9
Se sintió cansado nada más salir de la casa de Manel Molins. Cansado más mental que físicamente. Al cerrarse la puerta se llevó consigo la mirada agotada de la madre del tullido. Cada hogar guardaba su propia tragedia. Probablemente no hubiera uno sin heridas en forma de muertos, detenidos o exiliados.
Roger estaba enterrado en algún lugar próximo al Ebro. Su hermano tal vez en aquella América que había acogido a tantos republicanos. Tal vez. También podía haber caído de camino a Francia, bombardeado o víctima del frío. O en uno de los campos de refugiados donde los gabachos se decía que les habían tratado como a perros.
Buscar la tumba de un desconocido le estaba haciendo enfrentarse a sus propios miedos y fantasmas.
El pasado siempre acababa volviendo.
«¿Y ahora qué?», se dijo.
No tenía ganas de ponerse a recorrer cines en busca de una taquillera. No tenía ganas de continuar investigando. Y tanto le daba si alguien al servicio de Benigno Sáez le seguía. Al diablo con él. Quería regresar a casa, con Patro.
Sentir su compañía.
Sin embargo, al llegar a la carretera de Sants, se detuvo.
Allí, al otro lado de la calle, había vivido siempre Mateu Galvany.
Mateu.
Tenía diez años más que él y fue su maestro e instructor en la policía. El hombre que lo sabía todo y se lo enseñó todo, con el que primero se pateó las calles de Barcelona y aprendió el oficio. Hubiera llegado a comisario de no ser por aquella bala, la que le destrozó la pierna y lo dejó cojo para siempre. Una bala disparada al azar por un estúpido, un chorizo de mala muerte que aquel día llevaba una pistola encima. La última vez que le había visto, allá por el 35, se encontró con una sombra del hombre que fue. Mateu Galvany cargaba con el peso de un resentimiento que le devoraba, obligado a ser un jubilado de oro.
Habían pasado trece años.
Y estaba delante de su casa.
Podía seguir caminando, coger un taxi y en quince minutos abrazar a Patro.
También podía detenerse, perder unos minutos.
Mateu Galvany seguía sabiéndolo todo de la Barcelona que fue su campo de juego antes de su desgracia.
Vio un taxi cerca.
Le dio la espalda y caminó en dirección al edificio, una casa de tan sólo tres plantas. La maldita bala que apartó del servicio a Mateu no debía de ser muy distinta de la que años antes le hubiera matado a él de no ser por la rápida acción de su compañero, empujándole para no ser alcanzado por aquel otro idiota. Cayó escaleras abajo y se rompió una muñeca. Un precio menor. Su por entonces superior logró desarmar al hombre y apresarle.
¿Cómo era posible que llevase trece años sin saber siquiera si estaba vivo o muerto?
¿Era casual que, de pronto, estuviese allí, frente a su casa, o el destino seguía jugando con él de una forma misteriosa, justo cuando le necesitaba o creía necesitarle?
No había portería. Subió a la primera planta. En los años de compañerismo sólo estuvo allí tres o cuatro veces. La mujer de Mateu era toda una señora, muy alta, muy elegante, con carácter. Sin embargo nunca salieron los cuatro, Quimeta, él y ellos dos. Nunca. El trabajo era el trabajo. La amistad, la intimidad, otra cosa. Bastantes horas pasaban juntos como para, encima, continuar viéndose al término de la jornada laboral. La mujer de Mateu era de las que marcaban distancias.
Llamó al timbre de la puerta y esperó.
Cuando ésta se abrió le reconoció.
Y también él.
Transcurrieron unos segundos, entre la sorpresa y el desconcierto.
—Coño, Miquel.
—Hola, Mateu.
Diez años de diferencia podían ser muchos años. Con una guerra de por medio, todavía más. Mateu Galvany no parecía un hombre de setenta y cinco, sino un anciano de noventa. Había empequeñecido, los escasos cabellos blancos que todavía adornaban su cabeza parecían vivir alterados y revueltos, en una perpetua lucha por el espacio y la supervivencia. Llevaba una bata y se apoyaba en su bastón, el mismo que le recordaba de entonces, porque era de caña, de color claro, diferente a los habituales. Calzaba unas gafas aparatosas y probablemente llevaba dos o tres días sin afeitarse. Del policía que tanto solía impresionar en su tiempo quedaba únicamente un pálido reflejo, un residuo, más en la mirada, acerada, que en el porte, camino de la rendición suprema.
—¿Qué haces aquí?
—Pasaba por delante de tu casa…
—Y te has dicho: vamos a ver si ése continúa vivo.
—Más o menos.
Seguían igual, uno a un lado de la puerta y su visitante al otro.
—Coño, Miquel —volvió a decir.
—¿Vamos a recordar los viejos tiempos aquí?
—Si has venido a recordar los viejos tiempos ya te estás largando —le advirtió.
—Entonces hablemos de los nuevos.
—Peor.
—¿Qué nos queda?
—Tú sabrás. Vamos, entra.
Miquel cerró la puerta y su anfitrión arrastró su pierna inútil por el piso hasta llegar al comedor y la galería. Una vez allí se sentó en un sillón y esperó a que el recién llegado lo imitara. No lo invitó a hacerlo. Sólo aguardó a que se pusiera cómodo. Luego volvieron a observarse, reconociéndose más y más, poco a poco. La única muestra de calor del dueño de la casa procedió de sus ojos. La del aparecido, de su sonrisa cauta.
