6
Cuando Juan volvió a casa me dio una de sus palmadas en el trasero, se sentó al otro lado de la mesa y encendió un cigarrillo. Le pregunté qué tal le había ido con las zapatillas y me dijo que mal, pero me lo dijo como riéndose de sí mismo y de sus manías. Al decir que le había ido mal quiso seguramente darme a entender que no había enganchado a ninguna pareja. No era cuestión de preguntarle en aquel momento qué gustirrín encontraba pillando a las tías con las manos en la masa, pero pensé que antes o después acabaría diciéndomelo. Lo que sí le pregunté es qué tal le había ido con el abogado y me contestó que bien, pero que no tenía más remedio que continuar pasándole la pensión a su mujer.
—No tendremos más remedio que cortarle el cuello —dijo después, moviendo varias veces la cabeza.
Le pregunté a qué cuello se refería, si al del abogado o al de su mujer, y respondió que al de su mujer.
—Pues no te preocupes —dije—, yo se lo cortaré.
Y continué planchando las camisas, que es una de las cosas del mundo que peor se me da. Cuando las tuve listas las colgué en el armario, guardé también la manta, pasé un trapo mojado por encima del hule de la mesa y nos sentamos a cenar. Le puse en un plato la tortilla que había hecho por la mañana y para mí preparé un par de tomates abiertos por la mitad, aliñados con un poco de ajo, aceite y sal. Le pregunté dónde había comprado las cuatro botellas de vino que había encontrado en el cuarto de los trastos y me dijo que a cincuenta metros del cine, en la bodega del barrio.
—Me parece que te gusta demasiado empinar el codo —le dije medio en broma, medio en serio.
Me contestó que sí, que le gustaba bastante, pero sólo cuando el vino era bueno. Liquidó de un trago todo el que tenía en el vaso y me pidió que volviese a llenárselo, pero le dije que no, que ya había bebido más que suficiente. Debió de pensar que se lo decía en broma, así que al ver que me quedaba cruzada de brazos agarró la botella y se puso a beber a morro, seguramente para demostrarme que hacía siempre lo que le pasaba por las narices.
—No hay nada mejor que el vino —dijo luego, poniéndose la botella encima de la cabeza y extendiendo los brazos en cruz.
Y al verle cómo se relamía los labios empecé a barruntar que aquello podía ser un problema bastante gordo, porque yo era una tía que nunca había podido aguantar a los borrachos, ni siquiera a los clientes del puticlub, por mucha pasta que soltasen.
—¿Cuántos días hace que vivimos juntos? —me preguntó de pronto.
—Sólo dos y pico —dije, quitándole la botella de la cabeza—. Llegué el domingo por la noche y hoy es miércoles.
—Pues si quieres que te diga la verdad —dijo—, parece que llevemos viviendo juntos toda la vida.
Y yo no supe cómo interpretar aquellas palabras, si bien o mal. Dejé la botella encima de la mesa y para cambiar de tema le pregunté qué tal había ido de público la primera sesión. Me dijo que bastante mal, porque a la gente del barrio le reventaban los musicales. Le pregunté quién elegía las películas y respondió que el dueño del cine, pero que algunas veces se equivocaba y metía la pata.
—Ese jodido piano acaba volviéndote loco —suspiró luego, refiriéndose seguramente al piano de la película.
Se llenó otra vez el vaso de vino y se me quedó mirando sin pestañear, como desafiándome a que se lo echase en cara. Yo le dije entonces que a mí tampoco me gustaba el piano y que prefería el saxofón, sobre todo para bailar, porque me ponía cachonda. Le pregunté si a él también le ponía cachondo y se encogió de hombros, como si nunca se hubiese parado a pensar en esas cosas. Después cambié de rollo y le dije que aquella noche podía cambiarse de camisa y ponerse una de las que le había planchado.
—También sé planchar camisas —le dije luego, por si no se había dado cuenta.
Al principio se quedó callado, mirándome a los ojos. Luego encendió otro cigarrillo, me echó el humo a la cara, y me preguntó si yo era una de esas mujeres a las que les gusta presumir de todo lo que saben hacer.
