CAPÍTULO VII

UN sargento de pelo blanco dijo que un camión había ido a la ciudad a buscar los bártulos de Martin. Se había dado la orden de realizar tal cometido hacía apenas diez minutos, y por tanto, el camión todavía tardaría más de media hora en volver. No había más remedio que esperar y a juzgar por los modales del sargento; les dio la impresión de que no le parecía muy bien que estuvieran allí dentro.

—Dígame una cosa —dijo Martin en el momento en que Virginia y él salían del despacho de inspección—. ¿Hay alguien en quien realmente se confíe aquí adentro?

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, pues que no comprendo por qué la gente no puede salir o entrar con cierta facilidad de aquí. Al menos, en ciertos aspectos no lo comprendo. ¿Pero usted y su padre pueden entrar o salir libremente hasta la ciudad?

—Usted podría haber salido —explicó Virginia— pero hubiera necesitado todo un montón de papeles y autorizaciones. Cada vez que usted entra o sale, usted o cualquiera, tiene que pasar por el servicio de inspección personal en la entrada, y ser controlado rigurosamente aunque posea todos los pases y requisitos necesarios. Y además tenga en cuenta que necesita en todo momento un pase especial que siempre tardan uno o dos días en preparar. Los únicos que entran o salen en determinadas circunstancias al instante, son los militares.

Llegaron a una esquina donde dieron la vuelta caminando tranquilamente.

—Es extraño —dijo ella mirándole fijamente.

—¿El qué?

—Usted no trata más que de saber cuanto más mejor de mi padre. ¿Es que no vamos a saber nosotros algo de usted?

—¿Y qué le gustaría saber?

—Pues... por ejemplo, ¿en qué colegio hizo sus estudios?

—Me gradué en Cartwright. ¿Se refiere usted a esto o a la historia de mi vida?

Virginia sonrió de un modo gracioso. Siempre lo hacía así. Era una sonrisa cálida, que le iluminaba de un modo maravilloso los ojos, aquellos ojos etéreos que comenzaban a producirle un algo extraño.

—Podría quizá resumirla un poco.

—Pues es muy simple. Hasta ahora mi vida ha sido intrascendente. Nací en una pequeña ciudad de Indiana, y me aficioné a la escritura, haciéndolo en un periódico local. Tras mis estudios, serví en la Armada durante tres años, en una unidad de destructores, y al término de esto, volví a comenzar, nuevamente, al ofrecerme una oportunidad en el National Scene. No tengo familia. Murieron todos en un accidente de automóvil durante mi estancia en la Armada. No tengo hermanos ni hermanas.

—¿Se considera usted como un niño desgraciado y desprotegido?

—Totalmente. ¿No se me nota?

Ella rió.

—No. Lo disimula perfectamente.

Se detuvieron ante una entrada formada por arbustos, que contrastaba con la severidad de los edificios militares, y la aridez de las avenidas. Ella le cogió por el brazo y entraron. En el interior había bancos de madera rodeados de espléndida hierba y tímida jardinería, que ocultaban la panorámica del Centro de Investigación. En el lado izquierdo, había un letrero que decía: Relájese con la naturaleza, Escuadrón B de la Cortesía, Batallón MP.

—Piensan en todo —dijo Virginia—. Hace un año que estoy aquí y ni siquiera sabía que esto existiera. Hagamos lo que dicta el letrero, y relajémonos.

—Recuérdeme que a partir de este momento, tengo que ser amable con los MP. —dijo Martin, mientras se acercaban al banco más próximo a la pequeña cascada.

—Yo ya le expliqué mi vida —le dijo él nada más sentarse—. Ahora le toca a usted.

—¿Prefiere la versión resumida o la detallada? Creo que será mejor la resumida. Me parece que no tenemos tiempo para más. —Hizo una pausa y continuó—. Siempre he estado muy unida a papá. Recuerdo la mayor parte de mi vida en Billingsley, donde estuve prácticamente hasta venir aquí. Cuando vivía mi madre, siempre era primavera para nosotros, y éramos muy felices. Todavía fui un año al colegio antes de que ella muriera y de vez en cuando, me ocupaba de Bobby.

