18

Aquella madrugada Juan se metió en la cama vestido. Ni siquiera se quitó los zapatos. Yo hice otra vez como si estuviese dormida, pero barruntó que estaba despierta y al cabo de un rato me dio un golpecito con el codo y me dijo que él tampoco podía dormir. Le dije que empezase a contar ovejitas hasta que se le cerrasen los ojos y me contestó que prefería contar coños.

—Pues cuenta lo que te dé la gana —le dije, armándome de paciencia.

Entonces hizo como que si empezase a contar por lo bajines, pero lo hizo sólo para tocarme las narices. Al cabo de un rato se quedó dormido con una pierna aquí y la otra allá, como si la cama fuese sólo para él, y yo continué despierta. Fui al retrete y cuando volví al cuarto estaba con sus ronquidos de siempre. Le quité los zapatos para que no jodiese las sábanas y luego yo también me quedé dormida.

A las siete, cuando sonó el despertador, tenía tanto sueño que pensé en mandarlo todo a la mierda y continuar durmiendo, pero no tuve más remedio que saltar de la cama. Me asomé a la ventana y vi que estaba lloviendo. Ya era de día, pero estaba todo tan oscuro que parecía como si no hubiese salido todavía el sol. Pegué un silbido pero nadie me respondió y pensé que el portero ya se había ido a su casa.

En marcha, me dije luego, dándome ánimos. Me puse unos pantalones viejos y un jersey todavía más viejo y a las ocho en punto empecé a barrer el cine. Al cabo de media hora estaba más muerta que viva y ya tenía claro que no me iba a hacer vieja haciendo aquel trabajo. Vamos a ver cuánto resisto, me dije. Cuando acabé de barrer el patio de butacas pasé la fregona por el suelo, quité el polvo de las butacas y fregué retretes con salfumán.

Hacer todo eso me llevó casi dos horas, así que poco antes de las diez ya estaba lista. Dejé otra vez los cacharros de la limpieza detrás de la pantalla y cuando estaba a punto de subir al piso oí gritar a una mujer. Salí al vestíbulo para ver quién era y me encontré con una tía que parecía una vaca. Desde el primer momento supe que era la mujer de Juan. Le pregunté qué estaba haciendo allí, agarrada como una mona a los barrotes de la puerta, y me dijo que ni mona ni leches, que lo único que quería era ajustar las cuentas al chorizo de su marido. Me hice la despistada, le pregunté quién era su marido y respondió que yo lo sabía muy bien y que era el cabrón que estaba viviendo conmigo.

—Pues ese cabrón está todavía durmiendo y tiene todavía para bastante rato —le dije, poniéndome también en plan borde.

Pero después de decirle eso pensé que me interesaba aclarar las cosas, así que estuvimos un ratito, sin decirnos ni media palabra, y luego le pedí que esperase un momento, que me iba a cambiar de ropa y que volvía enseguida.

Media hora después, en el bar del barrio, me lo contó todo con pelos y señales. Me dijo que hacía un año que Juan no le pasaba la pensión y que lo sentía, sobre todo, por los dos críos que tenían, un niño de seis años y una niña de cuatro.

O sea que ese cabrón tiene además hijos, pensé. Y por la cara que puse aquella mujer debió de comprender que yo no sabía de la misa la mitad. Lo que me contó luego, fue bastante normal. Poco más o menos, era la misma historia de siempre. Se casaron porque ella estaba preñada de cinco meses y porque estaba convencida de que Juan era un buen tío, aunque en aquellos tiempos ya era aficionado a empinar el codo. Luego la cosa fue empeorando cada día más y al cabo de un par de años decidieron que lo mejor era partir peras y tirar cada cual por su lado.

Eso fue, poco más o menos, lo que me contó, pero yo no quise decirle que le había dejado dos mil duros a Juan para que le pagase lo que le debía. No me dio la gana de que me tomase por una imbécil.

—Tú verás ahora lo que más te conviene hacer —me dijo al final—, pero si yo estuviese en tu puesto le daría la patada hoy mismo.

Y antes de marcharse me encargó que le dijese a Juan que si no le pagaba aquella misma tarde todas las mensualidades retrasadas, iría a la comisaría a ponerle una denuncia.

No parecía mala tía. Ni siquiera daba la impresión de que fuese mala folladora. Seguramente Juan me mintió también en eso. Mientras volvía al cine sentí que se me revolvían las tripas. Entré en el piso sin hacer ruido, llené un cacharro de agua, me colé de puntillas en la habitación y le eché el agua por encima. Se levantó de un salto y lo primero que me preguntó fue qué día era.

—El día de los hijos de puta —le dije. Entonces se dio cuenta de que le había dado un remojón y me preguntó por qué lo había hecho—. Porque es el día de los hijos de puta —le dije otra vez.

Saltó de la cama pensando seguramente que me había vuelto loca y se secó la cara con la sábana. Sentí la tentación de agarrarle por el cuello y apretar hasta que le viese con un palmo de lengua fuera, pero pensé que lo que más me convenía era no perder los nervios y pensar las cosas con calma.

Eso fue lo que hice. Me clavé las uñas en las palmas de las manos y salí de casa sin decirle que su mujer me lo había contado todo. Fui hasta el puentecillo de la acequia y me senté en el mismo sitio donde me había sentado el otro día. El agua bajaba más negra que nunca pero me pareció que no olía tan mal como otras veces, seguramente porque la brisa venía del mar, que estaba a mis espaldas, y se llevaba el olor hacia el otro lado. Estuve pensando en el lío en que me había metido y al final llegué a la conclusión de que no me convenía mandarlo todo a la mierda y que era mejor esperar un par de semanas más o tres, a ver si mientras tanto me devolvía los cuartos y se arreglaban un poco las cosas.

