18

Llegó a casa sin «ver las cosas en perspectiva».

Tan a oscuras como lo había estado todo el día.

Simón.

¿Simón qué?

No solo era el nombre, sin un maldito apellido. También era la cruz.

¿El asesino era muy religioso?

Casi siempre desconectaba nada más abrir la puerta. Temió que, en esta ocasión, no fuera así y que metiera el asesinato de Gonzalo Roméu entre las paredes de su casa. Por «suerte» hubo dos factores que le devolvieron a la simple realidad cotidiana de su vida: la familia.

El primero que, al pasar por delante de la puerta de la habitación de Ignacio, escuchó a los Beatles por enésima vez, aunque menos alto que durante el día.

El segundo que, al pasar por delante de la puerta de la habitación de Montse, lo que escuchó fueron risas.

Ella y… ¿un chico?

Miró la hora.

¿Qué hacía un chico, casi a punto de cenar, en la habitación de su hija, con la puerta cerrada y riendo?

Bueno, al menos se reían.

O sea, se los oía.

Se quitó la chaqueta y el arnés con el arma reglamentaria en la habitación de matrimonio, la guardó para que no estuviera a la vista, y se dirigió a la cocina.

Roser estaba acabando de preparar la cena.

—Hola.

—Hola, cielo —su mujer ladeó la cabeza para recibir el beso sin dejar de hacer lo que estaba haciendo.

¿Qué sería de su vida conyugal sin ese beso de bienvenida?

—¿Quién está con Montse? —preguntó así como de pasada sin engañar a nadie.

—Un compañero de clase.

—¿Y?

—Nada. Han hecho algo juntos.

—¿Algo?

—Hilario…

—Espero que sean deberes.

—¿Y qué va a ser si no? Te recuerdo que están ya a un paso de los exámenes. Si quisieran hacer «algo más» no estarían aquí.

Algo más.

Sintió que le invadía un sudor frío.

¿Cuándo se habían convertido en adolescentes dejando atrás la infancia?

—Cuando eran pequeños sufríamos por eso mismo, porque eran pequeños. Creía que luego sería diferente. Y no.

—Somos padres. Sufriremos siempre. Aunque tengan cincuenta años.

—Ya, pero es que Montse tiene dieciséis años y las hormonas disparadas.

—Y tú una mente sucia y calenturienta, señor inspector de policía.

—Será eso —fue a picar una aceituna y se encontró con un cachete en la mano propinado por su mujer.

—¡Ni se te ocurra!

—¿Por qué?

—Deshaces el conjunto, ¿no lo ves?

—¿Por una aceituna?

—¡Sí, queda un hueco!

—¡Pues ponle otra!

—No. Y ten las manos quietas. ¿Te las has lavado?

—Sí —mintió.

—A saber lo que habrás tocado por ahí —refunfuñó Roser.

—Salvo un muerto y una rubia platino, nada —quiso hacerse el irónico sin conseguirlo.

—Desde luego… —le apuntó con la cuchara súbitamente—. Y haz el favor de no ponerte en plan padre cuando salga ese chico. ¡No lo asustes!

—¡Caray, ni que fuera un ogro!

—¡Pues simpático, lo que se dice simpático con los amigos de Montse, no eres! El pobrecillo tiene una pinta de buen chaval… Me ha dado la mano al llegar, me ha preguntado cómo estoy, ha dicho que tenemos un piso precioso… ¡Tan educado!

—¡Ese te hace la rosca para caer bien! —se dio cuenta de lo que acababa de decir y agregó—: Oye, ¿estamos hablando de Pepe?

—No, este se llama Ismael.

—¿Y qué ha sido de Pepe?

—¡Yo qué sé, Hilario!

—¡Tenemos una hija veleta!

—¡No seas tonto! ¡Son amigos!

No quiso seguir discutiendo con ella, y menos quedarse en la cocina viendo lo que estaba preparando sin poder coger ni siquiera una aceituna.

—Voy a decirle a Ignacio que pare la música.

—Cenamos en nada —le advirtió ella.

Hilario se dirigió a la habitación de su hijo. Estuvo a punto de plantarse delante de la de Montse y hacer lo mismo que había hecho con la puerta del piso de Pete tras seguir a Renata Majó: pegar la oreja a la madera. Se contuvo, no fuera que la abrieran de golpe y se le viera el plumero. Lo malo era que ahora no se reían. No se oía nada.

En la de Ignacio, sí.

Beatles, Beatles, Beatles.

Abrió sin llamar.

Su hijo estaba dando saltos en mitad del cuarto. Iba a cumplir los dieciocho y parecía un orangután enjaulado.

—Ignacio, para eso.

—¡Papá!

No supo si protestaba por la intromisión o por la orden.

—Son las nueve, ya sabes las normas.

—¡Menos cinco!

—Da igual. Habría que insonorizarte el cuarto.

—¿Puedo?

—No.

—Dictador.

—¿A quién has llamado tú qué? —se cruzó de brazos muy serio.

—Es broma.

—Pues no hagas bromas con eso, y cuidado con la palabrita —le advirtió—. ¿Quieres apagar de una vez? No oigo ni mis pensamientos.

Le obedeció. Quitó la aguja del disco y se hizo el silencio.

Casi una bendición.

—Déjame ver la portada del disco.

Ignacio se la pasó.

—Me gusta cómo cantan y tocan, pero… ¡Jesús, con estos pelos! —chasqueó la lengua Hilario—. Aquí sale uno con esa pinta a la calle y le encierran por la ley de vagos y maleantes.