Él sacó un cigarrillo y le dio uno a ella. Al encender Martin la cerilla, los ojos de la muchacha encontraron los de él. Había un brillo de invitación en los ojos de Virginia que le atraía. Y aún pudo apreciar un algo premeditado e incitante, que la hacía deseable, por lo que había de desconocido y retador. La tarde era tibia. La cerilla casi quemó sus dedos, antes de que hubiera encendido su propio cigarrillo.

Continuaron sentados en silencio, escuchando el murmullo del agua al chocar en su caída contra las rocas, y casi totalmente ajenos a los ruidos de motores y martilleo de carpinteros y chapistas que llegaba hasta ellos.

—¿Qué piensa usted de papá?

—¿Por qué me pregunta eso?

—No le han ido muy bien las cosas a usted con él, que digamos, Martin. No tenía que haber dicho aquello respecto a Bobby. Eso le encolerizó.

—Lo siento. No hice más que preguntar...

—Bobby no es más que un niño. Ya le conoce. Lo ha visto y le ha oído. No piensa más que en naves y viajes espaciales hacia otras galaxias, con la auténtica imaginación de un niño.

Martin miró fijamente su cigarrillo como si se concentrara sobre la brasa de su extremo. Notó como la mención que sobre el incidente hacía la muchacha, era una reprimenda, pero prefirió no discutir con ella sobre esto. Además, dedujo que Virginia y su padre ya habían efectuado un cambio de impresiones sobre el particular.

—¿Por qué no fue al cine la pasada noche?

Él se echó a reír, pero ella ni siquiera sonrió.

—Eso ya me lo preguntó su padre esta mañana. ¿Por qué está interesado todo el mundo en si fui o no al cine?

—Papá le hubiera dicho cuanto necesitaba saber. No tenía por qué haberles preguntado a esos hombres acerca de él.

¿Habría él interpretado erróneamente la luz que antes viera en sus ojos? Estaba verdaderamente enfadada. ¿No sería un juego?

—A nadie interrogué acerca de su padre, Virginia. Hablaban simplemente entre ellos y yo escuchaba. Y si he de ser sincero, lo único que me dijeron fue que no podían charlar conmigo.

Ella le miró y preguntó con ardor:

—¿Quieren a mi padre?

—En el fondo, creo que sí. Únicamente hacían objeciones a algunos de sus métodos. Ellos...

Los ojos de Virginia recuperaron nuevamente la expresión de ira que antes los embargara:

—Y le harían objeciones a su método de trabajo, o al de cualquiera, si fuese usted u otro quien les dijera lo que tenían que hacer. El trabajo de ellos actualmente es monótono, y además se aburren porque el servicio de seguridad les prohíbe salir del Centro. Están hartos y esto repercute sobre su jefe.

Virginia tiró el cigarrillo al agua.

Lo siguió con los ojos, mientras Martin apagaba el suyo sobre la hierba.

—Y ese doctor Merril —continuó Virginia— es un detrimento para el proyecto. Es un borracho. Hubo un tiempo en que fue un hombre de gran valor. No comprendo cómo mi padre le puede soportar.

Algo procedente de un desconocido rincón de su cerebro le dijo a Martin que la muchacha carecía de convicción en sus apreciaciones. Había corrido mundo suficiente, aparte de que su trabajo era analizar a la gente para lo cual tenía una especial aptitud y cada vez estaba más convencido de que a los tres Penn les ocurría algo. Algo raro había en ellos.

El incidente con Bobby, la desaparición de Forrest Killian —en el tubo de ensayo como decía el doctor Merril— y la extraña experiencia de Ethel Winters, añadió a las alternativas de carácter de los Penn, que tan pronto se mostraban muy efusivos como muy fríos, era muy significativo. Había en ellos algo que se escapaba de lo ordinario. ¿Pero qué era?

Pensó en el trozo de papel que tenía en el bolsillo y en el que el doctor Merril había escrito algo referente a "cosas extrañas". Ya había visto bastantes cosas raras, pero la que necesitaba ahora era una razón, un motivo para las mismas. Si pudiera desvelar el misterio, habría conseguido algo sin precedentes para el National Scene. Lo único que deseaba era que, aquellas razones y motivos no tuvieran una trascendencia tal, que no pudieran ser publicados. El pensamiento de que el general Deems llegara al Centro de Investigación con una armada de hombres del CIC, no era en realidad el final que le gustaría para su reportaje.

