12
—Sabía que vendría.
—Ha sido una jornada difícil. Después de ver a tanta gente representar sus papeles allí fuera, un poco de teatro auténtico no me irá mal.
—«Donde las lágrimas de los virtuosos y de los malvados se confunden.»
—Diderot.
—Diderot. —Ward sonrió complacido—. Siéntese donde quiera, vamos a comenzar ya. Tras el ensayo le presentaré a los miembros de la compañía. Hoy celebramos el cumpleaños de la mismísima Lady Macbeth, espero que nos acompañe.
Echó un vistazo al patio de butacas. El edificio era modesto, pero no tanto como esperaba. Algunos desconchones en el techo. Las paredes reclamaban una buena mano de pintura. La caja del escenario, rectangular, tenía un tamaño más que suficiente. Se sentó una fila por detrás de Ward para no entorpecer su trabajo.
Las luces de la sala se apagaron y se iluminó la escena. El asiento era confortable, la oscuridad lo ayudó a relajarse. Pensó que le iba a costar no sucumbir al sueño.
—Empezaremos donde lo dejamos anteayer, Julien —comunicó el director a un joven que ejercía la función de ayudante.
—Que entren las brujas.
Entre risas, tres mujeres de diferentes edades salieron al escenario. Ward se giró hacia Victor.
—¿A que nunca había visto unas brujas tan guapas? Tendrá que echarle imaginación, las ropas negras, el sombrero puntiagudo, las verrugas, las narices deformes…
—Las prefiero así, no le voy a mentir —replicó el periodista jocosamente—. En tiempos de Shakespeare, ya sabe usted, todos los papeles eran interpretados por hombres; imagínese los ensayos.
—Cierto, cierto. Y como en el teatro isabelino, también nosotros debemos amortizar a nuestros actores asignándoles diferentes roles en una misma obra. Esas tres damas que ve son, además de las terribles Hermanas Fatídicas, Lady Macduff, Lady Macbeth y el joven Siward, por ese orden.
—Acto cuarto, primera escena —pregonó Julien.
—Cuando quieran, señoritas —dijo Ward.
BRUJA 1.—Tres veces ha maullado el gato.
BRUJA 2.—Tres veces. Y una gimió el puercoespín.
BRUJA 3.—Mi demonio ha gritado: «¡Ya es la hora, ya es la hora!».
Victor recordó vagamente la escena. Se iba a anunciar por segunda vez el futuro de Macbeth con crípticas profecías. Las actrices enumeraban los ingredientes de su pócima mientras simulaban verterlos en un caldero invisible. A continuación cantaron un sortilegio.
BRUJA 2.—Los pulgares me hormiguean, algo vil se está acercando. Abrid, llaves, a quien llame.
—Y aquí llega nuestro temible general —dijo Ward en voz baja.
El actor protagonista entró por el lateral opuesto, leyendo unos papeles que de inmediato dejó en el suelo.
MACBETH.—Saludos, sombrías y misteriosas brujas de medianoche. ¿Qué hacéis?
BRUJAS.—Una acción sin nombre.
El militar, convertido en monarca tras cometer magnicidio, exigía entonces a las brujas que respondieran a sus incógnitas. El parlamento de Macbeth no le pareció a Ward lo suficientemente atormentado.
—¡Parad, parad! Jean-Pierre, ¡más viveza! Macbeth está a punto de averiguar su destino. Al principio, pese a su incredulidad, las brujas acertaron: le dijeron que mataría al rey y todo eso que luego, efectivamente, acabó sucediendo. Así que ahora sabe con certeza que van a volver a dibujar su futuro. ¡Está angustiado! Es un tipo agresivo, aunque reconcomido por la culpa y la incertidumbre. Angustia, eso es exactamente lo que han de transmitir sus palabras.
El actor no contestó. Repitieron el fragmento.
Victor examinaba a las actrices. La de la izquierda era una mujer madura y entrada en carnes. Su voz resultaba muy equilibrada, melosa, pero se movía a destiempo. La de la derecha era prácticamente una adolescente, algo feúcha. Llevaba el cabello más corto de lo habitual en las chicas de su edad y, en contraste con la primera, permanecía en exceso estática sobre las tablas. En medio de ellas, con manifiestas trazas de poseer más experiencia que las otras, o quién sabe si más talento, una mujer de treinta y tantos años, de aspecto atractivo a pesar de la dureza de su rostro, afilado y de labios finos. Derrochaba prestancia, desde luego, y era evidente que solo ella podía ser Lady Macbeth.
