23
La calle Urgel, entre Diputación y la avenida de José Antonio Primo de Rivera, se había convertido en un hervidero.
Coches de policía, normales y camuflados, dos ambulancias, incluso una tanqueta del cuerpo de bomberos, se disputaban el espacio en torno a la entrada de la casa de Juan Carlos Roméu. Algunos incluso subidos sobre la acera. Apenas si quedaban dos carriles para el tráfico, que se ralentizaba igual cuando los conductores pisaban el freno para intentar ver qué sucedía. Los de la urbana daban una sinfonía de silbato tratando de que nadie se detuviera. A los curiosos de la calle, nadie lograba disolverlos.
Hilario y su compañero seguían en el aparcamiento, cerca del coche del muerto, viendo cómo el habitual enjambre de expertos lo examinaba todo en busca de huellas, restos, lo que fuera que sirviera posteriormente para la investigación.
Ellos dos ya lo habían examinado, mientras esperaban a los demás tras dar el aviso. Ahora era el turno de la policía científica. Siempre el mismo ritual.
Con la diferencia de que, esta vez, el cadáver lo habían encontrado ellos, no llegaban los últimos.
—Estábamos aquí —suspiró un triste Quesada.
—No se haga mala sangre, ¿quiere?
—Tan cerca…
—¿Cómo imaginar esto, por Dios? A plena luz del día, y con la familia arriba…
—¿Cuánto debía llevar oculto aquí abajo?
La pregunta se la había hecho a sí mismo, pero Hilario se la respondió.
—Más de lo que imaginamos, se lo aseguro. Ese hombre… —chasqueó la lengua—. O está loco o se ha arriesgado de una forma increíble.
—Después de dos asesinatos no lo llamaría loco. Los ha planeado bien.
—El de Gonzalo Roméu, sí —reflexionó Hilario—. Este… Es como si tuviera prisa por terminar el trabajo, aprovechando la confusión del momento, como si pensara que luego lo tendría más complicado.
—Pero no es así. Más fácil esperar unos días.
—Entonces tenía prisa, está claro. Quizá temiera que Roméu se escapara.
—Sabía quién era Simón —masculló Quesada.
—Así es —asintió Hilario—. Por eso el asesino temió no poder completar su obra.
—¿Y el resto? —señaló hacia arriba.
—El único que ha reaccionado por lo de Simón ha sido él —señaló al muerto—. Esta mañana todos han dicho que no sabían nada de ningún Simón, y parecían decir la verdad.
—Faltaba la señora Roméu.
—Sí —reconoció Hilario.
El jefe de los de la policía científica se acercó a ellos.
No les dijo nada que no supieran ya, pero era su trabajo informarlos, y el suyo escucharle.
—Mismo ritual: golpe en la cabeza, sujeción del cuello mediante una cinta o algo duro, y desnucamiento tirando de la sujeción con una mano y empujando el cráneo hacia adelante con la otra.
—¿Diría que estaba escondido dentro del coche?
—No. Ahí hay unos trasteros —indicó unas pequeñas puertas, una de ellas abierta—. Me juego el sueldo de un mes a que se metió en el edificio vaya a saber cómo, se ocultó ahí y esperó a que su víctima apareciera. Una vez el señor Roméu abrió la puerta del coche, él lo asaltó, lo sentó en el puesto del conductor, se colocó detrás y actuó. Ni siquiera sé cómo se arriesgó a tanto, pero lo hizo, aunque no parece que en este parking haya mucho movimiento, y menos a esta hora. Parece una casa de gente rica. No hay más que ver los vehículos —abarcó la media docena de coches de todas las marcas y tamaños con la mirada.
—¿La nota?
—Misma letra, misma libreta, mismos rasgos… Todo igual. Incluso la chincheta.
—Gracias —dijo Hilario.
Dejaron el aparcamiento. Subieron la escalerita y llegaron al vestíbulo. Al conserje acababan de atenderlo un par de enfermeras. Había tenido un ataque de ansiedad. Estaba sentado en su silla, medio caído, sin fuerzas, apoyado en el mostrador que le servía de puesto de mando.
Los miró irritado al verlos aparecer.
Como si la culpa fuese de ellos.
—Hemos de hablar con usted —fue directo Hilario.
—Sí, señor —asintió con la cabeza—. Lo entiendo.
—¿Cómo cree que pudo alguien acceder al garaje y esconderse?
El tono era duro.
El conserje se vino abajo.
