8
Al día siguiente fue el primero en despertarse y apenas me vio abrir los ojos me dio un beso en la punta de la nariz y me dijo que aquel día iba a ser un gran día, aunque ni él ni yo habíamos visto salir el sol. Yo le dije que sí, que a lo mejor iba a ser un gran día, pero que ya veríamos, porque nunca se sabe. Fui a la cocina a hacer el café y él me dijo que iba a ducharse. Se metió en el retrete y se puso a cantar a grito limpio. Eso es, por lo visto, lo que hacen todos los tíos mientras se están duchando, pero creo que aquélla fue la primera vez que oía cantar a un fulano en la misma casa donde yo vivía. Aquélla fue, además, la primera vez que se duchaba en los cuatro días que llevábamos viviendo juntos.
Cuando salió del retrete se metió en el cuarto y continuó cantando entre dientes. Luego entró en la cocina y vi que llevaba puesto el mismo traje azul que se había puesto el día antes para ver a su mujer. Encendió un cigarrillo antes de que le echase el café en la taza y le dije que era malo fumar con el estómago vacío. Me contestó que siempre le estaba soltando el mismo rollo, pero que a lo mejor con un poco de paciencia podía ir quitándole poco a poco el vicio del tabaco.
—Lo que no consigas tú, no lo consigue nadie —dijo también, para darme un poco de jabón.
—Eso ya lo veremos —le contesté, como si me hubiese creído lo que había dicho.
Luego me puse yo también un vestido azul, para ir los dos haciendo juego, y salimos a la calle cogidos del brazo como dos novios. Fuimos a la Caja de Ahorros, y cuando llegamos a la puerta me dijo que prefería esperarme en la calle porque lo mareaba ver tantos billetes juntos, pero no sé si me lo dijo en serio. Antes de separarnos me dio uno de sus besos en mitad de la frente que sonó como cuando se quita el tapón de tina botella, y un tío que pasaba por la acera volvió la cabeza y se nos quedó mirando. Seguramente pensaba que no era normal que gente que ya tenía espolones se besase haciendo tanto ruido y, además, a la vista de todo el mundo. Luego entré en la Caja, saqué casi todos los cuartos que tenía metidos y cuando salí a la calle Juan me recibió con los brazos abiertos y me dio otro beso en la frente. Me llamó cachonda y entramos en un bar que estaba cerca. Nos sentamos en un rincón y él pidió un carajillo y yo un café con leche.
—Esta noche te voy a pegar un buen meneo —me dijo en voz baja, mirándome a los ojos.
Pero mientras me estaba mirando de ese modo metió la mano por debajo de la mesa y me cogió los diez billetes que yo había puesto encima de las rodillas.
—Cachonda —me dijo otra vez, guardándose las lechugas en el bolsillo.
Y luego se puso a remover el carajillo con la cuchara, pero lo hizo sólo para hacer un poco de ruido. Bueno, pues yo también quiero hacer un poco de ruido, me dije. Y empecé a darle golpes a la taza con la cucharilla. En aquel momento lo que menos me importaba era el dinero. Cuando me dijo que estaba dispuesto a firmarme un recibo, le contesté que se metiese el recibo donde más gusto le diese, que para algo estábamos viviendo juntos, y que ya me devolvería el dinero a final de mes, cuando cobrase.
—Cachonda —me dijo una vez, más.
Entonces le pedí que cambiase de disco, porque lo de cachonda ya empezaba a oler un poco. Se disculpó diciéndome que se sentía tan contento que no se le ocurría otro piropo.
—Te lo devolveré el lunes —dijo luego, mirándome otra vez al fondo de los ojos.
Y en aquel momento tuve la impresión de que estaba intentando comprar algo que no estaba en venta. También yo le miré a los ojos y como no se me ocurrió otra cosa, le solté que estaría mejor si se afeitaba el bigote.
—Pues no se hable más —dijo— mañana me lo afeito.
Cuando acabé de tomarme el café con leche —él se bebió el carajillo de un trago, como si fuese una purga— salimos a la calle y cada cual se fue a lo suyo. Juan se largó con la pasta a ver a su ex costilla y yo regresé a casa.
