21

La casa no estaba en Pedralbes ni en los aledaños suntuosos del paseo de la Bonanova, como si Juan Carlos Roméu fuese la oveja negra de la familia, pero a pesar de estar en pleno centro de Barcelona destilaba calidad y nobleza. Era un edificio antiguo y señorial, con un conserje uniformado en lugar de portera, parking en el subsuelo y un lujoso ascensor que no utilizaron porque el hijo de Gonzalo Roméu vivía en el principal. Toda la planta. Una enormidad de metros cuadrados.

Hilario se encontró con Juan Carlos y Sonia, los hijos del muerto, y sus respectivas parejas, Beatriz Alemany y Roberto Crespo. Faltaban los cinco hijos de los dos matrimonios y la señora Roméu, Camila Fontrodona.

—Lo siento, pero mi madre estaba muy afectada —le dijo Sonia—. A pasado la noche en vela, el viaje, tuvieron ese pequeño incidente… Duerme bajo el efecto de sedantes. Probablemente ni siquiera vuelva nunca más a su casa.

Hilario los estudió a todos. Ya vestían de riguroso luto. Pese a él, Sonia Roméu seguía siendo y pareciendo una mujer fuerte, mientras que Beatriz Alemany lloraba con un pañuelo estrujado entre las manos. Juan Carlos Roméu tenía la mirada extraviada, como si todo aquello le viniese grande. Roberto Crespo asumía su papel con dignidad y poco más.

Allí la que mandaba era Sonia.

—Miren, sé que esto es duro para ustedes —comenzó a hablar Hilario después de las presentaciones—. Las circunstancias del asesinato, el hecho en sí, lo horrible que es todo el caso… Pero se trata de un crimen y no podemos esperar. Un asesino anda suelto. Puede incluso huir de España y quedar impune. Ninguno de ustedes viviría tranquilo si no damos con el responsable, porque siempre existirían sombras de sospecha hacia todo el mundo, amigo o enemigo. Hemos de actuar rápido y necesito su ayuda.

Se hizo el silencio.

Lo rompió Sonia Roméu.

—¿Y qué podemos decirle, inspector? Ayer ya hablamos usted y yo. Era la que estaba más cerca de mi padre de nosotros cuatro… No se me ocurre de qué forma podríamos ayudarle. Nada ha cambiado. Incluso ayer por la tarde reuní al personal de la empresa y hablé con ellos. Lo único que vi fue consternación.

—¿Qué fueron a hacer a Andorra, señor Roméu? —se dirigió a Juan Carlos.

—Mi madre quería ver el santuario de Mertixell, en Canilo, por una promesa que hizo. Decidimos escaparnos todos desde el fin de semana. De paso yo hacía unas gestiones con unos bancos el lunes y el martes y visitaba a clientes de allí.

Dinero en Andorra.

Sonaba tentador, pero Hilario prefirió ceñirse al asesinato.

Miró a Roberto Crespo.

—Usted parece ser el único que estaba solo. Tendrá una coartada.

—¡Pues claro que la tengo! —se envaró de golpe—. ¿Le parece poco estar en Madrid? ¡Dormí en el Palace, el que está frente a las Cortes! ¡El solo hecho de tener que demostrar una coartada me parece de pésimo gusto tratándose de mi suegro, por Dios!

—Cálmate, Roberto —le dijo su mujer.

Sonó más a orden que a consejo.

—¡Esto es insultante! —no le hizo caso—. ¡Era tan hijo para él como mi mujer o mi cuñado, y él un padre para mí teniendo en cuenta que perdí al mío frente a un pelotón comunista!

—Hago mi trabajo, señor.

—Lo entiendo, sí. Es que… —se calmó un poco.

Hilario volvió a abarcarles a los cuatro.

—El asesino dejó una nota —dijo muy despacio—. Quizá fuera para despistar y desviar la atención, pero no lo creemos. En estos casos lo más probable es lo real. ¿A alguno de ustedes les suena el nombre de Simón?

Fue apenas perceptible.

Más un tic que otra cosa.

Pero Hilario lo captó.

Apareció en los ojos de Juan Carlos Roméu, duró una fracción de segundo y se desvaneció, no sin dejar una leve huella.

