17

Los nervios, el acelerón del corazón, las palpitaciones, se le desataron ya antes de que el taxi se detuviera en la esquina de Gerona con Valencia. Un ahogo imparable le subió por el pecho hasta casi darle la sensación de que iba a reventárselo. Le dio al taxista una más que generosa propina por el simple hecho de no tener que esperar el cambio. Luego echó a correr hacia su casa.

La portera estaba allí, en su cubículo acristalado.

—Buenas noches —le deseó la mujer.

—¿Han traído una carta para mí?

—Sí, se la he dado a la señorita Patro.

La llamaban «señorita».

Les habían visto pasear del brazo, sabían que formaban una pareja, que no vivían juntos por azar ni porque él fuese un realquilado.

Pero la seguían llamando «señorita».

Tal vez sí una boda repararía aquel extraño oprobio vecinal.

El maldito «qué dirán», tan humano, tan cruel.

—Gracias.

La dejó atrás e inició la ascensión. Los números danzaban ante sus ojos. Tercer piso, segunda puerta. La primera vez que había estado allí, en enero del 39, buscando a Patro, se había enfrentado a dos niñas, sus dos hermanas, María y Raquel. De eso hacía una eternidad. De las dos ya sólo quedaba una. Y Patro.

Patro.

Intentó introducir la llave en la cerradura, jadeando, y erró por dos veces. A la tercera fue la vencida. De haber vuelto a fallar, no habría necesitado una cuarta, porque Patro ya estaba allí, en el recibidor, tras llegar a la carrera por el pasillo. Lo mismo que el día anterior, se le abrazó con todo el cuerpo pegada a él, vibrando como sólo ella sabía hacerlo en momentos de ternura o indefensión.

—Miquel…

—Tranquila, todo ha ido bien. —Le acarició la cabeza.

La carta. La carta.

No quiso apartarla, al contrario, agradeció todavía más aquel abrazo liberador.

—¿Has encontrado alguna pista?

—Un par de nombres en una carta, la negativa de todos a aceptar que Bernat matara a Pau, el mismo misterio acerca de su tumba… No sé, sigo pensando que es un esfuerzo baldío, aunque…

—No vas a dejarlo.

—No con el aliento de Benigno Sáez en el cogote. Escucha —ya no pudo más—, han traído una carta…

—¿Cómo lo sabes?

—Me encontré con la señora Remedios, la portera de la calle Córcega. Me ha dicho que la tenía desde hace meses y le he dado nuestras señas.

—Es de México.

—Sí.

—¿Crees que…?

—No lo sé. Dámela, por favor.

—Está en el comedor. Vamos, ven. Pareces cansado.

—Luego te lo cuento.

La carta estaba sobre la mesa, intacta. Parecía haber hecho un largo viaje porque el sobre tenía arrugas, los bordes doblados. Nada más verla se le encogió el alma.

Tuvo que apoyarse en la mesa.

—¿Qué te pasa? —se alarmó Patro al ver su congestión.

—Es la letra de Vicenç —apenas si pudo balbucear.

El pecho iba a estallarle.

—¿Tu hermano? ¿Seguro?

—Sí.

Se dejó caer en una de las sillas. Tomó el sobre. Temblaba. En enero haría diez años de aquella última vez, en la escalera de su casa de la calle Córcega, cuando Vicenç le pidió que se fuera con él y con Amalia, y con los Soler. Todos rumbo al exilio. Diez años sin saber si habían muerto en la carretera, en un campo de refugiados, a manos de los nazis o…

—Cálmate, ¿quieres? Te haré una tila.

—No, ven, siéntate a mi lado. Leámosla juntos. No me dejes.

