14
Eran las cinco y veinte. Lo probaron. La portera les dijo que «la señorita Renata» ya estaba en casa. De hecho, acababa de llegar. La mujer habló de una manera más que solemne.
Hilario no le preguntó si había mantenido la boca cerrada. Bastaría con ver a la inquilina.
Renata Majó les abrió la puerta en bata. Una bata roja de satén tan corta que apenas si le alcanzaba las rodillas mientras que por arriba el escote formaba una pronunciada «V». Tenía unas bonitas piernas, unas bonitas manos y unos bonitos pies calzados con zapatos de tacón. En realidad, toda ella era bonita, o más aún: preciosa. Veintisiete o veintiocho años, cabello negro perfectamente peinado, labios carnosos pintados tan de rojo como la bata, mejillas redondas, nariz recta, barbilla puntiaguda y ojos profundos acentuados por el maquillaje. Su mano derecha sostenía un cigarrillo recién prendido.
Y ni siquiera el olor a tabaco conseguía borrar el excitante perfume.
Gonzalo Roméu debía de tener llave, y, además, era demasiado temprano para él.
Se los quedó mirando con escepticismo.
—¿Señorita Majó? —Hilario le enseñó la credencial—. Inspector Soler y subinspector Quesada. ¿Podemos pasar?
Tardó en reaccionar. Sus ojos pasaron de la placa a ellos y de nuevo a la placa mientras su dueño se la guardaba en el bolsillo. El desconcierto por fin se abrió paso en ella.
—¿Policía? —se puso pálida—. ¿Para qué…?
—Hemos de hacerle unas preguntas.
—¿A mí?
La cara de Hilario se lo dijo todo.
Ya no fue necesario más. Se apartó de la puerta y les franqueó el paso. A pesar de ello, al cerrarla, insistió.
—¿Seguro que quieren hablar conmigo? ¿No se habrán confundido? En esta misma escalera vive un señor que se llama Casamajor…
—Solo serán unos minutos —Hilario empleó su tono más dúctil.
—Es que estoy esperando a una persona y no sé…
Se adentraron en el piso y no tuvo más remedio que seguirlos. Los tacones de sus zapatos repiquetearon levemente en el suelo. Caminaba con pasos breves, como las modelos de lencería. Al pasar por delante de la habitación principal, vieron una enorme cama de matrimonio con sábanas de seda y una lamparita que apenas si diseminaba una tenue luz rojiza por toda iluminación. Cuando se detuvieron en la sala, apagó el cigarrillo en un cenicero limpio como una patena.
Hilario pasó una mirada rápida por el lugar.
Muebles caros, un televisor caro, un aparador con un tocadiscos igualmente caro, ningún libro y un portarretratos con una fotografía de Gonzalo Roméu.
Sonriente y seguro de sí mismo.
Hilario pasó de sentarse.
—¿El piso es del señor Roméu o está a su nombre? —fue la primera pregunta.
Renata Majó, ahora, se puso roja.
—¿Cómo dice?
—Responda —la conminó él.
—Es… suyo… Del señor Roméu —balbució sin apenas voz y muy asustada.
—¿Y lo de Santacana?
Ella tragó saliva. Miró a Quesada.
Se sintió aún más pequeña.
—Es… por los vecinos —gimió—. Oiga, me están asustando…
—Anoche el señor Roméu salió de aquí muy enfadado.
Los enormes ojos de Renata Majó se perdieron en un océano de miedos. Las rodillas se le doblaron, pero mantuvo el equilibrio. Ya no era una mujer guapa, sino una niña asustada.
Muy asustada.
—¿Se pelearon? —siguió acosándola Hilario.
—Solo… discutimos —tuvo que apoyarse en la mesa—. Por favor… —por sus ojos asomaron las primeras dos lágrimas—. ¿Me ha… denunciado?
—No. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Creía que… —se recuperó un poco.
—¿Qué es lo que creía?
—Estaba… asustada.
—Responda. ¿Por qué pensaba que iba a denunciarla?
—Me dejó un collar… y lo perdí —exhaló.
—¿Valioso?
—Sí —se vino abajo y a las dos primeras lágrimas siguieron otras, convirtiéndola de pronto en una muñeca desvalida.
Hilario intentó disimular su desconcierto.
—¿Se disgustó por eso el señor Roméu?
—Sí, claro.
—¿Nada más?
—¿Qué más… podía haber? —levantó los ojos—. ¿Por qué me están haciendo esas preguntas si no se trata del collar?
—Gustavo Roméu viene cada día aquí.
—Depende —tomó aire para asegurar la voz—. Hay semanas que sí, y otras solo dos o tres veces, según el trabajo. Si no ha de venir… me avisa antes —reapareció el miedo igual que un alud inesperado—. Yo… yo no hago nada malo, señor.
—¿Sabe que está casado?
—¿Les manda su mujer? —tembló.
—Diga, ¿lo sabe?
—Sí, lo sé, pero ella hace años que no…
—¿Le quiere?
Debió de parecerle una pregunta absurda. Sus ojos se empequeñecieron inmersos en un mar de incertidumbres.
—Sí —musitó.