Ernesto Quesada también lo había notado.

Los cuatro testigos movieron la cabeza negativamente.

Hilario lo intentó de manera cauta.

—¿Señor Roméu?

—No, no —insistió el hijo del muerto tratando de ocultar una creciente tensión—. Con este caos… Todavía estoy digiriéndolo todo. Mi hermana acababa de hablarme de esa nota cuando han llegado ustedes… Bueno, ha sido una sorpresa. Algo inesperado. No es un nombre corriente, tampoco inusual, pero que tenga que ver con mi padre…

—¿Conocen el pasado de su padre antes de la guerra?

Sonia y Juan Carlos intercambiaron una mirada de desconcierto.

—Pues… no, no mucho —dijo ella.

—¿Y al acabar?

—Mi padre no era muy comunicativo con esas cosas —manifestó él—. Más bien era un hombre reservado. Creo que como todos los padres, ¿no?

—Si es una venganza como parece, ha de haber un rastro, una conexión en alguna parte. Lo más lógico sería pensar que su padre le hizo daño a alguien en el pasado.

—Mi padre… —quiso protestar Juan Carlos.

Se encontró con los ojos de Sonia y se calló.

—¿Le preguntó a su madre? —Hilario se dirigió a ella.

—Sí, mientras la acostaba hace un momento, y me ha dicho lo mismo, que no le sonaba ningún Simón, ni de ahora ni de antes ni de nunca. Le pedí que hiciera memoria y nada. Es más, puedo decírselo: ayer revisé papeles y documentos de la empresa, y tampoco encontré nada —para que quedara claro, añadió—: Cuando quiera los tiene a su disposición.

—¿No sabe dónde estuvo su padre la tarde del crimen, entre las seis y las diez?

—No —respondió Sonia llena de serenidad—. Aunque imagino que usted sí. ¿Ha reconstruido ya sus últimos movimientos?

Hilario no supo qué decir, pillado a contrapié por lo directo de la pregunta de Sonia Roméu.

Pero tampoco se quedó callado.

—¿Puedo hablar con usted un momento a solas?

Ella se puso en pie.

Los otros tres parecieron molestos, sobre todo Juan Carlos Roméu.

Salieron de la estancia y apenas si caminaron unos pasos, hasta estar seguros de que no iban a ser oídos por los demás. Hilario sacó de su bolsillo el resguardo de la papeleta de empeños.

—¿Le suena un collar de perlas con diamantes que por lo visto había pertenecido a su abuela?

—Sí, claro.

—¿Lo guardaba su madre?

—Sí, así es —no entendió a qué venía hablar de aquello—. ¿Qué tiene que ver eso con la muerte de mi padre?

—Nada, pero en el transcurso de mi investigación, encontré esto —le dio el resguardo—. Puede recuperar el collar aún, pagando quince mil pesetas, y, si lo desea, también puede denunciar a las dos personas responsables de esto, aunque si lo hace… tal vez le haga daño.

—Hay pocas cosas que me hagan daño, inspector —le miró fijamente y luego leyó la papeleta del Monte Pío—. ¿El collar está empeñado?

—Sí.

—¿Fue la amante de mi padre?

Hilario recibió el comentario como una bofetada.

—¿Lo sabía?

—Sí.

—¿Por qué no me lo dijo ayer?

—¿Y empezar echando mierda sobre la memoria de Gustavo Roméu? Dígame: ¿lo hizo ella?

—No.

—¿Por qué mi padre le dio ese collar y por qué acabó en una casa de empeños?

—Su padre se lo prestó para una boda y el novio secreto de la mujer se lo quitó, lo empeñó pensando recuperarlo en unas horas tras una apuesta que perdió, y ella tuvo que decirle al señor Roméu que lo había extraviado. Por eso llegó a casa tan enfadado esa noche.

Sonia llenó los pulmones de aire.

El resguardo temblaba en su mano.

—¿Pudo hacerlo ese hombre?

—Es un desgraciado. No da el tipo. Y, pese a lo del collar, no tenía motivos.

—Así que perdió el tiempo con una pista falsa.

—Yo no diría tanto —Hilario la atravesó con la mirada—. Por lo menos ahora sabemos que su padre tenía secretos, como cualquier mortal. Y siendo tan importante, los secretos son mayores.

