CAPÍTULO XIII

DURANTE largo rato, el anciano permaneció de pie, sobre el risco de rocas carcomidas por el tiempo, recostándose sobre un junípero solitario, escrutando con ávida mirada el valle que se extendía ante él, y escupiendo de vez en cuando un jugo amarillento sobre las rocas en que asentaba sus pies.

Racimos de nubes bajas flotaban sobre el cielo, como si hubieran sido abandonadas por un gran cúmulo y se apresuraran a reunirse con él.

Al cabo de un rato, el hombre se separó del árbol, y cogiendo otro trozo de tabaco, se lo echó a la boca y comenzó a descender por la ladera de la colina.

Era un hombre pequeño, un anciano cuya barba, que caía hasta su pecho en desbaratada cascada desplata, estaba teñida por huellas del tabaco. Con inconsciente habilidad fue evitando las asperezas del terreno y moviéndose con ligereza entre las rocas; sus ojos azules, llenos de viveza, nunca; abandonaban la cabaña.

—Me parece que hay alguien —dijo Virginia mirando desde la silla y dejando caer en su falda la costura que estaba haciendo.

—Sí, yo también lo he notado —dijo Martin—. ¿No será uno de ellos, verdad?

—No lo creo.

Ambos fueron hacia la puerta de la cabaña, mirando hacia la ladera de Tessie Valley, y vieron la silueta que se movía y la pequeña nube de polvo que alzaba tras él. Desapareció de su vista, al meterse el hombre tras uno de los algodoneros de la ladera.

—Llegará aquí en unos minutos —dijo Martin—. Si no es uno de ellos, no sé qué podrá querer.

—Si es un individuo normal, será nuestro primer visitante —dijo Virginia—. Tendríamos que tener una esterilla en la puerta, de esas que dan la bienvenida a los forasteros. :

—No confío en nadie —respondió Martin sin hacer caso del buen humor de Virginia—. Preferiría que no viniera.

Virginia apoyó la mano sobre el brazo de Martin.

—Has cambiado, cariño —dijo ella—. Y no quiero que cambies, me gustabas como eras antes.

—Pero es que continúo pensando...

—Pero es que no tienes que pensar. No tienes por qué cargar con todo el peso del mundo sobre tus espaldas. Y lo que tenemos que hacer es vivir nuestras vidas; si continúas preocupándote de ese modo, creo que no podré verte mucho por aquí.

Martin se separó de la puerta y la dejó a ella mirando hacia el exterior.

—¿Y qué me dices de esto? —dijo Martin señalando un pequeño montón de periódicos—. Tú misma reconoces que las cosas no se han enfriado todavía.

—Pero yo no me preocupo tanto —dijo ella, acercándose y estrechándole contra su pecho. Papá ha muerto, pero eso no quiere decir que se haya ido. Hablan mucho de él porque estuvo muy involucrado en el asunto de Park Hill. Ahora aquéllos pueden nuevamente interferir el proyecto por otros medios. Por ejemplo, la posesión mental, con lo que bloquearían todos los caminos que pudieran conducir al secreto de la regeneración. Ya lo han hecho anteriormente.

—Y no hay ni una línea que diga lo que realmente sucedió.

—Los militares no se lo dejarían decir.

—¿Y tu hermano?

—¿Bobby? Ya cuidará de sí mismo, no te preocupes.

Él la miró sorprendido.

—Me parece todo tan extraño... Aquí dice qué tu padre ha muerto, y, sin embargo, no parece afectarte lo más mínimo.

—Ya hemos hablado de esto. No está muerto. Ahora es cuando verdaderamente está vivo; ahora, que es cuando está totalmente liberado de su cualidad física, desde el punto de vista de los terrestres. En cierto modo, ha abandonado su condición de mortal, por algo mejor.

—¿Te parece aquello mejor?

—Pero no sin ti —dijo ella, besándole dulcemente.

—¿Pero y los otros? Tú me dijiste que te parecía extraño que hubiera tantos que murieran.

—Admitiré que me ha preocupado. Pero quizá sea que ahora presto mucho más atención a todo ello; me fijé en el periódico y pensé que el mismo número podría haber muerto antes, sólo que entonces no había razón para pensar que todo aquello no fuera totalmente natural.

—Oigo a nuestro amigo que llega.

Ambos caminaron hacia la puerta nuevamente.

—¿Hay alguien aquí? —dijo el anciano desde el pico de un peñasco, a unos cincuenta metros. La figura iluminada por el sol se despojó del sombrero y les hacía señas con él.

Ellos salieron y correspondieron al saludo con sus manos.

