CAPÍTULO IV

EL doctor Penn volvió a la oficina visiblemente nervioso, y se dispuso a cargar y encender otra de las pipas que tenía ante él, mientras se sentaba tras su mesa.

—¡Grandullones! —dijo—. Eso es lo que son. Los cinco. Ninguno de ellos es capaz de llevar a efecto una orden. —Gesticulaba con la pipa para dar mayor énfasis a sus apreciaciones—. Ese es el mayor problema de los científicos. Son todos temperamentales. Siempre perdiendo el rumbo de sus investigaciones para dejarse llevar por sus propias ideas. Demasiado tiempo fuera de las Universidades. ¿Dónde estarían hoy si no hubieran hecho lo que les decían sus maestros?

Martin se sentía impotente ante la rabia del doctor. Sólo podía escuchar, contemplar los ojos que danzaban alocadamente alrededor de sus órbitas, sorprendido por la tonalidad rojiza que habían adquirido las mejillas a consecuencia de la ira que le embargaba. La pipa del doctor se apagó a causa de la gesticulación y hubo de encenderla de nuevo.

—Mire ese doctor Merril. Supongo que ya se habrá dado cuenta por la conversación que hemos tenido por teléfono, de que él y yo estamos en total desacuerdo. Él quiere trabajar a su modo y yo quiero que trabaje al mío. ¡Cooperación! Eso es lo que nos hace falta. Si cada uno de los cinco dirigiera sus pasos hacia algo distinto de los otros, nunca llegaríamos a ningún sitio. A veces pienso, que quizá fuera mejor si prescindiera de ellos y continuara el trabajo por mí mismo. Al menos entonces estaría seguro de que todo se hacía debidamente.

Al fin, la explosión de rabia se apagó, y el doctor miró a Martin sonriendo.

—Ahora me encuentro mejor, mister Enders. No era mi intención causarle el menor trastorno. Pero la verdad es que me encuentro mejor si de vez en cuando doy rienda suelta a mis nervios. Dios sabe bien que esto no lo haría ante ellos. ¿Dónde habíamos quedado?

—Estaba habiéndome usted de la regeneración —dijo Martin—. Pero antes de que continúe, quiero que sepa que me fui hacia la ventana, mientras usted estuvo fuera, y permanecí allí durante un buen rato. No soporto la visión de esas fotografías sobre su mesa.

—¿Virginia y Bobby? —El hombre cogió ambas fotografías y sonrió al mirarlas, con evidente afecto—. Naturalmente le gustaría que le hablara de ellos. Virginia es mi hija. Es la que se ocupa de la mayor parte del trabajo estadístico del laboratorio. Es muy cuidadosa y muy inteligente. Me gustaría oírle decir a usted que se parece a su padre, pero la verdad es que tiene los mismos rasgos y gestos de su madre. Pronto cumplirá veintitrés años.

—¿Y el otro es su hijo? —preguntó Martin Enders.

El doctor Penn asintió.

—Extraordinario chiquillo. Tiene siete años. Su made murió al nacer él. Será científico, estoy seguro de ello.

Martin tomó algunas anotaciones en su bloc.

—¿Y qué es lo que más le atrae al muchacho, doctor...?

—¿A Bobby? —plegó los labios dubitativamente—. No es más que un niño. Pues... las cosas por las que un chico se puede interesar. Las películas de cowboys, que ve en la sala del Centro; construir cosas...

—¿Tiene algún animalito doméstico?

—No. No tiene ninguno. Tuvo un conejito que en cierta ocasión le dejé sacar del laboratorio. Pero no le tenía mucho cuidado y tuve que volverlo a donde estaba.

—¿Y le gusta la magia?

—¿La magia? No. No lo creo. Ni siquiera sé si sabrá lo que esta palabra significa.

Martin cerró su libro de notas y miró al doctor directamente a los ojos.

—Doctor Penn —dijo Martin reposadamente—. Vi a Bobby esta misma tarde.

—¿Ah, sí? —respondió el doctor sorprendido. No comprendo cómo puede ser eso. Estaba en la escuela. A menos que usted le viera cuando estuvo mirando por la ventana. Quizá pasó frente a usted.

—No —respondió Martin con firmeza en la expresión—. Le vi cuando venía hacia aquí. Poco antes de las tres. Y le vi hacer una cosa muy extraña.

El doctor encendió la pipa nuevamente, y miró a Martin de reojo.

