Un día regresó a Toloríu el barón don Juan de Grau. Aunque su ausencia no había sido demasiado larga, hubo quien ya lo había dado por muerto, o por desaparecido, o quien lo había imaginado haciendo fortuna, fundando una familia, perpetuando su estirpe al otro lado del mar, como era normal que les pasara a esos soldados que se iban a la aventura. Los vecinos lo vieron desde muy lejos y tuvieron tiempo de pensar muchas cosas. Durante más de tres horas contemplaron el lento ascenso de aquella numerosa caravana, que les parecía demasiado grande, pues el barón había salido de Toloríu con unos cuantos hombres y lo que ascendía penosamente por la empinada ladera de la montaña parecía un pueblo completo. Pero si no era el barón, ¿a quién más podía interesarle subir hasta esas alturas? A medida que la caravana se acercaba vieron que a la cabeza iba, efectivamente, con su porte magnífico de siempre, don Juan de Grau, y que detrás, escoltados por una docena de soldados a caballo, iba a pie una tropa de personas morenas y bajitas que se cubrían del frío con gruesas mantas y toscos gorros de lana, y que se arremolinaban alrededor de una mujer, también morena y pequeñita, que montaba un caballo con vistosa displicencia.

Algo había pasado durante el viaje, a bordo del barco, algo que he podido colegir a partir de un documento legal y de un breve apunte que hizo el cronista de Xipaguazin, algo que he reconstruido a partir del final, de su resultado, como quien traza una línea de un punto a otro y descubre una ruta, un argumento. La princesa, seguramente porque en alta mar no existía la posibilidad de que se fugara, fue liberada de esas cuerdas que le apretaban las muñecas, y que con tanta maestría pintó De la Concha en el mural de Motzorongo, y esa libertad la utilizó para aprender no propiamente a montar, cosa impensable a bordo del barco, sino a estar encima de un caballo. Parece que en las jornadas interminables en alta mar, la princesa sufrió severos ataques de ansiedad y de terror, y que cuando no le daba por correr como si se le hubiera metido el demonio, se quedaba postrada, sudorosa y acezante en un extremo de la crujía, y la única forma que habían encontrado para mantenerla en sus cabales había sido poniéndola cerca de un caballo, arrimándole un animal específico que pertenecía a uno de los soldados del barón de Toloríu.

Según se entiende en una línea que apuntó el cronista, los caballos, que a él seguían pareciéndole criaturas extrañas, tienen la virtud de «absorber la parte maligna del alma de las personas». Se trata de un apunte hecho ante la evidencia de que la princesa mejoraba al acercarse al caballo y él concluye eso, aunque quizá lo normal sería pensar que la princesa se sentía bien, quizá protegida, por el caballo, independientemente de las virtudes absorbentes que el cronista, dándole vuelo a su pensamiento mágico, quisiera ponerle al animal.

Sabemos que aquel fue un viaje tempestuoso, que el barco fue zarandeado de arriba abajo, de día y de noche, por una mar furibunda, que las olas altísimas brincaban la barandilla de cubierta y entraban en tropel, se derramaban por las escaleras y abrían de golpe las puertas de los camarotes y manchaban alfombras y tapices de una espuma color marrón que, cuando se retiraba, dejaba todo embarrado de un lodillo putrefacto, que era la mezcla del agua de las letrinas, los desechos de la cocina, el estiércol de los caballos, y de toda esa materia que arrastraba el agua a su paso y que, en cuanto se secaba, despedía un olor nauseabundo.

Puede fácilmente imaginarse lo que debió ser aquello para la princesa y su séquito, para esa gente de tierra firme que conocía el agua como un elemento apacible que a veces formaba un lago, y a veces un río, y que corría plácidamente por las acequias de Tenochtitlan. Aquel furibundo vaivén tenía aterrorizados a los mexicanos, que permanecían mudos, inmóviles, apeñuscados alrededor de la princesa, en un extremo de la crujía, hasta que ella, de manera inopinada y súbita, loca de pánico y de desesperación, salía corriendo por los pasillos del barco y subía a cubierta, perseguida por el hechicero y la dama de compañía, o por Juan de Grau y por alguno de sus soldados, que trataban de contenerla para que no se hiciera daño. Pero aquellos ataques de pánico, aquella huida descontrolada por los intestinos del barco, terminaron en cuanto se topó con Canelo, ese caballo con el que sintió una inmediata empatía y que, por algún motivo, por el que he sugerido yo o por el que apunta el cronista, logró quitarle el terror y la ansiedad. A partir de aquel momento la princesa dejó su extremo en la crujía y sus escapadas demenciales y se mudó al establo, y entonces, durante los días que faltaban para llegar al puerto, a la princesa se la vio tranquila, a pesar de que el mar seguía igual de furibundo.

Sabemos que la princesa no volvió a separarse de Canelo y que con frecuencia se montaba, recostada sobre la crin para no pegarse con un bao en la cabeza, encima de esa criatura que poseía el extraño don de tranquilizarla. También sabemos que su séquito la contemplaba, montada en medio de aquel vaivén, «como si fuera una estrella fugaz». Con esta imagen desmedida describe el cronista ese momento, que es parte de ese texto, mitad crónica, mitad poema, del que voy echando mano, que se editó en Estados Unidos en los años cincuenta y que yo busqué durante meses hasta que di con él en Amazon, a un precio prohibitivo que, luego de mucha reflexión, acabé pagando. El autor del libro, o sea nuestro cronista, se llamaba Acamapiztli, y el título es Xipaguazin, a secas, aunque la traductora (del náhuatl al inglés, Jennifer S. González), o probablemente el editor, añadió un subtítulo orientativo: Moctezuma’s daughter incredible journey (Episcopal University of Texas Press, 1952).