CAPÍTULO XI
ENTRE otras cosas, el rostro del editor Lovett Wilson y su omnipresente cigarro vinieron a la memoria de Martin, mientras conducía a lo largo de la carretera con la muchacha a su lado. Una carretera irreal. Una muchacha irreal. No; podía tocarla si quería. Ella era real. Pero todo era tan deslabazado, tan loco... ¿Pensó alguna vez, en el despacho de Nueva York, que yo me vería metido en todo esto, Willie?
Y usted, Chinkey. Tendría que estar conmigo ahora. Necesitaría toda su vida para hacer los reportajes fotográficos de las cosas que me han ocurrido. Pero nadie me creería.
Y también estaba Kenneth Aldrich, el agente del F.B.I., y el general Walter Deems... ¿Quiere saber lo que le ocurrió a Forrest Killian, general? Si me promete no reírse de mí, se lo diré: Fue reducido a la nada, y las partículas de su cuerpo fueron diseminadas en la inmensidad del cosmos. ¿Lo cree? A mí se me hizo difícil convencerme, general. Y también estaba el doctor Merril. Martin sintió repentinamente un agudo pesar por el doctor Merril. Le había tomado aprecio.
Los desvariados pensamientos, la separación de la vida de la muerte, Bobby y su esfera, Virginia y sus sombríos ojos, que él contemplaba embelesado cuando no estaban sombríos. ¿Por qué me trajo otra vez a la vida? ¿Por qué se volvió contra su padre, y contra los de su especie? ¿Qué especie? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
De pronto, Martin se metió hacia un lado de la carretera y se detuvo.
—¿Qué estás haciendo? —dijo Virginia, reincorporándose alarmada.
—Esto no es bueno —dijo con firmeza.
—¿Por qué?
—Por eso exactamente —dijo—. ¿Por qué? Eso es lo que no ha hecho más que dar vueltas en mi cabeza constantemente. ¿Por qué?
—Pero nos van a encontrar aquí —dijo ella mirando a un lado y otro de la carretera—. "Destacamento de policía"... ¡Oh, Dios!
—¿Pero cómo quieres que continúe adelante con este asunto, sin saber por qué están ocurriendo todas estas cosas, sin saber si tengo que informar de cuanto sé al general Deems...?
—¡Oh, Dios mío, no! —gritó ella—. Lo siento, Martin, he estado pensando tanto en mí misma, y en lo que tendría que hacer, que no he pensado en ti ni un momento. Dar cuenta de todo esto al general sería lo peor que podrías hacer. ¿No podríamos ir a algún sitio más apartado que nos ocultara de los demás? Trataría de explicarte unas cuantas cosas.
Martin puso el coche en marcha, anduvieron una corta distancia y se metió en el primer vericueto que se abrió ante ellos. Las laderas del camino estaban invadidas por ramas y arbustos que arañaban la carrocería del coche. A los pocos minutos llegaron a un claro donde detuvieron el coche y apagaron las luces.
—¿Y bien? —dijo él secamente.
—No te pongas a la defensiva —dijo ella dulcemente, poniéndole una mano tras la cabeza y atrayéndole hacia sí.
—Ya estuve bajo tu influencia en una ocasión —dijo él, titubeando. Le apremiaba cogerla entre sus brazos, pues casi había olvidado en aquellos momentos el recuerdo de que en una ocasión había estado bajo el influjo mental que ella había ejercido sobre él.
—¿Es que no lo comprendes? —dijo ella—. Te amo. —Alzó la cabeza para mirar a Martin, y éste vio en sus ojos sinceridad. Ojos totalmente desprovistos de segunda intención o burla. Ojos de deseo.
—Tu explicación...
—Esto es aparte, cariño.
—¡Sin trucos!
—¿Trucos? Pero cariño...
El contacto eléctrico de sus labios le relajó y desató en él un irresistible amor por la muchacha. El beso fue largo; fue algo que se salía de lo terrenal, y tan etéreo como sus ojos. Algo que les transportó a un lugar entre la Tierra y la Luna, y que les dejó suspendidos entre los dos mundos, con el silencio de las estrellas y el calor de su amor que irradiaba en todas direcciones como la luz del Sol...
