CAPÍTULO V
LAS comidas en casa del doctor Penn eran un asunto un tanto secundario. Apenas se prestaba atención a las reglas normales de intercambio de ideas, cordialidad y comunidad. Martin había intentado repetidas veces poner al doctor en la evidencia de hablar y manifestarse y apenas si lo consiguió en dos ocasiones. No obstante, Bobby monopolizaba la conversación, recitando las historias de sus futuras conquistas espaciales, en la tierra imaginaria de las naves interplanetarias y los piratas del espacio.
Al doctor Penn no parecía importarle esto en absoluto. Él continuaba sumido en sus pensamientos, lo cual era norma en él, para de vez en cuando, dirigir una mirada preocupada hacia el exterior. Raramente, respondía a las preguntas de Bobby con susurros monosilábicos.
Virginia sonrió a Bobby; satisfecha por la rara e increíble facilidad del chiquillo para todo lo que fuese imaginación e inventiva; el entusiasmo y los gestos del niño, la hacían reír con frecuencia, y las risas lo animaban a él a continuar el relato de sus aventuras, con una lengua incansable.
Tuvo que ser Ethel quien interrumpiera su charla, recordándole que tenía que comer de inmediato.
—¿Pero qué te ocurre esta noche, Bobby? —dijo Ethel—. No debes hacer que mister Enders saque el concepto de ti, de que eres un charlatán. Ya le hablarás de tus aventuras del espacio en otra ocasión.
Martin encontró bastante raro que el doctor y su hija, no reforzaran las palabras de Ethel con una nueva reconvención al muchacho, y sobre todo cuando ella les miró buscando el apoyo de sus palabras. Al ver que a ellos les era indiferente tal situación, Ethel se volvió hacia Martin, en espera de que éste hiciera algún comentario.
Pero Martin hizo como que no se había percatado de ello. En lugar de esto prefirió decirle, que le había gustado mucho lo que había preparado para cenar. Ethel no pudo disimular una sonrisa que denotaba que tal sugestión le había halagado con lo cual Martin descubrió uno de los puntos débiles del ama de llaves.
—Virginia y yo tenemos que trabajar todavía un poco en el laboratorio —dijo el doctor Penn, después de cenar, mientras rellenaba la pipa—. El trabajo es un tanto fatigoso y no tendremos tiempo de hablar con usted, Martin. Le sugiero que vaya al cine. Ya vendrá al laboratorio mañana.
—Siempre llegan aquí las películas antes que a Avon Ridge —intervino Virginia—. En ocasiones llegan con varios meses de antelación.
—La verdad es que a mí no me atrae mucho el cine —dijo Martin tratando de ser convincente—. Casi preferiría quedarme aquí y esperar a que vuelvan ustedes.
—Quizá volvamos tarde —el doctor y su hija intercambiaron unas miradas—. Será mejor que vaya al cine.
—Pues si no les importa, prefiero dar una vuelta por los alrededores.
—Sería peligroso andar dando vueltas por ahí; alguien podría confundirle y disparar contra usted. Ve, el cine está aquí —cogió un trozo de papel y dibujó un plano—. Para ir hasta allí, tiene que bajar por estas calles. Esto es; aquí está el cine.
Martin sintió como la sangre le afluía a la garganta.
—Ya le dije que no me gusta el cine. No voy más que una o dos veces al año. ¿Por qué insiste tanto en que haga algo que no tengo ganas de hacer?
—Mister Enders —dijo el doctor con una extraña luz brillando en sus ojos— ¿usted no quiere verse metido en problemas, verdad?
—Pero yo no veo...
—Papá tiene razón, Martin. Usted no conoce el Centro. Confieso que a mi juicio, ir al cine, sería lo mejor que podría hacer en su primera noche aquí.
Al fin, y para evitar una disputa, que no estaba en condiciones de sostener, agradeció al doctor el plano de orientación que le ofrecía y salió de la casa.
Desde luego, no tenía intención de ir al cine.
