5

Se levantó temprano, satisfecho por haber podido dormir sin interrupciones. No había nadie en la planta inferior. Encontró un frugal desayuno —café y pan negro— esperando en la mesa.

El sol de principios de julio relucía ya con bastante intensidad. Conforme se acercaba al centro de la población comenzó a percibir cierta inquietud. El revuelo parecía tener su epicentro en el núcleo de calles situado detrás del ayuntamiento, articuladas en torno a la iglesia.

Junto a sus muros góticos y su portalón de madera, cerrado ahora, se concentraba el mayor número de personas.

«¡Han profanado la casa de Nuestro Señor!», le espetó una anciana, sin necesidad de que le preguntase. Se santiguaba repetida, ferozmente.

Miró en vano a su alrededor en busca de caras familiares. Al menos tampoco veía a Fantin. Tenía que aprovechar la oportunidad.

Un par de gendarmes apostados frente a la puerta del templo apartaban a los curiosos. Se aproximó con calma. Los saludó, exhibió su credencial de periodista. Aludió al alcalde y pidió permiso para acceder al interior. El de la izquierda movió su bigotillo, frunció el entrecejo, leyó el contenido de la tarjeta y al cabo, tras consultar a su compañero, dejó pasar a Victor Blum.

Un grupo de hombres se arracimaba alrededor del altar, al fondo de la nave. A pesar del ruido que provocaban sus propias voces, dos de ellos se giraron al oír el sonido de los pasos del desconocido que caminaba con decisión por el pasillo central. Trataron de impedirle el acceso. Trenet les ordenó que se apartaran. Otro, más viejo y con un incuestionable aire de mando, lo observaba fijamente.

—Señor Blum, gracias por venir. Déjeme que le presente a nuestro jefe de brigada, el capitán Lenoir.

Se dieron la mano con suspicacia mutua. El alcalde se llevó a Victor unos metros más allá.

—He de pedirle un favor. Al margen de la gravedad de lo que ha ocurrido aquí esta noche, no nos ha cogido por sorpresa. Cada año, antes del encuentro del bosque, hemos de enfrentarnos a bromas de mal gusto; alguna lápida movida en el cementerio, por ejemplo. Lo esperábamos, aunque no tan pronto. Temíamos también que en esta ocasión las dimensiones del incidente fueran mayores. Le ruego que sea prudente al abordar el asunto en su diario. Por supuesto no le puedo exigir que lo silencie. Apelo a su profesionalidad para que no le dé más importancia de la que tiene. El responsable de esta atrocidad solo quiere escandalizar, por eso no podemos convertirnos en sus cómplices involuntarios, ¿comprende?

La cobardía de Trenet, disfrazada de sentido de la responsabilidad, irritó al periodista.

—Como supondrá, señor alcalde, no está entre mis proyectos convertirme en el vocero de ningún perturbado.

Sonrió y permitió que avanzara.

La figura en mármol del Cristo tenía los ojos perforados.

El agua de la pila bautismal presentaba un color rojo oscuro, como si hubiesen vertido en ella alguna sustancia más densa, probablemente sangre o tinta de ese color.

Por último, pintada sobre la base del altar, acaso con la misma sustancia, una extraña palabra: ONEIROI.

Examinó el suelo en busca de los restos de piedra de la escultura y descubrió unos cuantos añicos.

—Oiga, señor…

—Blum.

—Sí, eso. Dígame, ¿tiene idea de lo que significa esa palabra? Oneiroi. A nadie por aquí le suena lo más mínimo.

—Debe de ser griego.

—¿Griego? —se asombró Lenoir.

—Sí. Por su raíz, algo relacionado con el sueño o los sueños. Pero las lenguas clásicas no son lo mío.

—Sueños…

—¿Y el párroco? Él le resultaría de más ayuda.

—Está indispuesto, es comprensible. Se encuentra descansando en la sacristía.

—¿Habría posibilidad de hablar con él unos minutos?

—No creo que sea buena idea en este momento.

El capitán le dio la espalda sin dejar margen para la réplica y comenzó a susurrar algo al oído de uno de sus subordinados. Victor sacó su cuaderno y copió la palabra, inscrita en el altar con una caligrafía bastante deficiente. Su responsable obraría deprisa, dedujo, y sin demasiados miramientos. Trazó asimismo un esbozo de la escena, con la disposición exacta de todos los objetos, y un sencillo apunte del rostro deformado del crucifijo.

