26
La calle Miguel y Badía, en efecto, era muy corta.
Y en ella solo había una casa con la fachada hecha de obra vista, bastante bonita y relativamente nueva. Quince años a lo sumo.
Hilario se la quedó mirando, pero fue Ernesto Quesada el que exteriorizó lo que pensaba.
—No es de lujo, pero tampoco se parece en nada al lugar de donde venimos.
Hilario continuó callado, inmóvil, pensativo.
—¿Se queda viuda, sola, con cuatro hijos pequeños, y se viene a vivir aquí? —insistió el subinspector—. ¿Con qué dinero?
—Llame por radio a comisaría. Que averigüen quién es el dueño del edificio.
—¿Cree que…?
—Llame, Quesada.
Su compañero obedeció la orden. La comunicación fue rápida.
Cuando cortó, Hilario ya bajaba del automóvil. Se reunió con él y entraron juntos en el edificio.
Había portera, y se les acercó más curiosa que recelosa.
—¿A qué piso van?
—Señora Arellano.
La mujer plegó los labios con rotundidad.
—No, aquí no hay ninguna señora Arellano.
—Entonces, Encarnación Segrelles.
—Ah, sí, la señora Segrelles —se mostró más complacida—. Es el primero segunda.
—¿Sabe si está en casa?
—Sí, sí. Ha vuelto de la compra hace rato.
—Gracias.
Evidentemente, se quedó con las ganas de saber quiénes eran.
Subieron a pie. En el Ensanche las casas tenían entresuelo y principal. Las nuevas construcciones, ya con ascensor, comenzaban directamente con el primer piso. Todo había cambiado. Antes los ricos vivían en el principal, de ahí su nombre. Ahora buscaban las alturas, los áticos y sobreáticos. Cuanto más alto era un piso, más dinero costaba.
La mujer que les abrió la puerta acababa de llorar. Tenía los ojos rojos y una expresión de miedo en el rostro. Casi pánico. Se los quedó mirando muy alterada, aunque trataba de dominarse.
—¿Señora Segrelles?
—Sí.
Hilario le enseñó la placa de policía.
A ella se le doblaron las piernas. Tuvo que apoyarse en el marco de la puerta. A duras penas logró dominarse.
Ernesto Quesada miró de soslayo a su compañero, y se dio cuenta de que estaba muy tranquilo, como si no notara el estado de la viuda de Simón Arellano.
A pesar de todo, Hilario lo preguntó:
—¿Se encuentra bien?
—Sí, sí —se apresuró a decir ella—. Es que… sufro de los nervios y… bueno, hay días que no consigo…
—¿Podemos pasar?
Encarnación Segrelles cerró los ojos y contrajo la cara en una expresión cargada de dolor y angustia.
—¿Otra vez? —gimió.
—Me temo que sí, señora —el tono de Hilario era muy sereno, calmado. Casi amigable.
—Todo aquello pasó, por favor… Déjenme en paz.
—Hemos de hacerle unas preguntas, nada más. Serán solo unos minutos.
La mujer miró a Quesada. Debió de gustarle, porque esbozó una sonrisa de cansancio y rendición. Debía de tener poco más de cincuenta años, pero su aspecto era el de una anciana prematura, baja y encorvada.
—Pasen —les franqueó el acceso a la vivienda.
Se adentraron en ella, hasta un comedor grande y espacioso. De hecho, todo el piso lo era. Los muebles, sin ser de lujo, ofrecían comodidad y confort. En un aparador vieron un sinfín de fotografías, la mayoría de los cuatro hijos, tres chicos y una chica, retratados a medida que iban creciendo. Pero también había fotos de Simón Arellano.
Bastantes fotos del hombre que había tenido una amante y la asesinó por estar embarazada.
Encarnación Segrelles fue incapaz de mantenerse en pie. Se derrumbó sobre una de las butacas. Quesada se quedó de pie. Hilario ocupó un extremo del sofá, el más próximo a la mujer.
Volvió a hablar con dulzura, casi como si tratara de hipnotizarla.