—Bien, mucho mejor. Sigamos.
Las interpretaciones no eran nada del otro mundo, y la falta de escenografía y de vestuario lo distanciaban de la obra, pero Victor hubo de admitir que se estaba divirtiendo. Había algo en la obsesión, tan humana, de representar y de representarse, de intentar explicarse a uno mismo y a los demás por medio de la ficción, que lo conmovía sin remedio. Las carencias del montaje de Ward subrayaban a su modo lo encomiable de ese esfuerzo entre ingenuo y primordial.
Las brujas pronunciaron sus vaticinios. El primero de ellos alertaba sobre el peligro que suponía para el protagonista que el barón Macduff continuara con vida. El siguiente aseguraba, en cambio, que «ningún hombre nacido de mujer» sería capaz de hacerle nunca daño. La última profecía, la más desconcertante, afirmaba que Macbeth solo sería vencido cuando el bosque de Birnam se moviera hasta alcanzar el castillo de Dunsinane, su morada actual.
Ward subió al escenario y efectuó algunas correcciones en la posición de los actores y en sus gestos. El único espectador se preguntó qué habría llevado al librero a escoger a aquel individuo cetrino y de voz aguda como protagonista. ¿Tan poco tenía donde elegir? No quería ni imaginar las habilidades interpretativas del resto del reparto.
Retomaron la escena y la condujeron hasta el final. Descansaron unos minutos y pasaron a otra, un diálogo entre Lady Macduff, su hijo y el barón Ross.
Una hora y media después de su inicio, el ensayo concluía.
—¡Y ahora a celebrarlo! —gritó Macbeth, repentinamente vivaz.
Los actores descendieron al patio. Antes habían ido llegando nuevos componentes de la compañía, hasta formar un grupo de una docena de personas. Isabelle Ledoux, que así resultó llamarse la «bruja segunda», concitaba obviamente la atención. Victor no pudo evitar cierta inercia seductora en su voz al ser presentado:
—Un placer, señorita Ledoux. Le deseo un feliz aniversario.
—Encantada, señor Blum. Nos han hablado de usted estos días.
No hubo oportunidad de réplica: los compañeros arrastraban ya a Isabelle hacia la calle, deseosos de comenzar de una vez con la juerga.
Entraron con alboroto en la taberna, propulsados por las risas y las conversaciones prematuramente bulliciosas. Las jarras de vino se sucedieron a una velocidad admirable, al igual que las viandas. Victor volvió a constatar resignado la afición que demostraban tener en esa zona del país por los embutidos de cualquier clase. Se consagró al queso, pues, sentado entre Ward y uno de los actores. Isabelle quedaba demasiado lejos como para poder hablar con ella de forma fluida. Su posición frontal propiciaba por contra que sus miradas se cruzaran con frecuencia.
Julien y otros hombres entonaron por enésima vez la canción más chusca de su repertorio. El tabernero, que antes ya había dado muestras de descontento, señaló con su rígido e imperioso índice la cartela pegada sobre uno de los muros, en la que figuraba la frase «Se prohíbe cantar y escupir».
—Cuando hay menos viajeros por aquí no tiene tantos remilgos —le espetó la bruja veterana, mientras imitaba su ademán para referirse a las abarrotadas mesas contiguas.
—Cerramos en media hora —se limitó a añadir.
Se desplazaron a otra tasca en busca de horarios y normas más generosas. Ward y cuatro o cinco de los comediantes habían abandonado por el camino. Isabelle empujó de su lado al pobre Jean-Pierre para que Victor ocupase el lugar.
—¿Se divierte, señor reportero?
—Redactor es un término que me gusta más. O corresponsal, si lo prefiere.
—Corresponsal en Saint-Boffon, nada menos.
—Todo un lujo. De hecho estoy pensando en quedarme aquí una temporada y fundar un periódico. La Voz de Samiel. ¿Qué le parece?
—Debo advertirle de que es una villa de lo más aburrida, salvo en estas fechas. Durante los últimos cuatro días están ocurriendo más cosas que en los últimos cuatro años.
—Justo el tiempo que llevo aquí.
—Algo tendrá que ver.
—Siempre tenemos que ver con algo, señorita actriz.
—Intérprete, si no le importa. O artista de fama local.
—Y dígame, ¿qué hace la gente para no aburrirse en este pintoresco rincón del mundo?
