La princesa Xipaguazin se iba a dar largos paseos a caballo de los que nadie, seguramente ni ella misma, conocía ni la ruta ni el itinerario. Se trataba de verdaderas improvisaciones que su séquito iba acotando, conteniendo, ordenando como podía, porque de otra forma la princesa podía perderse, desbarrancarse o llegar a un sitio recóndito y no saber, o no querer, regresar. Sus paseos preocupaban a todos menos a ella, porque todos dependían de que la princesa siguiera viva y saludable, el barón sin ella hubiera perdido varios escalafones en la nobleza, y los miembros de su séquito, sin su protección, se hubieran convertido en un contingente fuera de lugar, absurdo, y muy probablemente habrían corrido el peligro de ser echados de ahí y de encontrarse sin recursos para volver a México y de verse condenados a convertirse en una tribu de indígenas nómadas mexicanos buscando su sitio en algún pueblo de Europa como, en efecto, pasaría tiempo después de la muerte de la princesa Xipaguazin.

Aquel negro futuro nómada lo había alcanzado a ver el hermano pequeño de la princesa, ese que la había acompañado hasta Toloríu como parte de su séquito, y que unos meses más tarde había exigido su retorno a México, sin saber que su padre había muerto y que su imperio había quedado en manos de los españoles. Después de algunas escenas y de vivir ciertas situaciones, había considerado que la salud mental de su hermana iba a terminar con ella, o a complicarle la vida a él, que era también un príncipe, y no deseaba estar presente el día que todo aquello se desmoronara, así que valiéndose de su autoridad y de su jerarquía había exigido a don Juan de Grau, porque su hermana se había instalado en esa fase lunática que la aislaba del mundo, un barco y su tripulación para regresar a su país. El hermano regresó, hizo un viaje del que no queda registro ni se sabe absolutamente nada, pero sí se sabe, porque se conoce que se llamaba Ayocote, lo que hizo después. Cuando llegó a México su padre ya había muerto y, gracias a su talante intelectual y poco dado al enfrentamiento, fue tolerado por los conquistadores. Dedicó el resto de su vida a la poesía y a procrear hijos; tuvo doce, siete menos que su padre, y colaboró de forma nada despreciable con la numerosa descendencia de los Moctezuma que sigue, hasta la fecha, expandiéndose por todos los rincones del país. De la poesía de Ayocote, de todos sus versos, hay uno que, desde mi punto de vista, se refiere a su viaje en barco; se trata de un verso modesto, más bien simplón, que dice así: «Termina en una montaña el agua interminable» (de la traducción de José Alberto Domínguez Camarena, en Poesía prehispánica, primer volumen, Editorial Vuelo, México, 1956). Eso es todo lo que se sabe del príncipe Ayocote, más un detalle que establece el cronista en su libro, cuando cuenta, quizá buscándole una explicación a la patología de su patrona, que la princesa se volvió loca en cuanto se fue su hermano. Esto parece poco exacto, a juzgar por lo que ya hacía la princesa antes de aquel acontecimiento, esa cadena de actos y gestos que hoy nos indican que llegó loca a Toloríu, y que seguramente ya lo estaba antes de subirse al barco, y todo esto me lleva a pensar que a lo mejor empezó a perder el juicio en cuanto supo que don Juan de Grau, ese hombre barbado, rudo, extraño y mucho mayor que ella, que hablaba en una lengua que no entendía, quería llevársela para siempre de su reino.