—No lo sé, señor… No lo sé —gimió bordeando de nuevo su ataque de ansiedad—. A veces entran y salen coches, y aunque se les dice a los inquilinos que se aseguren de que la puerta se cierra tras ellos antes de seguir, nunca hacen caso. La puerta tampoco es muy práctica, cuesta un poco de mover. Una vez ya se coló un ladrón. Yo… yo desde aquí no lo veo todo, y si estoy en otra parte haciendo algo… —los miró con un destello de luz en los ojos—. Probablemente ese hombre se escondiera ya anoche, vaya usted a saber. Yo me voy a las nueve.
—Gracias —le dio la espalda Hilario.
Su irritación aumentó cuando vio aparecer por la puerta de la calle al mismísimo Pablo García.
El comisario, allí.
Prueba de que se trataba de un caso grande, muy grande.
Ya con dos asesinatos.
—¿Soler? ¿Quesada? —se plantó ante ellos.
—Buenos días, señor.
—¿Está de guasa? ¿Qué tienen de buenos? Me dicen que estaban aquí cuando se ha producido el asesinato.
—Sí.
—¿Y?
—Vigilábamos la casa y esperábamos a que saliera el muerto. Teníamos una pista con él.
—¿Qué pista?
—Conocía al tal Simón.
—Mierda… —masculló García—. ¿Es el mismo hombre?
—Sí, el mismo que vieron merodeando por la calle de Gonzalo Roméu la noche que lo mataron. Alto, fornido, abrigo y sombrero pese al buen tiempo…
—Y ágil, muy ágil —dijo Ernesto Quesada.
El comisario trasladó su irritación a él.
—¿Cómo ha podido escapársele, por Dios?
—Casi nos atropella un coche. El bocinazo lo ha alertado y ha ganado los metros justos. Ha tenido mucha suerte, se lo aseguro. Un simple segundo…
—Maldita sea… —barboteó de nuevo—. No le habrá visto la cara, claro.
—No.
—¡Díganme que tienen alguna pista! —bajó la voz para no gritar.
—Juan Carlos Roméu ha hecho una llamada desde una cabina, gritando y gesticulando. Eso ha sido después de irnos nosotros tras hablar con la familia. Estoy esperando que me digan el número. Esa persona sí ha de saber algo.
—¿Alguna idea, sospecha…?
—No, comisario.
Pablo García movió la cabeza de lado a lado.
—¡Dos muertos! —exclamó—. ¡Padre e hijo! ¿Saben lo que es esto y la dimensión que va a tener?
—Lo imaginamos —dijo Hilario.
—Soler… —le apuntó con el dedo índice de la mano derecha mientras lo hacía oscilar.
—Lo sé, comisario —no esperó él—. Tranquilo.
Fue como si la palabra le hiciera gracia.
Sonrió incrédulo.
Pero cuando abrió la boca para decir algo, alguien lo llamó.
—¡Comisario!
Tuvo que olvidarse de ellos.
—¡Voy!
Se quedaron solos, aunque no por demasiado tiempo. Lo que menos podían esperar era ver a Sonia Roméu bajando la señorial escalera con los brazos cruzados sobre el pecho, rostro blanco, inexpresivo. Se detuvo tres escalones antes de pisar el vestíbulo y fue como si, desde allí arriba, mirara la escena igual que presidiendo una tribuna.
Sus ojos y los de Hilario se encontraron.
Él fue hacia ella, seguido por Ernesto Quesada.
—Lo siento —fue lo primero que le dijo sin subir ninguno de aquellos tres peldaños.
Sonia Roméu lo miró desde arriba.
Había perdido a su padre y a su hermano en menos de dos días.
Pero su sangre fría heló la de las venas de Hilario.
—¿Estoy en peligro? —preguntó.
—No lo creo.
—¿Solo lo cree?
—Le pondremos vigilancia policial de todas formas, descuide.
Continuó seria.
Como si todavía no hubiera reaccionado ante ese segundo crimen.
—Volveré a preguntárselo por última vez, porque es la clave de todo —dijo él—. ¿Conocía al tal Simón?
—No.
—Su hermano, sí. Y por eso lo han matado.
—¿Qué está diciendo?
—Cuando hemos hablado antes, sus ojos lo han traicionado. Al irnos ha bajado para llamar por teléfono desde la cabina que hay más arriba, en Diputación.
—¿Mi hermano…?
—Sí, y sea quien sea con quien haya hablado, lo ha hecho alterado, gritando y muy asustado.
—Eso es absurdo —dijo sin apenas energía.
Hilario no le respondió.
—¿Sabe a quién ha podido llamar, señora? —preguntó Quesada.
—Por supuesto que no.