Anduvo por algunas calles que estaban poco frecuentadas y pasó ante edificios de bizarra estructura que, sin duda, habían sido construidos con fines específicamente de investigación. En ellos había un letrerito que decía:
"Entrada autorizada solamente al personal"
A lo largo de las avenidas se deslizaban los coches de la Policía militar, que transportaban hombres uniformados y armados, quienes permanecían constantemente alerta. De vez en cuando, se detenía el vehículo y los MP, enguantados de blanco, requerían los carnets de identidad.
—Usted está fuera del Área Uno, novato —le dijo un sargento. Será mejor que vuelva a su sitio.
Martin continuó errante por aquellas calles, y pasó ante un edificio de una sola planta, de donde salía el ruido de muchas voces y risas. Miró hacia el interior. Estaba lleno de gente, pero llegó a localizar una mesa vacía, en uno de los extremos de la dependencia. Atravesó el local entre un grupo de parejas que bailaban al son de musicales estridencias, compró una botella de cerveza en el mostrador y volvió a abrirse camino hasta la mesa. Se sentó con el interrogante de si toda la gente que se hallaba allí pertenecía al Proyecto Penn, cuando se apercibió de que un hombre de avanzada edad, de pie al otro extremo del mostrador le miraba. De pronto, el hombre se abrió camino a lo largo de la habitación hasta la mesa de Martin.
—¿Está usted solo? —preguntó. Y cuando Martin asintió, dijo—: Le vi llegar. Creí que le agradaría tener compañía. A mí no me gusta estar sentado solo en una mesa, y pensé que a usted le ocurriría lo mismo. No espera a nadie, ¿verdad?
Martin le invitó a que se sentara, le ofreció un cigarrillo mientras el hombre se acercaba una silla, y dejaba el vaso y la botella sobre la mesa.
—No fumo —respondió el hombre a la invitación— lo dejé hace un par de años. Usted es nuevo por aquí, ¿no? —Tenía los ojos tristes y el pelo salpicado de canas. Las gafas estaban sucias y pedían a voz en grito una buena limpieza, mientras que su aliento olía a algo más fuerte que la cerveza.
—He llegado hoy mismo —respondió Martin.
—¡Hola, Cholly! —La voz llegó desde la puerta de entrada y ambos se volvieron para ver de quién se trataba. Eran tres jóvenes que se abrían camino hacia ellos—. Disculpa que lleguemos tarde, Cholly —dijo uno de ellos—. ¿Todavía mantienes la oferta?
—De sobra sabéis que nunca hice una oferta —dijo el compañero de Martin—. Pero sentaros. Nadie puede decir que me haya negado a pagar un trago.
—Amén —dijo uno de los recién llegados, mientras acercaban las sillas.
—¡Tres jarras, camarero! —gritó el tercero.
—Le presentaría a estos tres... bueno, no sé cómo llamarlos, pero la verdad es que no conozco su nombre.
—Tampoco yo conozco el suyo —respondió Martin.
—¿Que no conoce al doctor Charles Merril? —dijo uno de los jóvenes, con aparente sorpresa—. ¡Pero, cómo! Usted nos dijo que era sobradamente conocido en el mundo exterior, doctor.
—¡No cambiaréis nunca! —dijo el doctor Merril, aceptando la broma—. Este es Karl Gronomeier, este Amos Page y este Chalmers Peterson.
—Y yo me llamo Enders. Martin Enders.
Los cuatro se miraron sorprendidos.
—¡No es posible!
—¡Hemos oído hablar de usted!
—Sí. Es usted más conocido que el doctor Merril.
—Al menos el doctor Penn sabe que usted vive, Enders. El doctor Merril no puede decir otro tanto, puesto que Penn le ignora.
Todos rieron de buena gana y echaron un trago.
—Bueno, ya está bien, muchachos —dijo el doctor—. Acabad con esa condenada cerveza. Aquí no hay manera de que un hombre pueda aplacar su sed, mister Enders. No hay más que esta zarzaparrilla repelente.