—Ya veo que la guerra no pudo contigo —dijo Miquel.
—¿Guerra? ¿Qué guerra? ¿Te refieres al glorioso alzamiento nacional?
—¿Cómo es que no te fusilaron?
—¿Para qué? Yo ya estaba muerto. —Se tocó la pierna.
—Un muerto que habla demasiado.
—Eso sí, pero de puertas adentro, en el fondo tan cagado como todos. ¿Y tú?
—Me condenaron a muerte, me indultaron y acabé en el Valle de los Caídos. Salí hace poco más de un año.
—Joder, Miquel. ¿Por qué no te largaste antes de que llegaran ellos a Barcelona?
—Quimeta estaba enferma. No quise dejarla.
—¿Murió?
—Sí, poco después.
—Mi mujer también, hace cinco años. Vivo con mi hija, que también es viuda de guerra, perdón, viuda de un rojo maricón que, a Dios gracias, en el infierno debe de estar tan campante guardándome un buen sitio a su lado.
—No seas bestia.
—¿Y tu hijo?
—Cayó en el Ebro.
—Cagüen Dios… —Movió la cabeza de arriba abajo mientras apretaba las mandíbulas—. Y tú y yo aquí, ya ves. Hay que joderse… Dos residuos.
—Ya veo que sigues tan animado como siempre.
—¿Y qué quieres?
—Alguien ha de quedar para ver caer a ese cabrón de voz aflautada.
—¿Tú crees que caerá? —Soltó un bufido—. Esto es España, amigo. Hitler se suicidó antes que le capturaran los rusos, a Mussolini le mataron los mismos italianos, pero nosotros… ¿Cuántos siglos llevamos tragando mierda, con militares y curas mandando, intocables?
—Nada dura cien años.
—¿Y qué? Aunque dure diez, o veinte, eso ya es una generación perdida. Por lo menos. La guerra se cargó lo mejor de este país. Estamos huérfanos. ¿Quieres un vaso de agua?
—No.
—¿Dónde vives?
—En Valencia con Gerona.
—¿Solo?
—No.
Temió la siguiente pregunta, pero Mateu Galvany no se la hizo. Sostuvieron sus respectivas miradas hasta que, despacio, muy despacio, su antiguo superior y amigo esbozó una ligera sonrisa revestida de emotividad.
—¿De veras pasabas por aquí, has visto la casa y has pensado…?
—Sí.
—¿Y qué hacías por este barrio?
—Trabajo en un caso.
—¿En un caso? ¿Tú? —se sorprendió—. ¿En calidad de qué?
—Un hombre me paga para que busque algo. Quizá te suene el nombre. Benigno Sáez de Heredia.
La tenue sonrisa desapareció de los labios de Mateu Galvany.
—No jodas, Miquel.
—¿Qué querías, que le dijera que no y me buscara un lío? Sé que es un pez gordo.
—Es más que eso: es un hijo de puta. Se mueve en las altas esferas, tiene negocios, posiblemente también mucho dinero, eso ya no lo sé porque lo último que oí de él fue que estaba con el agua al cuello por unas malas inversiones, vete tú a saber. ¿Qué quiere que le busques?
—El lugar en el que enterraron a su sobrino la noche del 18 al 19 de julio del 36.
—¿Estás loco?
—Yo no.
—¿Sabe quién eras?
—Por eso vino a buscarme.
—Benigno Sáez es de los que piensan que el mejor rojo es el rojo muerto. Hagas lo que hagas, aunque le cumplas, acabará yendo a por ti. Está loco. ¿Sabes cómo perdió el ojo?
—No.
—Una fulana se lo abrasó.
—¿No lo perdió en la guerra?
—Eso habría querido él, pero ni hablar. Fue una puta. Una puta a la que estaba zurrando o algo así. Por supuesto que la mató. En defensa propia, dijo el cabrón. Me lo contó Lluch. ¿Te acuerdas de Lluch?
—Sí.
—También se lo cargaron.
—Ya, quedamos pocos.
—No queda nadie, Miquel. Nadie —reapareció el tono sombrío y ceniciento—. Si ser viejo es una putada, ser viejo en estas condiciones es… ¿Sabes dónde estaría yo si no fuera por mi hija?
¿Dónde estaría él de no haber sido por Patro?
—Lo imagino.
—Es una buena mujer. Lástima que esté sola. Yo no duraré mucho y entonces…
—¿Qué edad tiene?
—Cuarenta y siete. Quizá podrías arreglarte con ella.
—Tú siempre tan sensible.
—Y tú tan cauto.
—Cuéntame más cosas de Sáez.
Mateu Galvany se pasó la lengua por los labios secos. Hablaban en un presente abstracto pero veían el pasado en sus mentes de manera inevitable. Hablaban y buscaban razones para intentar creer en algo pero sus propias realidades, el espejo en el que cada cual se veía reflejado, les gritaban la ausencia de futuro. Hablaban y el calor de su vieja amistad recuperada se enfriaba con el peso de los recuerdos y la carga de los años.
—Coño, Miquel —dijo su amigo por tercera vez.