—¿Qué hacía?

Martin le explicó cómo había visto desaparecer la esfera y la materialización del gato que después huyó. El doctor no pareció molestarse ni sorprenderse por el hecho. Se limitó a sentarse, aspirando de la pipa, con los brazos cruzados sobre el pecho. A Martin en aquellos momentos le era imposible determinar por la expresión del rostro lo que el doctor estaba pensando. No exteriorizaba ninguna emoción. Su gesto era impenetrable.

Al acabar Martín sus explicaciones, el doctor Penn cogió un teléfono y marcó un número.

—¿Quiere, por favor, hacer venir inmediatamente a Bobby a mi despacho del edificio de administración? —Volvió a colgar el auricular.

—Podrá comprobar, mister Enders —dijo el doctor tranquilamente— que es totalmente imposible que haya usted visto tal cosa.

Los escasos minutos siguientes fueron un tanto embarazosos para ambos hombres.

Martin no quería continuar hasta que el asunto hubiese sido demostrado a satisfacción del doctor. Y el doctor, por su parte, tampoco tenía nada que decir, puesto que su personalidad estaba en juego.

Se sentaron, y apenas intercambiaron algunas palabras mientras fumaban con evidentes muestras de nerviosismo.

Por fin, se oyó el ruido de alguien que corría a lo largo del pasillo, la puerta se abrió con gran impulso y un niño atravesó la habitación hasta donde estaba el doctor Penn. El muchacho se abrazó a su padre.

—Bobby, hijo, ¿qué has estado haciendo?

—Jugar, papá. Estaba escuchando Tornado Bill cuando me llamaste. Miss Winters me lo hizo apagar y vine corriendo.

—Bobby —dijo el doctor—. Quiero presentarte a un nuevo amigo mío. Mister Martin Enders. Trabaja para una revista.

El muchacho continuó en el círculo de los brazos de su padre y se volvió para mirar a Martin. Sus ojos no mostraron el menor indicio de haberle reconocido.

—¿Usted no escucha nunca Tornado Bill? —preguntó el muchacho.

—No. Y creo que tampoco lo he oído nunca —respondió Martin al mismo tiempo que daba vueltas a su cabeza buscando explicaciones. Era el mismo muchacho, no había duda, pero sin embargo, le tenía que haber reconocido. Quizá no se fijó suficientemente bien...

—Bobby —intervino el doctor Penn—. ¿Qué has estado haciendo esta tarde?

—¿Después del colegio?

—¿A qué hora saliste?

—A las tres y cuarto. Ya lo sabes.

—¿Y no saliste antes?

El chiquillo gesticuló con la cabeza en signo negativo. Martin dedujo que aquel muchacho era el más embustero que había visto en su vida.

—Yo te vi poco antes de las tres —dijo Martin, amablemente.

—Pues yo no le vi a usted. ¿Dónde estaba? ¿Estaba usted en la escuela? Algunas veces tenemos visitantes, pero casi siempre son de fuera del Centro.

Se detuvo el muchacho unos instantes y añadió:

—¿Le gustaría venir a visitar el colegio? ¿Vamos mañana?

—Yo no te vi en el colegio. Te vi cuando venía hacia este edificio desde la puerta este. ¿Quieres que te diga lo que estabas haciendo?

Los ojos del chiquillo se abrieron desmesuradamente a causa de la sorpresa, y un destello de temor apareció en ellos.

—Tenías una esfera colorada y la estabas haciendo danzar. De pronto alzaste un brazo y desapareció. Luego cerraste los ojos y algo se revolvió en el aire hasta que un gato cayó al suelo y echó a correr. Entonces te volviste y me miraste, te asustaste y te pusiste a correr con todas tus fuerzas. ¿No te acuerdas?

El muchacho se alarmó un tanto y se asió con más fuerza a su padre.

—¿Qué es lo que dice, papaíto? ¿Por qué dice que yo hice eso? ¿Qué es lo que quiere?

—Será mejor que no continúe, mister Enders —dijo el doctor Penn con firmeza—. Como puede ver ha trastornado usted un tanto al chiquillo.

—¡Pero le aseguro que lo vi!

—Mister Enders, ignoro totalmente qué es lo que usted se propone, pero es evidente que no vio a mi hijo. Las pruebas son concluyentes, ¿no?

—¿Me está usted llamando embustero?