Los paseos de la princesa, como vengo diciendo, eran de una improvisación desconcertante. Si se alargaban y la sorprendía la noche, su séquito, que vivía a merced de sus caprichos, instalaba un campamento. Al día siguiente, la princesa podía ordenar volver o seguir hacia adelante, nunca se sabía, pero en el pueblo comenzaba a correr el rumor de que Xipaguazin tenía un amante del otro lado de las montañas, al que iba a visitar cada vez que salía de paseo. Este dato, que me contaron dos personas en Toloríu, llamó mi atención porque ese amante bien habría podido ser francés (aunque en esos años no hubiera todavía frontera entre Francia y España), y en su momento pregunté sobre este rumor a Su Alteza Imperial, ya que a fuerza de visitarlo en su bohío en Motzorongo habíamos empezado a desarrollar algo de confianza. Ante mi insinuación, formulada de manera muy respetuosa y, sobre todo, desde un punto de vista histórico y aséptico, de que quizá él podía ser descendiente del amante francés de la princesa, y no del barón de Toloríu, replicó que cuando la policía española comenzó a acosarlo por el caso de la Soberana e Imperial Orden de la Corona Azteca se vio obligado a demostrar la autenticidad de su pedigrí, con una serie de documentos que conservaba en ese tupperware verdoso que le servía de archivo, y que yo revisé cuidadosamente. «¿Le ha quedado claro?», me preguntó entonces, con una fracción de sonrisa triunfal, mientras acariciaba, como si se tratara de una criatura viva, la cabeza de uno de los leones labrados del reposabrazos. Yo la verdad no quedé muy convencido, o más bien pensé que el barón de Toloríu, en el fondo, carecía de relevancia, y además pensé, con cierta molestia, que la historia del amante francés restaba calado a esa fastuosa locura de errar por el bosque, porque al tener el objetivo de reunirse con un hombre, su misterioso errar se convertía en un simple trámite, en la ruta que debía cubrir para llegar a su objetivo, y lo que parece más bien es que en estos paseos no había ni ruta ni objetivo, no había más que ganas de irse, de desaparecer, de no estar atada a ese sitio que detestaba, de irse de ahí de improviso, como si acabara de ser pinchada por la punta de un relámpago y tuviera que levantarse de la mesa, o de la silla donde se sentaba a mirar la montaña, o tuviera que largarse de una tertulia, o de una cena o sarao, o de su propia cama donde estaba ya metida y cuando estaba a punto de dormirse le caía encima el relámpago, y ante la mirada somnolienta del hechicero, del cronista y de la dama de compañía, que ya se ha dicho que no la dejaban nunca sola, brincaba de la cama y salía corriendo en camisón rumbo al establo, desplazándose rápido y en zigzag como una descarga eléctrica, como el mismo relámpago que le había caído encima, y no había manera de impedir su huida, solo quedaba dar voces para que la guardia del barón despertara y, a toda velocidad, se desplazara al establo y montara sus caballos para seguirla, mientras su séquito preparaba los carros con tiendas y bastimentos porque ya sabían que en cuanto la princesa regresara, escoltada por los soldados, exigiría dar un paseo, sin importarle que fuera de noche, ni que su séquito, compuesto por hombres y mujeres que tiritaban de frío debajo de sus gruesas mantas y de sus toscos gorros de lana, la recibiera con la mirada cada vez más torva, con una furia creciente que ya se había ventilado alguna vez frente al barón.

La cocinera, que era la que tenía el talante más rijoso, había hablado con don Juan en nombre de todos, en esa lengua mestiza con la que ya entonces se entendían, sobre los abusos reiterados de la princesa, sobre sus caprichos, sus aullidos y sus escapadas intempestivas, y don Juan le había hecho ver que lo más que podía hacer era poner a dos de sus soldados para que la protegieran, para que la princesa no se hiciera daño en esas escapadas súbitas, aleatorias, que empezaban de improviso cuando brincaba de la cama, o de la mesa, y salía corriendo en zigzag rumbo al establo, tirando copas y vasos, una mesilla, y golpeándose con las puertas, con las esquinas de las paredes, en su desesperación por subirse al caballo y salir de ahí, y a aquel vendaval que ponía la casa en pie de guerra se sumaba la carrera de los soldados de don Juan, y de la dama de compañía, del cronista, del hechicero y del resto del séquito, un escándalo que reclamaba la atención de todos porque, en un descuido, la princesa podía hacerse mucho daño, al recorrer la casa golpeándose contra todo pero, más que nada, cuando entraba al establo y brincaba, así de menuda como era, encima de su caballo, que le aguantaba sus gritos y sus caprichos, y las horas intempestivas a las que daba sus paseos y la retahíla de cosas que le iba diciendo agachada, pegada a la oreja del animal, cosas sobre su marido, sobre su séquito, sobre las semillas que había llevado de ultramar y no florecían, sobre la desgracia de estar lejos de su reino y confinada en aquella baronía helada, neblinosa, insulsa, sobre todas esas cosas iba hablándole Xipaguazin a su caballo mientras salía a todo galope del establo y se alejaba rumbo al bosque, rumbo a la cima o al abismo, rumbo a donde el caballo tuviera a bien llevarla en esas carreras alocadas en las que podía caer, o darse un golpe, pero lo cierto es que nunca le pasaba nada, siempre era interceptada por los soldados de don Juan, en plena carrera, o mientras descansaban ella y el caballo, o en lo que iba trotando y diciéndole más cosas, más secretos y misterios a la oreja, y al final la princesa siempre regresaba, escoltada por los dos soldados, generalmente arañada por las ramas y los arbustos, con sangre en una mejilla, en el antebrazo, en el muslo, pero nunca herida de gravedad, nunca con nada roto y, al contrario, con una energía diabólica que la hacía salir de paseo en el instante en que los soldados la devolvían escoltada al pueblo, aceptaba que su caballo fuera atado al carro del séquito, permitía que la dama de compañía le limpiara las heridas y también dejaba que el hechicero le pusiera un emplasto en los tajos que acababa de hacerse, eso era todo, no aceptaba ni gotas, ni brebajes, ni remedios que pudieran tranquilizarla, porque la princesa sospechaba de todo y de todos, incluso de su dama de compañía y, desde luego, del hechicero, a quien le conocía verdaderos milagros y auténticos maleficios.