—¿Le haría daño?
—¡No! —gritó—. ¿Por qué iba a hacérselo? ¡Es la persona que mejor se ha portado conmigo en la vida, por Dios! —finalmente perdió toda compostura. Su pecho subía y bajaba vertiginosamente—. ¿Qué está pasando aquí? ¡Quieren hacer el favor de decírmelo! ¡Me están asustando mucho!
Hilario se lo soltó a bocajarro.
—Anoche, al llegar a su casa después de verla a usted, asesinaron al señor Roméu.
La noticia tardó en penetrar en su cabeza. Primero, abrió los ojos. Después, dejó de respirar. Poco a poco la asimiló. Cuando se llevó las manos a los labios ya estaba a punto de desmayarse. Ahogó un grito y fue el momento en el que Ernesto Quesada la sostuvo antes de que cayera al suelo. Él mismo la ayudó a mantenerse en pie y la condujo hasta la silla más cercana.
A Renata Majó no le importó que el escote se le abriera más allá de lo razonable.
—¿Quiere un vaso de agua? —le preguntó el subinspector.
Ella asintió con la cabeza.
Sus ojos se habían perdido en alguna parte.
Hilario esperó a que su compañero regresara de la cocina con el vaso de agua. Quesada tuvo que ayudarla a beber, porque era incapaz de sostenerlo. La amante de Gonzalo Roméu estaba colapsada.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el subinspector.
Movió la cabeza de lado a lado.
Hilario siguió esperando.
Hasta que cogió otra silla y se sentó delante de ella.
Intentó no sentir lástima.
—Señorita Majó.
Todo su mundo, su seguridad, se acababa de venir abajo.
Amara o no a su amante.
—Señorita Majó, lo siento, pero he de hacerle unas preguntas.
—¿Por qué? —musitó con un hilo de voz.
—Usted y el taxista que llevó al señor Roméu a casa fueron las últimas personas que le vieron con vida.
—¿Y qué? —subió y bajó los hombros—. ¿Qué quieren… que les diga yo?
—Debía contarle cosas, de su trabajo, de sí mismo…
—No, nunca lo hacía. Decía que dejaba todo eso en la puerta —se estremeció al pensar en algo—. ¿Cómo han sabido que él y yo…?
—Eso es cosa nuestra.
—Pero… no puede ser, era un secreto. Solo nos veíamos aquí. Nadie lo sabía —un segundo estremecimiento la hizo preguntar—: ¿Es que su esposa…?
—No.
Curiosamente, eso la tranquilizó un poco.
Solo un poco.
Acabó dejándose llevar por el dolor y hundió el rostro entre las manos, aunque esta vez no fue para llorar.
Quizá fuera… ¿vergüenza?
—Dios… Dios… Dios… —gimió.
Se estremeció por tercera vez y, al bajar las manos, por su semblante apareció algo más.
Pánico.
El miedo era una sombra esquiva. El pánico una realidad tangible.
Renata Majó acababa de chocar con lo inesperado.
—¿Quiere decirnos algo más? —preguntó Hilario.
—No. ¿Qué quieren que les diga? Ustedes no entienden…
—¿Qué es lo que no entendemos?
—Esto —abarcó la sala, el piso, con las manos—. Parece lo que…
—No nos metemos en la vida privada de los demás, señorita. Salvo que esto afecte a nuestra investigación. Lo que hubiera entre el señor Roméu y usted, o lo que hicieran aquí, es cosa suya.
—¿No pensarán que tuve que ver…?
—No —la calmó—. Lo hizo alguien fuerte. Un hombre.
—¿Cómo lo sabe?
—Le rompieron el cuello.
Renata Majó cerró los ojos.
Hilario continuó observando su pánico.
Estaba quieta, pero el vértigo interior parecía desarbolarla.
—Dice que dejaba en la puerta todo, que esto era su isla.
—Sí.
—Pero quizá pudo haberle dicho algo, si estaba preocupado, si había recibido amenazas…
—No, nunca lo hizo, y tampoco estos últimos días. Al contrario, parecía más feliz que nunca. Estaba relajado, reía, bromeaba. Como mucho a veces se refería a su hija, su ojito derecho.
—¿Y su hijo?
—Hablaba menos de él. Entiéndame… le quería, pero no se sentía muy orgulloso de él. Una vez le llamó calzonazos. Dijo que le faltaba carácter. Bueno, cosas así. No eran más que comentarios.
—¿Le suena el nombre de Simón?
—No.
—¿Seguro?
—Sí, seguro. ¿Por qué?
Hilario no le respondió.
Hora de irse.
Se levantó de la silla, sacó una tarjeta de su bolsillo y la dejó en la mesa. Renata parecía un poco más calmada.
Únicamente un poco.
—Llámeme si recuerda algo.
—Sí, señor.
—¿Tiene familia?
—En Mataró, sí. Mis padres y mi hermana pequeña.
—Sentimos haberle dado la noticia —se despidió Hilario—. No hace falta que se levante.
—Buenas tardes —dijo Ernesto Quesada.
Se alejaron por el pasillo, hasta la puerta, dejando un enorme silencio tras de sí.