—Acérquese —gritó Martin.

—De acuerdo, de acuerdo.

Con sorprendente agilidad, saltó entre los peñascos y se dirigió a buen paso hacia la cabaña.

—Buenas, amigos —dijo al llegar.

—¿No quiere entrar? —invitó Martin, poniéndose a un lado de la puerta—. Bien es verdad que no tenemos mucho sitio, pero sea usted bienvenido.

—No tiene importancia —dijo el hombre pasando hacia dentro y extendiendo al mismo tiempo una mano—. Me llamo John Collins, aunque todo el mundo me llama Toby, y creo que es porque siempre estoy mascando tabaco. Tengo esa costumbre desde que era niño. —Desde la puerta escupió hacia fuera, sobre la hierba.

—Yo soy Steve Miller —respondió Martin estrechando su mano. La mano era firme—. Ésta es mi esposa Nancy.

—Encantado de conocerla, señora —dijo Toby quitándose el sombrero.

—Entre, mister Collins —invitó Virginia.

—Mejor si me llaman Toby —dijo atravesando la puerta—. Así que se han instalado aquí. Antes acostumbraba a pasar muy a menudo por estos parajes, y hasta incluso, en una ocasión, pensé en trasladarme a vivir aquí. Ahora me apena no haberlo hecho.

—Todo el arreglo del interior es obra de Nancy —dijo Martin siguiéndole.

—La mano de una mujer es algo extraordinario, que tendría que estar siempre con nosotros, hijo. Nosotros no sabríamos nunca hacer las componendas que ellas hacen. Es usted muy afortunado, amigo, por tener una mujer como Nancy. Ya lo creo, afortunadísimo.

—Gracias, Toby —dijo Virginia—. ¿Me permite ofrecerle algo? ¿Té? ¿Café? No tenemos nada más fuerte.

Toby se sentó en una silla de madera al lado de la mesa y se dio un golpe sobre la pierna riendo:

—¿Qué le ha hecho pensar en eso? ¿Me quiere contestar? No he probado una gota de nada más fuerte que el té desde hace lo menos diez años.

Virginia avivó el fuego y puso en él la tetera.

—¿De dónde son ustedes? —preguntó Toby escupiendo en el hogar de la lumbre.

Martin le miró fijamente. Al fin decidió que no había nada de sospechoso en la pregunta; le parecía lógica.

—Yo tengo vacaciones, porque las hay ahora en la universidad —dijo Martin—. Nancy y yo pensamos que lo podríamos pasar muy bien aquí unos días. Además, soy profesor de geología y pensamos que podríamos encontrar algunas cosas curiosas por estos alrededores.

—En cierta ocasión conocí a un tipo por aquí también que había venido a buscar osamentas para un museo del Este. Si no les importa, alguna vez les ayudaré de buen grado. Me conozco como la palma de la mano todos los cañones del Estado de Utah, y sé cómo se llaman, por su verdadero nombre, todos los lagartos que podamos encontrar. Que me aspen si no es cierto.

—¿Y dónde vive usted? —preguntó Virginia.

—Bonita pregunta, señora. Bonita pregunta.

Sus ojos parpadearon antes de responder:

—Estoy en tantos sitios, hoy aquí, mañana allí, que no sé a cuál de ellos definir como mi propia casa. Pero mi sitio preferido es al otro lado de los Three Forks.

—Pero eso está a bastante distancia de aquí, Toby.

—Había oído decir a algunos tipos que era divertido venir por aquí, y entonces pensé en venir para ver por mí mismo lo que ellos decían.

—¿Dónde oyó decir eso, Toby? —preguntó Martin.

—Más allá de Three Forks. Aquellas gentes hablan de lo divertido que es verles a ustedes todo el día juntos, sin separarse ni un momento. ¿Acaso tiene miedo de estar sola aquí, señora?

—No —dijo Virginia—. Lo que pasa es que queremos estar juntos, cuanto más, mejor.

—Eso es amor, eso es lo que llamo yo un seguro y verdadero amor. No te importa lo que digo, ¿verdad, hijo? Desde luego, tienes suerte. ¿Os molesta que me quite las botas? Estos pies me están matando.

—No. Haga a su gusto —dijo Martin.

Virginia sirvió tres tazas de café y puso unas pastas sobre la mesa.

Toby se quitó las botas y arregló la posición de los calcetines.