—Puede creer lo que guste. Yo no puedo alterar lo que usted dice que vio. Eso es cosa suya. Lo único que le digo es que el chiquillo no miente.

—Y yo le digo que...

—¡No dejes que me haga nada, papaíto!

—¡Mister Enders!

Martin, haciendo un esfuerzo terrible se contuvo y dejó que la furia que le embargaba fuera desapareciendo. Consideraba ridículo haber llegado a tal grado de excitación. Se había mostrado quizá demasiado severo con el muchacho. Y éste quizá lo que intentaba era evitar que su padre se enterara de que había burlado la asistencia a clase. Quizá no le favoreciera en sus planes haber llegado a tal extremo. Se había jugado una buena baza y había perdido.

—Lo siento —se oyó Martin decir a sí mismo—. Estaba seguro de que era el chico. Debió ser algún otro.

—Eso está mejor. —El doctor alzó la cabeza del muchacho que hasta entonces había ocultado en el pecho de su padre y le miró a los ojos—. Mister Enders se había confundido, Bobby. Creyó que te había visto a ti. —El muchacho miró a Martin con una mezcla de sospecha y temor—. Estoy seguro que mister Enders te pedirá perdón.

—Lo... lo siento, Bobby —dijo Martin casi arrastrando las palabras, como si éstas se resistieran a salir de su boca—. Y siento también haberte hecho perder Tornado Bill por mi culpa.

—Es muy agradable oírle decir eso, mister Enders.

El doctor Penn pasó la mano por la cabeza de su hijo y añadió:

—Y ahora vete a jugar, Bobby.

Cuando el chiquillo hubo salido, el doctor Penn se volvió hacia Martin y le preguntó con mucha seriedad:

—¿Por qué hizo esto, mister Enders?

El padre creía al niño. No hubiera habido modo de convencerle de lo contrario.

—Porque estaba completamente convencido de que era su hijo —respondió Martin— hasta que él lo negó con tanta firmeza. Ahora comprendo que me he debido confundir. Debió ser otro niño.

—¡Pero hay tan pocos niños en el Centro de Investigación! —El doctor Penn alzó los brazos en gesto de desesperación—. No lo entiendo. Usted daba impresión de estar muy seguro de sí mismo y, sin embargo, por otra parte, Bobby nunca miente. Lo que me gustaría es encontrar el motivo por el que usted se ha comportado de este modo. Debo confesar que me sorprendió con su insistencia.

—Permítame que me disculpe nuevamente, doctor Penn. Lo único que deseo es que no le haya molestado. No fue muy diplomático por mi parte llevar las cosas a tal extremo. Le prometo que procuraré mejorar mi conducta en lo sucesivo. A buen seguro que me traicionaron los nervios.

—Su trabajo debe ser en cierto modo parecido al mío. Siempre adelante, siempre en tensión y a la espera de nuevas situaciones. Me simpatiza usted. Y ahora que me doy cuenta —el doctor puso los brazos sobre la mesa y se inclinó hacia delante en su asiento—, por el simple hecho de ponerle en los apartamentos de solteros, casi estoy haciendo de usted un nuevo técnico. Creo que no sería correcto y de buen gusto por nuestra parte que un invitado residiera allí. ¿Le gustaría quedarse en mi casa? No es como los hogares de fuera del Centro de Investigación. No hallará usted el tráfico incesante de la calle al salir de casa, ni podrá encontrarse a la vuelta de la esquina con una tienda de ultramarinos; pero no obstante, será usted bien venido. ¿Qué decide?

—Que es muy amable por su parte, doctor. Acepto. —Martin observó que había en todo aquello más invitación que cortesía. ¿Tuvo miedo de repente el doctor de que él se mezclara con los otros técnicos? ¿O era quizás él, Martin, quien iba más allá de la realidad? No estaba seguro.

El doctor miró su reloj de pulsera.

—Son más de las cuatro. Será mejor que le acompañe a casa. Allí conocerá a Ethel. —Ethel es la misma miss Winters que mencionó Bobby, el ama de llaves y jefe de cocina—. Y Virginia estará en casa a las cinco. Vamos, pues, y podrá arreglar sus cosas antes de la hora de cenar.

