7
Conducía Hilario, pero sin sirena. La primera pregunta la hizo Ernesto Quesada antes de llegar al primer semáforo.
—¿Qué opina?
—Pues que es un marrón, desde luego —se lo certificó su superior.
—¿Peor que el del general Aramburu o el de la monja?
—Diferente —argumentó él—. No hay implicaciones políticas ni religiosas, pero sí sociales. Esta gente se relaciona con personas de altos vuelos, así que aquí puede haber de todo.
—¿Le parece poco político que ese hombre tenga fotos con el alcalde o con el mismísimo Franco?
—Por lo que veo, tenemos dos vertientes a considerar: la personal y la laboral. En la personal, Gonzalo Roméu era discreto y ni su secretaria sabía lo que hacía fuera del despacho. En la laboral, puede que estemos ante una lucha de poder. Y ojalá me equivoque, porque eso llevaría el caso a esferas complicadas.
—¿Lo dice por ese proyecto de urbanización?
—Sí, por ejemplo. Que Roméu y Prats se pelearan hasta el punto de que el segundo estuviera decidido a dejar la empresa es muy revelador. ¿Conoce esa zona?
—No mucho.
—Barcelona va a crecer hacia la Diagonal, más allá de la plaza Calvo Sotelo. Son decenas, centenares de solares todavía convertidos en campos o con viejos edificios que acabarán demolidos para que aquello se convierta en el nuevo centro de la ciudad. Hablamos de millones, y, desde luego, de casas lujosas, nada de viviendas sociales baratas. Casas para los nuevos ricos y los que han especulado desde el fin de la guerra —hizo una pausa—. Si Roméu llamó pusilánime a Prats era por algo más que por una diferencia de criterio. Pusilánime equivale aquí a miedoso, o a cauto, o incluso a decente. Cualquier constructora mataría por llevarse esos proyectos a casa. Si se trata de esto, hay mucho dinero de por medio, y los candidatos a matar a Roméu van a aumentar, como las setas en otoño.
—O sea que mejor rezar para que sea algo personal, no laboral.
—¿Usted reza?
—No, pero si hay que hacerlo, lo hago.
—Empiece ya. Va a ser una investigación difícil.
—De momento tendré que explicarle a mi mujer por qué llevo un pañuelo mojado con olor a perfume femenino y algo de rímel —bromeó Quesada.
—No se preocupe: testificaré a su favor.
—Con la barriga que se le ha puesto está de un sensible…
—Lo imagino.
—Que si está fea, que si el pecho le ha crecido como dos cántaros, que si jamás volverá a tener cintura, que si las piernas hinchadas… ¡Y eso que el embarazo va como una seda!
—Con el primero se recuperan. Con el segundo ya no. O les cuesta más. La mía lo consiguió relativamente bien.
—¡Pues sí que me ayuda!
—Usted mímela. Solo eso. Y después del parto prepárese.
—¿Por qué? —le miró aterrado.
—Como le dé por deprimirse… Y encima no podrá tocarla en cuarenta días.
Ernesto Quesada fingió que sudaba.
Hilario le lanzó una malévola mirada.
—¡Cualquiera diría que vamos de paseo! —acabó riendo el subinspector—. ¡Tenemos un crimen y hasta parece relajado!
Él se encogió de hombros.
—Lo estoy —manifestó—. Las prisas nunca son buenas en una investigación. Y en este sentido, García me conoce. Voy a mi ritmo. Cuanto peor se ponen las cosas, más calma y más distancia hay que tomar. Esto no es una película que dura hora y media y todo ha de resolverse en este tiempo —bajó un poco más la ventanilla al detenerse en otro semáforo—. Léame la lista de la familia que le han dado antes, para irla memorizando —le pidió a su compañero.
Ernesto Quesada sacó el papel del bolsillo.
Hilario se concentró.
—Esposa, Camila Fontrodona. Hijo mayor, Juan Carlos Roméu Fontrodona. Hija, Sonia Roméu Fontrodona. El hijo está casado con Beatriz Alemany. La hija con Roberto Crespo. Juan Carlos Roméu tiene tres hijos de su matrimonio y Sonia dos del suyo.
—¿Los hijos son mayores?
—No, todos pequeños.
Transcurrieron unos segundos.
—Alemany —dijo Hilario.
—¿Le suena?
—Como sean los del cava… Tendremos otra familia poderosa de por medio.
—¿Cree que ese hombre con abrigo y sombrero que merodeaba anoche por la calle pudo ser el asesino? —preguntó Quesada.
—Tal vez.
—No parece un candidato muy prometedor. Por lo menos si hablamos de altas esferas y todo eso. ¿Un asesino a sueldo?
—Esos son más elegantes y, desde luego, invisibles. De todas formas hablar de «asesinos a sueldo» en este país… suena a ciencia ficción.
—Ya —asintió el subinspector.
—Hay que esperar a la autopsia y ver qué más descubrimos de la familia, datos financieros de la empresa, del marido de Sonia y la esposa de Juan Carlos… Ya sabe la teoría.
—Que en la mayoría de casos el responsable procede del entorno familiar.
—Exacto.
—El asesino tenía que estar espiando al señor Roméu, saber que ayer noche estaba solo. Eso implica conocer los movimientos de su entorno.
—Si no es así puede que, según cómo, también se hubiera cepillado a la esposa.
—Cepillado —bufó Quesada.
Hilario no dijo nada.
Estaban llegando a Pedralbes.
—¿Sabe una cosa? —volvió a hablar el subinspector—. Cuando estudiaba soñaba con llegar a donde estoy y que me dieran los casos más difíciles, como este.
—Idealista.
—Ya ve.
—¿Y ahora?
—A veces querría menos presión.
Hilario asintió con la cabeza.
—¿Se da cuenta de que, de todas formas, cualquier teoría que tengamos choca con lo escrito en esa nota?
—¿Puede ser un despiste, algo que ha hecho el asesino para confundirnos?
—No lo creo.
—Entonces esto va de venganza.
—Y si es así…
—Volvemos a lo personal.
—Simón no es un nombre común y corriente —dijo Hilario—. Si lo encontramos…
—Una vez me dijo que en España nadie se hace rico con solo su trabajo —comentó Quesada.
—Por lo general, así es. Siempre hay algo más. Y hablamos de ricos muy ricos. Millonarios. En estos tiempos, y después de una guerra, siempre implica algo más. Los caminos de los poderosos suelen estar sembrados de cadáveres, propios o ajenos.
—¿Puedo preguntarle qué le dice su instinto o todavía es prematuro?
—Todavía es prematuro.
Ernesto Quesada iba a decir algo. Lo evitó la irrupción de la radio del coche entre ellos.
—¿Inspector Soler? —Hilario reconoció la voz—. Inspector Soler, ¿me recibe?
Hilario intercambió una rápida mirada con su compañero.
—¿Sí? —alzó la voz mientras Quesada sostenía el micrófono.
—El comisario García quiere hablar con usted ahora mismo. ¿Le paso?
—No —le detuvo—. Dígale que estoy interrogando a alguien.
—Pero…
—Dígaselo.
—De acuerdo, inspector.
Ernesto Quesada vaciló.
—Corte —le pidió Hilario.
Rodaban ya por las calles de Pedralbes, con sus casas lujosas, ajardinadas, los altos muros protectores, las paredes solemnes, las piscinas y los mil y un detalles del lujo de los poderosos.
La residencia de Palmiro Prats no era de las más grandes, pero tampoco de las más pequeñas.