—Pues se pondrá de moda, papá. Como todo lo que viene de fuera. De hecho ya lo es.

—¿De moda estos pelos, en España?

—Ya lo verás. Nadie puede impedir el progreso.

—Pues si el progreso es eso…

—Eres un antiguo.

—Y encima les van a llamar maricones y más.

—Resistiremos.

—Ignacio…

—Papá, que toda la vida hemos ido con el pelo corto y a veces dábamos pena. Yo aún recuerdo cuando me lo cortabais «a cepillo» —enfatizó la palabra—. Por Dios, qué vergüenza.

—¿No te gustaba?

—¡No! ¡Y os daba igual lo que yo dijera o pensara! Si ahora todos los jóvenes nos dejamos el pelo largo, ¿qué haréis? ¿Habrá una ley que obligue a cortarlo según los cánones o acabaremos en campos de trabajo?

Cada vez discutía más con él. Y cada vez sus argumentos eran más sólidos, o al menos valientes, cuando hablaba en serio. En el fondo no le disgustaba. Tenía miedo por él, pero no le disgustaba. Desde que le había sorprendido oyendo a la Pasionaria en la radio, sabía que allí, en su propia casa, existía una de tantas semillas de futuro.

El mismo que él esperaba.

Y que tanto tardaba en llegar.

Hilario acabó de entrar en la habitación, cerró la puerta y se sentó en la cama.

—Déjame oír ese disco, pero bajo, muy bajo.

—¿En serio? ¡Hombre!

Ignacio no se lo pensó dos veces. Puso la aguja en el microsurco, bajó el volumen al mínimo y se quedó de pie, observando a su padre.

Entró la batería, apareció la guitarra, estallaron las voces llenas de vitalidad y fresca alegría. Un ritmo contagioso y vital inundó la habitación.

Incluso él tarareó el estribillo.

I want to hold your hand…

—El mundo está cambiando, papá. Lo acaba de decir Dylan. Y los Beatles lo están poniendo patas arriba si es que aún lo dudas.

—Cada diez años aparece un cantante que adoran las masas o hay un cambio —hizo de abogado del diablo.

—No como este cambio. Somos la generación de la posguerra.

—¿La qué?

—La generación de la posguerra. La Mundial, claro —se lo repitió y lo precisó—. Está canción la están oyendo ahora mismo chicos de los cinco continentes, a la misma hora, blancos, negros, amarillos, rojos, o verdes. ¿Sabes lo que representa eso?

No, no lo sabía. Ni lo había pensado.

En el fondo era… tan singular y hermoso como aterrador.

¿Una especie de «pensamiento único» o Gran Hermano musical?

¿Todo el poder para cuatro desarrapados de Liverpool?

Estaba cansado, y más para discutir con el vehemente Ignacio.

Se lo quedó mirando mientras acababa la canción.

Nueva generación, sí. Y eran más listos. O estaban mejor preparados. Todo ello a pesar de lo limitado que parecía el futuro bajo una dictadura.

¿Sería diferente con la democracia?

¿Viviría en paz España en una democracia?

¿Habría una democracia?

—Venga, vamos a cenar —se levantó.

—Haré de ti un beatlemaníaco —aseguró Ignacio guardando el disco y apagando el tocadiscos.

Hilario abrió la puerta de la habitación, pero no llegó a salir al pasillo. Se lo impidió la voz de Roser hablando con el tal Ismael.

—¿Quieres quedarte a cenar?

Hilario levantó las cejas y contuvo la respiración.

—¡Oh, señora, gracias, es muy amable, pero no quisiera…!

—Venga, hombre, no seas tonto. Ya es tarde. ¿Tú que dices, Montse?

—Por mí…

Montse debió de mirar a Ismael.

—En serio, me sabe mal —insistió el chico.

—Llama a tus padres, va —lo decidió Roser—. Vives cerca, ¿no?

—Sí, señora.

—Listos pues. ¿Te gusta la sopa de pescado?

—Mucho.

Hilario seguía dentro de la habitación de Ignacio, aunque con la puerta abierta, sin atreverse a salir de ella. Su hijo le miraba con cara de complicidad.

—Seguro que le gusta todo con tal de quedarse —susurró para sí mismo—. Antes cuando se invitaba a un novio a cenar era para pescarle.

Ignacio aguantó la risa.

Hora de salir al pasillo.

Lo hizo y miró gravemente a su mujer. Roser parecía encantada. Y muy divertida. Ismael se quedó más tieso que un palo al aparecer el cabeza de familia.

—Mi padre —lo presentó Montse.

—Hola, señor.

El «señor» le estrechó la mano.

Por lo menos no era flácida, sino firme y fuerte. Con carácter.

Eso le gustó.

—¿Habéis estudiado mucho? —preguntó Hilario con un deje de sorna sin hacer caso de que era algo de lo más improcedente.

—Ciencias, sí —Ismael no cayó en la cuenta—. Su hija es un cerebrito, ¿sabe?

—¿Ah, sí? —Hilario miró fijamente a Montse.

—Tú no me descubras —le endilgó ella al chico—. Que luego me van a exigir matrículas en todo.

Roser puso punto final a la charla tirando de la chica.

—¡Venga, ayúdame a poner la mesa y dejemos a los hombres que hablen!

La última mirada de Hilario fue para fulminarla.

Parecía estar pasándoselo en grande.

Pero Roser ya no estaba allí para darse por enterada.