No quiso romper el sobre a la brava. Todo formaba parte del mismo ritual, el continente y el contenido. Alargó la mano, abrió uno de los cajones del aparador y tomó un cuchillo. Rasgó el sobre por la parte de arriba y extrajo la hoja de papel. Parecía que tomase una reliquia, por el cuidado, el exquisito modo en que desdobló las tres páginas escritas en ambos lados con la letra menuda y preciosista de Vicenç, mucho mejor que la suya, deformada por su trabajo policial y las prisas con las que a veces redactaba informes o rellenaba formularios.

Lo último que hizo fue pasar la mano libre por los ojos, porque sus pupilas despedían chispas y la humedad amenazaba con desbordarlas de un momento a otro.

Luego leyó, en voz alta:

Miquel, no sé si estas líneas llegarán algún día a tus manos. Yo las escribo con la esperanza de que así sea. Ni siquiera sé si estás vivo o muerto, si pudieron contigo o si lograste sobrevivir al Valle de los Caídos. ¿Que cómo sé que estuviste ahí? Luego te lo cuento. Tampoco sé si sigues preso o… No sé nada pero necesito escribirte. El fin de la guerra nos separó y mató los sueños, pero los dos solíamos defender la vida con ahínco. Tengo muy presente en mi memoria nuestro adiós, y me consta que, en el caso de que vivas, estarás solo, porque a Quimeta, entonces, le quedaba ya muy poco de vida, ¿verdad? No puedo imaginarme siquiera cómo debe de ser tu vida. No puedo imaginarme a Barcelona, a Cataluña, a España entera bajo la bota del fascismo. Es superior a mis fuerzas. Aquí en México las noticias que nos llegan son contradictorias. Siempre se dijo que el régimen iba a caer pronto pero…

Ni siquiera sé cómo explicártelo todo, cómo seguir esta carta.

Te escribo porque, además de la esperanza de que llegue a ti, algo me dice que sí estás vivo. No me preguntes por qué. Tú eras el intuitivo de los dos, el que gozaba de ese sexto sentido tan único y gracias al cual fuiste un gran policía. Pero yo, aquí, también lo he desarrollado. Y quiero creer que me dice la verdad cuando te imagino vivo, en casa, resistiendo, siempre resistiendo porque eres un Mascarell y los Mascarell somos indestructibles, ¿no es así?

Si esta carta llega a ti, además, lo habrá hecho gracias a la entrega de muchas personas. Jamás me atrevería a echarla al correo. No sé si aún vives en tu casa. No sé si la censura abre la correspondencia que llega del extranjero. Pero me consta que si supieran que tienes un hermano vivo y que logró escapar lejos del fascismo, tal vez te ocasionaría problemas. Mejor no arriesgarse. Por eso la daré a un amigo que viajará a París, y éste, a su vez, la dará a otro amigo que lo hará hasta Perpiñán, donde un tercer conocido se encarga cada mes de cruzar los Pirineos llevando cartas como ésta. Nada me haría más feliz que llegara a tus manos, porque significaría que estás vivo y así sabrás que Amalia y yo también lo estamos, ¿puedes creerlo?

Aquéllos días de enero del 39 conseguimos llegar a la frontera aunque ni te cuento las penalidades que sufrimos. Los fascistas nos bombardeaban desde el aire, no había qué comer, el hambre y el frío causaron estragos entre nosotros. Pero resistimos. No quisimos morir en esa España que nos han robado por las armas. Cuando llegamos a la frontera los franceses tardaron mucho en abrirla, y luego nos llevaron a campos de refugiados donde nos trataron peor que a animales. Más que de refugiados eran de concentración. Una vergüenza. Amalia, los Soler y yo estuvimos en el campo de Argelès. Allí, la señora Soler no lo resistió y murió a los pocos días. Su marido no la sobrevivió demasiado. Entró en una profunda depresión y también falleció. Nos quedamos Amalia y yo, solos, convertidos en guiñapos humanos. Una noche llegamos a hervir arena de la playa para cenar algo caliente. Se dice que éramos medio millón de personas, muchas ni siquiera combatientes, sólo seres humanos que escapaban de la barbarie fascista. Pero a los franceses les importó poco. Nos sentíamos aislados, el mundo nos daba la espalda. Muchos, para salir del campo, se apuntaron a la Legión o a los Batallones de Marcha o a las Compagnies de Travailleurs Étrangers. Ahora sabemos dónde terminaron: muertos en la Segunda Guerra Mundial o exterminados por los nazis.