Cuando volví a casa encontré a Juan sentado en la cocina. Seguramente barruntaba alguna cosa porque le encontré suave como una malva. Ni siquiera me pidió explicaciones por el remojón. A pesar de todo, pensé que lo mejor era desembucharlo todo, de forma que le dije que se agarra antes a un mentiroso que a un cojo y que había estado hablando con su mujer.

—Tu mujer y tus hijos me importan un carajo —le dije también—, pero me gustaría saber qué has hecho con mis dos mil duros.

Juan me envolvió con una mirada vidriosa, como si de pronto se hubiese vuelto corto de vista, y replicó que su mujer era un putón de siete suelas y que no tenía que creer ni una sola palabra de lo que me había dicho. Después tragó saliva y la nuez del cuello se le fue arriba y abajo.

—¿Qué has hecho con mis cuartos? —le pregunté sin perder la calma.

—Precisamente eso es lo que te quería contar hoy mismo —respondió pasándose la punta del dedo por donde antes tenía los cuatro pelos del bigote.

Y mientras estaba pensando qué era lo que tenía que contarme movió la cabeza varias veces de un lado al otro, como si le supiese mal que las cosas fuesen como eran y no como deberían ser. Luego me dijo que con los dos mil duros había pagado unas viejas deudas de juego y que las deudas de juego son sagradas y tienen que pagarse siempre. Le contesté que no me lo creía y me lo juró por la gloria de su madre. Me aseguró también que aquella misma tarde, cuando le pagasen el sueldo, me devolvería hasta el último céntimo y que al día siguiente le pagaría a su mujer un par de las mensualidades atrasadas.

—Ten cuidado —le avisé, apuntándole con el dedo.

Aquello fue como decirle que le daba una nueva oportunidad, es decir, como si le hubiese dicho que aún estaba a tiempo de arreglar las cosas. Me prometió que jamás volvería a coger unas cartas y contesté que eso era lo que se decía siempre.

Entonces eran las dos y media y, a pesar de todo, había que comer algo, así que me metí en la cocina, puse a calentar los garbanzos y abrí un par de latas de sardinas en escabeche. Luego nos sentamos a comer como si tal cosa y mientras se jalaba los garbanzos me preguntó cuándo pensaba hacerle otro estofado y le contesté que se lo haría la semana que no tuviese jueves.

—Ya sé qué es lo que haces con mis estofados cuando te quedas solo —le dije luego.

No quiso remover aquel asunto, cogió la botella y se sirvió apenas un dedo de vino. Le pregunté con un poco de guasa por qué se servía aquella miseria y me contestó que nunca más volvería a emborracharse.

—Ni cartas ni vino —susurró como hablando consigo mismo.

Le dije que se le estaba viendo demasiado el plumero pero no entendió que es lo que quise decirle. Lo del plumero, sin embargo, le hizo pensar en otra cosa y me preguntó si me había cansado mucho limpiando el cine.

—No tanto como pensaba —contesté. Pero no quise decirle que tenía ya decidido presentar la dimisión como mujer de la limpieza.

Luego, después de comer, encendió un cigarrillo y para no echarme el humo a la cara, como hacía siempre, dobló el cuello hacia atrás y lanzó muy finamente la bocanada de humo hacia arriba. Se quedó mirando las manchas del techo y me dijo que tenía que arreglar las goteras, y que si no podía hacerlo él, que se lo diría al dueño para que llamase a un albañil.

—Bueno, llegó por fin tu gran día —suspiró luego, sirviéndose un poco más de vino.

Le pregunté por qué era mi gran día y me dijo que porque empezaba a trabajar de taquillera. El muy cabrón no sabía qué hacer para hacerme olvidar todo lo que había hecho por la mañana. Yo le dije entonces que algunas veces las ilusiones son de color verde y que cuando menos se espera llega un burro muerto de hambre y se las come porque las confunde con alfalfa.

—¿Qué es lo que confunde con alfalfa? —me preguntó, sin entender ni gorda.

—Las ilusiones —le expliqué. Eso es lo que decía siempre mi madre, aunque no viniese a cuento.

—Pues eso no es bueno —dijo mientras se ponía las zapatillas.

Supuse que se refería a que no es bueno perder las ilusiones, pero no le pregunté si realmente había querido decir eso, o cualquier otra cosa. Le pregunté con un poco de cachondeo si aquella tarde pensaba volver de cacería y me contestó que no, que si se ponía las zapatillas era por culpa de un callo que le hacía ver las estrellas.

Fuese por lo que fuese, lo cierto es que aquel día se puso también las zapatillas y que yo me puse el mismo vestido verde de la noche anterior, que estaba todavía encima de la silla.

Luego bajamos al cine y nos encontramos con el operador, que estaba esperándonos en el vestíbulo. Yo me metí en la garita y Juan se puso en la puerta a cortar entradas. Estuve dentro de aquella jaula desde las cuatro menos cuarto de la tarde hasta las cuatro y media y en todo ese tiempo vendí cincuenta y dos entradas, y repartí catorce máscaras de Hombre Lobo. Casi toda la gente me pagaba con monedas de cincuenta pesetas, así que al final la caja de las monedas estaba casi llena y la otra casi vacía. Luego, a las cuatro y media, cerré la puerta de la taquilla con llave y me metí en el cine, a ver si me distraía un poco con la película de miedo.