Cuando la soltó, se sentó a su lado, acariciando su pelo, y besando sus ojos y su nariz. De vez en cuando, ella le asía con todas sus fuerzas como si tuviera miedo de que echara a correr. No hablaban.
—Pero esto —dijo ella al fin—, mis besos, no es decirlo todo.
Encendieron unos cigarrillos y volvieron a quedar en silencio, escuchando el suave murmullo de aquella noche de otoño. Se oía el tenue murmullo de las hojas secas no caídas de sus ramas, al chocar unas contra otras impulsadas por la brisa. Luego ella habló:
—Hace cincuenta mil años —dijo Virginia reposadamente— que un hombre y una mujer, procedentes del cuarto planeta de una estrella, en la constelación que vuestros astrónomos llaman Auriga, vinieron a la Tierra.
Miró hacia la Luna y estudió la cara que presentaba.
—Eran dos seres, emisarios de su avanzada cultura, que tenían como misión encontrar un planeta donde hubiera vida. Tenían que colonizar el planeta y adaptarse a la vida que encontraran para poder llevar a buen término el desarrollo de su especie.
Virginia miró a Martin.
—No eran gente, según el concepto que tú tienes de gente, Martin. Hace muchos milenios, probablemente eran como tú y los de tu especie, pero durante millones de años han avanzado tanto respecto a vosotros, que os es imposible comprenderlos, puesto que su forma de vida es muy distinta a la vuestra. Intentar explicártelo para que te hicieras una idea, sería como intentar hacer comprender la cibernética a los salvajes, y te ruego que no te molestes por la comparación; es el único planteamiento que tengo en este momento.
Virginia apoyó una mano sobre su brazo.
—Continúa —solicitó Martin.
—Pues estos dos seres hallaron, para su satisfacción, un mundo primitivo. Éste. Europa no era más que un lugar salvaje, habitado por hipopótamos, elefantes y mamuts, por no hablar de otras especies. Para su regocijo y sorpresa, encontraron una criatura muy parecida a lo que ellos habían sido durante millones de años. Era el hombre primitivo, un ser que estaba habituado a vivir en los huecos de las rocas y cerca de una corriente de agua.
Apagó el cigarrillo en el cenicero y continuó:
—Los dos viajeros del lejano planeta —Capella Cuatro— acordaron que la Tierra era el sitio que buscaban. Habían buscado en muchas galaxias un sitio como éste. Dieron conocimiento de sus exploraciones a los suyos. Vieron que pasarían millones de años antes de que el animal que habían encontrado —el hombre— pudiera evolucionar hasta el punto que ellos deseaban. Vieron también que ese animal no podría sobrevivir, que no podría ser el dominador de las especies vivientes. Para que no fuera así, le dieron el poder de la razón.
—Tú, Martin, eres un descendiente de ese animal. Llevas en ti el poder de la razón que se concedió al primer hombre, y cuya concesión no ha muerto a través de millones de años. Habéis mantenido vivo el poder del razonamiento, situándoos por delante de otras formas de vida. Os habéis impuesto a otras formas de vida que os disputaban el poder, gracias a vuestra capacidad de razonamiento.
—¿Pero por qué hicieron eso? —preguntó Martin.
—Estas gentes eran, y son, inmortales —continuó como si no hubiese oído la pregunta de Martin—. Todavía viven. De estos dos primeros seres originarios nuestros, se ha derivado una sociedad de capéllans, que se cuenta por cientos, por miles, y que viven a vuestro lado, pero todos viven, piensan y crecen codo a codo con vuestra civilización, esperando el día en que puedan volver a vivir para siempre en Capella Cuatro. Para ellos, esos miles de años que han pasado desde que la primera pareja llegó, no han sido más que un período de tiempo muy corto, ya que hay que tener en cuenta su inmortalidad.
