4
La carnicería del barrio estaba cerrada y tuve que buscar otra. Aquello retrasó un poco las cosas. Cuando volví al cine, faltaba poco para que terminase la primera sesión. Juan estaba tomando el fresco en la puerta, pero la taquillera continuaba dentro de la garita, pintándose las uñas. Entonces caí en la cuenta de que Juan no me había dicho cómo se llamaba y que tampoco le había dicho a ella cómo me llamaba yo. Juan me dijo que aún le dolía la cabeza y que por eso le encontraba en la puerta, respirando un poco de aire fresco.
Le pregunté cómo se llamaba la taquillera y me dijo que Rosalía. Luego me guiñó el ojo y quiso saber qué tal me había ido con el carnicero. Le dije que había encontrado la carnicería cerrada y que había ido a otra. Le dije también que en esta vida hay más días que longanizas y que ya tendría otra ocasión para conocer al carnicero cachondo.
—Pues eso, ten mucho cuidado con ese tío —me aconsejo otra vez, mirándome a los ojos y apretándome un pezón con la punta del dedo, como si estuviese tocando un timbre.
No supe si lo decía en serio o en broma. Hay momentos en que una mujer, por mucha experiencia que tenga, anda un poco perdida. Algunos tíos bromean y parece que te están hablando en serio y, viceversa, tíos que hablan muy en serio y dan la impresión de que te están tomando el pelo.
Le dije que sí, que tendría cuidado con el carnicero y con todos los tíos del mundo —era de risa que una tía como yo dijese esas cosas— y entré en el cine, pero en vez de subir al piso me senté en la última fila, dejé la cesta de la compra en la butaca de al lado y me quedé un rato viendo la película.
La que echaban aquel día no se parecía en nada a la otra. En ésta salía una chica rubia que era un puro hueso y que tenía la nariz un poco torcida. El chico tampoco era nada del otro mundo, pero por lo menos tocaba el piano que se las pelaba. Lo que vi claro desde el principio es que era bastante rollo, así que enseguida me desentendí de la película y empecé a fijarme en otras cosas, por ejemplo, en la bombilla roja que parecía flotar en medio de las tinieblas y que señalaba la puerta de los retretes. Había muy poca gente, apenas diez o doce personas, y cada vez que tosía un tipo que estaba sentado en una de las primeras lilas, le respondía con otra tos parecida otro fulano que estaba sentado en la última fila y que tenía los pies puestos en el respaldo de la butaca de delante. Seguramente eran dos individuos con ganas de guasa. Lo más curioso de todo, sin embargo, era el rayo de luz que salía por el agujero de la cabina del operador y que cruzaba por encima de todas las cabezas. En aquel rayo de luz estaba todo lo que luego podía verse en la pantalla.
Me dije que ésa era una de las cosas que, aunque viviese mil años, no acabaría de entender nunca y mientras estaba pensando en eso y en otras cosas que tampoco podía entender, Juan se me acercó por la espalda y me apretó al mismo tiempo las dos tetas.
—¡Moc! ¡Moc! —dijo, como si tocase una bocina.
Fui a darme la vuelta para decirle que no me gustaba un pelo lo que estaba haciendo, pero el muy cabrón se levantó como un cohete y se fue pasillo abajo aguantando la risa y alumbrándose el suelo con la linterna. Cuando me cansé de ver la película subí al piso y para no quedarme sin hacer nada, me puse a lavar una camisa de Juan, que tenía más mierda que el palo de un gallinero, la toalla negra y un par de bragas. En aquella casa ni siquiera había lavadero y mientras no comprásemos una lavadora no tendría más remedio que lavar en la pica de la cocina.
Al cabo de media hora escasa Juan volvió a casa silbando un pasodoble. Se sentó en una de las sillas de la cocina, cruzó una pierna por encima de la otra y durante un rato estuvo sin decir nada, viendo cómo movía el culo. Me di la vuelta para decirle que no me gustaba tenerle sentado como un mochuelo a mis espaldas y justo en ese momento tendió la mano y me pidió que le devolviese toda la pasta que me sobraba de las dos lechugas que me había dado el lunes. Lo que menos esperaba era que me saliese con aquello. Le dije que había comprado bastantes cosas y que sólo me quedaba un poco de calderilla.
—Pues dame esa calderilla —dijo, sin bajar la mano.
Le devolví seis o siete duros y se los guardó como si fuese un tesoro en el bolsillo pequeño del pantalón. Con aquello no tenía ni para un par de cervezas. Luego entró en el cuarto, se cambió de chaqueta y se fue a la calle sin decir nada más.
Esto funciona cada vez peor, me dije, convencida ya de que las cosas no iban a ser tan fáciles como había pensado el primer día.
