9
Era evidente que no se disponía de los suficientes efectivos para contener al enorme número de personas que se habían acercado hasta el escenario del crimen. Una muerte misteriosa a solo tres días del eclipse, y en el mismo bosque. ¿Cómo resistirse a algo así?
Los periodistas bregaban para recabar información, los vecinos arrojaban presunciones de cualquier naturaleza. Fantin se había desmayado segundos después de certificar la identidad del fallecido. Se lo llevaron de allí en cuanto recuperó la conciencia.
Lenoir, impelido por el alcalde, ordenó la retirada del cuerpo. También se vio obligado a autorizar a diversos voluntarios a hacer una batida por el bosque. La conjetura del suicidio no podía descartarse aún, pero las concomitancias entre el estado del cadáver y la profanación de los símbolos en la iglesia —los ojos «cegados», el charco sanguinolento— animaban a suponer que se encontraban ante un asesinato.
Dado que el aspecto de la víctima indicaba que su muerte era muy reciente, no resultaba descabellado imaginar que los hipotéticos perpetradores del crimen estuvieran ocultos, esperando a que los ánimos se calmaran para huir. Siguiendo esta lógica, el bosque se presentaba como la opción más razonable, el espacio con más rincones donde esconderse.
Lenoir organizó varios grupos de cuatro o cinco personas, comandado cada uno de ellos por un gendarme, a los que asignó diferentes sectores del bosque. La noche había caído por entonces. Se equiparon con antorchas y comenzaron la expedición. La frondosidad del lugar no tardó en engullirlos.
Junto a Victor y al agente correspondiente caminaban Albert, Demy y Aline. Había sido imposible dejar a la mujer al margen, a pesar del enfado de Lenoir, que acabó transigiendo para no perder más tiempo. Un poco adelantado, abriendo el camino, en silencio, autoritario, marchaba Lombard.
Victor había ido a buscarlo a su casa. No esperaba hallarlo sentado tranquilamente, cenando junto a su hija, mientras el resto del pueblo se congregaba cerca de allí. Estaban al tanto de la noticia.
—Me he pasado el día en el bosque —contestó cuando le pidió que lo acompañase—, ¿para qué voy a volver de noche? No se me ha perdido nada.
—Lombard, usted conocerá el terreno como la palma de su mano. ¿Cuántos años me dijo que lleva talando esos árboles? Nos sería muy útil. Se trata de un compañero, entiéndalo.
—Cada uno es dueño de su vida. Si ese amigo suyo ha decidido acabar con ella, sus motivos tendría.
—Es probable que se trate de un crimen, por el camino le daré los detalles —añadió Blum, reacio a pormenorizar lo escabroso de la escena delante de la chica.
Lombard no respondía. Laetitia miraba fijamente a su padre. El periodista desistió.
—Como quiera —dijo antes de servirse un vaso de la jarra de vino que había sobre la mesa y bebérselo de un trago.
Había superado la cerca que rodeaba la casa cuando una voz lo detuvo:
—¡Espere!
Era Laetitia, desde el umbral. Se apartó para dejar paso a su padre. Lombard besó a la chica y avanzó hasta Victor. Portaba un hacha en la mano izquierda.
La Luna aparecía y desaparecía del campo de visión del grupo conforme se internaban en el bosque y extensiones más espesas se alternaban con ocasionales claros. Victor había pasado la mayor parte de su existencia en la gran ciudad, y ya echaba de menos su suciedad y su palpitación. Juzgó curiosa la variedad vegetal de la zona, la rapidez con que el entorno cambiaba de apariencia, como si el bosque, de escasos desniveles, guardara en su interior infinidad de pequeños bosques que se iban sucediendo sin demasiada transición entre ellos.
Caminaron durante bastante rato. El silencio de Lombard y del agente, al que no le había importado delegar la función de guía, contrastaba con el frecuente intercambio de impresiones entre los cuatro periodistas. Debían hacer el menor ruido posible, pero se descubrían incapaces de evitar el diálogo, siquiera en susurros. La palma derecha del gendarme descansaba sobre la funda de la pistola. Lombard apretaba en su puño el mango del hacha. De igual modo se aferraban ellos a su herramienta de trabajo, la palabra, la única forma que conocían de conjurar el temor.
—Pobre Fantin —dijo Aline—. Es un tipo aborrecible en muchos sentidos, pero nadie se merece algo así.