—¿Por qué no podían esa gente vuestra reproducirse en Capella Cuatro?
—No hay forma de vida como la vuestra, para poderse acostumbrar —dijo Virginia pacientemente—. Sin embargo, los primeros animales que se hallaron aquí, y que se parecían a vosotros, no tenían ningún valor. No tenían bastante poder de razonamiento. Una vez se inculcó la capacidad de razonar a aquellos primeros hombres —por favor, compréndeme, tenían un poco de razón, pero no bastante para nosotros—, entonces tu especie empezó a progresar. Habéis evolucionado en estos últimos cincuenta mil años, en la misma proporción que lo hubierais hecho sin nosotros en dos o tres millones de años.
"Por esta razón, los dos primeros seres procedentes de Capella decidieron proporcionar al hombre de una inteligencia definida, una capacidad de pensar. Era algo así como cultivar un jardín, ¿comprendes? Vuestro cerebro era el suelo, y nuestros sistemas acelerados, el crecimiento de las semillas que habíamos plantado, del mismo modo que el sol ayuda a crecer a una flor. Sin la fuerza del poder del razonamiento, hubierais vuelto a los días primitivos, al período pre Neanderthal. Alimentamos vuestro poder de raciocinio, que creció a medida que crecía el hombre. Y tal poder se fue sucediendo de padres a hijos, y de éstos a sus hijos, guardando vivo siempre el poder que nosotros os proporcionábamos. No trataré de explicártelo. Sería como tratar de explicar lo que ocurre en el trayecto de un ave que emigra. Es un concepto que se va más allá de la física, de la química y de la radio. Tú has visto, por ejemplo, demostraciones de poder y de fuerza de pensamiento en lo que yo he hecho.
"Cada uno de los terrestres lleva en su cerebro una fracción de la fuerza de pensamiento que posee cada uno de los capéllans. La fuerza de pensamiento en el hombre es más vigorosa en el momento de su edad más vigorosa, entre los dieciocho y los treinta y cinco años. ¿Me sigues?
—Te sigo, pero no te comprendo —suspiró Martin.
—Vuestro progreso ha sido rápido, aunque la historia escrita por vosotros diga que ha sido lento. El nuestro, Martin, fue realmente lento. No había nadie que, procedente de un mundo exterior, nos ayudara. Durante millones de años no conseguimos evolucionar. Pero conseguimos, sin embargo, daros un impulso a vosotros, y ahora sois capaces de comunicaros entre vosotros, por medio de ondas cerebrales.
—Tú eres uno de ellos, ¿no? —preguntó Martin con cierto temor.
—Era —respondió Virginia—. Pero ahora estoy aquí, una mujer como las de tu especie, con las cualidades y defectos propios de una mujer... ¿Pero te preocupa esto?
—Me tendré que ir acostumbrando.
—¡Piensa en mí! —dijo Virginia—. Yo también me tendré que acostumbrar a ti. ¡Piensa en eso!
—Pero...
—Mira —interrumpió Virginia—, en nuestro medio, en el nivel de vida de donde procedo, y en el que ya habrás comprendido que reina la coexistencia, y sobre todo para con vosotros, hay los principios que pueda haber entre tú y yo. Tenemos los mismos deseos y los mismos sentimientos, hay un sexo también. Si no, ¿cómo nos podríamos reproducir? Estamos sujetos a las mismas leyes naturales que vosotros, sólo que mucho más avanzadas.
—Precisamente, me estaba haciendo mis cábalas respecto a esto.
—Pues no tenías motivos para hacerlas. Claro que es diferente por todas las razones que te he explicado.
—Naturalmente —dijo con frialdad.
Virginia se echó a reír.
—¿No estarás celoso, verdad? No tienes motivos. No he amado a nadie más que a ti.
—Pero aún no comprendo por qué esos dos seres de que hablas vinieron aquí —dijo Martin.
—Para cultivar un jardín. Cultivar las mentes humanas. Pero cuando el jardín ha florecido demasiado, entonces la desolación...