A aquellas alturas, sin embargo, no tenía más remedio que aguantar el tipo lo mejor que pudiese. Acabé de lavar la toalla, la camisa y las bragas y luego me tumbé encima de la cama y me puse a mirar otra vez las fotografías. En realidad las fotografías y yo nos mirábamos recíprocamente, es decir, yo las miraba a ellas y ellas me miraban a mí. Creo, además, que aquélla fue la primera vez que me di cuenta de la cara de mala uva que tenía mi hermana, a pesar de que cuando le hicieron aquella fotografía no había cumplido todavía los seis años.
A lo mejor la pobre estaba barruntando que la iba a diñar al cabo de dos o tres meses, me dije.
También mi madre tenía cara de mala leche, así que pensé que aquello podía ser cosa de familia. Mi padre, por el contrario, era uno de esos tíos gordos que siempre se están riendo. En casi todas las fotografías el pobre hombre salía bebiendo en porrón y así era precisamente como yo le recordaba, bebiendo en porrón, tocando la guitarra y soltando una risotada por cualquier chorrada.
Juan volvió a las nueve menos cuarto y me dijo que hacía un calor del carajo y que le dolía otra vez la cabeza. Echaba un pestazo a vino que tumbaba de espaldas. Fue a cambiarse de chaqueta y para mortificarle un poco le dije que me parecía una tontería que tuviese que ir de uniforme en un cine tan cutre. Me dijo que aquello no era cosa nuestra, es decir, ni suya ni mía, y que donde hay patrón no mandan marineros. Me gustó que emplease la palabra nuestra, como dándome a entender que teníamos ya alguna cosa que era de los dos, aunque sólo fuese una chorrada. Le dije que cuando volviese encontraría un trozo de tortilla de patatas en el mármol de la cocina y apenas salió de casa me puse a pelar unas cuantas patatas.
Los que piensen que hacer una tortilla de patatas es cosa de coser y cantar se equivocan de medio a medio. No tiene nada de fácil. Para empezar, hay que freír las patatas poco a poco, sin prisas, y usar un buen aceite. Mi madre decía que cada noche, antes de meternos en la cama, tendríamos que rezar un padrenuestro por el alma del tío que la inventó. La que hice aquella noche me salió bastante potable y me comí la mitad en un abrir y cerrar de ojos. Eso es lo malo que tiene ser cocinera: te pasas media hora sudando delante de los fogones y luego te zampas lo que has hecho sin darte cuenta.
Después de cenar puse un poco de orden en la nevera, tiré a la basura lo que quedaba de la paella, fregué la cazuela con el estropajo y colgué en los alambres que había frente a la ventana del retrete la toalla negra, la camisa y mis dos bragas. Luego limpié la taza del retrete con un poco de lejía, puse mi tubo de pasta de dientes y mi cepillo en un vaso y guardé el vaso en el armario metálico que había encima del espejo. En aquel armario Juan guardaba sus cacharros de afeitar y pensé que aquella noche era una buena ocasión para depilarme los sobacos y las piernas, aunque fuese un poco a lo bestia.
Detrás de la brocha encontré el trozo de bacalao que Juan había estado buscando. No es normal, me dije, que un tío hecho y derecho guarde un trozo de bacalao entre los trastos de afeitar. Estaba ya demasiado seco y lo tiré por el agujero del retrete.
Vamos a ver qué otras manías le voy descubriendo, me dije.
Cuando acabé de depilarme me pegué una ducha y fui a tumbarme otra vez en la cama. Justo en aquel momento el tío de la película se puso a aporrear el piano como un loco. Era como si tuviese el piano justo debajo de la cama. Era casi el final, cuando el chico tocaba algo que sonaba como una marcha fúnebre y la tía suspiraba en el diván con los ojos cerrados. La pobre quería dárselas de romántica, pero se pasaba un poco de rosca y más que escuchar música parecía que estaba haciéndose una paja a la salud del pianista.
Juan subió muy pronto y se metió directamente en la cocina. Me puse algo por encima, fui a ver qué estaba haciendo y le encontré comiéndose su trozo de tortilla. Creo que aquélla fue la primera vez que le vi comer con apetito. Me preguntó cómo estaba y le dije que bastante bien, pero que me dolían un poco los riñones. Luego, para devolverle el cumplido, le pregunté si todavía le dolía la cabeza y me dijo que no. Se me quedó mirando a la cara sin pestañear y dijo que tenía mala cara. Le contesté que a lo mejor era por el cambio de vida, porque todo eso de ir a la plaza y cocinar era nuevo para mí y que, además, no estaba segura de hacerlo bien. También le dije que el cambio de horario tenía que notarse de algún modo, porque yo no estaba acostumbrada a levantarme tan pronto.
