Capítulo 20
20
INTERLUDIO
La mañana llegó y a Teferi el Nido le pareció una tumba.
Era la primera Festividad que podía recordar que había pasado solo. Tenía que admitir que había sido su elección. La preciosa chica del puesto de fruta al fondo de la calle (la de la piel color canela, ojos grandes y labios gruesos y seductores) lo había invitado a una pequeña fiesta con algunos amigos. Teferi estaba casi seguro de que en la invitación había más de lo que se había dicho con palabras.
Sin embargo, no había aceptado, le había dicho que tenía otros planes, cuando no era cierto. No estaba de humor para ir de fiesta con guapas desconocidas, para sonreír y reír y fingir que todo iba bien en el mundo mientras se derramaba sangre al otro lado de la puerta cerrada.
Así que regresó al Nido a la caída de la tarde, echó el pestillo y abrió un barril pequeño de vino.
Había esperado que, tal vez, Sheriti bajaría las escaleras y se uniría a él; pero aunque oyó sonidos de pasión y jolgorio procedentes del burdel durante toda la noche, él permaneció solo, Ciertamente, no la había visto en muchos días, desde poco después de que Anok se hubiese marchado al Templo de Set. Tal vez había regresado al Templo de los Escribas como Anok esperaba. Teferi también deseaba que fuera así.
No había tenido noticias de Anok, y sus intentos de introducir un mensaje en el templo no habían tenido éxito. Cuando al fin consiguió sobornar a un sirviente del templo y averiguó que Anok estaba vivo, que lo habían aceptado como acólito novicio junto a Dejal, Teferi no supo si debía celebrarlo o perder las esperanzas. Había encontrado y perdido a su amigo.
Se sentó a la mesa, observando cómo el sol de la mañana pasaba de rojo a blanco ardiente mientras terminaba con los últimos restos devino. Sus pensamientos vagaron por tierras que nunca había visto y que únicamente conocía a través de las historias que pasaban de generación en generación. Soñó con inmensas llanuras de hierba interrumpidas por grupos de árboles gigantescos, donde manadas de animales enormes, parecidos a casas con patas, deambulaban y pastaban.
Con la mente, vio un grupo de cazadores entre esas grandes bestias: altos, musculosos, casi desnudos, con la piel tan oscura como la suya. Los hombres, armados únicamente con largas lanzas y cuchillos de piedra, acechaban a las enormes bestias con habilidad y seguridad en sí mismos, poderosos guerreros que podrían alimentar a su aldea una semana con una sola presa.
Esa tierra imaginaria era fértil, llena de vida, no había sido tocada por la corrupción de la magia ni por las retorcidas pasiones de los llamados hombres civilizados, Cómo anhelaba encontrarse allí. Cómo anhelaba estar hombro con hombro con aquellos cazadores, sabiendo que se enfrentaba al peligro para alimentar a los suyos.
Un sueño. Sólo un sueño. Esa tierra había sido corrompida tiempo atrás por la hechicería y la codicia, había perdido su jardín perfecto para siempre.
En su mundo turbulento había encontrado pocas cosas que valiera la pena tener, pocos tesoros que valiera la pena conservar, salvo la amistad. Entonces, ¿por qué le preocupaba tanto ahora?
Sabía que Sheriti tenía razón. Con la amistad venía la responsabilidad. El era el guardián de su hermano, su pastor, su cuidador. Si Anok había tomado la senda equivocada, si había caído en la oscuridad, nunca había necesitado más a su hermano Teferi. Anok era su responsabilidad y su carga. Si podía hacerlo, lo ayudaría en su búsqueda. Si debía hacerlo, lo sacrificaría como a un perro rabioso. Sólo el futuro lo diría.
Unos frenéticos golpes en la puerta lo sacaron de sus pensamientos. Teferi se quedó mirando la puerta sin moverse, preguntándose quién podría ser. A pesar de la promesa que Anok le había arrancado, le preocupaba que pudiera tratarse de lord Wosret o de uno de sus asesinos. No confiaba en aquel hombre y estaba seguro de que volverían a saber de él.
