9

La echadora de cartas vivía en el fin del mundo, en la planta baja de una casa que tenía la fachada pintada de verde. El timbre no funcionaba y tuve que aporrear la puerta tres o cuatro veces. Abrió una vieja que por lo menos tenía ochenta años y lo primero que pensé es que no le hubiese ido mal afeitarse un poco el bigote. Iba vestida de negro y llevaba puesta una toquilla también negra, a pesar de que caía un sol que achicharraba los pájaros. Le dije que venía de parte de Isabel y me hizo pasar a una habitación en la que había una mesa cubierta con un tapete verde, dos sillas y una mecedora.

—Siéntate y espera un momento —dijo. Y me dejó sola en el cuarto.

Al principio pensé que me hacía esperar para darse un poco de importancia, pero luego me di cuenta de que todavía no eran las cinco y que me estaba haciendo esperar hasta que fuese la hora exacta. El cuarto olía a coles hervidas y los ladrillos del suelo estaban pintados de rojo y bruñidos con cera y relucían como un espejo. Al cabo de un rato oí cómo daban las cinco de la tarde —las campanadas venían de algún reloj de pared que seguramente estaba en la habitación de al lado— y en ese preciso momento volvió la vieja con el mismo vestido negro de antes, pero con otra toquilla de color malva.

—Llegas en buena hora —me dijo, como si acabase de hacerlo en aquel preciso instante.

Y luego me explicó que las cinco era una hora impar que daba buena suerte. Se sentó al otro lado de la mesa y puso encima del tapete una baraja nueva que apestaba a ron.

Era una vieja más lista que el hambre. Se dio cuenta de que no me gustaba el olor de las cartas y me dijo que ella no probaba el alcohol, es decir, que no bebía, pero que las pobres cartas necesitaban beber y que cada jueves no tenía más remedio que rociarlas con un poco de ron de marca para que dijesen la verdad.

—Vamos a ver —dijo luego, resoplando por la nariz.

La primera carta que salió fue una sota de espadas.

—Ésa eres tú —me dijo.

Luego barajó las cartas, me las hizo cortar con la mano izquierda y separó los cuatro ases, todas las figuras, el dos y el tres de cada palo y el cuatro de oros. Después las volvió a barajar y yo volví a cortarlas otra vez con la mano izquierda y puso seis cartas boca abajo en cada esquina de la sota de espadas y empezó a tirar las otras cartas boca arriba.

Para empezar me dijo que había una compañera de trabajo que me odiaba.

—Ten mucho cuidado con esa mujer —me advirtió cambiando de voz.

Pensé que esa mujer podía ser Isabel, aunque entonces ya no trabajásemos juntas. Decir eso, de todos modos, no era decir mucho, porque casi todo el mundo tiene o ha tenido una compañera de trabajo que le odia o, por lo menos, que le cae mal.

Le pregunté si a esa tía le cantaba el aliento y no me contestó. O no me escuchó, o se hizo la distraída, aunque yo creo que se hizo la longuis, así que en lugar de responderme empezó a hablar de un hombre moreno que se había fijado en mí con buenas intenciones y que estaba buscando el modo de hablar conmigo.

—Aquí está —señaló, poniendo el dedo encima del caballo de bastos.

Se pasó otro buen rato sin despegar los labios y después dijo que tenía que guardarme de otro hombre con bigote. Continuó tirando las cartas y, por fin, cuando salió el rey de espadas, me dijo que un hombre de mando me iba a causar también muchos problemas.

Le pregunté qué quería decir un hombre de mando y me dijo que era alguien que tenía mucho que ver con la justicia, porque sostenía la espada con la mano derecha. Yo le pregunté entonces si me veía casada, o por lo menos si me veía llevando vida de casada, es decir, viviendo fija con el mismo fulano, y me contestó que las cartas no decían ni que sí ni que no, así que aquello —que era precisamente lo que más me interesaba— quedó en el aire.

—Tanto puedes casarte como quedarte para vestir santos —dijo.

Supuse que en lo de casarse entraba también vivir fija con el mismo tío. Todo aquello, mirándolo bien, me lo hubiese podido decir cualquier vecina sin cobrar ni cinco, así que al final lo que pensé fue que para aquel viaje no se necesitaban alforjas.

Para aprovechar un poco más la consulta le pregunté si el hombre con bigote era también un poco cojo y me dijo que no, que nada de cojeras, que ella le veía andar con mucho garbo.

—Entonces no puede ser Juan —pensé en voz alta.

—Las cartas nunca dan nombres ni apellidos —me explicó la vieja.

Y ya no dijo nada más. Volvió a reunir las cartas en un solo mazo y se me quedó mirando a los ojos, como si supiese que no me había quedado satisfecha con todo lo que me había dicho y me estuviese pidiendo disculpas con la mirada por no poder decirme más cosas.

—En fin —susurró luego, dejando la baraja encima del tapete y arreglándose la toquilla.

Pero yo no quise levantarme todavía de la mesa, que era seguramente lo que estaba esperando, y le pregunté si sabía hacer algo más, aparte de leer el futuro.

No recogió la indirecta y me hizo repetir la pregunta. Recogió las cartas de la mesa y antes de responder estuvo un rato pasándose el mazo de una mano a la otra y mirándome a los ojos sin pestañear, tratando de adivinar lo que estaba pensando. Luego me dijo que lo suyo, en realidad, no eran las cartas —al fin y al cabo, en la ciudad había otras echadoras tan buenas como ella— sino otra especialidad que Isabel conocía muy bien y de la que hubiese tenido que hablarme antes.

