18

Ésta vez se levantó antes que Patro, y lo hizo en silencio, despacio, para no quebrar su sueño y porque no quería una nueva escena ni que le pidiera acompañarle. La noche anterior había sido hermosa pero dura. Hermosa por saber que Vicenç estaba vivo. Dura porque se sintió agotado y se refugió en su compañera como un niño en brazos de su madre. Todos los fantasmas del pasado emergieron luego, durante el sueño.

Y seguía pendiente de aquella extraña investigación.

Dos noches antes había vuelto a leer la carta inconclusa de Roger en el frente, antes de morir. La pasada la de Vicenç. De repente volvía todo, se hacía realidad y dolor, mezcla de llanto y alegría.

Odió a Benigno Sáez.

Lo odió pero se levantó de la cama dispuesto a seguir.

Se vistió y salió del piso sin hacer ruido.

Patro le mataría.

Bajó al bar y se sentó a la barra, para ir más rápido. Ramón se le acercó de inmediato.

—¿Qué hay, maestro?

—La tortillita de patatas y un poco de pan.

—¿Y café?

—Y café.

—¿Puedo preguntarle algo?

—Dispara.

—¿Usted cree que la pintura tiene mercado, salida…?

—¿Qué clase de pintura? ¿Casas?

—No, hombre. Cuadros.

—Pues… no sé, hay pintores famosos y ricos y otros muertos de hambre, digo yo.

—Es lo que le cuento al hijo de mi prima María, que se ha empeñado en pintar. El mes pasado se reunieron un grupo de artistas y han hecho un club o algo así, no sé muy bien de qué va eso. Lo llaman Dau al Set. Ya me dirá. Encima con esos nombres…

—Si quiere pintar, que pinte. ¿A ti qué más te da?

—¿Qué más me da? El único de la familia que tiene un negocio soy yo, y como pase hambre lo tendré aquí de camarero.

—¿Es bueno?

—Ni idea. Pinta cosas raras.

—Pues cuanto más raras, mejor. Mira Picasso.

—Dau al Set, Dau al Set… —rezongó poniendo cara de no entender nada—. Un grupo de excéntricos, eso es lo que son.

—Ramón… ¿Vas a traerme el desayuno o me voy a otro bar?

—Marchando —reaccionó diligente—. Aquí tiene los periódicos.

La portada de La Vanguardia era para Franco y su «Día de la Raza» en Sevilla. También se hacía mención de él en Barcelona, con dos fotos, una de la Guardia Civil desfilando y otra de la ofrenda floral al pie del monumento a Colón. El viaje del ministro de Asuntos Exteriores a la Argentina y dos imágenes de Santiago de Compostela y de Córdoba completaban la abigarrada primera página. El Mundo Deportivo, más en su línea, hablaba de la visita del Barcelona a la Cruz Alta, el campo del Sabadell, y del Español, que recibía en Sarriá al Celta. El resto de la portada, entre otras muchas informaciones, era para el triunfo del Barcelona en balonmano, el del Club Natación Barcelona en el VIII Trofeo Barcelona, el próximo reto pugilístico entre Martí III y Segura para el título regional de los ligeros y la buena actuación del atleta Sillón, que en salto de pértiga había rebasado los tres metros y noventa centímetros.

Dejó los periódicos. No estaba para relajarse y mucho menos para perder el tiempo.

Cuando Ramón le llevó el pedido lo aprovechó. El parroquiano más próximo estaba a un par de metros.

—Oye, ¿me hablaste de que tu primo tal vez estuviera en México y me preguntaste cómo encontrarlo?

—Sí. —Se acercó a él bajando la voz.

—Un pariente mío me localizó en las listas de presos de guerra. Hay organismos que se ocupan de los exiliados; el SERE, por ejemplo. Tendrías que ver la forma de comunicarte con ellos y preguntarles si saben algo. Ellos controlan a los exiliados que llegaron allí.

—¿Qué es eso del SERE?

—Un servicio de ayuda a refugiados.

—¿Y cómo hago yo eso?