—No nos mienta, por favor —la previno Hilario.
Logró enfurecerla.
Ojos brillantes.
Cargados de ira.
—¡Señor inspector, no tengo por qué mentirle, y menos con mi padre y mi hermano muertos!
—No quería molestarla —se excusó.
—¡Pues lo ha hecho, y solo porque entiendo que estamos del mismo lado y usted está buscando al culpable de todo eso, lo pasaré por alto! ¡Pero mida sus palabras desde ahora! ¿Lo ha entendido?
Hilario asintió con la cabeza.
Solo eso.
Luego Sonia Roméu dio media vuelta y subió las escaleras, de vuelta al piso de su hermano.
—Gata —susurró Quesada.
—Está furiosa por fuera, pero rota por dentro. Esa mujer se lo guarda todo —repuso Hilario.
—¿Una pose?
—No. Creo que trata de ocupar su puesto en un mundo de hombres. Antes tenía la coraza del padre, pero ahora está sola. Es ambiciosa, pero no estúpida. Posiblemente defienda su legado a cara de perro. Y mientras no averigüemos quién ha hecho los dos crímenes, será una bomba de relojería latente.
—Sabía que su padre tenía una amante y lo respetaba.
—Sus argumentos para hacerlo son sólidos. Le quería, y para ella lo importante era su felicidad. Con la madre fuera de este mundo y la cabeza en Dios y la religión…
Un agente se detuvo ante ellos. Los saludó con disciplina y esperó a que Hilario le dirigiera la mirada.
—¿Sí?
—Inspector, lo han llamado de comisaría y al no responder la radio del coche…
—¿Cuál es el mensaje?
—Ha pedido que identificaran un número de teléfono.
—Así es —se le disparó de nuevo la atención.
—El número está a nombre de Arturo Galobart Miera. Ya han buscado la dirección y vive o tiene su despacho en la calle Caspe 149, cerca de Marina. Es un abogado.
Juan Carlos Roméu, abogado, llamaba a otro abogado.
A gritos y nervioso.
Antes de morir.
—Gracias.
El agente dio media vuelta.
Hilario miró la escalera. Se mordió el labio inferior pero tomó la decisión.
—Vamos —le dijo a su compañero.
—¿Va a volver a verla?
—Es necesario.
Subieron el tramo. La puerta del piso estaba abierta. Por algún lado se escuchaba un llanto histérico, probablemente de la viuda de Juan Carlos. No quisieron ir hacia esa parte del piso y esperaron. Casi un minuto después pasó una atribulada criada que corría en pos de algo. Hilario la detuvo.
—¿Podría avisar a la señora Sonia, por favor?
—¿Ahora? —le bailaron los ojos casi despavoridos.
—Sí, ahora.
La mujer dio media vuelta.
Otro minuto.
Sonia Roméu apareció ante ellos con la misma dignidad. Había llorado ante el asesinato de su padre, y se esforzaba por no hacerlo de nuevo. Quizá ser la oveja negra de la familia, como lo era el hermano, marcaba una mayor distancia. Tal vez, incluso, no se llevaran bien. Juan Carlos Roméu no había querido seguir los pasos empresariales de padre e hija. O no había podido.
—Perdone que vuelva a molestar —se adelantó Hilario.
—Supongo que será algo importante.
Era una perfecta estatua.
Tal vez de sal.
—¿Le suena el nombre de Arturo Galobart?
—Sí, claro. Es un abogado amigo de mi padre. Le llevaba algunos asuntos, aunque de eso hace años.
—¿Muchos años?
—No estoy segura. Siete u ocho, puede que más.
—¿Qué clase de asuntos, personales o de la empresa?
—Más bien privados. No le veo ni sé de él desde entonces.
—¿Sabe por qué no siguió trabajando para su padre?
—Hubo algunos problemas, algo turbio, un falso contrato… No lo recuerdo bien. Mi padre también dejó de verlo. O al menos eso creía. ¿Por qué aparece ahora su nombre?
—Porque es la persona a la que ha llamado su hermano desde la cabina telefónica.
Sonia Roméu, finalmente, se vino abajo.
Primero se llevó una mano a la frente, quizá tratando de evitar la punzada de dolor que su cerebro empezaba a enviarle por todo el cuerpo. Después apretó el puño justo al límite de romper a llorar.
Hilario esperó.
—Dios… No entiendo nada… —suspiró ella.
—Nadie es tan fuerte como para superar esto, ¿de acuerdo?
Sonia le miró.
Asintió con la cabeza.
—Gracias —fue lo único que logró decir antes de dar media vuelta.