Caminó por la nave con la mirada de los gendarmes sobre su nuca. Lo único que reclamó su atención era que las dos puertas laterales de acceso al templo estaban atrancadas con un travesaño y aseguradas además con una gruesa cadena.

Admitió que poco más podría hacer allí hasta que no consiguiese hablar con el cura. Se despidió y salió por el portalón principal, frente al que seguían apostados los otros dos gendarmes. El grupo de curiosos que hormigueaba por los alrededores había aumentado.

Descendió los escalones que salvaban el desnivel de la plaza. Distinguió a escasos metros el rostro desencajado de Fantin. Venía corriendo, con el sombrero en la mano, seguido por su sombra, el dibujante cuyo nombre seguía sin recordar, aún más asfixiado pese a su menor corpulencia. Se detuvieron al tropezar con Victor.

—Llega usted justo a tiempo, Fantin.

Trató de decir algo, pero no había acabado de recuperar el resuello.

—A sus lectores les encantará. Ya estoy viendo el titular: «Los marxistas profanan la iglesia de Saint-Boffon».

Fantin lo miró enfurecido y propulsó su cuerpo sudoroso escaleras arriba. Victor echó a andar de nuevo, giró hacia la izquierda y rodeó el edificio.

Buscó las puertas secundarias para examinarlas desde fuera. No halló ninguna señal que indicase que hubiesen sido forzadas. Se fijó en dos pequeños dibujos tallados en los marcos y que pasaban desapercibidos entre el resto de ornamentos. Eran idénticos, aunque uno de ellos estaba dispuesto al revés, como si fuera el reflejo especular del otro. Un par de geniecillos alados, que bosquejó también en su cuaderno. Una de las figuras había sido grabada en el larguero izquierdo de la jamba y la otra en el derecho, a la misma altura. El efecto que producían era el de estar custodiando los accesos laterales del edificio. Se preguntó si encontraría alguna marca semejante en la puerta principal. Prefirió comprobarlo más tarde, cuando regresara para interrogar al sacerdote y no hubiera gendarmes incordiando.

Antes de disponerse a redactar la noticia pasó por la librería.

—¡Señor Blum! Estará usted muy aburrido para dejarse caer por aquí…

Relató los sucesos someramente. Ward escuchaba con interés.

Oneiroi… Deidades del sueño, ¿verdad? Espere un momento.

Trajo un grueso, viejo y arquetípicamente polvoriento volumen que hojeó unos minutos.

—Aquí está. Según Artemidoro, existen dos clases de visiones nocturnas. En primer lugar están los sueños propiamente dichos, los enypnia, que no son más que proyecciones de los deseos y temores del sujeto que sueña. Por otro lado, los ensueños u oneiroi, que aluden a lo que está por venir, y tienen por tanto valor profético. Unos estarían inducidos por la voluntad, las necesidades y las miserias corporales del soñador. Los otros, descubiertos de forma espontánea por el alma temporalmente liberada de su prisión física.

Victor se interesó por la obra, titulada La interpretación de los sueños, y no dudó en adquirirla para su colección. Le mostró luego los dibujos del cuaderno. El librero estuvo de acuerdo en que podían ser representaciones de esos ensueños en forma de espíritus intermediadores.

—La simbología del sacrilegio, en relación con la inscripción, parece clara.

—Los ojos cegados pueden guardar relación con la visión interior asociada al sueño, sí. Y esa especie de lago turbio en el que han convertido la pila bautismal, también diría que está asociada al mundo onírico.

—Yo he pensado lo mismo. Pero ¿por qué los sueños? ¿Qué sentido tiene?

—Mesmer, quizás. Trataba de inducir en sus pacientes los llamados «sueños lúcidos». Es el único vínculo que se me ocurre.

—Ya le dije que soy más bien profano en todo lo relativo a supercherías. La mitología es otra cosa, la base de nuestra cultura. Y eso del mesmerismo es de la época de mis abuelos.