El P-110 difería del P-108 y el P-112 únicamente en sus ocupantes, los Penn. Independientemente de esta salvedad, las mismas ventanas orientadas hacia la misma calle, la misma altura de la hierba alrededor de los edificios (el coronel Sherrington era muy meticuloso en lo que a la hierba se refiere e, incluso de vez en cuando daba una vuelta alrededor del Centro para inspeccionarla). Incluso las calzadas ante los diferentes edificios eran de la misma anchura. En un pequeño letrero inserto en la puerta se leía:

"P-110. Dr. Eric Penn"

—Todas las casas de estos alrededores tienen cuatro habitaciones en el segundo piso —explicó el doctor Penn, mientras descendían del jeep—. Esto es un lujo que no se pueden permitir en las ciudades. La armada, evidentemente, supone que tanto las familias de sus oficiales, como las de los civiles, serán numerosas. Nosotros, por el momento, nos encontramos muy confortablemente en ellas. —Y después de una pequeña pausa añadió—: Espero que no le habrá tenido preocupado el pensar que podría causarnos molestias. Le aseguro que no será así.

A Martin no le preocupaba en absoluto el pensar dónde dormiría. Lo que más le intranquilizaba, era pensar que su estancia en la casa del doctor significaba que éste quería tenerle bajo vigilancia. Su misión era permanecer el mayor número de tiempo posible cerca del doctor, en aras del buen reportaje que debería publicar el National Scene, pero si tenía que hacer algo para el general Deems, tendría que salir y andar solo, averiguando y analizando cosas por sí mismo, de vez en cuando.

Si había algún motivo distinto del de un profundo sentido por parte del doctor, no se evidenciaba en absoluto. Se mostraba como un anfitrión considerado y amable. Le presentó a Ethel Winters, una mujer de unos cuarenta años, todavía bien conservada, y que denotaba por su aspecto exterior, ser una mujer de gran eficiencia. Le dedicó al visitante un rápido y gracioso saludo, se interesó por su apetito y se retiró rápidamente hacia la cocina, con intención de poner un trozo más de carne en la ración de cena.

El doctor le mostró la habitación de los invitados y le rogó se sintiera como en su propia casa, dejándole inmediatamente después solo.

Martin se despojó de la chaqueta y el sombrero, se miró en el espejo del armario para peinarse y luego se asomó a la ventana. La vista que se ofreció ante sus ojos no se diferenciaba en mucho de cualquier extrarradio de cualquier ciudad.

Cuando dio la vuelta quedó sorprendido momentáneamente al ver a Bobby de pie en el dintel de la puerta, contemplándole con curiosidad. El muchacho hizo mención de marcharse.

—Espera. No te vayas.

El muchacho dudó, se apoyó sobre el marco de la puerta y contempló a Martin con cierta hostilidad.

—¿Cómo va Tornado Bill? —Martin le dedicó una sonrisa para demostrarle que todo estaba olvidado.

—Ya no lo darán hasta mañana.

—Si estoy por aquí, ¿me dejarás que lo escuche contigo?

—No le gustaría. A los mayores no les gusta. Tampoco papá lo escucha nunca, porque no le divierte.

—Pues yo apostaría algo a que sí que me gusta —sonrió Martin—. ¿Y qué querrás ser cuando seas mayor? ¿Otro Tornado Bill?

El muchacho negó con la cabeza.

—Seré científico. Fabricaré naves espaciales y las repararé. Haré naves espaciales tan altas como esta casa. Más grandes que el Júpiter Express de Tornado Bill.

—¿No me engañas?

—¡No creerá que soy capaz de engañarle!

—Pues no lo dudaría —dijo Martin intencionadamente—. ¡Te he visto hacer cosas tan raras!

—Tendré muchos hombres trabajando para mí —continuó el muchacho, como si no hubiera oído lo que acababa de decir Martin—. Tendré mucho dinero que me dará la gente y cuando salga, iré con quien quiera.

—¿Podré ir yo?

—Usted tendrá miedo.

—¿Tú crees? Pues yo no creo que lo tuviera si fueras tú quien pilotaba la nave. El hombre que construye una nave, tiene que saber cómo maniobrarla.

Estas palabras hicieron mella en el muchacho y se detuvo unos instantes a pensar en ellas.

—Una cosa que me gustaría saber, Bobby, es por qué no dijiste la verdad en el despacho de tu padre esta tarde. Tú sabes perfectamente que te vi tras los arbustos.

—Pero yo decía la verdad —respondió el muchacho desmayadamente—. ¿Cómo me pudo ver usted, estando yo en el colegio?

