Capítulo 21

21

Agotado a causa de la prueba, Anok regresó a su celda y cayó inmediatamente en un profundo sueño lleno de inquietantes imágenes.

Caminaba por los pasillos del Gran Templo bajo la dorada luz del día. El edificio estaba limpio e impecable. En el interior, los sacerdotes, los acólitos, los ancianos, los discípulos, parecían tranquilos y felices, sonreían y se saludaban unos a otros al pasar.

Pero en el techo, por todas partes, colgaban serpientes con las cabezas hacia abajo, esperando. Y mientras la gente pasaba por debajo, las serpientes caían, como flechas que descendían. Las pequeñas llenaban a sus víctimas de veneno; las grandes, las aplastaban con los anillos. Sin embargo, nadie parecía ver a Anok. El intentaba advertirles, gritar, pero ningún sonido le salía de los labios y aquellas personas simplemente se miraban y sonreían, ajenos a su destino.

Entonces, de repente, se encontró fuera del Laberinto de Set. Su padre estaba allí, vivo y sano. Al igual que los otros, parecía feliz. Le sonrió a Anok mientras cogía el pestillo de la puerta y lo abría.

—Voy a entrar —anunció.

Anok intentó suplicarle, pero sus palabras surgieron como un galimatías. Intentó llegar junto a su padre y detenerlo, pero no pudo mover los pies. La imagen de la serpiente en el dorso de su mano cobró vida, se irguió y le mordió la mano una y otra vez con sus dientes diminutos y afilados, llenándolo de ardiente veneno.

Su padre dio un paso hacia la puerta.

Con todas sus fuerzas, Anok obligó a su voz a funcionar.

—¡Padre!

Su padre se detuvo y se volvió hacia él con una expresión de reconocimiento en el rostro.

—¿Sekhemar?

A continuación, la más grande de las hijas de Set, la poderosa serpiente de las catacumbas, lo atacó desde la oscuridad. Las enormes mandíbulas se cerraron sobre su padre.

Anok oyó cómo crujían los huesos. La sangre caliente le salpicó el pecho y la serpiente arrastró a su padre hacia la oscuridad. La puerta se cerró de golpe tras ellos y la tranca volvió a caer en su sitio.

De repente, Anok pudo moverse. Corrió hacia la puerta y tiró de la barra, únicamente para descubrir que no la podía mover. Detrás de la puerta podía oír los gritos de su padre.

Golpeó la puerta con los puños.

—¡Padre!

Golpeó y golpeó hasta que le sangraron los puños.

—¡Padre!

Anok despertó sobresaltado, con el sonido de unos puños que golpeaban contra la madera resonándole en los oídos. No se dio cuenta de que el sonido era real hasta que abrieron la puerta forzándola; el pestillo quedó colgando de las astillas.

Un custodio estaba allí de pie y parecía un tanto avergonzado.

—Perdón, acólito, pero no respondíais y lord Ramsa Aál os mandó llamar. Es un asunto urgente.

Anok se sentó en la cama y asintió.

—Dejadme coger una túnica limpia.

Se vistió de prisa y siguió a los custodios. El joven esperaba que lo condujesen a los aposentos de Ramsa Aál, pero en lugar de ello atravesaron la sala ceremonial principal y entraron en la galería de los sacerdotes situada detrás de la sala. Allí, Anok vio a Ramsa Aál rodeado de guardias, con las armas desenvainadas contra una amenaza que no podía ver. El sacerdote llevaba la capucha hacia atrás, dejando al descubierto el pelo blanco desordenado y despeinado. Tenía los ojos teñidos de rojo y descontrolados.

Entonces, Anok vio lo que captaba la atención de los otros y ahogó una exclamación. Teferi estaba en el suelo. Cinco custodios lo habían obligado a ponerse de rodillas, le sujetaban los brazos y lo agarraban a pesar de que el joven no oponía resistencia. Tenía el rostro lleno de moretones y le goteaba sangre de la boca.

Ramsa Aál levantó la vista hacia él.

—¡Acólito! Este estúpido salvaje invadió nuestro templo en pleno día y fue capturado rápidamente. Pensé que deberías verlo morir, ya que no hace más que llamarte. —El sacerdote estudió el rostro de Anok con interés—. Conoces a este… kushita.

El acólito miró a Teferi, desesperado. Luego, asintió en dirección a Ramsa Aál.

—Es amigo mío, maestro. Os ruego que le perdonéis la vida.

El sacerdote miró a Anok ladeando la cabeza de manera extraña.

—Un acólito de Set no tiene amigos, Anok Wati. Sólo tiene maestros a los que obedece, inferiores a los que da órdenes y enemigos a los que aplasta. —Le hizo una señal al capitán de la guardia, que alzó la espada y comenzó a avanzar hacia Teferi.

Anok se situó de un salto frente a él.

—¡Alto!