—Seguro que habrá algo que no sabes hacer —dijo luego.
Le contesté que eso estaba más claro que el agua y que en este mundo no podía encontrarse a nadie que lo supiese hacer todo. Luego, para animarle un poco más, le dije que le sentaba estupendamente el traje azul que se había puesto para ir a ver al abogado. Movió la cabeza de un lado a otro, como si no estuviese de acuerdo, y contestó que necesitaba hacerse un traje de verano.
—Hoy he sudado la gota gorda —me dijo.
El vino le había puesto de buen humor, o por lo menos de mejor humor que otras veces, así que pensé que valía la pena aprovechar aquella ocasión. Me quedé mirando fijamente una de las flores del hule y le dije que tenía razón, que parecía como si llevásemos viviendo juntos toda la vida y que a lo mejor el invento nos salía bien.
No entendió lo que quise decirle con lo de invento y tuve que explicárselo. Un invento, le dije, puede ser cualquier cosa, así que también lo era el hecho de que nos hubiésemos decidido a vivir como marido y mujer. Luego le dije que lo más importante era que las parejas viviesen en paz, sin tirarse los trastos a la cabeza.
—A lo mejor nos sale bien —le solté otra vez, mientras ponía la cafetera en el fuego.
Y después, saltando de una cosa a otra, le dije que el café molido que guardaba en la lata de galletas era muy bueno y que quería saber dónde lo había comprado para ir a comprar otros dos paquetes. Juan me dijo que no se acordaba y que todas las marcas le parecían iguales.
—Pues no lo son, ni mucho menos —le dije—. No es lo mismo el café del Brasil que el café de la Guinea.
Me preguntó cómo era que estaba tan segura y le contesté que en El Cañaveral tuvimos durante una temporada una cafetera, hasta que nos dimos cuenta de que no era negocio. Debió de gustarle la forma en que le dije todo eso porque se me quedó mirando a los ojos sin decir nada. Luego, cuando pensé que se iba a quedar callado, me dijo que era una tía cojonuda y que de vez en cuando era capaz de sorprender al personal con una salida inesperada. Yo le contesté que cualquier mujer sabe que hay muchas clases de café y que unos tienen más aroma que otros.
—En eso tienes razón —reconoció—, pero hay pocas mujeres de su casa que digan a sus maridos que los saxofones las ponen cachondas.
Le pedí que me explicase de qué hablaban las mujeres normales y me contestó que no valía la pena, que en todo caso, suponiendo que lo nuestro prosperase, ya lo iría aprendiendo. Se lo volví a preguntar otra vez y me puso el ejemplo de la reina de Inglaterra.
—Estoy seguro —dijo— de que a la reina de Inglaterra no se le ocurre decir a su marido que los saxofones la ponen cachonda.
Repliqué diciéndole que la reina de Inglaterra no era una tía normal, que ese ejemplo no servía y que buscase otro mejor.
—Es mejor que cambiemos de tema —me dijo entonces.
Apagó el cigarrillo, esperó a que la columna de humo llegase al techo y luego me preguntó si recordaba todo lo que me había explicado la taquillera. Le dije que sí, que lo recordaba y que el trabajo me parecía bastante fácil.
—Pues vamos a ver qué tal lo haces —me dijo, como si no estuviese muy convencido de que podía hacerlo bien.
En aquel momento empezaron a dar las ocho —las campanadas llegaban desde la iglesia del barrio— pero no parecía que tuviese intención de marcharse. Le pregunté si no le apetecía salir a dar una vuelta hasta que empezase la segunda sesión, como hacía todos los días, y me dijo que no, que aquella tarde prefería quedarse en casa, así que durante un rato continuamos sentados en la cocina, muertos de calor y sin saber qué decirnos.
Eso es, según lo que cuentan algunos, lo peor de las parejas, que llega un momento en el que no saben de qué hablar. Estuvimos por lo menos cinco minutos sin abrir la boca y cuando vi que empezaba a abanicarse con un diario doblado por la mitad, fui al cuarto, cogí el ventilador portátil, lo puse en marcha y se lo planté a un palmo de las narices. Las aspas eran de plástico y aunque pusieses el dedo en medio no te pasaba nada.