Pero la desconfianza hacia el hechicero era gratuita, injusta, no tenía base real, era un hombre de una fidelidad hermética y además, ateniéndonos a la mirada que le adjudicó en su mural el pintor De la Concha, quedaba claro que no le simpatizaba el barón, ni la situación a la que este los había arrastrado. Aunque también es verdad que, según el testimonio del cronista, el hechicero se comportaba de una manera excéntrica y esto podía generar cierta desconfianza, o quizá se trataba de un hombre que estaba orientado de otra forma, se dejaba conducir por otras fuerzas y se guiaba por otros impulsos, finalmente los hechiceros viven con un pie en el otro mundo, para servir de puente a las personas que necesitan de sus servicios. Quiero decir que su comportamiento excéntrico tenía un fundamento, digamos, profesional, y en todo caso no puede perderse de vista que la princesa, al margen de lo que pudiera percibir y de su desconfianza, estaba loca.

Se sabe que el hechicero se desplazaba con frecuencia desde Casa Vima, donde vivía la princesa Xipaguazin, al castillo de Toloríu, donde se había mudado el barón, que prefería vivir a esas alturas separado de su mujer. No queda registro de lo que el hechicero hacía en el castillo del barón, se sabe que caminaba por la única calle del pueblo rumbo al castillo, y también se sabe que iba ataviado, porque el libro de Acamapiztli tiene un dibujo que así lo ilustra, con una larga capa de plumas multicolores, que cuando caminaba iba arrastrando por la yerba y por el polvo del suelo, y un deslumbrante penacho de plumas blancas. No se sabe qué tanto hacía el hechicero con el barón, como digo, pero puede colegirse que iba a recetarle algo, a decirle cómo podía curarse alguna enfermedad y a darle la pócima o la infusión o el emplasto que pusiera el remedio. Aunque también es probable que el barón tratara de sacarle información y quizá hasta le pidió, en algún momento, que hiciera algo para disminuir la ferocidad de su mujer, que le preparara un brebaje tranquilizante, que la dopara un poco, todo dicho en esa lengua mestiza que ya habrían implementado.

A pesar de la imagen de los papas, esos ocho personajes oscuros a los que había visto en México y que seguían apareciendo en sus sueños, es probable que el barón haya terminado confiando en el hechicero, que bien podría haber sido uno de ellos, y no sería extraño que le haya confiado su deseo de engendrar un hijo con la princesa, ni que se haya hablado de la dificultad que entrañaba conseguirlo con esa mujer a la que no podía acercarse.

La misión de preñar a Xipaguazin parecía imposible; sin embargo, es un hecho que el día 17 de marzo de 1536, dieciséis años después de su llegada a Toloríu, la princesa y el barón bautizaron a su hijo Juan Pedro de Grau Moctezuma, el primer mestizo que daría origen a la estirpe española del emperador. ¿Tuvo que ver el hechicero con aquel milagro? Lo sensato, de entrada, sería descartar esta hipótesis, puesto que el hechicero, como he venido diciendo y podrá comprobarse más adelante, odiaba a Juan de Grau, aunque es verdad que la tentación de pensar en una poción, en unos polvos que hubieran narcotizado a la princesa mientras el barón la poseía, es una imagen que tiene una atractiva estridencia plástica.