—Eso no reza con usted, doctor.
—Un momento —intervino Martin— ¿cómo es que oyeron hablar de mí, amigos?
—Usted no es más ni menos que un CNLDN-PADD —dijo Amos— y sin embargo, ¿no lo parece, verdad?
—De acuerdo, pero ¿qué quiere decir todo ese lío de letras?
—¡Ah! Eso, señor mío —explicó el doctor Merril— que usted es un miembro de la escogida y selecta organización conocida bajo el nombre Club No Le Digáis Nada, Por Amor De Dios. Es un club muy popular en este Centro.
—Orden del Cuartel General —dijo Karl.
—O lo que es lo mismo —aclaró Chalmers—. Orden del doctor Penn.
—De donde debo interpretar que el doctor Penn les dio órdenes estrictas de no decirme nada, en el caso de que yo les hiciera alguna pregunta, ¿no es eso?
Los cuatro asintieron.
—Nada. Absolutamente nada.
—Pero eso no quiere decir que nosotros no podamos interrogarle —dijo el doctor Merril—. Por ejemplo: ¿qué hace usted aquí?
—He venido para hacer un reportaje del doctor Penn, para el National Scene.
—Mire. Nosotros no conseguimos averiguar nada de él —dijo Karl—. ¿Qué le hace creer que usted sí que lo conseguirá?
Todos sonrieron como ratificación a las palabras de Karl.
—Tiene razón —intervino el doctor Merril—. Si ese hombre no habla nunca, ni con nosotros, de su pasado, ¿cómo va usted a sacarle ni el menor dato?
—Eso es lo que me gustaría saber a mí —respondió Martin, agotando el último sorbo de cerveza.
—Ha ido demasiado lejos —dijo el doctor—. Con franqueza le diré que tantas precauciones y tantos temores, me ponen enfermo. Cualquiera pensaría que estamos a punto de hallar la fórmula de una nueva bomba atómica o algo por el estilo. Pues no. Y si estuviéramos cerca de alcanzar la meta de nuestra investigación, aún habría algún motivo. Pero no. ¡Pues si todavía no hemos empezado! ¡Oh! Ese laboratorio sin restricciones, y sin el doctor Penn para entrometerse...
—¿Acaso se interfiere en sus trabajos? —aventuró Martin—. Pensé que querría terminar cuanto antes para empezar un nuevo estudio.
—Usted conoce al doctor Penn —dijo Karl—. Hay veces que no es que se interfiera en los trabajos, ¡es que no hace nada! ¿Trabajó alguna vez usted en una fábrica, mister Enders?
—No.
—Pues si lo hubiera hecho sabría lo que es un buzón de sugerencias. Se mete en el buzón una sugerencia y si es buena, le dan una recompensa. Pues aquí hacen lo mismo. Si usted tiene alguna sugerencia a hacer, la mete al buzón. Después el doctor Penn, la coge, la lee, la estudia, y hasta quizá duerme con ella toda la noche. Y luego, al día siguiente...
—Al día siguiente —interrumpió Amos— la tira a la papelera.
—¿Sugerencias? ¿Qué tipo de sugerencias?
Las risas se recrudecieron.
—Bueno, parásitos, por hoy he cumplido con mi ofrecimiento —dijo el doctor Merril poniéndose en pie—. Ahora debo dejarles. No quiero interferir en sus andanzas. Ya me ha pasado la edad.
—Por nosotros no se vaya. También nosotros podríamos, quizás, inmiscuirnos en sus andanzas —apuntó uno con una segunda intención no exenta de gracia.
—¿Quién es la dama?
—¿Y dónde la tiene secuestrada, doctor?
—No, lo que hace, es que todas las noches se arrastra muy despacio hasta su habitación. ¡Y allí está ella! ¡Oh! —añadió un tercero con gestos exagerados.
El doctor Merril se volvió hacia Martin.