—No olvides que hasta hace tres días trabajaba sólo por las noches —le recordé.
Juan encendió un cigarro y me echó el humo a la cara. Luego dobló un poco hacia arriba las comisuras de los labios, como si le faltasen fuerzas para sonreír, y me dijo que a cualquier cosa le llamaba trabajar y que lo único que había hecho hasta entonces era servir alcohol de garrafa en botellas de marca y engatusar a los clientes. Me lo soltó como si tal cosa, pero no tuve más remedio que darle la razón.
—Lo que ahora me gustaría —le dije luego, sentándome a su lado y mirándole a los ojos un poco como la tía de la película miraba al pianista— es servir whisky del bueno y servírselo a un solo tío.
A mí me parece que en aquel momento le dije lo que le tenía que decir y que aquélla fue una buena indirecta, pero él no quiso o no supo entenderme y se encogió de hombros. Soltó un eructo y se metió el dedo en la boca. Por fin, cuando comprendió lo que había querido decirle, se echó a reír como si le hubiesen contado un chiste. Aquello me picó en el amor propio y cuando acabó de reírse le dije que algunas veces lo que fallaba no era el whisky, sino los clientes.
—Mira, no me vengas con más filosofías baratas —replicó, sin perder el buen humor.
Y luego, cambiando de tema, preguntó si era verdad que las fulanas de los puticlubs ganaban tanto dinero como se decía y si yo tenía algo metido en el banco. Le dije que sí, que tenía cuatro duros ahorrados, pero que los guardaba para algún caso de apuro. Entonces me dijo que le gustaban las mujeres ahorrativas y que a partir del día siguiente iríamos a medias en todos los gastos de la casa.
—Cada final de mes —me propuso— sacas las cuentas de todo lo que te has gastado y yo te pagaré luego la mitad.
Me dio un beso en la frente —el muy cabrón había descubierto que me gustaba que me besasen en la frente—, se puso la chaqueta azul y me dijo que aquella noche había quedado con los amigos para jugar al mus.
—Pues vete con tus amigos —le dije, dándole una palmada en la espalda y empujándole hacia la puerta.
No quería que pensase que era una de esas tías que quieren atar corto a sus maridos. A los hombres, rienda larga. Cuando me quedé sola, me asomé a la ventana y me encontré con el portero de la fábrica, que estaba tomando el fresco sentado en una silla junto a la puerta. No se atrevió a decirme nada —seguro que ya sabía que yo estaba viviendo en aquel piso con un tío—, pero me saludó levantando el brazo. Luego debió de pensar que no había suficiente con eso y se abrazó a sí mismo para darme a entender lo mucho que le gustaría abrazarme.
Aquel fulano debía de ser un caradura de mucho cuidado, así que hice como si no le hubiese visto y cerré los postigos. Ya era la una y cuarto de la madrugada pero como no tenía ni pizca de sueño fui al retrete, cogí la maquinilla de afeitar de Juan y me afeité las pantorrillas en seco. Luego me di una ducha —no sé si lo he dicho, pero en el retrete había también una ducha que dejaba caer un chorrito de agua— y me metí en la cama. El despertador de la mesita de noche resonaba como un tambor y para no oír el tic-tac lo escondí debajo del colchón. Poco a poco me fui quedando dormida y al cabo de un buen rato oí llegar a Juan. Tropezó con la silla, soltó una maldición y enseguida se puso a cantar entre dientes. Luego entró en el cuarto y se sentó en el borde de la cama, pero yo continué haciéndome la dormida. Me puso las manos encima de las tetas y pegó un resoplido por la nariz, pero la cosa no paso de ahí y al cabo de un momento se tumbó a mi lado y se quedó dormido, así que entre la peste a vino barato que echaba por la boca y los ronquidos que soltaba no pude pegar ojo y acabé desvelándome.
Bajé de la cama, me acerqué otra vez a la ventana de la cocina, abrí un poco los postigos y me puse a espiar por detrás de la persiana, pero no vi al portero por ninguna parte. Seguramente se había metido en la garita para echar una cabezada.
Cuando volví al cuarto, Juan estaba con una pierna aquí y la otra allá y no me dejaba sitio en la cama, así que me pregunté qué hacen en esos casos las esposas decentes, si apartar sin contemplaciones al marido borracho o pasarse toda la noche sentadas en una silla.
No hice ni una cosa ni otra. Le doblé poco a poco el brazo, me hice un poco de sitio y me puse a contar borreguitos. Por fin me quedé dormida, pero a las diez de la mañana estaba otra vez con los dos ojos como platos. Juan continuaba despatarrado, con las piernas al aire, y como entraba mucha luz por la ventana me puse otra vez a buscarle las cicatrices de la pierna izquierda, pero no se las encontré por ninguna parte.