Muy pronto Su Alteza comenzó a amasar un considerable capital. Toda la nobleza española estaba interesada en las condecoraciones que ofrecía y la demanda era tal que tuvieron que diseñar una línea completa, a la cruz se añadió el penacho imperial, una pieza de oro con incrustaciones de zafiro; la medalla de Quetzalcóatl, que era una reproducción del dios prehispánico acomodado dentro de una rotunda circunferencia metálica, y que en la parte superior tenía las siglas L. S. I. O. C. A. (La Soberana e Imperial Orden de la Corona Azteca); y el gran collar de la Orden, una especie de rosario con cuentas de oro y plata que costaba una fortuna y se vendía como pan caliente entre la nobleza cerril que animaba las fiestas del dictador. También se produjo una pieza única, la corona, una suerte de diadema de oro con la M de la Orden en el centro, que Su Alteza le regaló a la mujer de Franco con motivo de su cumpleaños.

Como aquí la historia que voy contando empieza a acercarse peligrosamente a la ficción, y a mí me interesa que esto se mantenga dentro de los márgenes de la más estricta realidad periodística, voy a reproducir aquí otra parte de aquel artículo del que hablé al principio, donde el periodista hablaba del tesoro de la princesa Xipaguazin y también, más brevemente y en unas cuantas pinceladas, de la vida que llevó Su Alteza a partir de la reinvención de su dinastía, porque, llegados a este punto, conviene preguntarse si este hombre, legítimo heredero de la princesa Xipaguazin, y del emperador Moctezuma, tenía derecho a reflotar su estirpe, o si al hacerlo estaba cometiendo un delito y, en este caso, ¿cuál era específicamente el delito que cometía? Quizá los delitos que años más tarde se le imputaron: estafa y apropiación indebida de símbolos de la nobleza. Aunque esto último, bien mirado, es un delito opinable, porque, en el origen, ya lo hemos dicho aquí mismo, todos los nobles son cerriles, y todas las condecoraciones y medallas de la nobleza son también un invento, valen en la medida en que la gente cree en ellas, como fue precisamente el caso de la parafernalia azteca que propuso Su Alteza y que, durante más de una década, fueron piezas canónicas de la nobleza española. Lo de la estafa, que después empezó a agudizarse y multiplicarse, ya es otra historia, pero, antes de seguir con las especulaciones, voy a presentar un fragmento de aquel largo artículo de periódico que, según lo que he averiguado de primerísima mano con Su Alteza Imperial, incurría en exageraciones, obviedades e incorrecciones pero que, sin embargo, tiene datos importantes, construidos a partir de información rigurosamente contrastada, como es el caso de este fragmento:

 

En 1960 [Su Alteza] otorgó al jurista José Castán Tobeñas la condecoración de «Caballero del Gran Collar de la Soberana e Imperial Orden» que él representaba. Castán era entonces presidente del Tribunal Supremo y, según cuenta Antonio Serrano González en su libro Un día en la vida de José Castán Tobeñas (Universitat de València, 2001), el connotado jurista recibió la condecoración en su despacho, de manos de Su Alteza. Serrano González concluye este episodio, que aparece en la página 59 de su libro, haciendo notar que esta condecoración ha sido extirpada del listado oficial de condecoraciones que Castán Tobeñas recibió a lo largo de su vida. Lo mismo ha pasado con el resto de los condecorados: duques y marqueses que fueron investidos por el escurridizo príncipe han ido borrando de su historial cualquier contacto con la realeza azteca, con la excepción del repostero Ramón March, que recibió, aunque en realidad debe haberla comprado, la condecoración de «Pastelero de Honor de la Corona Azteca».

 

Como puede verse en esta nota, llegó un momento en que la burbuja de la Soberana Orden estalló y todos se apresuraron a borrar los nexos que tenían con esta, pero para aquel estallido faltaban entonces algunos años, los mismos que faltaban para que Franco muriera y dejara desamparados a esos nobles a los que había cobijado, y hasta inventado, y que el Borbón al que dejó al frente no podía consentir.

