20

Yo he creído siempre en el destino. Lo que tiene que ser, será, por muchas vueltas que le demos. Mi madre decía lo mismo a su modo: a quien nace barrigón, repetía muchas veces, es inútil que lo fajen.

Aquella noche estuve hasta las tres de la madrugada otra vez con mis fotografías.

—Bueno, aquí estamos otra vez —les dije a todos mis fantasmas—. Cada día un poco peor, pero aquí continuamos.

Cuando oí que Juan levantaba la reja de la calle, me metí corriendo en la cama, apagué la luz y me hice la dormida, pero aún tardó un buen rato en entrar en la casa. Necesitó un siglo sólo para meter la llave en el agujero de la cerradura y abrir la puerta del piso. Estuvo un buen rato en la cocina, se metió en el retrete y tiró dos o tres veces de la cadena. Supuse que estaba devolviendo hasta la primera papilla. Luego entró en la habitación, encendió la luz, se acercó a la cabecera de la cama y me dijo que a él no le engañaba y que sabía muy bien que me estaba haciendo la dormida.

—Mañana por la mañana me largo y te dejo tranquilo —le contesté, sin abrir los ojos y sin cambiar de postura—. Me largo apenas me devuelvas lo que me debes.

Me volví del otro lado, pero el muy cabrón estaba demasiado borracho para quedarse callado y dejar las cosas como estaban. Me dijo que su casa no era un hotel y que, en todo caso, de las diez mil pesetas que le había dejado pensaba descontarme el reloj de pulsera y, además, una cantidad por cada uno de los días que había pasado viviendo allí. Eso como gastos de pensión.

—De acuerdo —repliqué—, pero si tú me cobras la pensión, yo te cobraré todas las babas que me has echado encima.

—Ja, ja —rió él.

Dio un paso al frente y estuvo a punto de caerse. Echó una mirada enrojecida a su alrededor, cogió el frasco de perfume que tenía encima del tocador, desenroscó el tapón y se echó todo el perfume en la cabeza. No es que fuese demasiado caro, pero me jodió que lo hiciese. Entonces salté de la cama y le planté cara.

—Muy bien —le dije—. Si quieres bronca, tendrás bronca.

Juan me soltó varios piropos de su cosecha. Me llamó tía guarra y dijo que no tenía entrañas porque les daba aspirinas a las flores y, sin embargo, me importaba un rábano si a él le dolía la cabeza. Le contesté que si me importaba menos que un rábano era porque valía menos que un rábano y entonces se echó a llorar. Aquello me desarmó un poco, porque siempre te da un no sé qué cuando ves llorar a un hombre, por muy borracho que esté. Pensé que era mejor no replicar, porque aquello podía acabar como el rosario de la aurora, y me fui a la cocina, pero me siguió sin parar de soltar chorradas. Me dijo, por ejemplo, que era tan mala folladora como su mujer y que por eso no le extrañaba que me hubiesen echado a patadas de El Cañaveral. Yo me senté en una silla y me quedé con los ojos cerrados, comiéndome las tripas. Juan se quedó en la puerta y se puso a contar con los dedos.

—Ocho noches, a dos mil pesetas por noche —me dijo—, son dieciséis mil, así que me debes todavía seis mil.

Entonces me di cuenta de que no estaba tan borracho como parecía. Está exagerando un poco, me dije. Siempre me ha parecido cosa de magia que algunas personas puedan contar sin necesidad de papel y lápiz. Me lo quedé mirando a los ojos y me di cuenta de que tenía mucho miedo a quedarse otra vez solo.

—Muy bien, no se hable más —le dije—. Me largo y te dejo en paz. Te perdono los dos mil duros. Más se perdió en Cuba.

Al oírme decir todo eso se puso de rodillas y me dijo que no me marchase, que le perdonase y que a partir de aquella noche todo sería distinto.

Me dio mucha pena verle como si estuviese rezando, con los cuatro pelos de la cabeza revueltos, los ojos como dos tomates y el bigotillo, que ya le había vuelto a crecer, como una manchita de tinta debajo de la nariz. Le cogí por los dos brazos y lo levanté del suelo, pero justo en aquel instante descubrí que había tirado mi álbum al cubo de la basura y que había partido por la mitad tres o cuatro fotografías. Entonces perdí el mundo de vista y no recuerdo muy bien lo que pasó luego. Me parece que le cogí por el cuello con las dos manos y que estuve apretando hasta que le vi sacar la lengua.

El pobre ni siquiera intentó defenderse. Le di un empujón con todas mis fuerzas, salió despedido hacia atrás, se dio con la cabeza contra el borde de la nevera y se quedó seco. Recogí el álbum del cubo de la basura, volví al cuarto, me senté en la cama y vi que una de las fotografías que había roto era la de mi hermana difunta, con sus ojeras y su cara de mala leche. Otra de las fotografías que había jodido era una en la que se veía a mi padre sentado en una silla y bebiendo en porrón y a mi madre de pie detrás suyo, con peineta y mantón.

