió el mostacho y no se atrevió a replicar: al fin y al cabo era una mujer, por muy odiosa que le resultara. Se marchó minutos después, pretextando una entrevista con el comité de geólogos. Su compañero dejó el importe de las consumiciones sobre la mesa y salió tras el periodista, saludando con el sombrero y sin haber abierto la boca.
—Y ahí va el azote de la inmoralidad —bromeó Demy.
—Son ustedes demasiado severos con el pobre Fantin —dijo Vigne sin convicción—. Bastante tiene con aguantar a ese fanático de Louis Veuillot como jefe.
—Lo único que admiro de los ultramontanos es que no se casan con nadie —terció Laurent Albert—. Todos recibimos sus reprimendas por igual, liberales, conservadores, indecisos… Hasta los propios católicos, si les resultan tibios en sus planteamientos.
—¿Seguro que estás bien? —insistió Aline.
—Seguro, no te inquietes. Bueno, ¿y qué me dicen de la incursión en la iglesia? —preguntó, cambiando de tema—. ¿Alguna novedad?
—Hay teorías para todos los gustos —dijo Volland—. ¿Verdad, Gaston?
—Según nuestro camarada —aclaró Demy— la palabra escrita en el altar, oneiroi, alude a una secta de herejes cuyo origen se remonta a la Alta Edad Media…
—… y de la que nadie antes sabía nada en absoluto —completó Vigne.
—Que ustedes no sepan de ella no significa que no exista. Es una sociedad secreta, se trata precisamente de que la gente no la conozca.
—Y por eso van pintando su nombre por ahí —dijo Volland.
—¿De dónde ha sacado esa historieta, Renard? —preguntó Albert, divertido—. La capacidad inventiva de su diario, y la suya en concreto, no dejan de impresionarme. ¿Ha pensado en dedicarse a la literatura? Le auguro un gran futuro como autor de folletines.
—Tiempo al tiempo, amigos.
—Y aparte de grupúsculos satánicos, ¿alguna otra pista? —insistió Victor.
—Me consta que la lucha obrera organizada está incrementando su actividad en los últimos meses por la región. No me parecería una forma de actuar muy acertada, pero quién sabe —reflexionó Demy.
—Apostaría a que ha sido uno de esos chalados que ya empiezan a llenar el pueblo —sugirió Volland—. Nos ha hecho un favor, porque así tenemos algo de que informar antes de que llegue el gran día. Esto está mucho más aburrido de lo que imaginaba.
—Tendremos que animarlo un poco —propuso Aline, mirando alternativamente a Victor y a Volland.
—Estamos en ello —dijo Albert, levantando su vaso con restos de cerveza y haciendo un gesto al camarero para que se acercara de nuevo.
Nadie desertó a la hora del almuerzo. El omnipresente viento proveniente del bosque se había convertido en una sutil brisa estival, el alcohol enrojecía las mejillas, afilaba las lenguas y limaba, paradójicamente, las diferencias ideológicas de aquel inverosímil grupo de cronistas que con frecuencia se entregaban a treguas similares, conscientes de que la pasión compartida por su oficio era capaz de soportarlas.
—Sigue usted comiendo como un conejo —bromeó Renard.
—Y usted como un cerdo —replicó Victor, señalando la mancha de salsa que condecoraba la pechera de su camisa.
—Pero ¡bebiendo como un templario! —exclamó Demy, y llenó la copa vacía de su colega—. «No solo de pan vive el hombre.»
—Deberías probar el pato, está delicioso —comentó Aline, haciendo una muesca de asco mientras sostenía un muslo del animal sobre el plato con la punta de dos dedos.
—Antes se dejaría sacar los ojos —terció Demy.
—Vamos, señor Vigne, léanos las entrañas de ese pajarraco. Queremos vislumbrar nuestro futuro —propuso Volland, claramente achispado.
Vigne hizo caso omiso de la pulla y siguió masticando como si nada, sabedor de que tenía las de perder si entraba en el juego de las provocaciones.
—Perdiz a la Locusto —dijo Demy.
—¿Alguna novedad sobre el gran hombre? —preguntó Albert.
—El alcalde no sabe nada. Ayer un borracho me habló de él, y anteayer un librero. Todo el mundo afirma conocer a alguien que lo ha visto, aunque nadie cuenta con información de primera mano.
—Yo sí —dijo Vigne de forma inesperada. Depositó delicadamente los cubiertos sobre el plato y se limpió los labios con una punta de la servilleta. Para una vez que conseguía concitar la atención de sus compañeros…
—¿Y bien? —interrogó Aline impaciente.
—Tuve la ocasión de departir con él hace unos meses —comenzó, sin lograr oponer la deseada resistencia—. Fue en una recepción ofrecida por el embajador belga. Su mujer es una gran aficionada a esas paparruchas: fantasmas, videntes, ya saben. Y mi amigo, un hombre enamorado que prefiere guardar las formas, seguirle la corriente y manejarla como a una niña. La cuestión es que se empeña en invitar a personajes extravagantes a las fiestas que organiza más a menudo de lo razonable. En una de ellas, como les digo, conocí a Locusto.
—Veamos, señor Vigne, ese individuo con quien habló usted ¿se presentó así, como Locusto, sin más?
—No, por supuesto que no. Iba de incógnito. La esposa del embajador me juró que era él. ¿Para qué me iba a engañar? Es una señora de gustos caprichosos y pocas entendederas, cierto, pero frecuenta a mucha gente de ese entorno. El dinero atrae a los embaucadores.
—A ver si atino: larga melena, tez rojiza, colmillos prominentes, garras peludas y un delicado perfume con notas de azufre —siguió Aline.
—Un caballero de porte bastante ilustre —aclaró Vigne—. Mandíbula cuadrada. Bigotes finos, cabellos muy cortos, semblante serio, modales exquisitos. Me llevé una auténtica sorpresa, esperaba a un personaje más… cómo decirlo…
—No hace falta que lo diga —intervino Demy.
—¿Y los ojos? —preguntó Victor.
—¿Se refiere al color? No lo recuerdo; comunes, imagino.
—Es decir, estimado Vigne, esa noche habló usted con un espejo.