—Le doy la gran oportunidad de separarse de estos tres cargantes, mister Enders. Le aconsejo que la aproveche.
—Creo que acepto —respondió Martin—. Pero no lo haré sin antes haber aportado mi contribución. Les invito a un trago, amigos, antes de separarnos.
—Me estoy convenciendo de que es usted formidable.
—Nadie diría que es un escritor.
—Vuelva más tarde, mister Enders. Siempre habrá un sitio para usted.
—Son muy buenos chicos —dijo el doctor Merril cuando ya estaban fuera—. Se criaron en Park Hill. Bueno, todos se puede decir que nos hemos criado aquí. ¿Ya usted qué le parecería si tuviera que estar aquí durante un mes seguido? Vamos, donde podamos hablar. ¿Se aloja usted en el P-4?
—No. Estoy en casa del doctor Penn. —respondió Martin.
—¡En casa del doctor Penn! —dijo arrastrando las palabras por la sorpresa y mirando detenidamente a Martin—. ¿Está usted seguro de que es en casa del doctor Penn?
—Él mismo me lo pidió. ¿Acaso hay algo que lo prohíba?
El doctor Merril negó con la cabeza.
—No, no es eso. Veamos. ¿Usted llegó hoy, ¿no?
Martin asintió.
—Entonces usted todavía no ha pasado ninguna noche aquí.
—¿En qué está pensando?
—Vamos a mi apartamento. Estoy en el P-4. Es al final de la calle.
En su pequeña habitación del segundo piso de un bloque de ladrillos el doctor Merril metió la mano hasta el fondo de uno de los cajones de la cómoda, y sacó una botella de whisky.
—No creí que pudiera encontrarse esto en un lugar como este —dijo Martin.
—No, normalmente no es muy fácil. Me dieron ésta por prescripción facultativa. Para el corazón. Además conozco a alguien fuera de aquí. ¿Quiere un trago?
—No bebo nunca cuanto estoy trabajando.
—¿Pero está usted trabajando en estos momentos? —preguntó el doctor Merril, mientras descorchaba la botella—. ¿Acaso trabaja para el doctor Penn?
—No le comprendo. Aquí tiene mi carnet. —Martin mostró el carnet de prensa del National Scene.
Ante la gran sorpresa de Martin, el doctor Merril cogió el carnet, pasó los dedos por encima, lo miró a contraluz y lo devolvió. Evidentemente satisfecho, se sirvió medio vaso de whisky, y puesto que Martin estaba sentado en la única silla que había en la habitación, fue hacia la cama y se sentó sobre ella. Echó un trago y suspiró:
—Así está mejor. Y si no trabaja para el doctor Penn, ¿cómo es que está en su casa?
—Pues tal como le dije. Me lo pidió él. Parece que no ve usted muy claro que alguien pueda quedarse allí.
—El doctor Penn nunca hace nada por nada. Por eso trato simplemente de adivinar qué es lo que quiere de usted.
—Pues, con franqueza, le diré que yo también me he formulado la misma pregunta —admitió Martin—. Primero, hizo las gestiones necesarias para encontrarme alojamiento. Luego, por alguna razón, cambió de parecer. Cambió inmediatamente después de haber hablado con usted esta tarde.
—¿Después de haber hablado conmigo? —el doctor le miró con cierta sospecha— ¿qué sabe usted de eso?
—Yo estaba en la oficina cuando usted le llamó.
—Uhmm —el doctor terminó el contenido de su vaso, lo jugueteó entre los dedos y añadió—: ¿Y por qué razón está interesado el National Scene en Eric Penn? ¿Me puede contestar a eso?
—Es un famoso científico. Ha hecho mucho por la humanidad y es un ganador del Premio Nobel. No me negará que se han escrito muchos reportajes de hombres que han hecho menos.