—¿Desolación?
—Guerras. Pestes. La desolación que producen las guerras y las pestes libera a las fuerzas del pensamiento, separándolas del cuerpo muerto. Y esto se produce en grandes, enormes cantidades. La finalidad exclusiva de nuestro pueblo es esa fuerza del pensamiento liberada.
—O sea que, ¿cuando la gente muere en grandes cantidades, la inteligencia, la fuerza de pensamiento, se libera de un modo concentrado, como si se sumaran las inteligencias unas con las otras? ¿No es eso?
Virginia asintió.
—La fuerza de pensamiento liberada se reúne, igual que microondas ante una antena. Y nuestros hijos se benefician de esa fuerza. Se le dirige hacia allí y se convierte en parte de su cerebro. Como si se tratara de una fuente de donde beber inteligencia. Cada uno de nuestros hijos, varón o hembra, tiene que implantar en su mente la concentración de miles de adultos. Si no fuese así, no tendría más fuerza de pensamiento que vosotros. Serían mortales y de un escasísimo nivel intelectual, comparado con el grado medio de nuestra especie, claro.
—¿Y matáis gente para hacer eso? —preguntó Martin horrorizado.
—Vosotros os matáis entre vosotros mismos —dijo ella sin inmutarse.
—Pero es monstruoso.
—Suponía que te lo parecería a primera vista.
—Entonces para vosotros somos como... terneros, como animales exclusivamente dedicados a la matanza.
—¿Acaso le habéis preguntado alguno de vosotros a las terneras y cerdos si están de acuerdo y les parece bien lo que hacéis con ellos?
—¡Pero eso es distinto! Son animales irracionales.
—¿Se te ha ocurrido pensar en lo que vosotros sois y significáis para nosotros?
—Entonces... ¡tú eres para mí lo que yo sería si fuera a decirle a una cerda que me había enamorado de ella! —gritó Martin.
—¡Tonterías! —dijo ella encendiendo un cigarrillo con mano temblorosa—. Si te cambiaras por un cerdo se podría concebir que le resultaras atractivo a una cerda. Pero no lo eres. El hecho de que yo esté aquí, bajo la personalidad de Virginia Penn, no tiene ningún paralelo en este asunto. Y si esto es así, estoy enamorada de ti, aunque tenga noción de mi otra existencia. ¿Podrías hacer eso con una cerda? ¿No te hace reconocer esto que tu analogía no tiene sentido?
Martin permaneció callado.
—Supongo que es algo trágico para ti el pensar en todas las guerras y catástrofes que han tenido lugar sobre la superficie de la Tierra, sin olvidar las erupciones volcánicas. Y que todavía te debe apenar más el pensar que todo ello ha sucedido con la exclusiva finalidad de liberar fuerzas de pensamiento. Pero la raza humana ha continuado desarrollándose, e incluso se ha hecho pensadora; ninguna de estas dos cosas hubiera sido posible sin la semilla plantada por la primera pareja llegada desde Capella, la estrella Alpha Aurigae.
"Vuestra capacidad de razonamiento —continuó— ha existido gracias a la cortesía de nuestro pueblo, del mismo modo que la radio recoge programas gracias a las ondas que habéis descubierto, y que las habéis descubierto porque la idea fue implantada por nosotros. Os hemos, en cierto modo, sacado de las tinieblas.
"Has oído hablar, por ejemplo —añadió—, de la clarividencia que en ocasiones muestran los inventores, de súbitos descubrimientos, del repentino despertar de un hombre durante la noche, con la solución a un problema que le había inquietado durante años. Todas estas cosas han sido implantadas por nosotros, en el preciso momento en que hemos creído que estabais preparados para ello, nivelando la importancia del descubrimiento a lo que tenía que ser vuestra natural evolución. Nos hemos aprovechado de vuestra existencia, sirviéndonos de vosotros al mismo tiempo que os hacíamos posible vuestra multiplicación, o sea la de la especie. Vuestra civilización no podía progresar sin nosotros. Podrías haber llegado al grado de civilización en que estáis, en millones de años, pero no lo hubierais podido conseguir en cincuenta mil años. No hemos perdido el tiempo: mientras crecíais, hemos estado siempre a vuestro lado, sin que lo supierais, claro. Sí que es verdad que os hemos traído las guerras y la muerte en masas, pero nunca nos hemos opuesto a dejar crecer por otra parte el número de vuestra especie. Os hemos ayudado a progresar. Ahora sólo estamos esperando que los miles de nosotros que hemos nacido durante estos miles de años, podamos volver a nuestro sistema solar.
