Después de diseñar la primera Gran Cruz, cuya confección había recaído en el taller de Filemón Permanyer, el mejor joyero de Barcelona, Su Alteza Imperial planteó a su núcleo duro, a Crispín y a la lavandera, la rareza de que, siendo heredero directo del emperador Moctezuma, se expresara con un marcado acento español, y sus cofrades con una musiquilla inconfundiblemente gitana. El príncipe estaba convencido de que la Orden ganaría mucha credibilidad si se expresaban con otro acento, y como el azteca era del todo inasequible optó por el mexicano, que, para el objetivo que se perseguía, era el sustituto natural, y la fuente de donde ese acento manaba eran las películas mexicanas que se veían en el cine en esos años. Así que, de manera paralela a la venta de condecoraciones y títulos nobiliarios, el príncipe echó a andar un taller doméstico de pronunciación mexicana a partir de una película que le compró a un distribuidor y que fue proyectada durante semanas, una y otra vez, en el despacho del palacete de Pedralbes. «Todo esto puede parecerle a usted pueril», se disculpó Su Alteza cuando, a causa de una pregunta mía, tuvo que abordar ese tema que, cincuenta años después, luego de vivir mucho tiempo en México, lo abochornaba. Mi pregunta había salido de un acta de la policía, donde se hace referencia, y se citan textualmente, a algunas de las frases que decía Su Alteza y que a mí, desde que las leí por primera vez, me parecieron extraídas de una película mexicana, y que el redactor del acta registró sin ningún comentario añadido, quizá para dejar asentado que durante ese interrogatorio el príncipe se había mofado de ellos, o había empezado a volverse loco, o a hacerse el loco para distraer la atención, etcétera.
En cuanto Su Alteza me habló de la puerilidad del método yo, efectivamente, estuve a punto de reírme, pero inmediatamente pensé en esos policías de elite a los que entrenan viendo series policiacas de la televisión, o esos políticos que aprenden a decir discursos mirando videos de Kennedy, de Lech Walesa o de Felipe González. «Puede parecerle a usted ridículo, pero no teníamos otro instrumento para aprender el mexicano —me dijo Su Alteza—. Además ha de tomar en cuenta que mi papel en la aristocracia española tenía mucho de representación, un gran porcentaje de teatro y de impostura, como lo tiene en realidad el de cualquier noble». Y mientras el príncipe reflexionaba en voz alta se desplazaba, entre sus pies y los míos, con cínica lentitud, un cuaqueche que, después de mirarnos a los dos con manifiesto aburrimiento, optó por mordisquearme los bajos del pantalón. El caso es que Su Alteza instaló un proyector en el despacho y, con una disciplina decididamente imperial, se sentó con su núcleo duro a repasar la película Pepe el Toro (Ismael Rodríguez, 1952). Se acomodaba cada uno en su butaca, y se iban aprendiendo los refranes, las muletillas, los modismos y las ocurrencias que decían en la pantalla los personajes de la película. «¿Y por qué no veían otras películas?», pregunté a Su Alteza inmediatamente después de que el factótum Crispín se apiadara de mí y echara al cuaqueche, antes de que terminara de romperme los pantalones. «Eran los años sesenta y en España no era fácil comprar una película que se había exhibido en el cine; lo de Pepe el Toro fue una suerte, no recuerdo muy bien cómo la conseguimos», dijo el príncipe estirando autoritariamente la copa que traía en la mano para que Crispín le sirviera más vino del tetrabrik.