—Este sitio es mejor que el mío —dijo—. Las ventanas están limpias y el suelo ha sido barrido. Yo también podría tener todo esto si me hubiera casado; pero nunca pude estar en ningún sitio el tiempo suficiente para que me cazara una mujer y tomármelo en serio. Y no es porque no fuese un majo mozo. No, señor; el viejo Toby no era mal parecido, y les aseguro que tenía mi éxito con las muchachas. ¿Se cree lo que digo, señora?

—Sí, claro que lo creo —respondió Virginia—. Y hasta estoy segura que haría desvanecer a más de una vieja moza.

—No, ahora ya no tengo aquel atractivo. Pero si su esposo me lo permite, le diré que usted es el tipo de mujer que a mí me gustó siempre. Bonito pelo negro y preciosos ojos azules. Creo que le iría bien que se dejara largo el cabello.

Martin aspiró de la pipa y se tragó el humo.

—El mascar tabaco es mucho mejor que fumar, señor —dijo Toby, volviéndose hacia Martin—. ¿Dónde aprendió a hacer eso? Nunca vi a un fumador de pipa tragarse el humo del modo que usted lo hace. Hasta hace poco sólo fumaba cigarrillos, ¿verdad?

Martin sacó la pipa de la boca lentamente, y bajó el brazo hasta la altura de la mesa. Virginia se levantó de la silla.

—¿Por qué pregunta eso? —dijo Martin mirando a Toby con fijeza.

—Porque creí estar en lo cierto —respondió Toby—. Eso le demostrará lo mucho que un hombre puede aprender por el simple hecho de estar siempre observando todas las cosas, porque le aseguro que no lo aprendí en los libros. —Empapó una de las pastas en el té y lo deshizo en la boca con gusto.

Martin cambió una mirada con Virginia, pero, ella pareció no haberla apercibido. No encontraba nada extraño o sospechoso en Toby; sin embargo, aquel hombre tenía un modo raro de decir las cosas.

Toby cogió la taza y la llevó a la boca, haciendo mucho ruido al sorber de ella. Después la volvió a dejar en su sitio.

—Creo que entrará en sus cálculos hacer algunos remiendos a la cabaña, ¿no? Veo desde aquí algunos agujeros que necesitarán de esos remiendos cuando el viento del invierno empiece a soplar. Si necesitan ayuda, me alegraría poderles echar una mano. Quiero ser un buen vecino, aunque esté un poco lejos. Todo el mundo tendría que ser así.

—Agradeceré mucho su ayuda —dijo Martin—. ¿Cómo podré ponerme en contacto con usted, cuando llegue el momento?

Toby se echó a reír.

—¡Oh, yo estaré por aquí! Ya vendré de cuando en cuando. Esperen a verme, ustedes esperen a verme.

Toby apuró la taza de té, y se limpió los labios con una naturalidad que evidenciaba el haberlo hecho así toda su vida. Después de haberse puesto en la boca un trozo de tabaco de mascar y haberles agradecido su hospitalidad, salió de la cabaña. Se despidió de ellos, se alejó, y cuando ya estaba en lo alto de la loma, se volvió para decirles adiós con el sombrero en la mano; luego, con su acostumbrada agilidad, se perdió de vista.

—Y bien, ¿qué piensas de él? —preguntó Martin, apoyándose en el marco de la puerta y mirando interrogativamente hacia el lugar por donde había desaparecido el anciano.

—Quizás estuvo haciendo como yo —dijo ella—. He ocultado totalmente mi identidad como capéllan. Como te he dicho en otras ocasiones, para un capéllan yo no apareceré, tanto interior como exteriormente, más que como una mujer de este mundo. Nací como cualquier criatura terrestre, con la única diferencia de que ya existía antes de ese momento.

Virginia limpió la mesa, puso las tazas y los platillos en el fregadero y vació la tetera sobre ellos.

—Toby quizá nos estuvo ocultando su verdadera identidad. Poro los capéllans no suelen hacer esto, a menos que tengan poderosas razones para ello. Pero en estas circunstancias todo es posible, si es que es un capéllan.

—Así, pues, no hay modo de cerciorarse —concluyó Martin entrando en la cabaña para ayudarla.

Ella le sonrió cuando él se acercaba:

—No te preocupes, Martin. ¿Te acuerdas de la primera vez que me besaste?

Él le cogió la cabeza entre sus manos:

—Perdona que sea tan trágico, Virginia. Todo lo que quiero es no tener que perderte. En cuanto a eso de si recuerdo la primera vez que te besé, ¿cómo podría olvidar el trigésimo tercer Batallón MP y lo que hicieron con nosotros en Park Hill?

—¿Por qué no podrías olvidarlo, cariño?