—Coño —dijo, cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás para que le diese mejor el aire.
Seguramente no había visto nunca un ventilador como aquél.
—Menuda mariconada —dijo luego, sin abrir los ojos.
Me quitó el ventilador de las manos y se lo llevó al cuarto. Al cabo de un rato fui a ver qué era lo que estaba haciendo y lo encontré tumbado encima de la cama, con la bragueta abierta, refrescándose el pajarito con el ventilador.
—Si quieres te lo refresco yo —le dije.
Entonces se abrochó la bragueta, dejó el ventilador funcionando encima de la mesita de noche y me pidió que me tumbase a su lado. Estuvo un rato callado y luego me repitió lo mismo que yo le había dicho antes, es decir, que a lo mejor el invento nos salía bien.
—Claro que sí —dije, apretando los puños—. Claro que nos saldrá bien.
Y nos quedamos otra vez sin hablar, escuchando los ruidos de la calle que entraban por la ventana. Eso es una cosa que me ha gustado siempre, estar en la cama y oír los ruidos de la calle, por ejemplo, la sirena de las ambulancias o el ruido de la lluvia. En aquella habitación podía oír también todo lo que pasaba en las películas y al pensar en eso, caí en la cuenta de que aún no sabía como se llamaba el cine. Se lo pregunté y me dijo que se llamaba Oriente.
—¿Por qué Oriente y no Occidente? —le pregunté—. ¿No quiere decir poco más o menos lo mismo?
Respondió que no podía decirme por qué le llamaban Oriente, pero que le chocaba bastante que hubiese gente que pudiese pensar que Oriente y Occidente eran, poco más o menos, lo mismo. Me explicó que, por el contrario, eran dos cosas completamente distintas, casi tanto como blanco y negro, o arriba y abajo, o mejor aún, derecha e izquierda.
La verdad es que no sabía casi nada de las cosas que hay que saber, pero la culpa no había sido mía. Le pedí que me explicase, aunque fuese por encima, qué quería decir Oriente y me dijo que era la parte del horizonte por donde salía el sol.
Pues ésa es una de las cosas que más me gustan —le conté—. Ver salir el sol.
Y luego le dije que siempre que veía salir el sol me daba por pensar que el nuevo día que empezaba iba a ser mejor que el anterior. Juan me preguntó entonces cuántas veces había visto salir el sol y le dije que bastantes, pero que no porque hubiese madrugado, es decir, no porque me hubiese levantado pronto, sino porque había pasado toda la noche de parranda.
—Ya —dijo con la mirada puesta en la bombilla.
A ningún hombre le gusta pensar en las juergas que se han corrido sus mujeres, así que después de contárselo di un suspiro y me quedé callada para darle a entender que estaba arrepentida de todas las locuras que había cometido en mi vida.
—Me gustaría volver a tener quince años —le confesé luego.
Creo que fue a los quince años cuando me desvirgaron. Juan se dio la vuelta y se quedó mirándome durante un buen rato sin decir nada. En aquellos momentos no parecía alegre ni triste. Se limitaba a mirarme.
—Tienes las orejas muy pequeñitas —dijo al cabo de un rato.
Me gustó que dijese eso porque era la primera vez que me lo decían. Los tíos no se fijan nunca en esas cosas. Lo malo fue que, después de decirme eso, agregó que nunca le habían gustado las mujeres que trasnochaban y que follaban por dinero.
Lo que menos esperaba en aquel momento era que me saliese con aquella chorrada, así que me quedé como cuando a una le dan un sopapo por sorpresa, pero al cabo de un momento le dije que al fin y al cabo tampoco él era virgen y que ningún tío tenía derecho a criticar lo que hubiese hecho una mujer antes de que se conociesen.
—Pues eso son cosas que no se pueden remediar —suspiró Juan.
Y luego, como si de pronto hubiese perdido las ganas de estar a mi lado, bajó de la cama, se guardó el ventilador en el bolsillo del pantalón, se echó la chaqueta azul del uniforme por encima de los hombros y se fue a abrir el cine.