—¿Qué hora es? —preguntó ella—. ¿No sería mejor que nos fuéramos ya?

Él miró su reloj de pulsera:

—Todavía nos quedan unos diez minutos.

Ella le cogió la muñeca para mirar la hora y en él momento de hacerlo, una pequeña partícula que flotaba en el aire le cayó en un ojo. Con entera espontaneidad, Martin puso la mano sobre la cara de la muchacha para quitársela. Ella le sonrió.

—Creo que he sido un poco brusca con usted.

—Y sin embargo —añadió— no soy así en realidad. Creo además que es usted muy agradable. —Tenía los ojos alegres y sus dientes brillaban al sol.

—Al menos hago todo lo posible para serlo.

—Pues parece una condición natural en usted.

—Depende de con quién estoy hablando —respondió Martin.

Ella se puso a reír, se levantó y tendió las manos hacia él. Virginia no se separó cuando él se puso en pie, y Martin no pudo impedir que la mirada de la muchacha le atrajese de un modo irresistible.

El primer beso fue suave y dulce, no dejándola Martin en su abrazo, más que para volverla a atraer de nuevo hacia sí. El segundo beso, ya no fue tan suave.

El club para personal civil estaba desierto cuando entró poco más tarde de las cinco, pero a los pocos minutos fue llenándose de gente que casi en tropel se acercaban a la barra en busca de una o dos cervezas para antes de la cena. Martin cogió una y se sentó en la misma mesa que ocupara la noche anterior.

A pesar del mal comienzo que había tenido con sus asuntos, había sido un día bastante provechoso. Virginia hablaba bastante de su padre, y Ethel, cuando volvió a la casa con sus equipajes y la máquina de escribir que acababa de pasar por inspección, contribuyó a sus conocimientos añadiendo hechos recientes y datos que podrían serle útiles. Bobby, por su parte, cuando volvió de la escuela se puso inmediatamente a mirar la televisión.

Separarse de Virginia para ir a reunirse con el doctor Merril fue mucho más sencillo de lo que pensó en un primer momento. Dijo que iba al club a buscar un cartón de cigarrillos, y esperó con ansiedad la respuesta. Virginia se limitó a sugerir que cogiera unos paquetes para ella, mientras ayudaba a Ethel a preparar la cena. Las cosas iban tan bien, que realmente sintió cierta indiferencia por el encuentro inminente que iba a tener con el doctor Merril y hasta una vaga desconfianza en sus palabras.

El doctor apareció al cabo de algunos minutos y miró alrededor de la habitación antes de sentarse.

—¿Hace mucho que espera? —le preguntó.

—No, pero no tengo mucho tiempo.

—Entonces iré derecho al caso —el doctor Merril parecía encontrarse incómodo en la silla—. Probablemente le van a llamar la atención por hablar conmigo —Martin iba a interrumpirle, pero el doctor le hizo una seña para que guardara silencio y prosiguió—: No sé cómo el doctor Penn lo descubrió, pero ya me lo echó en cara esta mañana nada más verme. Posee una rara facultad para hacer y averiguar lo más insospechable.

—Entonces a quien posiblemente le llamaron la atención fue a usted, ¿no?

—Eso es el pan nuestro de cada día, no se preocupe. Mire —dijo queriendo darse prisa en hablar— sé perfectamente lo que el doctor Penn le habrá dicho respecto al proyecto. No hace falta mucho esfuerzo para convencer a un ajeno a estos estudios, de que el doctor Penn se halla en el camino recto, pero créame, cuando le digo que el resto de nosotros lo sabemos mejor. Tiene una bonita manera, el muy sinvergüenza, de convencer a los profanos de que lo que hace es honrado.

El doctor bajó el tono de voz y añadió:

—Ahora nos está haciendo hacer lo que en cualquier escuela o universidad no es más que una práctica corriente, diciéndonos que en nuestros experimentos con las ranas podemos hallar algo nuevo. No hacemos más que desperdiciar el tiempo. Lo que tendríamos que estar naciendo es buscar las germinaciones nerviosas, que en suma son las responsables de la regeneración, puesto que son esos nervios especiales los que estimulan y originan la estructura que tiene que ser restaurada, y que puede ser la llave para la metamorfosis de una célula ordinaria del tipo regenerante.

