Era una mujer morena, menuda, nerviosa, loca, que iba andando de prisa con la mirada perdida. Arrastraba por el lodo los faldones de su gruesa capa roja. Llevaba los ojos extraviados, puestos en otra parte, en otra latitud, probablemente en el imperio de su padre, que se había quedado del otro lado del mar.
Que estaba loca lo sabemos por el cronista que la acompañaba, y también que a todos lados la seguía un nutrido séquito que trataba de evitar los charcos que ella pisaba, y de impedir que se golpeara en las paredes, o en un árbol o contra una piedra, o que se acercara demasiado al precipicio. Sabemos que no podían dejarla sola, que detrás llevaba siempre un viejo curandero, una dama de compañía y ese cronista que iba tomando nota como hago ahora yo, en mi papel de cronista del cronista.
También sabemos que la seguía una docena de hombres que estaban a su servicio, todos morenos y menudos como ella, todos tapados con mantas gruesas y toscos gorros de lana.
La mujer estaba loca y de pronto, animada por una energía súbita, maligna, se echaba a correr ladera abajo, con una urgencia torpe que le hacía pisarse continuamente los faldones de la capa y tropezarse y caer, rodar calle o ladera abajo y hacerse daño con las ramas o las piedras, con las puntas más expuestas del breñal.
Entonces la dama de compañía y el curandero salían corriendo tras ella para evitar que se lastimara, trataban de verla a través de la espesa niebla que no se iba nunca y que hacía difícil la persecución, porque tres pasos adelante todo era blanco, un blanco que se tragaba los árboles y las casas, la punta de la montaña, la empinada ladera y el abismo.
Dentro de la casa la situación era parecida. Esa mujer menuda y crispada caminaba de arriba abajo rumiando palabras, ideas, historias, visiones que le hacían pegarse contra las paredes, en los hombros, en las caderas, en la cabeza. Cuando la mujer comenzaba a rumiar y a golpearse, la dama de compañía y el curandero la sacaban a la intemperie, para que se despejara con la atmósfera helada que envolvía la montaña.
Pero a veces, lejos de despejarse, se conectaba con esa energía súbita, maligna, se echaba a correr ladera abajo, rumbo al precipicio, para arrojarse, para quitarse la vida, para matarse, para escapar de una vez por todas de ese reino que no era el suyo. Porque esa mujer morena, menuda, nerviosa, que iba andando o corriendo con la mirada perdida, era una princesa y ni el cronista, ni el curandero, ni la dama de compañía querían que se matara. La existencia de los tres dependía de ella, sin ella los tres hubieran tenido que matarse tirándose también al abismo. Y detrás de ellos esos hombres, cubiertos con gruesas mantas y toscos gorros de lana, que estaban a su servicio.
La princesa y los suyos parecían una tribu llegada de otro planeta, que era observada en silencio por los cincuenta y tres habitantes que tenía Toloríu. Era un extravagante grupo de criaturas, vestidas de forma extraña, que hablaban en una lengua inexpugnable. Un elenco de extranjeros que en ese año de 1520 había llegado de ultramar, encabezado por esa mujer menuda, nerviosa, que llevaba los ojos extraviados, puestos en otra latitud, seguramente en el imperio de su padre, Moctezuma II, que se había quedado del otro lado del mar.