Amalia y yo tuvimos suerte. Se habían formado grupos de ayuda, el SERE, Servicio de Emigración para Refugiados Españoles, y el JARE, Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles. Los dos estaban enfrentados, cosa por otra parte natural siguiendo nuestras buenas costumbres, pero su labor fue clave para la supervivencia de muchos de nosotros. Sería largo contarte cómo conseguimos colarnos en uno de los primeros barcos que partieron del puerto de Sète, bajo el auspicio del SERE. El nuestro fue el Ipanema. De esta forma abandonamos Francia, pasamos cerca de las costas españolas, de Barcelona, cruzamos el Atlántico y llegamos al puerto de Veracruz, en México. En los meses siguientes fuimos miles, Miquel. Miles. Lo mejor de la España republicana. Primero, y pese a que el presidente Lázaro Cárdenas nos abrió los brazos, tuvimos dificultades. Los mexicanos creían que les invadían de nuevo los «gachupines» y los «abarnoteros», de tan triste recuerdo en su memoria. Pero nosotros no íbamos «a hacer las Américas» robándoles pan y tierras para hacernos ricos a su costa. Nosotros huíamos y éramos unos pobres diablos. Frente a los que nos temían, estaban los que nos consideraban una chusma roja, una derecha tan dura como la nuestra, pero menos belicosa. Había Camisas Doradas, fascistas, y Camisas Rojas, izquierdistas. Había ligas estudiantiles, sindicatos, estridentistas… Pero no pasó nada. Lo cierto es que en pocos meses estábamos integrados y se nos aceptó. Todos creíamos que el exilio sería por unos meses, luego unos años. Ahora nos damos cuenta de que será casi eterno, o lo suficientemente largo para que gentes como nosotros no conozcamos ya la certeza de un regreso. Yo primero trabajé en una imprenta, luego conseguí levantar una pequeña empresa y… No puedo quejarme, Miquel. Es otra vida, pero es nuestra, lejos de Barcelona y de España pero nuestra. Sin embargo echo de menos muchas cosas. Te echo de menos a ti. Mi número de teléfono está más abajo. Después de once años de tener la línea interrumpida sabemos que en diciembre pasado volvió a restablecerse la conexión entre México y España. Ojalá puedas llamarme. Ojalá. Sería señal de que estás vivo y has leído esta carta.

No sé qué más contarte.

Ni qué decir, que no suene triste ni frívolo ni…

El SERE y el JARE nos facilitaron listas de caídos en la guerra o tras ella. Durante mucho tiempo las leí, buscándote, con la alegría de que no estuvieras en ellas aunque como puedes imaginarte no eran muy de fiar ni estaban todos porque sabemos de los fusilamientos en masa y las muchas fosas comunes que jalonan la geografía española. Lo único que sé es que tú, finalmente, aparecías en una, como preso, y que estabas en el Valle de los Caídos. Eso fue hace tres años. Desde entonces… nada. Pero si Franco no te mató pese a ser un policía leal a la República, y en 1945 seguías vivo en esa monstruosidad fascista, mis esperanza son aún mayores. Ahora, gracias a este sistema para el envío de cartas, sé que es todo lo que me queda para dar contigo.

Esto es todo, hermano. Te quiero. Amalia te manda muchos besos. La vida nos separó, pero nuestras mentes jamás serán holladas. Nos pertenecen.

Un fuerte abrazo de tu hermano,

VICENÇ

Se echó a llorar un segundo antes de que Patro le abrazara con todas sus fuerzas.