Ramsa Aál lo observó con curiosidad.

—¿Tienes algo que decir, acólito?

El joven pensó frenéticamente. ¿Cómo podría salvarle la vida a Teferi?

—Os he engañado, maestro, Estaba avergonzado. Una vez os dije que deseaba riqueza, poder…, sirvientes. Era un pobre huérfano en los barrios bajos, pero logré algo de dinero con mis aventuras y, en mi vanidad, contraté a este kushita de sirviente. Incluso ahora trabaja para mí. Unicamente ha venido a entregarme un mensaje. Sus intenciones son buenas; pero como podéis ver —miró con tristeza a Teferi—, es idiota.

El sacerdote pensó en ello.

—¿Un mensaje? Deberías haber dejado atrás tu antigua vida cuando viniste aquí, Anok Wati, Un acólito de Set debería estar más allá de tales preocupaciones.

Anok inclinó la cabeza.

—Tenéis razón, maestro. He actuado de manera incorrecta.

—Pero ahora siento curiosidad por saber qué asunto era tan importante para justificar esta invasión. Oigamos eso, al menos, antes de matarlo.

Anok se sobresaltó al oír esto último, pero no dijo nada. No podía perder las esperanzas si aún se podía hacer algo. Se situó frente a Teferi. Se miraron el uno al otro unos segundos. Entonces, Anok lo abofeteó con fuerza con el dorso de la mano.

—¡Imbécil! ¡Idiota! ¡Vienes aquí a avergonzarme! ¡No te mereces la moneda de plata que te pago cada mes! ¡Sería mejor que les dejara que te cortasen la cabeza y así me libraría de ti!

La ira y la furia que se reflejaron en los ojos de Teferi cuando levantó la mirada hacia Anok fueron reales y lo hirieron profundamente.

El kushita escupió un poco de sangre en el suelo, a sus pies, y luego volvió a alzar los ojos.

—Sheriti está muerta.

El cuerpo y la mente de Anok se paralizaron. Fue como si se hubiera convertido en una estatua. Las palabras de Teferi quedaron inmóviles en la entrada hacia su mente, donde se negó a dejarlas pasar. Entonces, al fin, los ardientes pulmones le recordaron que debía respirar. Jadeó y tosió.

—¿Sheriti?

Ramsa Aál lo miró con frío interés.

—¿Una mujer, Anok Wati? El amor hacia una mujer debilita la concentración de un hechicero. Está bien probar la carne, por ese motivo tenemos prostitutas aquí, pero los asuntos del corazón son para hombres inferiores. Estás mejor sin ella.

El joven lo ignoró, su atención estaba centrada en Teferi.

—¿Cómo?

—Asesinada.

—¿Quién? ¿Quién lo hizo?

El kushita negó con la cabeza.

Anok respiró hondo. Ya lo sabía.

—Wosret. Tuvo que ser él. —Sintió cómo lo invadía la ira, arrasando cualquier otra emoción—, ¡Ese perro debe morir!

Ramsa Aál se acercó un paso.

—¿Furia? —Se situó frente a Anok, estudiándole el rostro—, La furia es amiga de la hechicería. Estando furiosos explotamos el poder. Estando furiosos averiguamos quiénes somos realmente. —Caminó alrededor del acólito, examinándolo—, Quizá pueda salir algo útil de todo esto. ¿Quieres venganza, Anok Wati?

El joven hizo un gesto de asentimiento.

—Sí, maestro.

Ramsa Aál asintió despacio.

—Entonces, ve a buscarla, con mi bendición. Cuando hayas tenido suficiente, regresa a nosotros y veremos qué has aprendido.

—Mi sirviente, maestro. Es estúpido pero lucha bien. Podría necesitar su ayuda.

El sacerdote bajó la mirada hacia Teferi, como si se hubiera olvidado de él.

—Muy bien. Soltadlo.

Los custodios que sostenían a Teferi retrocedieron, lanzándolo al suelo mientras lo hacían. Permaneció allí tumbado unos segundos antes de ponerse en pie lentamente.

Otro de los guardias puso en el liso suelo las espadas y la daga que le habían quitado al kushita y se las lanzó de una patada.

—También voy a necesitar mis espadas, maestro.

El aludido enarcó una ceja.

—¿De verdad? Podrías llevarte una sorpresa. Pero si es lo que crees… —Miró al capitán de los custodios—. Ve a mis aposentos. En el armario que hay junto a la ventana, en el fondo, encontrarás un bolso de cuero y dos espadas. Tráelos.

El guardia asintió con la cabeza con respeto.

—Sí, señor.

Anok le hizo una señal a Teferi para que lo siguiera y empezó a andar tras el custodio.

—Anok.

Se volvió hacia el sacerdote.

—¿Sí, maestro?

—Regresa a nosotros, acólito. Que un talento como el tuyo se pierda a causa de algún matón callejero sería… inadecuado.