25

No pudo escapar.

De hecho, ni lo intentó.

El perro acosándolo, el cansancio lacerando sus piernas, la turbulencia del momento… Mientras uno de ellos se enfrentaba al animal, arrojándole una piedra que le dio en el lomo y le hizo gemir de dolor, los otros tres le atraparon. Ni siquiera le metieron en la casa por la puerta, lo hicieron por la ventana.

Cayó de bruces, protegiéndose con las dos manos.

Tanto daba. A sus años un golpe era un golpe.

El hijo de Teresa Mateos fue el que dio la alarma.

—¡Es el tipo que ha ido a ver a mi madre, el de la compañía de seguros!

—¿Te ha seguido? —Abrió unos ojos como platos el más joven.

—¡Mierda, Fermí, mierda! —se desesperó uno de los que llevaban bigote.

El otro se agachó, le agarró por la camisa y la corbata con un puño de hierro. Olía a sudor.

—¡Cagüen tu estampa! —Le echó el aliento a la cara.

—¡Hemos de irnos a toda leche!

Fermí fue el que puso un poco de paz y sentido común.

—¿Queréis callaros? —Hizo que los demás le miraran—. Si me ha seguido primero a mí y luego a todos nosotros, es que está solo.

—¿Y por qué ha de estar solo? —objetó uno.

—No es más que un viejo —masculló otro.

—¡Coño!, ¿y qué? —siguió exaltado el tercero—. ¡Solo, viejo…! ¿Qué más da?

El jefe del grupo se arrodilló junto al caído. Su compañero dejó de sujetarlo con su mano de hierro. Le miró a los ojos. Miquel no apartó los suyos. El intercambio duró apenas cinco segundos.

—¿Quién es?

—Me llamo Miquel Mascarell.

Le cacheó en busca de armas. Una vez seguro de que no llevaba nada peligroso encima metió una mano bajo su chaqueta, le cogió la cartera, examinó sus papeles.

—Miquel Mascarell, sí —repitió—. ¿Y qué?

El más joven de los cuatro tomó la cartera de su mano y examinó el resto de los papeles. Encontró la otra documentación, la que siempre llevaba encima por precaución: su indulto de las cárceles franquistas y su permiso de salida del Valle.

—Eh, mirad esto —llamó la atención del resto—. Éste tipo ha estado en el maldito Valle de los Caídos. Tiene la condena conmutada y…

—¿Preso? —le habló de nuevo Fermí.

—Sí.

—¿Por qué?

—¿A usted qué le parece?

—¿Leal a la República?

—Sí.

—¿Por qué no le fusilaron al acabar la guerra?

—No lo sé. Fui condenado y un día me conmutaron la pena por trabajos forzados.

—¿Y luego le indultaron?

—Ocho años y medio después, sí. Hace un año y pico.

—¿Por qué le indultaron? —Su expresión se llenó de dudas—. ¿Por chivato, colaboracionista…?

—Ya lo ha dicho ése. —Señaló a uno de ellos—. Por viejo.

—Ésos cabrones no tienen piedad —aseguró el aludido—. Ni siquiera sienten lástima. Para ellos el mejor rojo es el rojo muerto.

—Es una historia muy larga.

—Cuéntela —propuso el hijo de Teresa Mateos.

—Salí porque alguien me quería vivo.

—¿Con qué motivo?

—Quería que investigara algo.

—¿Lo investigó?

—Sí.

—¿Y?

Se encogió de hombros.

—El cerdo ya está muerto —dijo—. Me tendieron una trampa.

—¿Lo mató usted?

—Sí —mintió.

—Tiene agallas —no fue una pregunta, fue una afirmación.

—No, pero era su vida o la mía.

Iba mirándoles a todos. Fermí era el más tranquilo y centrado. El joven, el más impetuoso. De los dos que llevaban bigote, uno mostraba una cicatriz aparatosa en la mejilla, ojos duros; el otro era belfo, con el labio inferior más grande y salido que el superior.

—Vamos, Fermí, ¿qué importa todo esto? —protestó el de la cicatriz saliendo de su abstracción—. ¿Qué hacemos con él?

—Matarle —dijo el joven.

—¿Vas a hacerlo tú?

—¡Coño, ya lo haré yo! —habló de nuevo el de la cicatriz—. ¡Nos ha oído!

—¡Queréis callaros de una maldita vez! —impuso su autoridad el jefe del grupo antes de apremiarle—: Vamos, hable. ¿Por qué me ha seguido?

No estaba muy seguro de qué decir, ni cómo.

—Fui policía en la República, inspector, aquí, en Barcelona, por eso me condenaron a muerte aunque luego no me ejecutaran —escogió sus palabras con tacto y las pronunció con una aparente tranquilidad de ánimo—. Si quieren saber de qué lado estoy, es evidente que del suyo. Le he seguido por un extraño azar, una maldita casualidad.

—¿De qué está hablando? —siguió manteniendo el tratamiento, como si con ello estableciera también una distancia.