Guardé el álbum y los trozos de las fotografías en la maleta, cerré el armario con llave y me puse a llorar. No se cuánto tiempo estuve con la cara hundida en la almohada —creo que me quedé medio adormilada—, pero cuando levanté la cabeza Juan aún no se había acostado. No sé qué hubiese hecho de haberle encontrado entonces a mi lado, pero lo cierto es que no estaba en la cama. Entonces fui a la cocina y le encontré todavía en el suelo, es decir, tal como se había quedado al caer.

Pensé que estaba durmiendo la mona y estuve a punto de dejarle donde estaba, pero luego le cogí en brazos y le llevé a la cama. Le dejé caer como un saco en la cama y luego me acosté a su lado, pero dándole la espalda.

Antes de quedarme dormida estuve pensando en bastantes cosas. Pensé, por ejemplo, en la casa con una antorcha encima del tejado, en el carnicero afilando el cuchillo, en el rey de espadas, en la rata de la acequia y en el caballo de bastos. Luego pensé en el portero y fue como si le estuviese viendo sentado a la puerta de la fábrica, con el botijo al alcance de la mano y los dientes forrados con papel de estaño. Después me fui quedando dormida y soñé que estaba lloviendo y que mi madre me daba el único paraguas que había en la casa y que tenía el mango en forma de cabeza de pato.

Al día siguiente, al darme la vuelta, vi que Juan no se había movido en toda la noche. Ni siquiera se le oía respirar. Le toqué una mano y le encontré frío como el hielo. Entonces me di cuenta de que estaba muerto.

Ha pasado lo que tenía que pasar, me dije. La verdad es que no sé de dónde saqué tanta sangre fría. Me senté a su lado y durante un buen rato estuve sin saber qué hacer.

Hay que llamar a la policía, pensé por fin.

Pero luego no me sentí con fuerzas para bajar a la calle y telefonear a la bofia. Me quedé sin mover un dedo y a medida que pasaba el tiempo fui viendo las cosas de otra manera. Poco más o menos, me había pasado lo mismo que a la mujer de la película, que mataba a un fulano y luego se daba cuenta de que no era el Hombre Lobo. La única diferencia es que ella había liquidado a aquel tío a propósito y que yo lo había hecho sin querer, pero lo más fácil era que la policía pensase otra cosa y que me encerrasen unos cuantos años en chirona.

Sólo con pensar en la cárcel se me pusieron todos los pelos de punta, y al cabo de un rato de estar dándole vueltas y más vueltas al asunto llegué a la conclusión de que yo también podía hacer desaparecer el muerto y decir luego a todo el mundo que Juan se había largado sin decirme a dónde iba, seguramente porque no quería continuar pasándole la pensión a su mujer.

Cuando se ve en un apuro, la gente saca fuerzas de flaqueza y acaba apechugando con todo lo que se le ponga por delante. Eso es, por lo menos, lo que yo hice. Me cargué el muerto sobre los hombros y lo llevé al cuarto de detrás de la pantalla, donde Juan guardaba los cacharros de la limpieza y las herramientas y la mesa de carpintero. Lo que me costó más trabajo fue bajar por la escalera y subir luego con el cuerpo a cuestas por la otra escalera. Siempre me habían dicho que la gente pesa más cuando está muerta que cuando está viva. Le dejé tendido sobre la mesa y luego estuve un buen rato sin hacer nada, recuperando el resuello.

Ahora tendré que cortarle en tres trozos, me dije al cabo, pensando otra vez en la tía de la película.

La verdad es que no me faltaban herramientas. Tenía martillos, tenazas y, sobre todo, un par de sierras. Lo único que me faltaba era encontrar un par de sacos y meter los trozos dentro. Aquella misma noche podía tirar a la acequia el saco con las piernas y al cabo de un par o tres de días dejar el otro en la otra punta de la ciudad, para que la poli no supiese que los trozos eran del mismo cuerpo.

Lo único que estaba por ver era si tendría estómago suficiente para depilarle las piernas y pintar de rojo las uñas de los pies. Eso era justamente lo que hacía la mujer de la película para acabar de despistar a la policía, pero una cosa es hacer las cosas en una película y otra distinta es hacer esas mismas cosas en la realidad.

Al cabo de un rato de estar pensándomelo apreté los dientes y me decidí a coger la sierra. Si quieren que les sea sincera, les diré que hubiese preferido bailar un vals con el príncipe de las medallas, como la rubia de la primera película, o tumbarme en un diván y escuchar el piano con los ojos entornados, como hacía la tía de la segunda película.

Mi única oportunidad, sin embargo, fue imitar a la tía de la tercera película, es decir, partir en trozos al hombre que hubiera podido cambiar mi vida. En cierto modo, no me dieron a elegir otra cosa.