Martin prefirió dejar momentáneamente aquel asunto.

—Bueno, pues habrá sido tu hermano gemelo.

El muchacho negó con la cabeza.

Una puerta se cerró con fuerza en el piso inferior.

—Es mi hermana —dijo Bobby—. Le gustará. A todo el mundo le gusta. Vamos.

El recuerdo de la fotografía creó en Martin el deseo ardiente de conocer cuanto antes a la joven. De modo que siguió sin poderlo reprimir el rápido descenso del muchacho escaleras abajo.

—¡Hola, hermanita! —gritó Bobby—. ¡Un hombre va a quedarse con nosotros!

Martin rió para sus adentros por la forma de expresarse del chiquillo, y por la reacción que estas palabras podrían causar a una hermosa joven de veintitrés años, regalada por todo el mundo, incluso el mismo Martin, si es que la fotografía era fiel a las gracias de la muchacha.

Desde lo alto de las escaleras no podía ver más que el suelo del piso inferior, y a medida que fue bajando tras Bobby, lo primero que vio fue unos zapatos negros, después unos tobillos perfectos, y a continuación unas piernas maravillosamente contorneadas. Unos cuantos peldaños más le dieron la prueba evidente de que la fotografía no era más que una tímida imagen, de que sin lugar a dudas era la muchacha más hermosa que había visto en su vida.

Sus ojos se encontraron. Ella había abierto una carta y la estaba leyendo antes de volverse para ver qué tipo de hombre era el que su hermano le había anunciado a gritos. Martin quedó de tal modo sorprendido que sus pies se negaron a seguir adelante. Se detuvo en mitad de la escalera. Había algo eléctrico en aquella mirada, algo que le llegaba a lo más profundo de su ser. El resplandor que vio en aquella mujer le sobrecogió.

—Soy... soy Martin Enders —balbuceó.

—Y yo soy Sis, como dice Bobby. Sólo que mi nombre es Virginia. —Su voz era agradable, vibrante y sincera. Le sonrió efusivamente.

—¿Pero va a terminar de bajar la escalera? —intervino Bobby con impaciencia.

—¡Ah, sí! —Martin descendió el resto de escaleras— Bobby dice que todo el mundo se siente atraído por usted, Virginia —dijo Martin recobrándose—. ¿Es verdad eso?

—Bobby es muy cariñoso —respondió ella—, pero estoy segura de que ve en los otros lo que él piensa.

—Oh, no lo creo. Me parece que sé por qué lo dice.

—Es agradable encontrar a alguien galante. ¿Es una característica de los escritores?

—En absoluto. Soy el único galante que queda. Los otros, o bien están felizmente casados, o bien viven en cavernas odiando a la civilización. ¿Pero, cómo supo usted que soy periodista?

—Le oí decir a papá que iba a venir usted para hacerle una entrevista. Vamos a la sala de estar. Nos sentaremos allí. —Mientras caminaban, ella añadió—: Me parece un detalle agradable por parte del National Scene tomarse tal interés por papá. Ha trabajado muchísimo a lo largo de toda su vida.

Él le ofreció un cigarrillo y mientras se lo encendía, sus ojos se encontraron de nuevo. Fue una mirada que les produjo a ambos una sensación etérea. Nunca había visto Martin unos ojos como los suyos, desafiantes, provocativos, excitantes y curiosos, y hasta un tanto reservados y fríos.

—Hábleme de su trabajo —dijo ella, mientras arrojaba una bocanada de humo con gentil feminidad—. Debe ser fascinante.

—Pues en algunos momentos, sí que lo es. Y sobre todo en momentos como éste.

—Ya salió de nuevo el hombre galante —rió la muchacha—. Pero hablando en serio. Papá me dijo que habían decidido hacer un reportaje de su vida y trabajos. Es cierto, ¿no?

—Todo depende de lo que vea y descubra de su vida —respondió Martin.

—Por ejemplo...

—¡Oh! Pues las pequeñas cosas de su vida que hayan forjado el tipo de hombre que es. Los accidentes más sobresalientes de su vida. Y conste que cuento con usted para ayudarme.

—Me alegrará poderlo hacer, Martin —dijo ella accediendo de buen grado—. Papá es demasiado modesto para hablar de las cosas que ha hecho.

—Dijo que sería difícil hablar de todo ello. Parece que vive muy abstraído con su proyecto.