—Porque... —Martin rozó suavemente sus labios con los de ella, y Virginia le rodeó con sus brazos.

Martin la contempló mientras lavaba los platos y copas, apoyado en la mesa, con una servilleta en las manos. Tal como acostumbraba hacer, miró a través de la ventana y dejó deambular la vista por las verdes laderas salpicadas de rocas.

Era un sitio ideal. Había acampado con sus compañeros de armas al otro lado de aquellas colinas, y recordaba el momento en que aquellos hombres se mofaban de él porque todavía tenía ganas de explorar aquel terreno. Deambuló por allí y encontró aquella cabaña, preguntándose de quién sería y quién la habría construido. Pero en ningún momento se le hubiera ocurrido pensar que algún día tendría que vivir en ella. Quizá hubiera podido imaginar lo que experimentaría si fuera a vivir allí; pero nunca que tuviera realmente que hacerlo, y menos que las circunstancias le obligarían a ello.

Desde luego, de no haber sido por el constante temor de ser descubiertos, hubiera sido un rincón ideal e idílico para dos enamorados, algo auténtico de películas: la magnitud de aquel valle cubierto de resplandeciente hierba, la majestuosidad de las montañas que lo rodeaban, cuyos picos cubiertos de nieve se escondían entre las nubes, temerosos de que nada mancillara su blancura.

El último contacto que tuvieron con el mundo contemporáneo fue a unos siete kilómetros de allí, entre las gentes del Three Forks, que no parecían de la misma civilización a la que estaban acostumbrados. No estaban habituadas aquellas gentes ni a los dispendios turísticos ni al chasquido de las máquinas fotográficas al ser disparadas. Cuando anduvieron los kilómetros que les separaban de la ciudad para comprar aprovisionamientos con el dinero obtenido de los cheques de viaje, la gente les miraba con curiosidad, pero en ningún modo con hostilidad, y todos les ofrecieron absoluta cooperación.

Pero luego vino Toby, pequeño, un Toby de blanca barba que sin duda conocía a las gentes de Three Forks. Era posible que fuese un emisario de los pueblerinos, escogido por ellos por su familiaridad con el territorio, o más probablemente porque iría directo al grano, más desvergonzado a la hora de hacer preguntas. Toby podría ser el hombre, quien, en virtud de sus andanzas por los valles y sus alrededores, se creía con derecho a saber quién vivía en los lugares que él frecuentaba.

¿Pero podía ser tan astuto aquel hombre?

—¿En qué piensas, cariño? Has estado soñando despierto, a través del horizonte que te ofrece esa ventana, durante más de cinco minutos.

—¡Oh, lo de siempre! —respondió Martin volviéndose para secar los platos—. Creo que mi mayor problema es que nunca tuve que esconderme de nadie. He sido siempre el cazador, un cazador de hechos, de ideas, de noticias. Es algo que va contra mi modo de ser y pensar, el estar huyendo de algo y de alguien. No puedo acostumbrarme.

—Ten paciencia, Martin. Lo que te ocurre es que eres demasiado honrado. Siempre has hecho lo que te ha dictado la conciencia, y ahora te encuentras en una situación imposible para ti, y no puedes convencerte de ello.

—Es ese Toby —dijo—. No confío en él. Las alusiones que hizo a tu pelo, por ejemplo, como si supiera que te lo habías teñido, las hizo de una forma que no me gustó nada. Y cuando se refirió a mi modo de fumar con la pipa, parecía estar seguro de que hasta ahora no había fumado nunca más que cigarrillos.

—Pues yo creo que no fue más que un modo muy acertado de expresarnos su poder de observación. En todas sus andanzas, Toby se ha convertido probablemente en un buen juez de los hombres, y se enorgullece de poder hacer manifestaciones como ésa. Y en lo que se refiere a mi pelo, estoy de acuerdo con él. Creo que estaría mucho mejor si lo llevara largo. Lo llevaría así, si no fuera porque...

—Por los capéllans, claro —interrumpió Martin como en un susurro—. Los capéllans, gentes procedentes de una estrella, que vinieron hace cincuenta mil años, reestructuraron a un animal llamado homo sapiens, se sirvieron de él y continúan haciéndolo ahora.

—¿Por qué dices eso?

—Ya lo sabes. Y además, tú misma me dijiste que los capéllans están abandonando su existencia terrestre, para volver a su estrella. ¿No es cierto todo esto?

—Sí, claro que sí. Pero el hecho de que ahora nos apercibamos de los que se están marchando de la Tierra no significa nada. Hubiera tenido que llevar, de haberlo sabido, unas estadísticas desde hace mucho tiempo, y así hubiéramos sabido los que habían muerto de un ataque al corazón, como mi padre, y de otros miles que murieron de otras enfermedades. Pero hay una cosa, Martin.