—¿Va a decir algo de esto? —agitó el resguardo.

—Si no tiene que ver con el asesinato, no, desde luego.

—Se lo agradecería.

—¿Qué piensa hacer?

—Lo decidiré después del entierro y pensando en mi madre. Desde luego recuperaré el collar. Lo otro, denunciar a esa mujer… —de pronto pareció feminizarse un poco—. Mi padre merecía ser feliz, ¿sabe? Era un gran hombre. Enorme. Mi madre llevaba años recluida en sí misma, volcada con la iglesia, las causas benéficas. ¿Qué podía hacer él? Arrancarle un poco de alegría a la vida no es malo, y más cuando no se hace daño a nadie.

—¿La conocía?

—Una vez le seguí, sí. La vi de lejos.

—¿Y?

—Nada —se encogió de hombros.

—Tiene usted agallas —reconoció Hilario.

—No se deje engañar por el exterior, inspector —forzó una sonrisa—. Cuando estoy sola me desmorono igual que cualquiera.

—¿Sospecha usted de alguien de su entorno familiar?

—No —fue rápida y sincera—. Lo que ha dicho mi marido es la verdad: se sentía tan hijo suyo como mi hermano o yo. Y Beatriz… Bueno, ya la ha visto. Es de mantequilla. Tendrá que buscar fuera y, desde luego, dar con ese maldito Simón. Ha de ser la clave, ¿no?

—Es posible.

—¿Podemos volver con los demás? No quiero que piensen que actúo a sus espaldas. Bastante fama tengo ya.

—¿Construcciones R&P será ahora suya?

—Consta en el testamento, sí. Pero espero que Palmiro Prats se lo piense mejor después de lo sucedido. Lejos de lo que pueda creer usted, no soy ambiciosa. Me gustaría tenerle cerca.

Dejaron de hablar al entrar en la sala, dominada por un impresionante silencio, con la familia sentada y Ernesto Quesada de pie, igual que si los vigilara. Juan Carlos Roméu, Roberto Crespo y Beatriz Alemany miraron a Sonia.

Ella se enfrentó uno a uno a sus miradas.

—Los acompaño en el sentimiento —se despidió Hilario—. Seguiremos en contacto.

—¿Cuánto tardarán en cogerle? —preguntó el hijo de Gonzalo Roméu.

—No lo sé, señor. Haremos lo que podamos.

No supo si eso le hacía feliz.

El tic en los ojos seguía allí.

—Buenos días —se despidió Quesada.

Salieron de su vista y llegaron hasta el enorme recibidor. Una vez cruzada la puerta bajaron a pie el único tramo de escalera hasta la planta baja y el vestíbulo. La balaustrada era de mármol blanco, lo mismo que los escalones. Las paredes tenían serigrafías en tonos ocres y el techo armoniosas vueltas cimbreadas con adornos. El edificio era señero, de cuando Barcelona construía palacios y casas para la eternidad.

El conserje los saludó con una inclinación de cabeza, grave y circunspecto.

Se detuvieron en la acera.

—¿Qué hacemos con el hijo? —preguntó Ernesto Quesada.

—No servirá de mucho atornillarle ahora.

—Podríamos llevarle a comisaría.

—¿Por una simple sospecha y antes del entierro de su padre? No, no lo creo procedente. Es abogado, y esos se las saben todas. Lo negaría. Y encima Pablo García nos empapelaría a nosotros.

—Sabe quién es Simón —afirmó el subinspector con firmeza.

—Creo que sí —Hilario no se arriesgó a más a pesar de la rotundidad de Quesada.

—Mientras usted hablaba con la hermana, él no ha dejado de mirar el teléfono. Parecía incluso ansioso.

—¿Está seguro de eso?

—Sí.

—Si quiere llamar a alguien porque está nervioso o sabe más de lo que dice, me da que no va a hacerlo con la casa llena de gente —consideró Hilario.

—¿Esperamos?

Lo valoró.

Fue rápido.

—Sí —dijo—. Vamos a darle cuerda. De paso haré lo que tenía que haber hecho ayer.

—¿Qué es?

—Pedir que busquen a Simón en nuestros archivos.