—Señora, ¿le suena el nombre de Gonzalo Roméu?
—No —dijo rápidamente.
Demasiado rápidamente.
La crispación fue superior a su mentira.
—¿Y el de Juan Carlos Roméu?
—No, tampoco.
—¿No quiere saber por qué le pregunto esto?
Se encogió de hombros. Sus manos eran dos nervios que se movían sin parar, como si jugara con algo invisible entre los dedos. Por contra, ahora tenía las mandíbulas apretadas, con algo más que fiera determinación.
Dirigió una rápida mirada de ida y vuelta a las fotos de sus hijos.
Buscando valor.
—Anteanoche asesinaron al señor Gonzalo Roméu.
—Ya le he dicho que no le conozco —tragó saliva.
—El asesino dejó una nota escrita a mano en la que se leía; Por Simón. Y la terminaba con una cruz.
—Hay… muchos Simones, ¿no?
—No lo crea.
Hilario esperó, pero Encarnación Segrelles permaneció rígida, sin apartar ahora los ojos de él.
—Esta mañana han asesinado al hijo del señor Roméu, Juan Carlos. Y han dejado la misma nota.
Volvió a tragar saliva y le tembló el labio inferior. Fue un espasmo. Las manos se quedaron quietas de golpe. Por momentos parecía desmoronarse, y por momentos se recuperaba y quedaba petrificada.
—Usted sabe de qué le hablo, ¿verdad? —deslizó la pregunta Hilario casi con cariño.
—No, no lo sé —negó ella.
—Yo diría que sí.
—Por favor… Simón está muerto, y eso pasó hace… hace muchos años… Por favor…
—Señora Segrelles, alguien está vengando a su marido.
—¿Qué? —abrió la boca.
—Queremos saber por qué.
—Pero es… absurdo —negó ella.
—La mujer a la que asesinó su marido trabajaba en el bufete de abogados del señor Juan Carlos Roméu.
—¡No sé de qué me está hablando! —pareció a punto de perder los nervios—. ¡Simón pagó por lo que hizo! ¿No tienen bastante con eso? ¡Han pasado trece años, por Dios!
—¿No sabe por qué alguien querría matar a los dos señores Roméu?
—¿Yo? ¡No!
—¿Tiene familia? —siguió preguntando Hilario, aunque sin parecer que la acosara.
—Mis hijos y mis padres.
—¿Conoce a alguien alto, fornido…?
—No, no señor —hundió la cara entre las manos.
—¿Qué edad tienen sus hijos?
—¡Ellos no han hecho nada! —gritó como una gata herida, con fuego en los ojos.
—Solo le he pedido su edad.
—Veinte, diecisiete, dieciséis y catorce —respondió.
—¿Dónde están?
—La mayor en la universidad, los otros tres en la escuela.
Hilario miró las fotos. El mayor de los tres hijos era el de diecisiete años, y era de todo menos alto y fuerte. Los otros dos no le iban a la zaga. Parecían tres palillos.
La nueva pregunta de Hilario sonó igual de dulce, pero estaba cargada de dinamita.
—Señora Segrelles, ¿por qué nos está mintiendo?
La expresión fue de verdadero espanto.
—¡Yo no les miento! —dilató las pupilas—. ¡Se lo juro! Si están buscando a un asesino, ¿cree que lo encontrarán aquí? ¡No sé quién ha podido matar a esos hombres, ni por qué! ¡Váyanse, por favor! ¡No tienen ni idea de por lo que pasamos entonces! ¡Ni idea! ¿No pueden tener un poco de piedad?
—De acuerdo —se levantó Hilario.
Ernesto Quesada le miró incrédulo.
Fue a decir algo pero se encontró con los ojos de su superior.
Cerró la boca.
Encarnación Segrelles pareció aliviada. Respiraba con fatiga después de su arenga final. Ella no se puso en pie. No podía.
—Le dejo mi tarjeta —dijo Hilario depositándola en el respaldo de la butaca—. Si tiene algo que decirnos, no espere a que lo descubramos nosotros.
—No tengo nada… que decirles —musitó catatónica.
