El archivo de la parroquia de Toloríu salió a relucir desde el primer día que visité a Su Alteza Imperial Príncipe Federico de Grau Moctezuma, el último descendiente de la princesa Xipaguazin. Hice el viaje de Barcelona a México, donde entonces vivía Su Alteza por circunstancias que ya iré explicando, y luego recorrí en coche los 333 kilómetros que había del D. F. hasta su desvencijada casita en Motzorongo, Veracruz. Su Alteza terminó recalando ahí luego de un accidentado periplo, después de haber sido, durante casi tres lustros, el soltero más codiciado de España y una de las más destacadas figuras de la nobleza franquista. Una vez que el príncipe se hubo convencido de que yo era un periodista que pretendía hacer una pieza sobre su excéntrico linaje, y no un policía, ni un inspector de Hacienda que quería echarle el guante, le pidió a Crispín, su factótum, un viejo morenazo andaluz que ostentaba una librea con la letra M, de Moctezuma, que le llevara «inmediatamente la memoria de la familia», así lo dijo, pasándose cariñosamente la palma de la mano por el muslo derecho mientras esbozaba una sonrisa coqueta que apareció debajo de su gran mostacho de mosquetero. El bigote hacía juego con su melena blanca, muy bien repeinada con agua, que por detrás se alborotaba en un inquietante resplandor, en un aura que hacía pensar en un sol que hubiera visto ya pasar sus mejores días, un sol mustio y al borde del gran apagón. Estaba sentado en un sillón rojo de gran respaldo con orejas y unos gruesos reposabrazos que terminaban en dos robustas cabezas de león burdamente labradas, con unas mandíbulas muy abiertas, donde se acumulaban varios años de polvo oscuro, y esas bocas tan abiertas, más que sugerir a un felino en la plenitud de su rugido, recordaban la carcajada exagerada de un payaso. Era un mueble que sin duda tenía aires de realeza, parecía el trono de un rey de cuento, y su rojo intenso contrastaba violentamente con la pobreza de la casita, con el suelo de tierra, con la cocina llena de cacharros que exhibían una sucia desnudez y con la habitación, cuyo bárbaro desorden me hizo pensar en una vaca abierta en canal. Un tozudo nubarrón de moscas, que iba y venía como animado por una corriente magnética, distraía nuestra incipiente conversación. Su Alteza Imperial era un hombre de más de setenta años y en esa ocasión, la primera vez que nos encontramos, iba vestido con un traje blanco, que en su época debió ser un atuendo deslumbrante, un gazné color granate, todavía más rojo que el sillón, y unos Adidas negros que, según me explicó ahí mismo, eran los únicos zapatos que podía utilizar a causa de los ojos de pescado que le torturaban los pies. Había aceptado conversar conmigo porque, ya lo he dicho, me había presentado como periodista, pero sobre todo porque yo venía de Barcelona, la ciudad donde él había nacido, y de la que había tenido que salir huyendo en 1972, y Su Alteza Imperial pensaba, lo sé porque en más de una ocasión, ya que me tenía confianza, me lo hizo saber, que la historia que pretendía escribir sobre él serviría para reivindicar su nombre y su figura en esa ciudad donde había sido «grande entre los grandes», dijo con mucho ímpetu, al tiempo que dejaba caer las dos manos sobre las burdas melenas de los leones.

Aquel día el príncipe se había limitado a presentarme la «memoria de la familia», que en realidad era la memoria de su antepasada, la princesa Xipaguazin. Me contó que a principios de los años sesenta, cuando ya se acercaba a la cúspide de su fama y celebridad, y estaba en los salones y en la boca de las familias más distinguidas de España, se le había acercado un facineroso en un rumboso coctel para ofrecerle el archivo de la familia Grau Moctezuma, que había sido robado de la iglesia de Toloríu en 1936 y que aquel gandul tenía por alguna extraña razón, «quizá porque él mismo lo había robado», apuntó Su Alteza con una media sonrisa que apenas se notó debajo de la espesa pelambre del bigote. El príncipe, que en aquellos años vivía en el palacete de los Grau en Barcelona, había encontrado en ese archivo los elementos, la coartada que necesitaba para emprender el negocio que lo confirmó como una celebridad y que, con el tiempo, lo llevaría al exilio y a la ruina.

Ante la mirada de profunda reprobación de Crispín, ese morenazo andaluz que ejercía de su factótum, Su Alteza se puso a husmear en la memoria de la familia, que era un montón de documentos antiquísimos, hojas gruesas de diversos formatos, texturas y tamaños que guardaba en un recipiente de plástico, una especie de tupperware verdoso que se había colocado sobre los muslos con una diligencia teatral. Luego de mucho husmear, con la ayuda de unas estilizadas gafitas que le daban un aspecto gatuno, sacó un documento y sosteniéndolo en el aire me dijo muy orondo, casi desafiante, que la princesa Xipaguazin, su ilustre ancestro, había sido la primera persona mexicana que había montado a caballo, y luego me mostró la hoja donde, con una primorosa caligrafía de la época, se registraba el contrato de compraventa de un caballo, de nombre Canelo y tales y cuales características, suscrito en Toloríu, en el año de 1520, por el barón don Juan de Grau y el capitán Bernal de Quintanilla.