—Hace tres días, el lunes, vino a verme un hombre. Se presentó en mi casa. Se llama Benigno Sáez. Usted lo conoce bien. Yo apenas le recordaba de antes de la guerra, pero él sí sabía quién era yo y cuál era mi situación. Me pidió que encontrara la tumba de su sobrino Pau y no tuve más remedio que aceptar su encargo.

—¿Por qué se lo pidió a usted?

—Por lo que fui, porque era un buen policía, porque pensó que podría acercarme mejor a las personas implicadas en su muerte siendo un viejo republicano y el asesino, un anarquista de la CNT. Por eso me escogió. Negarme habría sido muy peligroso. No tuve opción.

—¿Usted está buscando la tumba de Pau Cabestany?

—Sí.

—Pero no le dijo eso a mi madre.

—No.

—Le mintió.

—Para investigar algo a veces hay que mentir. Cuando he comprendido que ella no sabía nada… Por otra parte, ¿qué podía decirle? No soy nadie.

—Todavía no me ha dicho por qué me ha seguido. Eso del azar y la casualidad…

—Instinto.

—¿Qué más?

—Nada más. Sólo instinto. Su madre estaba nerviosa, miraba una y otra vez en dirección al pasillo. Luego he olido a tabaco. Alguien fumaba o había estado fumando. He comprendido que en la casa había alguien más, oculto. Al irme he esperado un rato y luego ha salido usted.

En alguna parte, no muy lejos, el perro seguía ladrando.

Los cinco hombres intercambiaron sus miradas, tensas y airadas las de los tres testigos de su conversación, reflexiva la del interrogador, paciente la de su prisionero.

—Pero ¿es que vas a hacerle caso? —se encrespó el joven.

—¿Quieres callarte, Matías? —Fermí apretó las mandíbulas.

—¿No te das cuenta? ¡Sáez busca a su sobrino! ¡Está detrás de…!

—¡Cállate!

El hijo de Tere se puso en pie, se enfrentó a su compañero, le cogió la cartera, que todavía tenía entre las manos, y luego se la arrojó a Miquel.

—Esto es serio, Fermí —le recordó el de la cicatriz—. Nos jugamos el pellejo, maldita sea. ¡Ha tenido que oírnos!

—No he oído nada —mintió Miquel—. Acababa de llegar, por eso el perro se ha alarmado.

—¿Cómo estamos seguros de eso? —amenazó el del labio belfo.

—¿Sabe por qué busca Benigno Sáez el cadáver de su sobrino? —preguntó Fermí.

—Me dijo que la madre de Pau, antes de morir, le pidió que lo encontrara para que lo enterrara a su lado.

—¿Le creyó?

—¿Por qué no? Tiene su lógica.

—¿Doce años después de muerto?

—Bueno, esa mujer, en la hora final…

—Y Benigno Sáez, que es un hijo de puta, de pronto se vuelca en complacer a su pobre hermana.

—Sí.

—O es usted tonto o se hace el tonto, amigo. Benigno Sáez despreciaba a su hermana. Él jamás mueve un dedo si no es en su propio beneficio.

—Yo no sabía eso. No le conocía apenas. Una vez, en el 35, le interrogué por un caso de asesinato en su fábrica. Eso fue todo. Por eso vino a buscarme. Lo único cierto es que si no hacía lo que me decía, yo acabaría de nuevo en la cárcel.

Fermí se cruzó de brazos y le dio la espalda.

Los otros tres esperaron.

—¿Qué hacemos?

—Matarle —insistió Matías.

—¿Tú, Alejo?

—¿Qué quieres que hagamos? Si no hay más remedio…

—¿Y tú, Pepe?

—A mí no me importa matar franquistas, de uniforme o no, pero a un viejo…

Alejo era el de la cicatriz. Pepe el del labio inferior desmesurado.

—Levántese —le pidió Fermí a Miquel.

Se guardó la cartera en el bolsillo interior de su americana. Ni siquiera le habían quitado el dinero. Lo único que importaba era su identidad y qué hacía allí.

Desde luego, el bulto en el bolsillo de la chaqueta del hombre que había estado siguiendo era el de una pistola.

—Venga.

—¿Qué vas a hacer? —inició un conato de desesperación Matías.

No le contestó. Miquel le siguió apenas cinco pasos, hasta salir de la estancia. En la casa no había apenas nada, parecía abandonada. Armarios vacíos, muebles con cajones abiertos, un somier sin colchón…

Quizá un escondite. Tal vez un refugio.

Fermí abrió una puerta haciendo girar la llave en su cerradura.

Al otro lado había una habitación sin ventana, con otro somier asentado en cuatro patas, medio roto, como único y solitario mueble. Junto a una pared, dos mantas sucias, viejas y mohosas.

—Entre —le pidió.

Miquel cruzó aquel umbral.

Luego la puerta se cerró y la llave giró en la cerradura.