Antes de doblar la esquina volví la cabeza y, viendo cómo se alejaba calle abajo, pensé que por lo menos no había otro hombre en todo el mundo que tuviese sus andares. No es que fuese dando saltos, pero se apoyaba más en una pierna que en la otra y a cada paso que daba la cabeza le subía o le bajaba un poco. Cuando le perdí de vista me quedé un poco triste. No tenía muchas cosas que hacer y en lugar de volver directamente a casa fui dando un rodeo. Di una vuelta por el barrio y me senté encima del puente de piedra que cruzaba sobre una acequia. Aquella acequia —que olía a cloaca— era la misma que pasaba por detrás de El Cañaveral. Atravesaba la ciudad de parte a parte y llegaba hasta los naranjales de las afueras. Luego seguí caminando y al cabo de un rato me senté en una plaza, a la sombra de un árbol, y estuve un rato viendo cómo dos viejos jugaban a la petanca. Después fui al mercado y pregunté a una dependienta dónde podía comprar unas cuantas hojas de laurel. Me contestó que en cualquier herboristería y por la cara que puso comprendí que le había preguntado una de esas cosas que sabe todo el mundo. Aquella misma mujer me dijo que podía encontrar una herboristería dos travesías más arriba.
Fui a la herboristería, compré el laurel y le pregunté a la vieja de la tienda si tenía algún remedio para que los aficionados al morapio se olviden del vino. La mujer me dijo que lo mejor era la flor de trigo y que si echaba cuatro gramos de esa flor en medio litro de vino, quienes bebiesen esa mezcla aborrecerían el vino para siempre. Luego me dijo que no le quedaba flor de trigo y que si quería comprar tendría que esperar hasta la otra semana.
—Pues volveré la semana que viene —le prometí.
Al fin y al cabo no costaba nada probar. Lo peor que podemos hacer en esta vida es quedarnos cruzadas de brazos y esperar que las cosas se arreglen solas. Por lo menos, me dije, si deja de beber no tendré tantos problemas. Y de pronto, cualquiera sabe por qué, me entraron unas ganas locas de volver a casa y meterme en la cocina para prepararle el estofado.
Volví, pues, a casa y puse en el fuego una cazuela con aceite y cuando estuvo caliente eché dentro toda la carne que guardaba en la nevera. Eché también una hoja de laurel, medio tomate y unos cuantos ajos machacados. Dejé la cazuela en el fuego y mientras la carne se iba haciendo poco a poco bajé a la calle y le compré a la tía que vendía flores en la esquina un ramo de margaritas para el recibidor. Luego me metí en una cabina, llamé a Isabel, que había trabajado conmigo en El Cañaveral y le pedí el teléfono de una echadora de cartas que conocía y que, por lo que me había contado, lo adivinaba todo.
—¿Qué tal te va? —le pregunté luego.
—Por aquí meando —contestó, como si no estuviese muy contenta—. Y a ti, ¿cómo te van las cosas? —me preguntó luego ella.
Le dije que me iban bastante bien, pero sin exagerar. Le conté también que ya no trabajaba en El Cañaveral y que desde hacía cuatro días vivía con otro tío y ella me preguntó qué tal era. Le dije que había conocido otros peores, pero como si no le diese mucha importancia al asunto. Luego, cambiando de rollo, le conté que iba a trabajar de taquillera en un cine, pero no le dije en cuál para que el día menos pensado no viniese a tocarme las narices.
—Pues asegúrate de lo que haces —me recomendó, como si ella fuese una tía muy lista y yo una pobre infeliz a la que cualquiera podía tomar el pelo.
Le contesté que en esta vida no tenemos más remedio que mojarnos de vez en cuando el culo si queremos chupar del bote y prosperar, pero que precisamente por eso quería ver a la echadora de cartas, para preguntarle cuatro cosas, a ver qué me decía. Lo que no le conté fue que aquella misma mañana había dejado a Juan dos mil duros.