—La popularidad de sus teorías ha sufrido altibajos constantes durante décadas. Ahora vuelven a estar de moda gracias a nuestro amigo Locusto. Mesmer llamaba «sueño lúcido» al estado de trance que inducía en sus pacientes. Él creía que ese estado era producido por la potencia magnética de sus manos y por sus toscas máquinas, aunque por supuesto un siglo después sabemos con certeza que no hay ningún fluido magnético natural en el proceso y que el presunto trance entre el sueño y la vigilia suele ser producto de la capacidad de convicción del médico y de la credulidad o predisposición del paciente.

—Conozco esos procedimientos. Hipnosis. Del griego hypnos. Sueño, justamente. Bonita palabra.

—Ese término fue acuñado por el doctor James Braid, compatriota suyo, por cierto, fallecido no hace mucho. Sus estudios sobre el «sueño nervioso» son muy sugerentes. Sin embargo, el hecho de que sepamos por fin a qué se debe la ocasional eficacia de tales técnicas no impide que miles de ingenuos confíen en las sandeces propugnadas por los herederos de Mesmer.

—Locusto y los fanáticos del bosque.

Victor hizo una breve pausa para aclararse la garganta.

—Hipótesis aparte, es innegable que el irreverente autor de los destrozos buscaba un efecto teatral. Sentido de la puesta en escena no le falta.

—En ese terreno le sería de más ayuda.

—Estoy seguro de que el alcalde habrá ordenado ya que retiren las pruebas. Quiero regresar luego para ver al párroco, puede acompañarme si lo desea.

—En realidad no creo que valga la pena. Además, y hablando de escenificación, esta tarde hay ensayo. Como le comenté ayer, dirijo la compañía de teatro amateur del pueblo.

—Reitero mi pesar por perderme ese Macbeth, señor Ward.

—Quién sabe, quizás pueda visitarnos dentro de dos meses para el gran estreno. El viernes nos reunimos nuevamente, venga a echar un vistazo. Estamos trabajando en el cuarto acto. Se divertirá. ¿Cuándo va a tener la oportunidad de ver a una panda de pueblerinos destrozar a Shakespeare?

Tras despedirse del cordial librero, Victor Blum desanduvo sus pasos y entró en un café. Aún tenía tiempo de escribir su crónica antes del almuerzo. No necesitó más de media hora. Dio cuenta del incidente con la mayor objetividad de que fue capaz. Añadió algunas notas de color para realzar el interés. Contextualizó la información hablando de la historia del bosque de Samiel, del encuentro anual, del eclipse. Recurrió en la parte final al viejo truco de dejar en el aire varios interrogantes y de insinuar que en los próximos días el lector iba a poder ver desvelada la clave de esos y otros misterios entre las páginas del diario. Quedó razonablemente satisfecho con el resultado.

Decidió comer allí mismo antes de dirigirse a la oficina de telégrafos. La crema de cebada resultó aceptable, pero el guiso de alubias era desastroso. Sospechó que la salsa estaba cocinada con un fondo de caldo oscuro, a base de huesos, aunque el camarero le había jurado que no. La tarta de pomelo acabó de complicarle la digestión. Se tomó el tercer café de la jornada para contrarrestar la somnolencia a la que había contribuido sin duda el cuartillo de chardonnay con el que había regado el menú.

El trámite telegráfico fue rápido. Visitó la biblioteca local antes de volver a probar suerte en la iglesia. Consultó libros de iconografía mitológica en busca de pistas relacionadas con la representación de los oneiroi. No encontró nada, como era de prever en una colección tan reducida.

Sí que cazó referencias al mito en algunas obras clásicas. Ward le había sugerido que probase con la Teogonía de Hesíodo y con las Metamorfosis de Ovidio. Ambas le ofrecieron un recuento de las diferentes deidades del sueño, con sus nombres y facultades. Le sonaba que Homero lo citaba en la Odisea, y no andaba errado: en un diálogo entre Penélope y Ulises, cuando este acaba de retornar a su hogar en Ítaca y permanece todavía disfrazado de mendigo ante su mujer, ella le habla de dos puertas por las que pasan inevitablemente los sueños. La primera, construida con asta de animal, es atravesada por los sueños buenos y proféticos. La otra, de marfil, es el acceso escogido por las pesadillas y los falsos vaticinios.

Relacionó esta metáfora con los accesos laterales de la iglesia, preguntándose continuamente si no estaría siendo víctima de un exceso interpretativo. También consultó un pequeño ejemplar que relataba la historia del templo. Databa del siglo XIV, y estaba consagrado a san Jerónimo. Nave de cruz románica, altar barroco, fachada restaurada, ninguna alusión a los ornamentos de las jambas ni a nada más que pudiera vincularse con los oneiroi.