—No ha ido demasiado bien, francamente. Ha trabajado mucho y todo no ha salido, precisamente como era de esperar.

—¿Alguna contrariedad?

—Pequeñas cosas —mientras decía esto, los ojos de la muchacha quedaron sumidos en el recuerdo y Martin se preguntó en qué estaría pensando.

—¿Cuánto tiempo hace que está trabajando en este proyecto?

—Casi un año. Vino aquí invitado por el Gobierno. Antes era el director del Departamento de Biología en Billingsley. Allí tenía su propio laboratorio y una gran dotación de personal e instrumentos. Creo que echa de menos aquel trabajo. Trabajar para el Gobierno es demasiado esforzado, y siempre hay que dar cuenta de todo; esto es demasiado para un hombre. No es como en Billingsley cuando vivía mi madre. Era una gran devota de mi padre.

Virginia se hallaba en estos momentos visiblemente afectada, e hizo una pausa para recuperar el control de sí misma:

—A su muerte —continuó— mi padre se sumergió, se entregó en alma y cuerpo a su trabajo y se puede decir que, prácticamente, no hablaba con nadie. Sin embargo, creo que ahora empieza a recuperarse un poco.

—Me dijo su padre que usted también trabaja en el laboratorio, Virginia. ¿De qué se ocupa?

—De algunas cosas de rutina. Están a mi cargo el stock y los aprovisionamientos.

—Lo dice usted de una forma que parece que le resulte más bien aburrido.

Ella rió.

—¿Qué sabe usted de ciencia y laboratorios, Martin? Quizá lo ve usted del mismo modo que la mayor parte de la gente; como un lugar fascinante, donde cuatro o cinco hombres barbudos, tras unas gafas así de gruesas, permanecen en constante tensión en espera del resultado feliz de algún experimento. Y, sin embargo, nunca es así para nosotros. Es un afinado, lento, monótono trabajo, donde la verificación, las pruebas, la doble verificación, la valoración y la revaloración de las cosas, son operaciones permanentes. Y raramente se produce ese momento tan pródigo en el cine, y casi dramático, donde los resultados son instantáneamente aparentes.

—Ya veo que usted lo toma mucho más en serio que todo eso —intervino Martin—. ¿Y no Ha ocurrido nunca nada excitante..., conmovedor..., sorprendente? ¿No ha ocurrido nunca algo digno de contar, distinto a lo normal, desde que llegó usted aquí?

Ella le miró de un modo extraño durante unos instantes.

—Sí. Una vez. Pero no estaba en absoluto relacionado con la investigación.

—¿Y qué fue?

—Había un hombre —continuó ella—, un técnico llamado Mr. Killian. Desapareció y todo el mundo en Park Hill se pasó un día entero buscándole. No se le pudo encontrar. De esto hace un mes, aproximadamente.

—¿Y qué le ocurrió?

—¡Y yo qué sé! Hoy estaba aquí, y al día siguiente ya no estaba.

—¿Y dónde trabajaba ese hombre?

—Eso es lo más curioso del caso. Trabajaba en el mismo laboratorio de papá, y vivía con los otros técnicos solteros en los apartamentos. No pudo haber abandonado el trabajo sin dejar una pista. Le digo todo esto porque estoy segura de que habrá oído hablar de este caso.

Martin apagó el cigarrillo.

—¿Y cuál es la opinión de su padre respecto a lo que pudo sucederle a Forrest Killian? Me refiero a cuál es su teoría sobre el asunto.

—Papá fue la última persona en verle vivo. Pero él tampoco sabe lo que pudo ocurrirle. —De pronto miró con agudeza a Martin y añadió—: ¿Cómo supo usted su primer nombre?

—Usted me lo dijo, Virginia. —Al mismo tiempo se dio cuenta de que nunca conseguiría ser uno de los hombres eficientes del CIC. Sintió en el estómago una sacudida tremenda. Deseó con todas sus fuerzas que el nerviosismo que de repente le invadió no traicionara el error tan tremendo que acababa de cometer.

—Yo, desde luego, no fui quien le dijo su primer nombre, Martin. Siempre le conocí y le llamé Killian.

—¡Pero sí que me lo dijo! De otro modo, ¿cómo hubiera sabido yo...?

Ella le miró con aire inquisitivo.

Ethel entró para anunciar que la cena estaba servida.