Él la miró fijamente.

—Yo no he tenido la culpa —continuó Virginia.

—Eso ya lo sé, cariño. Si yo no te reprocho nada.

—Me parece —dijo yendo al otro lado de la habitación y sacando una caja de debajo de la cama— que ya es hora de que abramos esta botella. —Sirvió dos vasos y dijo—: Esto nos hará bien a los dos.

La Luna se había abierto camino en la profundidad del espacio y cubría con su resplandor la montaña, disfrazándola con un manto plateado. La tenue brisa de la noche jugueteaba con el humo que salía de la cabaña, hasta difuminarlo por el valle.

Ambos se habían acostado. El vino les había proporcionado cierta pesadez a los párpados y dormían profundamente. Ni siquiera se movían.

Sólo en el momento en que Toby habló pausadamente, Martin se revolvió en el lecho, pero sin nerviosismo ni sobresalto.

—Fueron los dos muy atentos —dijo Toby tranquilamente—. Muy atentos en mi primera visita. ¿No os molesté a ninguno de los dos?

—No —dijo Martin sentándose—. No nos molestó.

—Hicisteis cuanto era posible para mostraros como verdaderos amigos.

—Pues claro, queríamos ser amigos.

—Y para ser verdaderos amigos, hay que ser verdaderamente sinceros. Todo el mundo sabe esto. ¿No es cierto?

Martin asintió.

—Es verdad. Tan verdad como la luz del Sol.

—Si fueras un verdadero amigo, me ayudarías en un apuro. ¿No es cierto que lo harías?

—Sí. Le ayudaría si estuviera en apuros.

—¿Lo ves? Estamos de acuerdo en todo.

—Pues claro.

Toby tenía razón. Era un amigo. Era un individuo muy agradable, con quien se podía hacer amistad.

—Pues si tenemos que ser muy buenos amigos, tenemos que ser muy honrados el uno para con el otro. ¿Estás seguro de que puedo confiar en ti?

—Pues claro. No faltaría más.

¿Qué se propondría el viejo? Naturalmente que Toby podía confiar en él. ¿Por qué Virginia...?

—¡Eh! ¿Qué es eso?

La imagen de Toby se hizo más borrosa y Martin apenas podía concentrarse en sus ojos.

—No importa, hijo. Tú y yo ya estamos bien, ¿no te parece?

—Sí, ya estamos bien. Así es mejor.

—Hace muchos años que nos conocemos.

—¿Muchos años?

—¿Hacía tanto tiempo que le conocía?

—Muchos años. Claro que sí. Acuérdate.

Toby sonreía. A Martin se le hacía familiar aquella sonrisa.

—Como viejos amigos que somos, nos conocemos perfectamente.

—Sí.

—Nunca tuvimos secretos entre nosotros.

—No. Nunca tuvimos secretos entre nosotros.

Claro que no. Toby era un antiguo amigo.

—¿Sabes mi nombre?

—Sé tu nombre.

—¿Cuál es?

—Toby.

Qué ridículo, Toby no sabía su propio nombre.

—¿Y cuál es tu nombre?

—Martin.

Qué tontería por parte de Toby no recor...

Martin dio un grito tremendo mientras un resplandor tremendo cubría sus ojos, al mismo tiempo que vio emerger algo extraño en su cerebro que le reflejaba que Toby entre sus sueños había penetrado en la cabaña.

—¡Qué demonios...! —dijo comenzando a levantarse. Pero algo le retuvo en el lecho.

—¡Estáte quieto! —ordenó Virginia.

Fue entonces cuando la vio de pie contra la pared, la respiración agitada y los ojos sobresaltados. No se movía.

Se volvió y vio a Toby, igualmente sobresaltado sobre un rincón de la habitación.

Entonces fue cuando Martin se dio cuenta de la atracción de la guerra, de la guerra del poder, de las pulsaciones que flotaban en el aire y luego se perdían como luces de neón, y la vibración ante él de algo extraño e invisible pero que, aunque perceptible, no podía tocar.

La habitación se inundó de un maremagnum de voluntades que resbalaban, se levantaban, volvían a caer y nunca salían del área de combate, y de la radiación se iluminaba la habitación.

Los dos capéllans, de pie, con los ojos fijos los del uno en el otro, y la cabaña haciendo de cobijo silencioso de la batalla que las fuerzas desencadenadas mantenían entre sí.