—Supongo que su investigación en los anélidos es una de las de más renombre. —El doctor Merril dejó el vaso en el suelo—. Ha vivido con las triquinas durante tanto tiempo, que puede llamarlas a todas por su propio nombre. Sí, no puedo negar que debe reconocérsele como una autoridad en citología, embriología y genética.
—Entonces, ¿qué es lo que se proponen?
—Pues, ya oyó a los muchachos, Martin. El doctor Penn dirige este proyecto como si se tratara de una corporación jerárquica. No dirige una investigación.
—¿Qué es lo que está haciendo mal?
—Yo creo que ha perdido el control de lo que verdaderamente persigue. —El doctor se levantó de la cama y fue en busca de alguna bebida refrescante. Martin se preguntó cómo podría ver a través de aquellas gafas tan sucias. Llenó el vaso y volvió a sentarse en la cama—: Él lo sabe mejor. Nadie puede pintar, de acuerdo con una fórmula y un método y exteriorizar su arte; nadie puede componer música por medio de razones matemáticas. Y la ciencia, no es ni más ni menos, que un arte creativo. Hay que ir allí donde se tiene la intuición de que se debe ir. Hay que obedecer a la propia inspiración. Hay que ser osado, aventurero. ¿Quiere usted saber, por qué creo que él quiere tenerle en su casa?
—Claro que sí. ¿Por qué?
El doctor Merril acabó el contenido del vaso, se tumbó sobre la cama, puso las manos tras la cabeza y miró desde la almohada hacia la única bombilla que iluminaba la habitación.
—Todos hemos sentido esa curiosidad —dijo—. Y usted es otro ejemplo de ello. Por alguna razón no quiere que usted haga preguntas. Y si usted está en su casa, no podrá tener mucho contacto con nosotros. Por esta razón nos habló de usted hoy mismo. —El doctor se sentó y aflojó el nudo de su corbata—. ¿Qué pensaría usted de un hombre que insiste en investigar sobre aquello que está prácticamente resuelto?
—¿Eso hace? ¿Y no se lo dicen ustedes?
El doctor Merril sonrió irónico.
—Pues claro. Pero él se limita a sonreír y a decir: "Quizá no lo hicieron debidamente." Y ahora yo pregunto, ¿qué clase de respuesta es esa?
—Pero, entonces, ¿qué le puede inducir a interponerse en su propio proyecto?
—¡Y usted me lo pregunta! —el doctor rió— ¿no cree que nosotros también nos hacemos la misma pregunta? ¿Cómo le iba a gustar a nadie trabajar en una situación como ésta? El resultado de todo ello, es que a nadie le importa un comino el condenado proyecto: a nadie le importa como vayan las cosas o las averiguaciones que se puedan realizar. El proyecto no hace más que prolongarse en el tiempo. —El doctor se despreocupó del vaso y cogió la botella para beber a boca de gollete—. Esto es como si estuviéramos en prisión, ¿comprende? No hay escape. Y todavía me quedan tres años. —Sus ojos brillaban como si la fiebre se hubiera apoderado de él—. Ya le digo, una forma más de perder el tiempo.
—¿Y cuál es la impresión general acerca de esto?
—Pues cada cual tiene una teoría distinta. Algunos piensan que está medio chiflado. Otros que trabaja para Rusia. ¿Y yo? Pues yo también me he forjado mi pequeña teoría, pero maldito sea si se la digo. —Frunció el ceño y trató de mirar a Martin fijamente—. Al menos, nunca se la diré mientras esté usted en la casa del doctor Penn. ¡Eso es! Si estuviera aquí...
—¿Se muestra el doctor Penn en alguna ocasión de un modo peculiar?
—Es un tipo muy peculiar en todo momento.
—Me refiero a si alguna vez se ha comportado de un modo irregular.
—Dejarnos actuar por nosotros mismos, sería irregular —dijo con cierta amargura.
—¿Y qué me dice de su hija Virginia?