—Por si fuese poco —le conté luego, para que se muriese de envidia—, tiene el rabo más gordo que he visto en mi vida.
Pegó un suspiro como si fuese a desmayarse y dijo que yo siempre había sido una tía con suerte. Luego me invitó para que fuese a comer a su casa, pero no quedamos en un día fijo y colgué el teléfono cuando oí el clic al otro lado. Me quedé un rato pensando qué había querido darme a entender cuando dijo que yo había sido siempre una tía con suerte y luego llamé a la echadora de cartas. Le conté que era amiga de Isabel, me dio la dirección y me dijo que podía ir a verla aquella misma tarde, a las cinco en punto.
Cuando volví a casa el estofado estaba a punto de caramelo. Me cambié de ropa, quité la cazuela del fuego, metí las flores en una botella vacía de cerveza que encontré debajo del fregadero y puse la botella encima del contador de la luz, que estaba en el recibidor, justo detrás de la puerta. No es que fuese un florero muy bonito, pero lo que más me importaba eran las flores. Luego puse los platos en la mesa y Juan llegó un instante después, como si hubiese estado esperando en la calle para poder presentarse en el momento exacto.
Lo primero que vi fue que se había afeitado el bigote. El muy cabrón se había metido en una barbería sólo para que le quitasen aquellos cuatro pelos que yo misma hubiese podido arrancarle con unas pinzas. Aquél fue, de todos modos, un buen detalle por su parte. Me besó entre ceja y ceja, se metió en el cuarto para quitarse el traje azul y al cabo de cinco minutos salió con el pantalón del pijama puesto y el pecho al aire, marcando todas las costillas.
—Vamos a ver qué tal te ha salido ese estofado —dijo sentándose a la mesa y agarrando el cuchillo con una mano y el tenedor con la otra.
—Vaya, ya veo que te has afeitado el bigote —le dije, para que no pensase que no me había dado cuenta.
Se encogió de hombros y me explicó que lo había hecho porque yo se lo había pedido.
—Pues tenía más razón que un santo al pedírtelo —le dije, pasándole la punta del dedo por debajo de la nariz.
La verdad es que sin bigote estaba peor. Se le veía la cara descolorida, como si se la hubiese lavado con lejía.
—Sí, sí, ahora estás mejor —le dije para alegrarle un poco los oídos—. Te pareces a un artista de cine.
—¿A cuál? —me preguntó, como si los conociese a todos.
No supe darle un nombre y para salir del paso le dije que era clavado a uno que salía siempre en las películas de indios.
—Ya sé quién es —dijo, moviendo varias veces la cabeza de arriba abajo. Y luego añadió que no se dejaría volver a crecer el bigote en toda su vida y que estaba dispuesto a afeitarse todo lo que hiciese falta—. Si es necesario me afeito hasta los huevos —dijo, mirándome a los ojos.
—Pues ahora sólo falta que te peines como Dios manda —le pedí.
No se esperaba que le pidiese también eso. Me preguntó cómo quería que se peinase y mientras le servía el estofado le dije que echándose todo el pelo hacia atrás.
—Eso sí que no —protestó, pasándose la palma de la mano por encima de la cabeza.
—De todas formas, no engañas a nadie —le dije—. Se ve que eres calvo a la legua.
No le gustó que le dijese eso y se quedó con la mirada puesta en el plato. Luego enganchó un trozo de zanahoria con el tenedor y se lo metió poco a poco en la boca. Hay tíos que se vuelven tarumba cuando se les empieza a caer el pelo. Poco a poco fue animándose y cuando probó la carne, puso los ojos en blanco y me dijo que en su vida había comido un estofado más bueno. Seguramente no era eso lo que estaba pensando, tal vez mintió tanto como había mentido yo al decirle que sin bigote se parecía a un artista de cine, pero hay momentos en los que nos apetece creer sólo en lo que más nos gusta.
—Sí, sí, te ha salido estupendo —dijo otra vez, llenándose el vaso de vino.