Aquella comida en casa del pintor Dalí, al principio de la década de los sesenta, cuando el dictador estaba profundamente encandilado con su noble azteca, sirvió también para reconducir el proyecto de la Orden, porque Su Alteza, lúcido como era entonces, sabía que su estatus, en términos prácticos, era en buena medida un capricho de Franco, y sobre todo de su mujer, y que su supervivencia en la nobleza iba a acabarse el día que la señora se aburriera de él, o encontrara otro noble más atractivo o exótico, por eso aprovechaba esas incursiones sociales de, digamos, Estado, para buscar un asidero, una ruta de escape cuando, inevitablemente, llegara el derrumbe. En aquella comida, además de la conversación con Dalí, que es lo que hoy más le interesa a Su Alteza, se reencontró con Robert Brodsworth, un antiguo compañero de Oxford, que entonces era curador de la Tate Gallery de Londres, y que estaba en esa comida con la intención de convencer a Gala, la mujer de Dalí, de montar una gran retrospectiva del pintor. No queda claro por qué el dictador español y el curador de la Tate confluían precisamente el mismo día en la casa de Dalí, aunque el príncipe opina que Gala solía juntar los eventos que le daban pereza para resolverlos en una sola sesión, y es probable que así fuera, pues recibir a Franco no debía parecerle muy excitante, y la propuesta de Londres le parecía menos atractiva que el par de cosas que tenía vistas en Nueva York. Brodsworth, me contó el príncipe, se quedó pasmado cuando vio a su condiscípulo de Oxford entrar al lado del dictador, con una capa de plumas, su báculo con el blasón de la Orden y un porte noble que, desde luego, nunca había salido a relucir en la universidad; no estaba enterado, claro, del pedigrí azteca de su amigo, y en lo que Dalí y Franco se enzarzaban en un diálogo trivial, repleto de ñoñeces y zalamerías, Brodsworth iba oyendo, boquiabierto, la historia familiar de Su Alteza y la forma en que su padre le había escatimado el apellido Moctezuma. Brodsworth, además de curador de la Tate Gallery, era también Gran Maestre de los Templarios de Inglaterra, una Orden que venía desde la Edad Media y cuyos estatutos, acciones y procedimientos han permanecido en la bruma durante siglos, y sin embargo en esa época, a pesar de la bruma, y debido a que entre sus filas había personajes importantes de la industria y la política, los templarios ingleses eran un grupo de poder que realmente influía en los destinos del país. Ahí mismo, al calor del aperitivo que bebían a la vera de la vulva de aguas verdes, Brodsworth invitó a Su Alteza a formar el Capítulo Ibérico de los Templarios, pues veía en él tres condiciones capitales: su gran ascendiente social, su cercanía con el poder de su país y su amistad con él. El príncipe, según contaba, se entusiasmó al principio porque se trataba de un título añadido al que ya tenía, que potenciaría su lustre y su renombre: Su Alteza Imperial Federico de Grau Moctezuma, príncipe de la Soberana e Imperial Orden de la Corona Azteca y Gran Maestre del Capítulo Ibérico de los Templarios. Pero un rato después, cuando bebían un segundo aperitivo todavía a la orilla de la gigantesca vulva, vislumbró, en la oferta que le hacía su condiscípulo, una tabla de salvación para el caso de que, como ya preveía, esa Orden que por herencia le correspondía cayera en desgracia. En aquella comida quedó pactado su ingreso a la Orden del Temple, y un mes más tarde Su Alteza viajó a Londres a formalizar el asunto, en una ceremonia de la que naturalmente, por el secretismo que suele rodear a esas congregaciones, no quería soltar prenda.

«¿Y sigue siendo usted templario, Su Alteza?», le pregunté dos o tres veces, en momentos en que lo había visto distraído, medio caído en su sillón de terciopelo rojo, con la compostura a punto de irse al garete, bastante achispado por el vino de cartón que iba bebiendo a sorbitos sistemáticos, y él, las dos o tres veces, mirándome desde el fondo de sí mismo, me dijo, textualmente y palabra por palabra, la misma frase: «Ya llegará el momento en que le pueda hablar más a lo claro». Y después de eso no pude sacarle ninguna información relevante sobre su pertenencia a la Orden del Temple, hasta meses más tarde, cuando, abrumado ante una contundente prueba que le presenté (la copia de un acta que me envió mi amigo de la alcaldía de Barcelona donde se le definía como «Gran Maestre del Capítulo Ibérico de los Templarios»), se vio obligado a hablar.

La segunda vez que me repitió esa frase, con la que se negaba a contarme su pasado, o presente, templario, me llamó la atención la partícula más a lo claro, un modismo raro, sobre todo en un hombre que hablaba español de España y, cuando me la repitió por tercera vez, guiado por una corazonada, compré la película Pepe el Toro, que era, según me había contado, el vehículo con que él y su séquito habían aprendido a hablar en español mexicano. Revisé los parlamentos hasta que di, efectivamente, con el personaje, Fernando Soto Mantequilla, que dice textualmente, y palabra por palabra: «Ya llegará el momento en que le pueda hablar más a lo claro».

Me quedé maravillado, acababa de dar con una de esas piezas que son la clave de la veracidad de las historias, no las fechas, ni los nombres, ni la descripción de las personas o de los lugares, ni ninguno de los datos sólidos y comprobables que suelen convencernos de que lo que se nos está contando es verdad; no, se trata de otra cosa, de algo mucho más sutil: de ese episodio nimio que, de improviso, se asocia y resuena con otro episodio nimio, y entre los dos generan un pequeño resplandor que nos indica que eso que se nos ha venido contando tiene una lógica contundente, un orden matemático, que todo está tejido escrupulosamente como solo puede estarlo la verdad.

La noche en que descubrí que aquel hablar más a lo claro era parte de esa película, supe que todo lo que me había contado, y me contaría, aquel príncipe decadente que pasaba el ocaso de su vida en el trópico, metido en una choza, era estrictamente la verdad.