—Todo esto es muy interesante, pero...

—Si la regeneración es debida a la persistencia localizada en un mismo lugar, de tejidos embriónicos, o de células de rejuvenecimiento, cuyos factores formativos son activados por un estímulo, tendríamos que estar buscando ese tejido en el hombre, deberíamos de estar buscando el estímulo responsable. Otra tarea podría ser buscar en el interior de las células de nuestro cuerpo, para descubrir qué cantidad de citocroma es la que interviene en nuestro crecimiento, y cómo podría usarse para regenerar los miembros perdidos. En los insectos, estas sustancias son segregadas por células que actúan sobre hormonas y que incluso, ayuda a algunas raras especies de insectos en su complicada metamorfosis. Pues no hemos realizado ningún estudio sobre esto, y tendríamos que hacer todos los experimentos que he mencionado y más, en lugar de estar cortando patas de rana como chiquillos cuando salen del colegio.

—Eso —dijo Martin, aprovechando una pausa del doctor— es un asunto entre usted y el doctor Penn. No sabría decirle quién de los dos es el que tiene razón.

El doctor Merril se apoyó en el respaldo de la silla y se ajustó las gafas:

—El doctor Penn le ha hecho dudar, ¿eh? Desde luego es un hombre muy inteligente.

—Lo siento —dijo Martin, bebiendo el último sorbo de cerveza—. Esto a mí no me significa más que una disparidad de criterios entre usted y él. ¿Esta es la "cosa extraña" que me tenía que decir?

—No. Pero, en este momento, no estoy muy seguro de si debo o no decírsela.

—¿Por qué no?

El doctor Merril se inclinó hacia delante, para aproximarse más a Martin:

—La pasada noche yo estaba borracho. No recuerdo exactamente lo que dije, excepto que mencioné algo respecto a Forrest Killian. Algo que nunca había dicho a nadie. Incluso cuando hicieron las averiguaciones, nunca me presté ni pasó por mi memoria dar tal información. Fui el último hombre, sin contar al doctor Penn, que vi a Forest Killian.

—Según dijo usted anoche, Forrest Killian entró en el laboratorio del doctor Penn y nunca más salió. ¿Es eso cierto?

El doctor miró a su alrededor y estudió los rostros antes de responder.

—Lo vi, pero eso no es a lo que me refiero en este momento, escuche, ¿qué va a hacer esta noche después de cenar?

—Virginia y yo vamos a ir al cine —dijo con convicción. Ella había insistido en que viera el cine del Centro y él accedió, teniendo en cuenta que sí no era así, tendría que estar hablando con el doctor Penn.

—¿Y no podría encontrar usted un medio de eludir ese compromiso?

—No quiero eludirlo.

—¿Así estamos?

—¿No puede explicármelo?

—No quiero explicárselo. Quiero que lo vea.

—¿Y tardaremos mucho en verlo?

—No lo sé. Depende. Depende de alguien más.

—¿De quién?

—No se lo puedo decir. ¿Cuándo cree usted que podrá venir? Tiene que ser alguna noche después de cenar.

Martin dudó unos instantes y respondió:

—No sé cuánto tiempo estaré aquí. Venga aquí cada noche a esta hora aproximadamente. La noche que pueda ir se lo haré saber. Quizá sea mañana o bien otro día. Ya intentaré arreglármelas para venir.

—Estaré aquí cada noche a esta hora.

—Pero tiene que valer la pena. No quiero enfadar al doctor de nuevo, para nada.

El doctor Merril sonrió misteriosamente:

—Merecerá la pena, no se preocupe. Se arrepentirá de no haberlo visto antes. Usted no tomará mis palabras en serio hasta que no lo haya visto. Es muy importante lo que usted está haciendo. Debo decirle que encuentro en usted algo muy semejante a lo que encontré en Forrest Killian. Era un individuo que me gustaba y era mi amigo. Por eso le hablo a usted de este modo. Quiero hacer todo lo que pueda por él. Ya verá.