—Dame un par de días, que resuelva yo un tema, y te ayudo, ¿de acuerdo?

—Oiga, se lo agradecería mucho —le dijo con todo respeto.

—Haremos lo que podamos.

—Pues venga. Gracias. Y hoy invita la casa.

—Que no, Ramón, que a cada cual lo suyo.

—Usted deje aquí el dinero que yo no se lo cojo.

Lo dejó sin más, aunque luego volvió la cabeza y le guiñó un ojo.

Abandonó el bar diez minutos después, temeroso de que Patro bajara a buscarle. Tomó un taxi en la esquina de Valencia con Bruch y le pidió que le llevara al mercado de San Antonio, por la parte de la calle Manso y la confluencia de las dos rondas, la de San Pablo y la de San Antonio. Hizo el camino en silencio, tratando de centrarse en lo que iba a hacer, primero con Montserrat Calders, después en sus siguientes pasos dentro de aquel extraño laberinto que guardaba la tumba de Pau Cabestany. Le costó olvidarse de Vicenç, la carta, la alegría y el desasosiego. Le costó olvidarse de Patro, al acostarse, cuando le llenó de besos y caricias y…

—No la pierdas —oyó la voz de Quimeta.

—Ahora no, por favor —le suplicó.

—¿Me dice algo, señor? —preguntó el taxista.

—No, no, hablaba solo. Perdone.

—Eso es malo. —El hombre sonrió.

—Dígamelo a mí.

Bajó en la esquina del mercado de San Antonio y comprobó la hora. Faltaban cinco minutos para las nueve de la mañana.

Quince minutos después la primera novia de Pau Cabestany seguía sin aparecer.

Podía volver al cine por la tarde, o husmear por la pequeña calle de Jaime Fabra, donde le había dicho que vivía, pero si la mujer no aparecía la señal era inequívoca: se lo había pensado mejor.

Empezaba a impacientarse cuando la vio llegar, con el paso vivo, por la misma calle Manso.

—Gracias por venir —fue lo primero que le dijo cuando ella se detuvo frente a él.

—Mi hijo se ha puesto enfermo. He tenido que… —No quiso darle más explicaciones e hizo una mueca de desagrado—. Mire, señor, ni siquiera sé que hago aquí.

—Ayudar.

—¿Ayudar a quién, al tío de Pau? Menudo era ese hombre. Le vi sólo una vez, pero tuve suficiente. ¿Que no entiende que fuimos novios antes de la guerra, luego se acabó, cada cual siguió por su camino y cuando supe que había muerto ya era otra historia?

—Los primeros amores no se olvidan.

—Pero ¿qué quiere que le diga yo?

—Quiero que me hable de Pau, de Bernat Juncosa, de qué pudo suceder aquel día para que uno matara al otro.

—¿Vamos a quedarnos aquí de pie? —Montserrat Calders miró arriba y abajo con cierto resquemor.

—¿Quiere tomar algo? Allí hay un bar.

—No, no, pero caminemos, por favor. Demos la vuelta al mercado.

Fue la primera en dar un paso. Miquel se colocó a su lado.

—¿Quién es usted?

—Nadie. El señor Sáez me pidió que buscara el lugar en el que fue enterrado su sobrino. La madre de Pau murió y pidió que les enterraran juntos.

—Por Dios…

—Usted y Bernat trabajaban juntos. Se lo presentó a Pau.

—Fue algo casual, pero intimaron rápido, sí. Bernat era todo un personaje, con mucho don de gentes, mucha labia y aquella aureola de rebelde… Haber estado en la cárcel, lejos de estigmatizarle, le aportaba un toque de personalidad y magia. En el fondo, Pau era un inocente idealista. —Le miró de soslayo—. ¿Quién le ha hablado de Bernat y de mí?

—De usted, Manel Molins. De Bernat, mucha gente, su hermana Raquel, su primo Guillem, su novia Martina…

—Vaya, se ha movido mucho.

—Para el señor Sáez es una cuestión vital. —Retomó el interrogatorio—: Me han dicho que cuando Pau y usted rompieron, siguió persiguiéndole.