Cuando le pregunté qué especialidad era ésa me miró otra vez a los ojos y se fue por la misma puerta que había salido antes. Estuvo fuera un buen rato y al cabo de un momento volvió con una caja de madera con incrustaciones de nácar. La dejó encima de la mesa y dijo que iba a enseñarme algo de mucho valor, pero que luego no fuese por ahí contándoselo a todo el mundo. Me dijo también que si me lo enseñaba era sólo porque había ido a verla recomendada por una de sus mejores clientas.

La caja, que parecía muy antigua, tenía una llave puesta, estaba forrada de raso de color verde y en el fondo había un espejo que era todo de metal, incluso la luna. La mujer cerró los ojos, se puso la mano derecha sobre el pecho y me dijo que aquella caja había pertenecido a un rey moro y tenía la virtud de reflejar el futuro.

Puse una cara como si me lo creyese y le dije que lo sentía mucho, pero que nunca había oído hablar de esa clase de espejos. Entonces la vieja se encogió de hombros, como si estuviese harta de que le dijesen lo mismo cada vez que enseñaba el espejo. Fui a sacarlo de la caja y me dijo que no lo tocase, que ya lo sacaría ella y que lo único que tenía que hacer era soplar sobre la luna todo lo fuerte que pudiese.

Cuando me lo puso a un palmo de la boca llené los pulmones de aire, soplé con toda la mala leche del mundo y al cabo de un rato de estar concentrada en el fondo del espejo vi que aparecían en la luna unas cuantas caras muy borrosas. A lo mejor fue sólo el vaho de mi aliento, pero en aquel momento lo que vi fueron caras y eso no me lo puede discutir nadie.

—Las cartas no mentían —señaló la vieja—. Ahí tienes al hombre del bigote que está buscando tu ruina.

Le pregunté si veía también al hombre moreno que me quería bien y dijo que sí, que le veía de pie, justo detrás del hombre con bigote, y que daba toda la impresión de que estaba esperando a alguien.

—Ese hombre —añadió—, te ve con buenos ojos.

Tampoco aquella respuesta aclaraba las cosas y le pregunté si ese hombre moreno me veía con buenas intenciones o con buenos ojos. No comprendió el sentido de mi pregunta y para que lo entendiese tuve que explicarle que no es lo mismo una cosa que otra, es decir, que no es lo mismo ver a una tía con buenos ojos —aunque sólo fuese para follársela y dejarla luego tirada en una cuneta— que mirarla con buenas intenciones.

—Pues ése te mira con buenas intenciones —contestó por fin la vieja.

Y a continuación, sin apartar la mirada del espejo, dijo que yo era una mujer que hasta entonces había llevado bastante mala vida, pero que me había propuesto cambiar y que seguramente lo conseguiría. El espejo decía también que desconfiase de todos los viajes, sobre todo de los viajes por barco, y que no me fiase ni un pelo de una persona que me había propuesto un negocio que a primera vista parecía seguro.

—Sopla, sopla otra vez —me dijo, acercándome un poco más el espejo.

Volví a soplar y aquella vez me pareció que en el espejo salían casas, árboles y muchas rayas. La vieja se puso entonces muy seria, como si no le gustase lo que estaba viendo. Le pregunté qué quería decir todo aquello y respondió que veía una casa muy grande y una antorcha encendida encima del tejado.

—Esa casa, en realidad, es una cárcel —me explicó—. Se ve muy claro, ahí tienes las rejas —añadió un instante después, señalándome las rayas con el dedo, aunque sin tocar el espejo.

—¿Y la antorcha? —pregunté.

Me contestó que aquella antorcha señalaba un peligro, pero antes de que se lo preguntase me adelantó que el espejo no decía de qué clase de peligro se trataba y que tanto podía ser una puñalada trapera como una pulmonía doble.

Todo lo que me decía aquella mujer podía ser verdad, cualquiera sabe, pero tuve la impresión de que se estaba refiriendo a cosas muy lejanas, es decir, a cosas que no me tocaban de cerca. Lo que yo estaba buscando eran respuestas más concretas, así que le pregunté si veía en mi vida alguna persona que estuviese tomándome el pelo.

—No, no hay nadie, de eso sí que estoy segura —respondió la vieja, como si no lo estuviese tanto de lo que me había dicho hasta entonces.

Pero no me aclaró si la habría al día siguiente, o al cabo de unos cuantos días. Le pregunté si el hombre con bigote mamaba más de la cuenta y me dijo que sí, que era bastante aficionado a empinar el codo y que cuando estaba borracho perdía el mundo de vista y se convertía en un tipo de mucho cuidado. Aquello complicaba un poco las cosas, porque el fulano del bigote tanto podía ser Juan como no. Le pregunté también si cuando hablaba de bigote podía referirse también a un hombre que se lo acababa de afeitar y me contestó que ni las cartas ni el espejo podían decir las cosas con tanto detalle.

—Pero ¿está segura de que ese hombre no es cojo? —seguí preguntando, poniéndome cada vez más nerviosa.

Me aseguró otra vez que no era cojo, y me lo dijo, además, como si le cabrease tener que repetírmelo, pero me quedé con la duda metida en el cuerpo y pensé que incluso aquel espejo, por muy maravilloso que fuese, podía equivocarse algunas veces. Luego, no sé por qué, se me ocurrió que aquella mujer podía ser curandera, aunque solo fuese porque unas cosas llevan a las otras. Se lo pregunté y me dijo que sí, que había nacido un Viernes Santo y tenía una cruz en el paladar, aunque no se le podía ver muy bien.

—¿A usted le parece —le pregunté entonces— que la flor de trigo va bien para que los hombres aborrezcan el vino?

Me dijo que había otras cosas mejores que la flor de trigo, pero cuando le pregunté cuáles eran esas cosas me dijo que esa consulta se la tendría que pagar aparte, y que fuese a verla dentro de tres o cuatro días, que me tendría preparado un remedio que no fallaba nunca.