"Os permitimos inventar la bomba atómica. Fuimos nosotros quienes os llevamos de la mano hacia su consecución, para que pudieran ser barridos aquellos miles de seres de Hiroshima y Nagasaki, de modo que unos cuantos de nuestros niños pudieran asimilar toda aquella fuerza de pensamiento. Ahora estamos esperando la decisión definitiva para ver si os permitiremos hacer uso de la Bomba de fusión —la bomba H—, de modo que, de llevarse a efecto, muera la mayor parte de vuestros dos billones de almas, que liberarán fuerza de pensamiento suficiente para poder repartir entre unos cien recién nacidos, lo cual sería el último acto, antes de que abandonemos vuestro planeta para volver al nuestro.
"Hemos estado esperando todo esto durante mucho tiempo...
—¿Cuántos... cuántos años tienes?
—Veintitrés.
—¿Pero realmente?
—¿Qué importa la edad que tenga allí? Es aquí y ahora lo que cuenta. Tengo veintitrés años. Nací aquí poco después que tú. Y creo que nunca podré volver, porque me he enamorado de ti, y por las cosas que he hecho. Ya oíste lo que dijo papá.
—Supramujer amando a infrahombre.
—No digas eso, cariño. No es verdad.
—¿Que no es verdad?
—No te hubiera podido volver a traer aquí si hubieras sido como otros hombres. Cuando estabas en la nada y empecé a atraerte hacia aquí, me ayudaste. Nunca he conocido a ninguno de entre los de tu especie que hubiera podido hacer eso. ¿Qué es lo que crees que veo en ti?
Martin abrió la boca para decir algo, pero ella se le anticipó.
—No lo niegues, Martin. Sabes a qué me refiero. Lo sabes, has pensado en ello y yo lo he visto en tu mente. Posees una habilidad única para penetrar en los otros, para juzgar correctamente sus emociones, y secretamente te enorgullecías de tu habilidad para ver más allá de la simple superficie de las cosas.
"Vi en tu mente que, en un momento determinado de tu vida, mencionaste esta debilidad a alguien, pero esa persona ya no quiso nunca volver a hablar contigo. Comprendiste entonces que nunca más deberías volver a decírselo a nadie, y consideraste más aconsejable no exteriorizar que eras diferente a cualquier otro.
—Hay mucha gente que tiene esa habilidad —dijo—; no soy yo solo.
—Hay mucha gente que cree que la tiene, Martin. Pero el tuyo es el único caso verdadero que he visto. A causa de esto me fue posible enamorarme de ti.
Él se la quedó mirando, como si estuviera dudando entre creerla o no.
—¿Acaso pretendes decirme que soy como los de tu especie?
—No, no. En absoluto. No eres más que un simple ejemplo de lo que será vuestro pueblo en un futuro próximo. Y si nosotros aún estamos aquí, empezarán a aprender a comunicarse los unos con los otros mentalmente. Me di cuenta de que eras diferente cuando penetraste en nuestras mentes, aunque sólo fuera un poco. No confiaste en nosotros, sabías mejor que nadie que algo raro había en nosotros. Y no te habías entrenado en la habilidad que posees, pues de otro modo te hubieras dado cuenta de lo que éramos inmediatamente. De estar entrenado, esa cualidad te hubiera sorprendido a ti mismo; tienes que concentrarte en todo lo que oyes, Martin; tienes que proyectar tus pensamientos y trabajar de firme en ello. Podrías, probablemente, ser capaz de mover una pelota, o una mesa, si pensaras en ello con la concentración suficiente. Seguro que podrías conseguirlo con la práctica.
