CAPÍTULO X

EN la infinita oscuridad del espacio, no había nada. Ninguna estrella irradiaba sus resplandores.

Formaba parte de aquella ausencia de materia y de luz. Quizá hacía que estaba allí, desde el comienzo del tiempo, si es que el tiempo tenía un principio.

Desde la distancia sin límites que le rodeaba, le llegó una sensación de poder, algo que le absorbía, una corriente de fuerza se apoderaba de cada uno de los átomos de su ser, dando nueva forma al conjunto. Entonces comprendió. ¡Él había existido!

Una tenue, luz, un remoto punto de vida, como la llama de una bujía vista a gran distancia en una noche negra y solitaria, apareció en la lejanía del tiempo, y fue creciendo hasta que tuvo el universo ante él.

Entonces el universo explotó, y vio racimos de estrellas, zonas nebulosas y galaxias completas, que pasaban ante él. Se sentía más fuerte, su ser había adquirido forma, y su existencia había sido modelada por la fuerza que le atraía como un poderoso imán.

De pronto, aquel maremagnum de estrellas y fulgores desapareció, y nació la paz. Había vuelto en sí.

—¡Martin!

Con gran esfuerzo abrió los ojos.

Había una muchacha ante él. El rostro de Virginia había adelgazado. Movió los labios.

—¿Me puedes oír?

El sonido de las palabras llegó a él después de haber visto el movimiento de los labios, como en una película mal sincronizada.

—Sí —fue cuanto pudo decir.

—Martin, no intentes hacer nada ahora. Escúchame. Te fuiste. Casi me fue imposible volverte a traer de tan lejos como te habías ido.

—¿Ido? —Martín no comprendía todo aquello.

—Sí. Fuiste destruido... bueno, no importa, cariño. Escucha. Estás en peligro. Estamos en peligro.

—¿Estamos?

—¡Martin! —gritó frenética. Le abofeteó el rostro. Él apenas sintió el reflejo del golpe.

—¡Por amor de Dios, Martin!

Ella miró a su alrededor con angustia, y se acercó más todavía a él, con los ojos muy cerca de los de Martin.

—¡Piensa, Martin! ¡Piensa!

De pronto las tinieblas desaparecieron y se sintió sorprendido por la claridad de su propia visión.

Entonces lo comprendió todo. En un momento vio lo que había ocurrido, y por qué la voz de Virginia estaba llena de ansiedad.

—¿Estaba... estaba muerto?

—Sí, cariño. Ya no existías.

—Y tú me volviste a traer aquí.

Ella sonrió entre lágrimas.

—Sí.

—¿Y... y... el doctor Merril?

Vio en ella el mismo vacío sin límites de donde venía.

—Tu padre. Fue él quien lo hizo, ¿verdad?

—Sí. —Y las lágrimas volvieron a correr por sus mejillas—. Rogué y le imploré. Me dijo que era imposible que yo te volviera a tener, y que me sería imposible volverte a la vida, aparte de que me lo prohibía. Le he traicionado por ti. No podemos quedarnos aquí.

Ella se puso en pie, pero él ni se movió.

Virginia comenzó a sacudirle de un lado a otro. Luego le cogió por las manos y trató de ponerle en pie.

—¡Levántate, Martin! ¡Date prisa, levántate!

Trató de mover las piernas y notó cómo la sangre afluía a ellas como si fuera la primera vez. Si había estado muerto... Se dio cuenta de que estaban todavía en el despacho del doctor Penn.

—¿Y el doctor Penn? —preguntó.

—No está aquí ahora, a Dios gracias. Cree que has desaparecido, como el doctor Merril. Por eso tenemos que salir de aquí antes de que vuelva.

—Él desapareció...

—Fue a... —dijo Virginia, asintiendo—. Bueno, no importa.

El aire del interior le reconfortó y le dio la impresión de que le quemaba las mejillas. Continuó cogido de la mano de la muchacha mientras caminaban por la avenida. Había fuerza en ella, una fuerza que iba penetrando en él, por el contacto de su mano, y que necesitaba, pues se sentía incapaz de moverse o pensar con claridad.

—¿Dónde vamos? —le preguntó.

—Tenemos que ir a casa —respondió ella.

—¿Por qué?

—No tenemos tiempo para explicártelo.

El aire de la calle le vivificaba. Debido a su debilidad, se sentía más seguro siguiéndola a ella, que si se hubiera quedado en el laboratorio. Virginia le había rescatado. De no ser así, estaría donde sin lugar a dudas estaban el doctor Merril y Forrest Killian: en la inexistencia. Por tanto, lo mejor sería hacerle caso a ella. ¿O acaso todo aquello no era más que un sueño que él se estaba creando en su mente? Sólo el pensar en ello le producía vértigo. Una caja dentro de una caja, dentro de una caja, dentro de una caja...