A veces, mientras hablaba con Su Alteza Imperial en su casita destartalada de Motzorongo, no podía evitar imaginar que esa vida convulsa que había tenido, llena de chapuzas y triquiñuelas y también, por qué no decirlo, de verdadera realeza, tuvo su origen en la cópula de una mujer narcotizada con un barón despechado. Aunque he de decir que esta idea, por la carga moral que contiene, se viene pronto abajo, porque una mujer que ha sido preñada contra su voluntad, o mejor, sin la intervención de su voluntad, no necesariamente produce una estirpe desastrosa; la vida es profundamente amoral y de un acto infame como lo es la violación puede nacer una buena persona, o viceversa, cuando de dos personas que se han amado mucho nace un asesino serial.

A primera vista habría que descartar la ayuda del hechicero en el embarazo de la princesa porque aquel hombre, ya lo he dicho, odiaba al barón; pero también puede pensarse que, con todo y ese odio, al hechicero, y al círculo íntimo de Xipaguazin, con quien tendría que tratar este tema, le convenía que la princesa tuviera descendencia, para que si se moría no los dejara abandonados, a merced del barón y sin ningún nexo con el imperio de Moctezuma. Porque la opción salvaje, la violación perpetrada en solitario por el conquistador, el sexo a la fuerza, hay que descartarla, pues se sabe en Toloríu, y así quedó establecido en el libro de Acamapiztli, que el barón vivía más bien atemorizado, tenía miedo de aquella gente impredecible, sobre todo del hechicero, por eso trataba con tanto ahínco de ganarse su confianza.

Pero el hecho contundente es que la princesa Xipaguazin quedó embarazada de la criatura que sería la conexión europea de Moctezuma, y también el instrumento que haría ascender al barón de Toloríu en la jerarquía de la nobleza hispana. Todo este planteamiento ignora, desde luego, el rumor del amante francés de Xipaguazin, porque hasta hoy no he podido comprobar que sea más que eso, un rumor, y además, como he dicho antes, el hijo se apellidaba Grau Moctezuma y para los efectos de esta historia da igual quién haya sido el verdadero padre.

Al enterarse de que su mujer estaba embarazada el barón redobló, con la complicidad del círculo íntimo, la vigilancia de la princesa, porque en su estado no debía montar a caballo, ni huir como una loca a toda velocidad y sin rumbo, ni exponerse a sufrir una caída o un golpe. Y aquí se abre una zona ciega de la historia, de la que no queda registro escrito, ni memoria, pero que debe ser uno de esos episodios donde todo se define, donde la historia sigue o se interrumpe y queda en unos cuantos relatos deshilachados. ¿De qué forma habrá tomado la princesa Xipaguazin, esa mujer volátil y propensa a la locura, su embarazo? Lo que se sabe es que no volvió a pasear a caballo, y que tampoco volvió a escapar como lo hacía antes de su embarazo. Se sabe que después de parir a Juan Pedro, su único heredero, la princesa experimentó un pronunciado declive vital que la llevó unos meses más tarde, el 10 de enero de 1537, a la muerte. En fin, podríamos decir, para iluminar un poco esta zona ciega, para no dejar tan suelto este cabo, que hubo un acuerdo entre el barón y la princesa, un trato entre las dos dinastías, y que ella murió porque, una vez cumplido el deber de perpetuar la estirpe de su padre, no tenía ninguna razón para seguir viviendo en ese pueblo que detestaba, ni siquiera su hijo era razón suficiente, porque, según se sabe en Toloríu, y según quedó escrito en el libro de Acamapiztli, fue parir a Juan Pedro y deshacerse de él, no volverlo a ver, dejarlo en manos de la nodriza que propuso el barón y dedicarse en cuerpo y alma a bien morir.

El hijo de Xipaguazin pasó a vivir al castillo, al territorio de su padre, y, cuando murió la princesa, su círculo íntimo, el hechicero, la dama de compañía y el mismo cronista, seguidos por el resto del séquito, tomaron la determinación de actuar para que el destino no les pasara por encima.