—De acuerdo —dijo Martin—. Admitiré que he pensado en mi intuición sobre la gente. Una vez, recuerdo que me puse a jugar a cartas y yo mismo me sorprendí de ver de lo que era capaz. Es una cualidad que he tenido desde niño, y pensé siempre que era suerte, y nada más. Pero volvamos a ti. ¿Por qué estáis tú y tu padre y tu hermano en mi planeta?
—Hay muchos de nosotros entre vosotros, bajo la condición de seres humanos —explicó—. Nacemos, vivimos y morimos, como vosotros. Es nuestro deber. Mi madre, por ejemplo, quiso volver a nuestro planeta, y murió como un humano, y así pudo volver allí. Allí es donde mi padre iba cada noche cuando visitaba el laboratorio. Todos vamos y volvemos después. Por eso desaparecemos, durante el tiempo que estamos fuera.
"Cuando viste a Bobby, creíste que lo que hacía eran trucos mágicos. Bobby no es más que un niño. Se le había advertido que no tenía que hacer nada de aquello. Pero, como dije, no es más que un niño, comparativamente hablando. Mientras estaba haciendo aquella especie de magia, nosotros nos dimos cuenta y tratamos de hacerle desistir inmediatamente, pero tú ya le habías visto, e interrumpió lo que estaba haciendo antes de que nosotros pudiéramos intervenir.
—Recuerdo que noté un aire frío —dijo Martin—. Y lo mismo sentí cuando desapareció tu padre. Creo que ahí debe haber algo, en lo que dices respecto a mí.
—Pues claro que lo hay. Hay muchos de nosotros en altas esferas de la sociedad y otros muchos en las bajas esferas. Sólo depende de nosotros el soliviantar la opinión pública, el incitar las guerras y las huelgas, y provocar traiciones. Muchas de nuestras gentes han sido mártires del mundo, y los hombres más odiados también.
—¿Hitler, por ejemplo?
—Sí, es uno de los más recientes. Ha habido muchos en la historia. Genghis Khan, Aníbal, y muchos más emperadores y reyes. Pero no siempre; cuando uno de nosotros no estaba a la cabeza del Gobierno, nos limitábamos a dominar al individuo que estuviera.
—¿Como hiciste conmigo?
—Peor, cariño. Yo no hacía más que sugerirte cosas, pero a los otros los esclavizábamos. Tendrías que leer vuestra historia. Hay muchos acontecimientos que preocupan a los escolares, pero que son lógicos si se piensa en términos de esclavitud mental.
"Me preguntaste sobre lo que mi padre y yo hacíamos. Nosotros tres —incluyo a Bobby— somos la imagen de nuestra familia sobre la Tierra. En realidad, tengo varios hermanos y hermanas, además de mi madre, en el otro planeta. A mi padre le enviaron porque tenía que resolver ciertos problemas biológicos, que eran de gran interés para los de tu especie, y ya lo ha hecho. Pero algún terrestre pensó en la investigación sobre regeneración. Desde luego, pensáis cada vez más y más en vosotros mismos.
"Pero nosotros no podíamos permitir la regeneración, de modo que papá tuvo que tomar las medidas oportunas para desequilibrar el proyecto. Otros, independientemente de Forrest Killian, descubrieron lo que papá estaba haciendo. Todos fueron convertidos a la nada de un modo u otro, puesto que si permitíamos la consecución de la regeneración, era tanto como permitir que se descubrieran inmediatamente otras muchas cosas. Por otra parte, habría pocos muertos en las batallas, y puesto que el crecimiento de nuestro grupo depende de la liberación de las fuerzas de pensamiento concentradas, por la súbita muerte de miles de personas, no podíamos consentirlo. ¿Te das cuenta ahora? ¿Te lo explica todo?