La pista relativa al sueño lúcido fue más productiva. El bibliotecario lo informó de que contaban con una pequeña sección dedicada al magnetismo. Había pertenecido a un médico local, un tal Benjamin Bernard, y fue donada por vía testamentaria. Bernard había sido uno de los responsables de que, tres o cuatro décadas atrás, el bosque de Samiel comenzara a ser reivindicado como un paraje con propiedades especiales y de que acabara convirtiéndose en destino predilecto de unos pocos estudiosos, curanderos de toda naturaleza, enfermos desesperados o meros curiosos.

Victor pensó que era lógico que alguien atraído por el mesmerismo y que hubiera vivido tan cerca de unos parajes tradicionalmente relacionados con leyendas y cuentos de druidas acabara asociando una cosa con la otra hasta hacer que encajaran. Persuadir al público, en suma, habría sido lo más simple, pues siempre hay gente dispuesta a creer en lo maravilloso pese a que existan explicaciones racionales para la mayoría de los sucesos aparentemente insólitos.

Consultó una copia subrayada de los célebres Aforismos de Mesmer. De sus discípulos directos, entre otras, las Consideraciones sobre el magnetismo animal, de Bergasse, el Ensayo de una presentación del magnetismo, de Kluge, Mesmerismus, de Wolfart, y Daemoniaca, de Kieser, obras con las que estaba familiarizado.

Le sorprendió la presencia de ejemplares de Magikon, la revista sobre espiritismo editada a mediados de siglo por Justinus Kerner, otro médico magnetizador bastante popular en su época, además de discreto poeta. Su asombro fue mayor cuando, de entre sus páginas, desempolvó un artículo en el que se describía un caso de videncia donde aparecían varias referencias a los oneiroi. El anónimo autor utilizaba la figura del genio del sueño como una metáfora del poder visionario de su paciente, una sencilla joven de provincias afectada por extraordinarios síntomas y dotada de una hipersensibilidad prodigiosa.

Victor había leído muchos textos parecidos y en la mayor parte de ellos se repetían una serie de motivos muy concretos. La enfermedad del espíritu. La capacidad del enfermo para ver el futuro a través de sus sueños. Las terapias fundamentadas en la teoría magnética y sus derivaciones. Solo la mención a los oneiroi, considerados como demonios que habían de ser expulsados del cuerpo de la paciente, diferenciaba ese artículo de tantos otros. Tomó algunas notas y abandonó el edificio con la cabeza llena de ideas que iban y venían sin acabar de hallar su lugar.

El cura oficiaba la misa de la tarde. El Cristo crucificado había sido sustituido por otro de madera. El altar estaba recubierto con un lienzo blanco y festoneado con hilos dorados, así que era imposible saber si debajo palpitaba todavía la enigmática inscripción. No alcanzaba a ver la pila bautismal, más elevada, aunque era de suponer, como ratificaría minutos después, que su insolente contenido habría desaparecido. Aguardó con paciencia al fin de la ceremonia. Se dirigió al sacerdote con afabilidad.

De poco sirvió. Un individuo adusto y parco en palabras. La entrevista, tan breve como decepcionante. Ni siquiera pudo interrogarlo a propósito de los dibujos de las jambas.

Examinó por último el portalón frontal.

Nada destacable.

Alcanzó la calle principal al mismo tiempo que se detenían dos diligencias. De la primera salió una abigarrada serie de personas y equipajes que se encaminaron hacia el Hotel de los Vientos. Hacían un ruido atroz. Un grupo idéntico descendió del otro carruaje. Ambos conformaban la avanzadilla del gentío que llegaría a la población durante las siguientes jornadas.

Cuando parecía que a los vehículos no les quedaba ningún pasajero por expulsar, tras la portezuela del segundo asomó un pie calzado con un botín escarlata. Su propietaria bajó lentamente, trató de reprimir un bostezo con el dorso enguantado de su mano derecha. Estiró los brazos. Se alisó la falda. Divisó entonces a Victor, que ya se acercaba para ayudarla con los bultos, y su rostro se iluminó con una reconocible sonrisa.