Si ella decía que estaba en peligro, era verdad. ¿Acaso no lo había visto en sus ojos? En las circunstancias en que se encontraba, lo más aconsejable era ponerse en manos de un miembro del enemigo que parecía deseoso de ayudarle. No podía tener la menor confianza en las posibilidades de combatir contra ellos; después de lo que había visto en el despacho del doctor Penn. Si la muchacha estaba en lo cierto, bastante suerte había tenido de poder escapar con vida... con su nueva vida.

Ella se detuvo ante la casa y le miró.

—Actúa con la mayor naturalidad posible —le aconsejó ella—. Y permanece muy cerca de mi lado. Hay una envoltura protectora a tu alrededor. Y esa envoltura será más fuerte cuanto más cerca estés de mí.

—Buenas noches, Virginia, buenas noches, mister Enders —saludó Ethel cuando pasaron por su lado en la sala de estar—. Le vi salir muy corriendo, mister Enders. ¿Le ocurría algo?

Virginia comenzó a subir las escaleras.

—Nada, Ethel —dijo apresurándose en seguir a la muchacha—. Es que me acordé de que tenía una cita, y corrí para tratar de llegar a tiempo.

—¡Ah! —Ethel no estaba muy convencida, y Martin no pensó que ella podía ser uno de los enemigos.

Virginia fue hacia el teléfono que había en el pasillo del segundo piso.

—Desde este teléfono nadie podrá interferir la comunicación para escucharnos.

Marcó un número.

—Envíen una ambulancia al P-110 inmediatamente. Es muy urgente. Aquí Virginia Penn... Sí... No tengo tiempo para explicarle. Dense mucha prisa.

—¿Qué...? —empezó a decir él.

—Estás enfermo —dijo ella—. Tienes apendicitis aguda. Debes retorcerte de dolor cuando lleguen aquí. ¿Entendido?

—Sí, pero...

—¿Qué es lo que ocurre, Sis? —Bobby salía de su habitación hacia el pasillo, con la viveza en los ojos propia de lo chiquillo que era, y la cara y manos sucias.

El aspecto de Bobby cambió de repente. Sus ojos mostraron un brillo especial y miró a Martin lleno de estupor.

—Lo noto desde aquí —dijo Bobby refiriéndose a la envoltura protectora—. ¿Qué es lo que te propones, Virginia? —era la forma de hablar de un adulto pero con la voz de un niño.

—¡Por favor, Robert! ¡Compréndelo!

—¿Dónde está papá?

—Aún no ha vuelto.

—Pero éste sí que volvió. Noté dos sacudidas. ¿Quiénes eran? ¿Fue necesario?

—Lo sabes tan bien como yo.

—¿Pero quiénes eran?

—El doctor Merril y...

—Y él —interrumpió Bobby—. Sabía que le volverías a traer. Papá quizá también lo hubiera hecho. ¿Y ahora qué es lo que quieres hacer? No me contestaste antes.

—¿Cómo va Tornado Bill? —preguntó Martin tratando de dar un nuevo cariz a la situación.

Bobby le miró con la intención de hacerle comprender que no debía meterse en todo aquello y que Tornado Bill nada tenía que ver en ese momento. Miró a su hermana y añadió:

—¿Ya conoces el castigo Virginia?

—He vivido muchos más años que tú, Robert, y por tanto sé mejor que tú los castigos que esto puede acarrear.

—¡Eres tonta! ¡Protegerle con una envoltura! Cuando vuelva papá te hará entrar en razones, ¡ya verás!

—Nos vamos, Robert.

—Ellos os encontrarán.

—¡Tienen que dejar vivir a Martin!

—¿Pero te has vuelto loca?

—¿Pretendes impedírmelo?

Bobby miró hacia el suelo.

—No —dijo con resignación—. No os lo impediré. Buena suerte.

—¿Se lo dirás a papá?

—No, no iré a buscarle, si es a eso a lo que te refieres.

—Gracias, Robert.

El niño dio media vuelta y se metió en su habitación.

—Vamos —dijo Virginia cogiéndole por una mano y arrastrándole hacia las escaleras.