Un mes más tarde Su Alteza citaba al viticultor de Jumilla en el palacete de Pedralbes para entregarle la Gran Cruz de la Soberana e Imperial Orden de la Corona Azteca. Para tan magno evento, ese acto con el que oficialmente empezaba su andadura en la nobleza, metamorfoseó uno de los salones del palacete en el salón de actos de la Orden, colgó un par de pinturas, que había conseguido con un anticuario, que tenían como motivo el imperio azteca, y pobló repisas y mesillas con objetos de cerámica mexicana, de aires prehispánicos, que importó, por sugerencia de uno de sus colegas de Oxford, de una tienda londinense especializada en piezas étnicas, de nombre Faraway, que años más tarde jugaría un modesto papel en la rocambolesca biografía de Su Alteza. Al momento de la entrega humeaban, en las cuatro esquinas del salón, cuatro piezas de copal, el incienso purificador prehispánico, y, como complemento, Crispín tocaba en la guitarra un fondo azteca ligeramente agitanado, sospechosamente hispánico para ser prehispánico. Al final de aquel breve acto fundacional, después de que Su Alteza prendiera la Gran Cruz en el hueco que el conde viticultor tenía en su americana a la altura del pecho, y de que le entregara el certificado que indicaba que aquella condecoración era auténtica, la lavandera colocó la aguja en el surco de un disco del himno nacional mexicano, que había llegado de Londres como bonus en el cargamento de la tienda Faraway. Luego hubo una escueta convivencia alrededor de una copa de champán, y eso fue todo, ahí empezó la parte diabólica de esta historia que voy escribiendo y que ya va alcanzando su ecuador, lo cual no deja de sorprenderme, pues yo, en realidad, lo que quería era recabar datos que me ayudaran a encontrar el tesoro de Moctezuma en el Pirineo.
La noticia de la condecoración del conde de Jumilla se propagó rápidamente entre la nobleza nacional y, quince días más tarde, el marqués de Rubí, un hombre que tenía la fábrica de mesas de billar más grande de España, se apareció sin previo aviso en el palacete de Pedralbes y pidió una audiencia con Su Alteza Imperial. Como todo se iba haciendo sobre la marcha y ninguno había previsto esa eventualidad, la cosa tuvo que resolverse en el despacho, a las prisas y de forma anticlimática, porque el marqués de Rubí había sido interpelado a graznidos por la madre loca cuando Crispín lo conducía, con lujo de caravanas y genuflexiones, por los pasillos del palacete. Además, la conversación fue de un pragmatismo mercantil que poco tenía que ver con la pompa y el boato que se le supone a la aristocracia; el marqués quería «comprar» una Gran Cruz, con esa crudeza lo dijo, y en cuanto Su Alteza, con la misma crudeza, le dijo lo que costaba esa distinción, empezó a sacarse de los bolsillos, con una crudeza todavía mayor, fajos de billetes para cubrir la cantidad de forma inmediata y en efectivo. Una vez concluida la operación, el príncipe ordenó unas copas de champán para introducir un poco de pompa en eso que parecía un trueque entre pescaderos, y ya con la copa en la mano, citó al marqués en cuatro semanas para la ceremonia de la imposición de la Gran Cruz. Hurgando un poco se enteró de que no había sido el conde de Jumilla, sino el mismísimo dictador quien le había sugerido al marqués de Rubí que se acercara a Su Alteza para obtener una condecoración; la dinámica era cristalina y quedó expuesta de golpe ante sus ojos: para vestir de condecoraciones a la nobleza cerril que Franco se había inventado, la Soberana e Imperial Orden de la Corona Azteca era el vehículo ideal; su lejana nobleza de ultramar, libre de toda fiscalización, tenía un margen del que todos podían beneficiarse.
Aquella visita intempestiva del marqués dejó al descubierto un montón de flancos que era imperativo cuidar y que estaban al aire por falta de tiempo porque, a partir del sarao con el dictador, todo empezaba a suceder a una velocidad vertiginosa. Para empezar Crispín, apelando a la memoria del gran emperador Moctezuma, mandó llamar a dos de sus primos del Sacromonte para que echaran una mano, y de paso para que en el palacete hubiera una notoria densidad poblacional mexicana. Su Alteza, por su parte, encargó un nuevo vestuario, se hizo camisas, americanas, batines y albornoces con la M de la Orden, y también batas y libreas para los miembros de su séquito; de su modesta experiencia en ese mundillo ya había sacado en claro que la aristocracia era, fundamentalmente, monogramas, oropeles y sobre todo displicencia, así que tomó la determinación inmediata de que nadie, fuera quien fuera, podía tener audiencia en el momento en que la pedía, como había sucedido con el marqués de Rubí, sino que se le concedería unos días más tarde, siempre por medio de un tarjetón y, en caso necesario, se utilizaría como argumento la apretada agenda de Su Alteza. Después de la segunda Gran Cruz, que fue entregada con un atrezo más completo, y que además fue consignada en las páginas del diario La Vanguardia, la vida social de Su Alteza experimentó un upgrade meteórico. Sus amigos, y los de su padre, lo veían ahora con una admiración sin límites y lo trataban con una grotesca zalamería, aun cuando, como su padre se había suprimido el apellido, ignoraban de dónde venía la relación con el imperio azteca. Incluso el señor Mas, el director del banco, veía complacido la explosión social del joven Kiko, y sobre todo su relación con el dictador, que, a la larga y según sus cálculos, podría dejarle al banco más beneficios que la devolución misma del crédito.