El doctor se limpió la boca con el antebrazo izquierdo, mientras que con la mano derecha sostenía la botella, antes de responder:
—Eso quiere decir que ya la conoce. Bueno, creo que sabrá más de ella a medida que transcurra el tiempo. Espere un par de días, muchacho. No necesitará más que un par de días. —El tono de voz, los gestos que hacía con los brazos y vaivén de cabeza con que apoyaba sus aseveraciones, confirmaron a Martin que el doctor estaba ebrio.
—¿Y su hijo Bobby, ¿qué me dice de él?
—Estamos muy solos, ¿sabe? Muy solos. Nadie nos quiere. Excepto Virginia. ¿Ha visto a Virginia, no? ¡Buena de Virginia! ¡Qué chica! ¿Cómo puede, un hombre como ése, tener una hija como ella? ¡Dígame!, ¿cómo? ¡Es una chica de ensueño! —Sus mismas palabras le provocaron la risa que casi se convirtió en un espasmo histérico.
—¿Y qué me cuenta de Forrest Killian?
—¿Quién? —el doctor se detuvo instantáneamente.
—Forrest Killian.
—¡Ah! ¡Sí! Forrest Killian. A ése le metió en un tubo de ensayo.
—¡En un tubo de ensayo!
—Bien pudiera ser. Forrest era un buen chico. Me gustaba. Venía mucho aquí. Tenga, otro trago.
Martin cogió la botella y la puso en un lado sin haber bebido.
—¿Por qué dice que bien pudiera ser que le hubiera metido en un tubo de ensayo?
—Déme un cigarrillo.
Martin se lo dio, pero en el momento de encendérselo, se vio francamente en apuros a causa del vaivén constante de la cabeza del doctor.
—Me estaba hablando del tubo de ensayo —reanudó Martin con impaciencia.
—¿Esa noche? —el doctor gesticulaba constantemente con el cigarrillo—. Esa noche Forrest va a la oficina del doctor; ¿y qué ocurre? ¿Sale de allí? —Movió la cabeza negativamente—. No. Sólo sale el doctor, y cierra la puerta de la oficina como hace siempre y... ¿encerraría a un buen chico como Forrest en la oficina? ¡Dígame!, ¿lo encerraría?
—No, no haría una cosa semejante.
—¿Y entonces, dónde fue?, ¿dónde? Nunca salió. Debió meterle en un tubo de ensayo. ¡Diga eso en su revista!
—¿Acaso tiene el doctor Penn un equipo de laboratorio en su despacho?
—No, pero para lo que hace, sería lo mismo que lo tuviera. Estamos trabajando todos para nada. ¡Cuidado! ¡No pierda ese núcleo!, ¡puede ser lo que buscamos! ¿Quién ha roto esa vasija? ¡Costó muchos meses obtener lo que en ella había! ¿Quiere saber quién la rompió? Se lo diré, porque me es usted un chico simpático. ¡El doctor Penn la rompió!
"Tú te diste cuenta, ¿verdad Forrest? No se lo digas. ¡No vayas a su despacho a decirle que por qué la rompió! Te lo advertí, ¿te acuerdas? ¡No vayas!, ¡no vayas! —El doctor estaba temblando y lloraba al mismo tiempo. La botella resbaló de su mano y cayó sobre el suelo, desparramándose el líquido que quedaba. De pronto, el doctor quedó inconsciente sobre el lecho.
Martin lo desnudó, lo metió en la cama, apagó la luz, y abandonó el apartamento.
Martin no tenía medio de saber si el doctor Penn y su hija habían regresado del laboratorio.
Una vez en su habitación, se desnudó, se metió en la cama y se puso a pensar en su reportaje y en su deber hacia el CIC.
¿Cómo voy a pretender escribir acerca del doctor Penn, como un hombre de gran estatura científica, cuando su misma lógica científica está en entredicho, según la opinión de sus compañeros de trabajo? ¿Cómo puedo levantar, elogiar y ensalzar a un hombre con una mano, mientras lo destruyo con la otra? El doctor Merril me ha dado una pista con este insensato asunto de los tubos de ensayo, pero no debió ser más que la palabrería de un alcohólico. ¿Y qué dijo sobre lo de residir en casa de los Penn?