Al abrirse la puerta de la casa, produjo un ruido característico en ella, que les detuvo en las escaleras. Ethel acababa de atender a la llamada que segundos antes se había producido, y Martin, al darse cuenta de lo que ocurría, se contrajo y dejó que su cuerpo rodara escaleras abajo, con las manos prietas en el estómago. Cuando llegó al último peldaño se mantuvo inmóvil, con las manos agarrotadas al vientre.

El sargento se despojó del gorro y atravesó el umbral de la puerta. Ethel dejó de prestar atención al recién llegado y miró hacia el cuerpo caído.

—¿Qué es lo que le ocurre a mister Enders? —preguntó sorprendida.

—¿Viene usted solo? —se dirigió Virginia al soldado.

—No, hay un recluta conmigo en el furgón de la carne —dijo, estudiando a Martin, que continuaba en el suelo, lamentándose—. ¿Qué es lo que le pasa?

—Apendicitis —explicó Virginia—. Mejor será que le llevemos de inmediato al hospital. Puede haber perforación. Yo le ayudaré.

Entre ambos llevaron a Martin, que, casi incapaz de caminar, dejaba caer todo su peso entre Virginia y el sargento, hasta la ambulancia. Salió el chofer y abrió la puerta trasera, ayudándoles a poner a Martin en la camilla que había en el interior.

La furgoneta se puso en marcha y arrancó a toda velocidad por la avenida, con los dos militares delante y Virginia y Martin en el espacio posterior.

—¡Esto es insoportable! —gritaba Martin con muecas de agonía, retorciéndose de un lado a otro con las manos en el estómago.

—¡Vamos, vamos, cariño! —le reconfortaba Virginia, secándole la frente—. ¡Pronto estarás bien!

—¿Y qué ocurrirá ahora? —dijo mirando con un ojo a Virginia y con el otro cerrado.

—¡Tranquilo...! —respondió Virginia, devolviéndole la mirada de entendimiento.

—¿Cómo va? —preguntó el sargento volviéndose.

—No muy bien —contestó Virginia.

La ambulancia frenó un poco, y volvió hacia la derecha. Martin, que estaba mirando a Virginia, la vio crispada de pronto, y cómo estrechaba la cuenca de los ojos en completa concentración.

La ambulancia frenó brutalmente y se detuvo.

—¡Maldita sea! —exclamó el conductor, inclinándose sobre el volante—. ¿De dónde ha salido este muro? ¡Hace un segundo no estaba aquí!

—¿Qué es eso? —preguntó el sargento a nadie en particular, inclinándose como su compañero hacia adelante para ver la altura que podría tener el muro.

El sargento abrió la puerta de la ambulancia y miró hacia atrás.

—¡Eh! ¡Ahora sí que estamos buenos! Hay un muro tras nosotros también.

—¿Qué ocurre, sargento? —preguntó Virginia con cierta indiferencia—. ¿Ya hemos llegado al hospital?

—No, señora —respondió el otro—. Es... bueno, no sé cómo explicarlo. Espere un momento.

Ambos militares salieron para echar un vistazo al muro, dejando el motor de la ambulancia en marcha.

—¿Sabes conducir? —preguntó Virginia a Martin.

—Claro, pero...

—Pues ponte ahí y conduce —le interrumpió ella indicando el asiento del conductor.

Martin saltó por encima del respaldo del asiento, señalando con la mano en signo de desesperación hacia el muro que cubría la calzada de un lado a otro.

—¿Cómo...?

Pero de pronto el muro desapareció y la calle se abrió sin obstáculos ante ellos.

—¡Vamos! —le apresuró Virginia.

Martin puso la ambulancia en marcha y pasó rozando los dos soldados que habían estado examinando el muro.

—Hacia la puerta principal —gritó Virginia—. Sólo hay que seguir todo derecho.

—¿Y cómo vamos a pasarla? —preguntó él.

—No lo sé. Pero habrá algún medio.

—Quizá los soldados de la ambulancia llamen por teléfono a la puerta principal.

—Quizá.

Acababan de llegar a la puerta principal. Hubiese sido un suicidio tratar de cruzar el servicio de control, cuyas oficinas iluminadas irradiaban luz por todo el contorno. Martin redujo la velocidad de la ambulancia, y se detuvo ante un stop, donde un soldado con casco blanco, brazalete y porra de policía sujeta al cinturón, les hacía señas desde el centro de la calzada. Más allá estaba la libertad.

—Salvoconductos, por favor... —pidió el soldado, que en este caso era un sargento. De pronto, no pudo reprimir la sorpresa al ver que los ocupantes de la ambulancia no vestían uniforme—. ¡Eh! ¿Qué hacen ustedes dos ahí?