Los golpes volvieron a sonar, esta vez acompañados de gritos.
—¡Teferi! ¡SoyRami! ¡Sé que estás ahí dentro! ¡Abrela puerta!
Algo en el tono del shemita se llevó la irritación que Teferi había sentido al principio. El ladrón sonaba desesperado y más que un poco asustado.
Se puso en pie, se acercó a la puerta y levantó el pestillo.
Rami entró de golpe, con los ojos abiertos de par en par y el rostro cubierto de sudor. Agarró al kushita por el brazo y tiró de él.
—¡Ven conmigo!
—¿Adonde?
La boca de Rami se abrió, pero no surgió nada. Al final, respondió:
—No puedo decirlo. No quiero decirlo. Es demasiado horrible. ¡Tienes que verlo tú mismo!
Teferi estaba acostumbrado al temperamento nervioso del pequeño shemita, a su excitabilidad, a su tendencia a exagerar. Todo ello figuraba entre los rasgos que más le molestaban del otro hombre. Sin embargo, nada de eso explicaba su comportamiento actual.
—Voy a coger mis armas.
Teferi se ató la espada y la daga. Pensó en el arco y en el carcaj un momento, pero decidió que era mejor viajar ligero.
—Vamos.
Siguió a Rami al trote, sus piernas más largas le garantizaban que no tendría problemas para seguir el ritmo del hombre más pequeño mientras se alejaban corriendo del burdel hacia el norte, serpenteando por las estrechas calles. Como era habitual la noche después de la Festividad, todo estaba en calma. Comerciantes con resaca abrían sus tiendas tarde, e incluso los mendigos que habían sobrevivido a la noche se sentaban en silencio en las entradas observando a los transeúntes con ojos angustiados.
No fueron muy lejos, un par de calles más allá, una corta carrera hacia el norte, antes de que Rami se detuviese a la entrada de un angosto callejón. Señaló y la mano le tembló al hacerlo.
—Allí dentro.
Teferi lo miró.
—¿El qué?
Rami negó con la cabeza.
—Esto es todo. Te traje aquí por los viejos tiempos, pero me lavo las manos de este asunto. Unos niños que conocían a los Cuervos de la calle la encontraron. Me vieron al volver a casa de una fiesta y me lo dijeron. Y yo te lo digo a ti. —Se dio la vuelta—. Mi parte ha terminado. Esto es demasiado peligroso. Me voy a buscar un lugar en el que ocultarme. No intentes encontrarme.
Teferi lo siguió con la mirada. Las manos le sudaban y el corazón le martilleaba con un miedo cada vez mayor. Soltó una carcajada nerviosa, diciéndose a sí mismo lo tonto que se sentiría después, cuando esto resultase no ser nada.
Entró lentamente en el callejón, midiendo cada corto paso, como un anciano. Paso, pausa. Paso, pausa. Paso, pausa.
Olió la basura pudriéndose. Las moscas zumbaban con fuerza desde las montañas de mugre y desperdicios. Entonces vio una pared salpicada de sangre, manchada con ensangrentadas marcas de manos, dejando constancia de alguna lucha espantosa que no se podía ni imaginar. Más adelante vio algo en una de las pilas de basura, algo arrugado envuelto en seda blanca empapada de sangre negra.
Dio otro paso hacia adelante y casi se le doblaron las rodillas. El rostro se le paralizó en una máscara de desesperación. Vio una mata de cabello color miel. Una enorme mosca negra estaba posada encima, frotándose las patas delanteras mientras lo observaba con sus protuberantes ojos verdes.
Teferi se acercó corriendo, tropezó y cayó de rodillas sobre la basura a medio pudrir haciendo que el enjambre de moscas se dispersase. Tomó la cabeza entre sus brazos, la piel estaba fría y sin vida, y la apretó contra su pecho.
—¡No! —le gritó al cielo—. ¡Por todos los dioses, por favor, no!