—Pobre Vincent, querrá decir —replicó Demy—. Aseguraría que se ha llevado la peor parte.
—¿Creen que es cierto lo que se rumoreaba sobre ellos? —preguntó Albert—. Ya saben… Que eran algo más que amigos…
—Por qué no. Los curas son especialistas en esos menesteres, y a Fantin no le falta mucho para beato.
—No sea desagradable —recriminó Aline a Demy.
—Quizás hayan sido los mismos que lo atracaron —sugirió Albert.
—Tal vez —musitó Victor—. Ni siquiera tengo claro que se trate de los responsables de la profanación de la iglesia.
—La simbología de ambos crímenes no deja mucho espacio para la duda.
—A simple vista, sí. Aunque no hay que descartar que estemos ante una maniobra de distracción. Imaginen que, por el motivo que sea, quieren quitar de en medio a una persona y que justo un poco antes se ha cometido una fechoría con unas características muy determinadas, sabidas por todo el mundo gracias a la labor de un puñado de sufridos periodistas. ¿No considerarían muy inteligente imitar algunos rasgos de ese delito, preparar pistas falsas para que la gendarmería se demore estableciendo una relación entre ambos sucesos que en realidad no existe?
—Es plausible —concedió Demy—, aunque excesivamente complejo. Yo tiendo a quedarme siempre con la explicación más sencilla.
—¿Por ejemplo? —terció Aline.
—Que hay por aquí una panda de fanáticos haciendo de las suyas. El maldito eclipse, el puñetero Locusto y el condenado bosque.
—Deberíamos variar nuestra perspectiva, nos estamos olvidando de lo más obvio —terció Albert—. En lugar de preguntarnos quién ha cometido el asesinato, o si sus responsables son los mismos que los autores del sacrilegio, sería mejor que tratásemos de averiguar por qué han matado a Vincent Eluchens. Quiero decir, ¿habrá sido una víctima fortuita o no? Y en este segundo supuesto, ¿cuáles son los motivos de que lo hayan elegido precisamente a él?
—Tiene toda la razón —concedió Aline—. ¿Alguna sugerencia?
El grupo enmudeció. Acababan de llegar a un paraje dominado por árboles aún más altos, seguramente más antiguos, gruesos como columnas, de corteza oscura y ramas ensortijadas. Lombard se detuvo y levantó su palma izquierda. Los demás obedecieron. Inmóviles, en aquella floresta densa y fría, con las sombras oscilantes de sus cuerpos dibujadas sobre el suelo por efecto de las llamas de las antorchas, parecían exploradores de un mundo arcaico y a la par nuevo, por desconocido; los primeros hombres blancos capaces de adentrarse en la más remota de las selvas africanas o en la más secreta de las junglas asiáticas. Al menos eso se dijo Victor, tan inquieto como cautivado. Pensó en las lecturas de Verne que en los últimos años habían conseguido devolverle los ensueños de la infancia.
Lombard rompió el encanto con la primera frase que pronunciaba:
—Hemos llegado al final.
—¿Al final del bosque? —se extrañó el gendarme—. ¡Queda aún mucho terreno por delante!
—Al final de nuestro camino.
Y sin mediar explicación emprendió la vuelta.
El grupo dudaba entre imitarlo o seguir en la dirección contraria.
—Deduzco que se refiere a que, si avanzamos más, invadiremos la parcela asignada a otra de las cuadrillas —sugirió Albert.
—¿De dónde ha sacado a ese sujeto?
—Trabaja en el bosque.
—¿Un leñador? ¿En serio? ¿No podía encontrar algo menos pintoresco?
—Diría, de hecho, que está preocupado porque ha dejado a Caperucita en casa —comentó Victor, disponiéndose a seguir a su anfitrión. Demy, Albert y Aline no tardaron en imitarlo.
—Por lo que a nosotros respecta, esta noche el lobo dormirá tranquilo.
—Si tiene miedo a la oscuridad, yo puedo hacerle compañía —bromeó Demy.
—Antes me dejo descuartizar por una horda de maniacos —zanjó Aline.
El gendarme se quedó solo en medio de los helechos y los árboles centenarios. Miraba hacia un lado y hacia el otro, indeciso. Por último se encogió de hombros y avanzó en pos del grupo, despegando la mano de su confortadora cartuchera.