Martin se volvió hacia Virginia. Era ella quien tenía que resolver. Se quedó mirando al soldado pensativa. "Ya estamos otra vez", se dijo para sí Martin.

—Espere un momento, sargento —explicó Martin.

Un teléfono sonaba en el interior de las oficinas. El soldado sacó el revólver, llamó a otro soldado que estaba en el interior de la oficina, y puso la mano sobre el pomo de la cerradura de la puerta de la ambulancia.

—¿Qué ocurre allí, sargento? —dijo Virginia señalando por delante de Martin hacia la oficina—. ¡Hay fuego!

Apenas había terminado de decir aquellas palabras, cuando la oficina estalló en llamas, y el soldado que había en el interior salió gritando:

—¡Fuego, fuego!

El sargento quedó helado por la sorpresa, con la mano todavía sobre la portezuela, fascinado por las llamas; cuando reaccionó, dio un grito tremendo, y salió corriendo hacia el edificio más próximo.

—¡Salgamos de aquí! ¡Pronto! —gritó Virginia.

Martin apretó el acelerador a fondo y atravesaron la puerta del Centro de Investigación, con un chirrido infernal de neumáticos.

En Avon Ridge aparcaron la ambulancia en un lado de la calle, y fueron andando hacia el centro de la población.

—A estas horas, seguro que han dado la alarma para que busquen la ambulancia —dijo Virginia.

—Y a nosotros también.

—Si es que el sargento se ha recobrado del susto, seguro que nos buscan. No vamos a podernos quedar aquí mucho tiempo.

—¿Y si alquiláramos un coche? —sugirió él.

—¿Alquilar? —ella le sonrió—. Eso sería un poco inocente, ¿no crees? Nos podrían seguir con toda facilidad.

—Sí, tienes razón. Bueno, pues... tendremos que robar uno. Yo ya he estado muerto, así que no creo que tenga mucha importancia el modo de comenzar mi nueva vida.

—Pareces un tanto amargado. ¿Acaso te arrepientes de que te rescatara?

—Sabes perfectamente que no —respondió él—. Sólo es que me siento como impotente para obrar y tomar iniciativas por mí mismo. No entiendo nada de este asunto y me encuentro... eso, ¡impotente!

—Ahí hay un coche —dijo ella, deteniéndose y señalando hacia un "Sedan" nuevo aparcado frente a una residencia—. Tiene los depósitos llenos.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque lo sé.

—¿Y cómo lo vamos a poner en marcha?

—Vamos —dijo Virginia—. Le cambié un par de cables en el encendido. Todo cuanto tienes que hacer es oprimir el botón de start.

—Ya estás otra vez... —dijo él siguiéndola.

Entraron en el coche, Martin apretó el botón de start y el motor se puso en marcha.

Se encaminaron hacia la zona comercial. Una vez allí cogieron la calle principal, y ya estaban casi al otro extremo de la ciudad, conduciendo a la velocidad límite para no llamar la atención, cuando Virginia se irguió, y puso la mano sobre el brazo de Martin.

—¡Porras! —dijo.

—¿Qué sucede?

—Es mi padre.

—¿Dónde?

—Detrás mismo de nosotros.

Martin miró por el retrovisor, y al principio no vio nada, pero luego vio un jeep que avanzaba a bastante velocidad hacia ellos.

—Detente —ordenó ella—. No podemos hacer otra cosa.

Martin maniobró el coche hacia un lado de la calzada, y al cabo de unos segundos el jeep se detenía frente a ellos cerrándoles el camino. El corazón de Martin latía desenfrenadamente. Hubiera querido correr, pero sabía que era inútil. Deseaba con todas sus fuerzas que en la batalla de poderes que se iba a entablar, Virginia saliera victoriosa. El doctor Penn salió del jeep y se acercó a Virginia, que le aguardaba de pie junto al coche.

—¡Con qué derecho...! —dijo estallando en ira.

—Te explicaré mis sentimientos —le interrumpió ella.

—Pero has violado... —se llevó las manos a la cabeza—. Nunca, en toda nuestra historia, había ocurrido esto. ¿Qué es lo que crees que estás haciendo, Virginia? ¡No solamente has violado a todas y cada una de nuestras reglas, sino que también has desobedecido a tu padre.

—¡Pero tú no te quisiste detener a pesar de mis súplicas! —respondió ella—. Había otros medios.

—¡Has hecho que la desgracia caiga sobre mí, Virginia! ¿Quién va a explicarle esto al Triunvirato? ¿Quién va a responder de todo ello? No sólo has devuelto la vida a un humano, trayéndole de la nada, sino que también has hecho uso de nuestros poderes, en una terrible demostración: el romper los muros, el fuego en las oficinas de control, ese... ese cambiar los cables...