Yo le pregunté entonces cómo le había ido con su mujer y me contestó que bien, pero no dio más detalles, y pensé que a lo mejor no le había ido tan bien como quería darme a entender. Ya sé que a nadie le amarga un dulce, pero hay mujeres que nunca tienen bastante y que si les dan cuatro, quieren ocho, y que cuando les dan ocho, te piden dieciséis. Continuamos comiendo en silencio y cuando terminó lo que le había puesto en el plato se bebió de un trago el vino que le quedaba en el vaso, soltó un eructo que debió de escucharse en la China y se limpió los labios con el revés de la mano. Luego volvió a decirme que era el mejor estofado que había comido en su vida y entonces empecé a pensar que a lo mejor era verdad.
Después de comer se quedó un rato en la mesa fumando un cigarrillo. Luego se fue al cuarto y volvió a la cocina con un estuche de terciopelo negro en la mano.
—Anda, ábrelo, a ver si te gusta lo que hay dentro —me dijo.
Y cuando abrí el estuche me encontré con un reloj de pulsera y me llevé una sorpresa tan grande que si en aquellos momentos me pinchan no me sacan una gota de sangre.
—Es para ti —me dijo, dándome otro de sus besos en la frente.
Y enseguida, para quitar un poco de importancia a la cosa, me explicó que el reloj sólo estaba chapado en oro y que no costaba tanto como parecía, pero que daba el pego y que, por lo menos, podría saber la hora que era sin necesidad de fiarme del despertador o de las campanadas de la iglesia.
—Es muy bonito —le dije a punto de echarme a llorar.
Me lo puse para ver cómo me quedaba y luego le di un beso, sin pensar que, al fin y al cabo, había comprado aquel reloj con mi dinero.
—Sí, es muy bonito —le dije otra vez, a pesar de que no me gustaba demasiado.
—Tan bonito como tú —dijo él, bajando la voz y mirándome a los ojos.
Pues si yo soy bonita —le dije, para devolverle el cumplido—, tú también eres bonito.
Me pareció que se ponía un poco colorado, pero seguramente fueron figuraciones mías. Luego me dijo que más que bonito era un atún de mucho cuidado y que no tenía remedio, y por la forma en que lo dijo supuse que no le habían ido bien las cosas con su mujer. Le pregunté si pensaba de verdad que yo era bonita y me dijo que más que una flor del campo.
No le pegaba decir aquellas cosas. Seguramente había aprendido esos piropos de lo que soltaban los artistas en las películas. Le miré a los ojos y quise poner yo también cara de artista, pero al verle sin bigote me entraron ganas de echarme a reír y tuve que mirar hacia otro lado.
Aquel día parecía que las cosas empezaban a marchar mejor, pero tampoco era cuestión de fiarse mucho. Le serví el café, encendí un cigarrillo y le pregunté si realmente le había gustado el estofado. Me dijo que sí, que se había chupado los dedos y que le gustaba hasta el color amarillo que tenían las patatas. Después me cogió la mano izquierda y dijo que el reloj me quedaba de puta madre y que si lo llevaba puesto no parecía que tuviese los dedos tan gordos, pero que las mujeres llevaban los relojes en la muñeca derecha, y no en la izquierda.
Le contesté que eso me parecía una chorrada y para cambiar de disco le dije que había quedado estofado para la cena, pero siguió con el rollo del reloj y empezó a soltarme algunas tonterías como la copa de un pino. Me explicó, por ejemplo, que las saetas de los relojes son como dos buenos amigos que se encuentran para volverse a separar luego, que se pasan toda la vida haciendo lo mismo y que los relojes son como las personas, que hay algunos que parecen malos y son buenos, y, al revés, otros que parecen buenos y son malos.
—Dime ahora quién te parece malo y en realidad es bueno —le pedí, guiñándole el ojo.
—Pues yo mismo —respondió, tocándose con la punta del dedo el mismo sitio donde antes tenía el bigote—. Yo parezco malo y soy bueno.
Me gustó tanto que dijese aquello que aquel día fui yo quien quiso llevárselo a la cama, pero me dijo que no teníamos tiempo y que debía bajar un poco antes al vestíbulo porque tenía que decirle no sé qué a la taquillera.