Todo cambió para Su Alteza Imperial, sobre todo la posición que pasó a ocupar en la órbita de las mujeres, que súbitamente empezaron a ver en él al partido ideal y comenzaron a acercársele, a hacerle conversación, a ofrecérsele y algunas incluso a arrastrársele, situación que él tomó con deportividad y desde luego mirando siempre su conveniencia, pues asistir de vez en cuando a una comida, a una cena o a una fiesta con alguna de las ricas herederas de las buenas familias de la ciudad apuntalaba su vertiginoso posicionamiento, aunque a la hora de pasar intimidad, situación que se repetía invariablemente con todas y cada una, él iba cumpliendo aleatoriamente y se reservaba el derecho de no cumplir, cumplir a medias o incluso de optar por el mutis. Crispín, su abuela y el éxodo que sobrevivía en Granada veían con cierto nerviosismo la frivolidad y el desapego del príncipe a la hora de relacionarse con las mujeres; tendían a pensar que lo conveniente era tener un heredero que encabezara la dinastía, aunque también pensaban que, con ese príncipe tan dado al guateque y a la francachela, lo mejor era dejar obrar a la naturaleza, no forzar el destino y comenzar a digerir que, muy probablemente, la saga de los Moctezuma había llegado a su punto final. «Más vale un punto final sólido, contundente, que un hijo de cualquiera de estas pedorras, que acabará despreciándonos», decía la abuela de Crispín cuando se trataba el tema de las mujeres que revoloteaban alrededor de Su Alteza.
En unas cuantas semanas el príncipe y su núcleo duro, que ya había sido ampliado con los primos del Sacromonte, habían logrado metamorfosear el palacete de los Grau en una suerte de embajada azteca en España, que muy pronto empezó a funcionar, a nivel social, como una representación diplomática; Su Alteza era invitado a todos los cocteles que ofrecían las embajadas en Madrid, y el Ayuntamiento, como hacía con los consulados que había en Barcelona, le había asignado una patrulla, con dos agentes, que resguardaban permanentemente el palacete. En los saraos de El Pardo, que era donde verdaderamente se definían las cuotas de poder, Su Alteza aparecía con una capa de plumas que encargó a una modista que había sido su novia pasajera, y un báculo con la M de su Orden en el pomo y, sobre todo, un porte de emperador de ultramar que provocaba grandes reverencias. En aquellos saraos, y en los cocteles y en las fiestas a las que asistía en Barcelona y, más que nada, en los que organizaba en su palacete, él y su núcleo duro, o séquito, como ya se autodenominaban a esas alturas, salpicaban su léxico con las expresiones mexicanas que habían aprendido en la película protagonizada por Pedro Infante. Cuando algo requería de una puntual explicación, Su Alteza decía con un sonsonete mexicano calcado del famoso actor: «Vamos a aclarar de un jalón el punto». Cuando alguien le decía algo dudoso, que requería de una confirmación inmediata, preguntaba, con el mismo sonsonete: «¿A lo macho?». Y una noche la abuela de Crispín, para afianzar su posición en el séquito, en mitad de una fiesta se paró delante de Su Alteza, y de la señorita que trataba de llevárselo descaradamente al huerto, y soltó un parlamento, trabajosamente memorizado, con el mismo acento que lo hacía una de las actrices de la película: «Ha de ser alguna resbalosa que te dio algún bebedizo y te trae azorrillado».