—Sí —dijo ella tranquilamente—, ya lo sé.

—Entonces...

—¿Crees acaso que es que yo no tengo sentimientos? Sabía que con lo del fuego, el muro y los cables te ponía en antecedentes completos de dónde me hallaba, pero pensé que a lo mejor no te importaba y pensé también que esto te demostraría que lo que siento es algo que no puedo reemplazar por nada.

—Pero hay otros hombres y que son de tu misma especie —respondió el padre en todo de reproche.

—¡Pero papá! No encontré a ninguno que me satisficiera. Sin embargo, en éste he encontrado a alguien que necesito.

—¿Él? —el padre miró directamente a Martin.

—¿Qué hay en mí de particular? —se defendió.

—Lo siento, Virginia, pero tengo que pedirte que vuelvas conmigo.

—¿Y Martin?

—No seas tonta, Virginia. Sabes que no hay esperanzas para él —y luego añadió con expresión abyecta—: Si los cálculos y la experiencia no me fallan, le aseguro que no hay esperanza para usted. Si vinieras ahora, quizá podríamos convencer a Los Tres.

—Lo siento, papá, pero no puedo ir contigo.

—Si al menos me hubieras dicho algo —susurró—, hubiéramos podido tomar alguna solución. Nunca pensé que realmente fueran esos tus sentimientos.

—Pero yo te lo dije...

—¡Pero era demasiado tarde!

—¡No creo que lo fuera, papá!

—¿Cómo va a terminar todo esto? —el doctor Penn se hallaba casi sumido en la desesperación—. Ellos te encontrarán. Hay muchos, ya lo sabes. Tendré que dar cuenta de este incidente.

Virginia puso los dedos sobre la mano de su padre que se hallaba apoyada sobre la portezuela del coche.

—No des cuenta ahora mismo, papá, por favor; danos un poco de tiempo.

El padre negó con la cabeza:

—Te has propuesto protegerle. ¿Cómo puedo saber lo que harás después? Tengo que informar. Lo siento, Virginia —empezó a alejarse del coche—. ¿Cómo me podía imaginar que una hija mía...?

Dejó de hablar y se detuvo unos momentos, inmóvil. Martin le miraba intencionadamente, preguntándose qué habría ocurrido.

—Lo siento, papá —dijo Virginia abriendo la puerta. Su padre cayó de lado sobre la hierba junto a la calzada. Ella salió del coche y corrió hacia la puerta de la casa más próxima.

Martin se pasó al sitio que un momento antes ocupara Virginia y miró al doctor Penn que estaba como dormido sobre la hierba.

—Creo que no soy un mirón tan ajeno al asunto —dijo Martin cuando volvió Virginia—. ¿Quieres explicarme, por favor?

—Más tarde —la muchacha se inclinó y dio un beso a su padre sobre la frente—. Adiós, papá —dijo. Luego subió al coche e indicó a Martin que se pusieran en marcha hacia las afueras de la ciudad. Había lágrimas en sus ojos.

Dejó de enjugar sus últimas lágrimas cuando se hallaban a muchas millas de Avon Ridge y se habían metido por un sinfín de cruces de carretera para despistar a posibles perseguidores.

La noche era fría. No había más que la luz de la luna, la carretera que se abría ante ellos y la ráfaga de viento que se alzaba al paso del coche.

—Papá bajó la guardia cuando estaba hablando conmigo —explicó de pronto, arrellenándose en su asiento, inclinándose sobre él y dejando descansar la cabeza sobre su hombro—. Yo no hice lo mismo. De haberlo hecho, hubiera sido él quien me hubiera dejado fuera de combate, y tu envoltura protectora se hubiese ido conmigo. No hice más que paralizarle los centros nerviosos temporalmente. Todas sus funciones, excepto aquellas imprescindibles para vivir, para el respirar y los latidos del corazón, se detuvieron. Se recuperará pronto.

—¿Y qué hiciste en la casa?

—Les dije a aquellas gentes que un hombre se había desvanecido mientras hablaba con nosotros. Dije que no sabía su nombre, pero les sugerí que llamaran al hospital o a la policía. Papá no necesitaba tales precauciones, pero no me satisfacía la idea de dejarle allí solo, sobre la hierba, y sin protección.

Las lágrimas comenzaron a nublar su vista de nuevo.

—Ahora sí que estará enfadado de verdad —prosiguió Virginia—. No sé lo que hará.