Tal vez el doctor Penn había resbalado. Después de todo, sería de estar loco, el detener un proyecto humanitario como es la regeneración. ¿Pero qué fue de Forrest Killian? ¿Cómo explicar su desaparición? Y el incidente con Bobby todavía no estaba aclarado.
Se dispuso a dormir, al tiempo que revivía lo acaecido, en aquella jornada. Vio la esfera roja que continuaba su danza de abajo arriba y de arriba abajo...
...Sólo que no era una esfera en realidad. Era la cabeza del doctor Penn, que se inclinaba con un gesto de saludo lleno de fingida educación.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted —decía el doctor Penn desde los pies de la cama. Se inclinó sobre el respaldo inferior, dejando descansar la cabeza entre los brazos—. Pero no me lo ha contado todo.
—¿Y cómo lo supo? —preguntó Martin—. Yo quería guardarlo en secreto.
—Alguien intentó hacer lo mismo en otra ocasión. Virginia me dijo que mencionó usted el nombre de Forrest Killian. ¿Le conocía?
Martin negó con la cabeza, y se cubrió los hombros con las sábanas.
—Nunca le conocí. Fue el general Deems quien me habló de él.
—¡El buen general Deems! ¿Dónde está ahora?
—En su despacho, en Washington.
—¿Está él interesado en el caso de mister Killian?
—Yo no diría interesado, sino completamente sumergido y preocupado por este asunto. —Martin sonrió. Era estúpido estar hablando de Forrest Killian de ese modo. Al general, desde luego, no le habría gustado.
—¿Posee usted un buen sentido del humor, ¿verdad Martin? Usted y yo saldremos bien de esto —Hizo una pausa para materializar una pipa en su boca que ya estaba encendida—. Si no entiendo mal, su trabajo consiste en descubrir lo que le ocurrió a Forrest Killian, del mismo modo que para encubrir lo anterior, tiene como misión escribir un reportaje sobre mí para el National Scene. ¿No es cierto?
—Cierto como el sol que nos alumbra. El reportaje no es más que una excusa.
—¿Qué ha hecho esta noche?
—Hablé con algunos de sus técnicos y con el doctor Merril.
—¿Con el doctor Merril? ¡Oh!, eso no está bien. Probablemente intentó sacar cuanta información pudiera de él, ¿no es cierto?
Martin se echó a reír.
—Estaba completamente borracho. Me habló de que usted había metido a Forrest Killian en un tubo de ensayo. Es curioso. Me imagino a alguien que ni siquiera conozco metido en un tubo de ensayo.
—¿Éso le dijo? ¡Hábleme de ello! —dijo el doctor con evidente interés.
La pipa se deslizó de entre los dedos del doctor y cayó al suelo produciendo un ruido seco.
Martin se despertó sobresaltado, y se sentó en la cama transido por un sudor frío. El corazón le latía de forma descompasada. Se encontró a sí mismo mirando con desasosiego alrededor de la habitación, pero la luz de la una le demostró que allí no había nadie.
¿Qué le ocurría?
Como en una riada de recuerdos vino a su memoria, que entre sueños había hablado con alguien, alguien que le hacía preguntas y que él las contestaba. El recuerdo de la conversación llegaba hasta él con perfecta nitidez, pero cuando intentaba visualizar a la persona con quien hablara, se le hacía imposible. El demandante en sueños —pues naturalmente se trataba de un sueño— debió hacerle alguna pregunta vital que le reflejó peligro, y entonces puso en acción el mecanismo que lo despertó, antes de que pudiera responder. En cierto modo, el despertar fue idéntico al que se experimenta cuando entre sueños cae uno desde lo alto de un gran edificio.
No más que eso, un sueño. Una mala pasada de su subconsciente.
Pero le temblaban las manos.