—No se levante. Sabemos cómo llegar a la puerta —se despidió Hilario.
Cruzaron el piso, dejaron la huella invisible de su paso a través del pasillo hasta el recibidor, y salieron al rellano. Nada más cerrar la puerta, Quesada se volvió hacia él.
—¿Por qué no la hemos detenido? Es obvio que sabe algo.
—Miente, sí, pero ni ella ni sus hijos encajan en la descripción del asesino, y lo que calla sucedió hace trece años.
—¡Vamos, señor! —le pareció un flojo argumento—. Ni siquiera le ha preguntado en qué trabaja o cómo pudo pagar este piso o la universidad y la escuela de sus hijos. ¡Oculta algo!
—Quiero averiguar algo más —insistió Hilario—. Ella no se moverá de aquí. Podemos volver. Ya sabe que me gusta seguir mi ritmo.
—Yo la habría llevado a comisaría.
—Es lo más sencillo, pero le doy la razón a la panadera de su antiguo barrio: esa mujer sufrió lo indecible. Y sí, creo que sabe lo qué pasó, la extraña historia del romance de su marido y la pasante, pero… —hizo un gesto de desagrado—. Se lo repito: necesito saber algo más. De momento aquí abajo.
—La portera.
—Claro. Cuando nos ha abierto la puerta, esa mujer ya estaba hecha polvo.
Bajaron el tramo de escalera. La portera seguía en su sitio, sentada en un taburete junto al ascensor y al lado de su cubículo. Se los quedó mirando y se levantó al ver que se dirigían a ella en lugar de salir a la calle.
—Señora —esta vez sí le mostró la credencial—. ¿Ha venido alguien a ver a la señora Segrelles esta mañana?
—Sí, un hombre —se envaró—. Se ha marchado no mucho antes que ustedes.
—¿Puede describirle?
—Pues… bajo, un poco redondo, calvo, con un bigotito delgado…
—¿Ha estado mucho rato arriba?
—Menos de diez minutos diría yo.
—¿Trabaja la señora Segrelles?
—No.
—¿Tiene novio, alguien…?
—No que yo sepa —se envaró aún más—. Oigan, que yo no me meto en la vida de los vecinos, faltaría más.
—¿Sabe de qué vive?
—Les digo lo mismo. ¿Cómo voy a saber eso? ¡Allá cada cual con sus cosas!
—¿El piso es de propiedad?
—Aquí todos son inquilinos. La administración la lleva una empresa.
—¿Nombre?
—Moreno Sanchidrián S. L.
—Disculpe las molestias —se inclinó respetuosamente Hilario—. Créame que nos ha sido de mucha ayuda. Necesitamos a personas como usted para que las cosas funcionen y la vida sea lo que todos deseamos.
La palabrería la convenció.
Sacó pecho.
—No hay de qué, señor. A su servicio.
Salieron a la calle, cruzaron la calzada y entraron en el coche. No levantaron la vista para ver si Encarnación Segrelles los observaba desde una ventana. Se ahorraron el gesto. Nada más ocupar sus sitios, Quesada al volante y él de copiloto, la pregunta del subinspector fue rápida, casi ansiosa.
—¿Vamos a por Galobart ya?
—De momento, no. Algo me dice que hoy no volverá por su despacho, y si me apura, ni por su casa, aunque desde luego tendremos que regresar en un momento u otro a probar suerte —evaluó la situación—. ¿Sabe quién vivía cerca y podríamos pasar a hacer unas preguntas?
—¿Quién?
—Eliana Roca, la asesinada. Lo he visto en el expediente del caso.
—Vivía sola, no tenía a nadie. ¿Quién nos podrá decir algo después de trece años?
—Con suerte, una bendita portera, como aquí. O, si no, una maravillosa vecina, o una panadera, o vaya usted a saber. La gente deja huella a su paso por la vida, y puede que alguien hermoso y joven como ella haya dejado incluso más a causa de lo horrendo de su muerte.
—De acuerdo —Quesada puso el coche en marcha—. ¿Dónde es?