—No fue exactamente una persecución. —Se puso roja.

—Seguía queriéndole.

—Era una cría. —Se encogió de hombros—. Fuimos novios «de toda la vida», ya sabe lo que es eso. Crecimos juntos, nos enamoramos, éramos felices… Todo parecía escrito. Y de pronto él…

—¿Cambió?

—Sí.

—Y usted no se resignó.

—Pensé que cuando despertara, cuando comprendiera que esa otra chica no era la que le convenía, volvería a mí. Así que estaba en guardia. Además, vivíamos cerca el uno del otro y frecuentábamos los mismos ambientes y teníamos las mismas amistades. Quise recuperarle con calma, que volviera a enamorarse de mí. La guerra lo estropeó todo. De entrada porque a él le mataron.

—Le mató Bernat.

—Eso oí decir con el paso del tiempo.

—¿Por qué lo haría, si eran amigos y estaban del mismo lado?

—Si lo hizo, tuvo que ser por algo que desconozco, una pelea… qué sé yo.

—¿Vio a Bernat antes de que se marchara al frente?

—No.

—Por lo tanto no tiene ni idea de qué hizo con el cuerpo o dónde lo enterró.

—No, ni idea.

—¿A quién se lo diría Bernat?

—Si no se lo dijo a su hermana o a su primo o a su novia… Yo sólo le conocía por el trabajo, no teníamos ninguna intimidad o confianza.

—¿Pudo fingir Pau algo que no sentía?

—¿A qué se refiere?

—Al parecer, Pau no era de la cuerda de su tío ni de su madre. Como usted ha dicho, estaba del lado de Bernat. Sin embargo, al estallar la revuelta, quizá recordase que era un Sáez y entonces…

—Pau no —fue categórica—. Realmente era un soñador, un idealista dispuesto a luchar por aquello en que creía. Por eso estaba enamorada de él. Era diferente. No sé lo que pasó aquel día y aquella noche, pero si Bernat mató a Pau tuvo que ser por algo… no sé, inimaginable.

La palabra se hundió en su cabeza.

«Inimaginable».

—¿No le tenía miedo a su tío?

—Sí, mucho, pero era cauto. Tampoco quería disgustar a su madre, que lo idolatraba. De niño era un mimado. Por suerte cambió después. Cuando conoció a Bernat, sus amigos, Manel, Ricard, perdieron peso en su vida. Pau quedó fascinado por Bernat, las cosas que decía, su energía…

—Lo han definido como una persona egoísta, amante del poder pese a hablar siempre del anarquismo.

—Todo en Bernat era un puro contrasentido. Una de sus frases favoritas decía que el fin justifica los medios. Era capaz de lo bueno y lo malo. Los Sáez tenían dinero, eran el enemigo, pero le fascinaban. Que Pau fuera un converso representó un gran éxito para sí mismo. Pero Bernat nunca hacía nada, ni se metía en nada, si no era para sacarle un provecho o un beneficio. Se lo repito: si le mató fue por algo.

—El hombre que los vio a los dos, después de matarle, manifestó que Bernat le había dicho que Pau era un fascista.

—Entonces mintió. Pau era íntegro. Es lo que le he dicho: tuvo que ser por algo inimaginable.

—Pero saber la causa no nos dirá dónde pudo enterrarle.

—Tal vez sí, señor. No hay secreto que esté guardado al cien por cien, ni nada que dure eternamente. Quizá la respuesta esté donde menos se lo espera.

Sin darse cuenta, habían dado la vuelta al mercado. Volvían a estar en la misma esquina de su encuentro.

Montserrat Calders miró la hora.

—Me temo que… —empezó a decir.

—He terminado, no se preocupe. Le agradezco de veras su tiempo y su sinceridad. ¿Cuántos hijos tiene?

—Dos.

—Felicidades.

—Gracias.

Una vida reconstruida.

Aunque a veces, más de la cuenta, el pasado siempre volviera a llamar a la puerta.

Esperó a verla desaparecer por el mercado antes de ponerse a buscar un nuevo taxi.