—La gente como yo, quiere decir.
—La gente como nosotros.
—Hay alternativas que solo dependen de uno mismo.
—Imaginemos que las tabernas cierran y que quiero continuar bebiendo.
—Es fácil de imaginar.
—¿Se le ocurre algún sitio donde seguir libando este néctar de dioses?
—Este vinazo infame, no. Aunque sí otras sustancias mucho más inspiradoras.
—Me lee usted la mente, Lady Macbeth.
—Es uno de mis múltiples poderes, Lord Blum.
La paciencia del segundo cantinero dejaba también bastante que desear, así que no tardaron en dar por finiquitada la celebración. Se despidieron ante la puerta de la tasca, divididos espontáneamente en grupos. Uno tomó el desvío de la izquierda, otro siguió recto, calle arriba. Victor, Isabelle y el trasunto de Macbeth, encurdado a conciencia, esperaron a que los demás se alejaran. La mujer encendió un cigarro, que compartió con Victor. Las voces del resto se desvanecieron. Se pusieron en marcha, pero Jean-Pierre no hacía amago de marcharse.
—Creo que ya es hora de dormirla, querido —dijo Isabelle.
El tipo se tambaleaba.
—Quizás sería conveniente acompañarlo a su casa —sugirió Blum.
—Conoce perfectamente el camino. ¿No es así, mi rey?
Isabelle, agarrándolo por los hombros, giró su cuerpo ciento ochenta grados y le dio una palmada en el trasero. El hombre echó a andar y con un esfuerzo atroz logró doblar la esquina.
Cogió a Victor de una mano.
—Le voy a presentar a una amiga mía, el hada verde.
—Me temo que somos íntimos.
Anduvieron todavía durante un buen rato, hasta las afueras de la localidad.
—Normalmente tengo un excelente sentido de la orientación —exageró Victor—, pero he de reconocerle que el trazado de Saint-Boffon me resulta algo confuso.
—El magnetismo de Samiel debe de haber trastocado su brújula natural.
—No le eche la culpa al bosque, sabe que no puede competir con usted en cuanto a magnetismo.
—Estamos en el límite suroccidental, por si le interesa —apuntó burlona la mujer.
—Le confieso que ahora mismo me es completamente indiferente.
Se acercaban por fin a una casa pequeña y aislada. Isabelle aminoró el paso.
—¿Vive sola?
—¿Le sorprende?
—En absoluto. Pero no debe de ser algo muy habitual en una comunidad…, cómo decirlo…, ¿rural?
—A no ser que estemos hablando de una viuda, por ejemplo.
—Por ejemplo —concedió Victor, sin la más mínima intención de seguir indagando.
La sala principal era más amplia de lo que el aspecto exterior de la vivienda hacía suponer. Se acomodaron en un diván, junto a una mesa baja sobre la que reposaba una tela de apariencia exótica. Isabelle dispuso encima la botella de absenta, las copas, las cucharas, una jarra de agua, un recipiente de porcelana lleno de azúcar y un diminuto frasco de vidrio cerrado con un cuentagotas, que el periodista examinó al trasluz.
—Veo que no se conforma usted con los poderes del hada.
Vertieron el alcohol en las copas, colocaron las cucharas agujereadas sobre ellas y encima el azúcar. Antes de proceder a disolverla, Isabelle agregó unas gotas de láudano. Añadieron agua cuidadosamente y a continuación removieron el líquido lechoso y turbio.
—Zumo de luna —dijo Victor.
—Va a resultar que es más poeta que periodista.
—A estas horas, borracho sin oficio. Usted, en cambio, nunca deja de ser actriz.
—¿No le satisface mi actuación de esta noche?
—No tengo la menor queja.
Bebieron con lentitud. Isabelle se aproximó y rozó con la punta de la lengua el cuello del hombre. Luego le mordisqueó un lóbulo, cada vez con más fuerza. Victor comenzó a desabrocharle la blusa. Isabelle se apartó, se puso en pie y se desnudó por completo, poco a poco, sin retirar la mirada de sus ojos. Se soltó por último el pelo, que cayó como una cortina negra sobre los hombros y los pechos, grandes y puntiagudos.
Victor olfateó su piel desde el rostro hasta el sexo. Se arrodilló. Ella clavó las uñas en su nuca y pronunció su nombre con una voz oscura e irreal, como venida de otro tiempo, de otra noche, de algún silencio traicionado.