XXII
LA VELOCIDAD y el coche y ellos tres dentro, tal como estaban plácidamente indefensos, se precipitaron contra el muro de piedra que iba limitando por ese lado la carretera. La rica dureza de la roca que había permanecido como separada por la propia trayectoria del coche, llegó instantánea e informemente de pronto. La velocidad había chocado y rebotado con una tensión de animal enloquecido durante segundos, hasta que se había convertido en una quietud inútil. Hubo, mientras el choque se producía, la increíble llegada de todo el material del automóvil descomponiéndose en un curvamiento casi inexistente, como si la realidad desintegrada dejara paso al vacío que tomaba una sosa coloración gris de niebla. Ellos sintieron la atmósfera enriquecida por el conjunto de sonidos desprendidos como gritos de la materia. Eso y la fosforescencia de la luz de los faros al estrellarse en una última llama desesperada que acabó por ser ganada por la oscuridad de la noche. Los cristales cayeron como accionados por el metal que se había vuelto resonante, inestables en la dureza y rigidez de sus fragmentos, hirientes en su multiplicidad de lluvia de materia. Pero todo lo que pudo ser imagen objetiva, aunque alucinante, del choque, se había descompuesto por el terror, la sorpresa y la vacilación de los cuerpos al recibirlo. Manolo y la muchacha gritaron mientras se sentían proyectados contra el frente del automóvil, que desaparecía al empotrarse en el muro de piedra silencioso y resistente. Este terror todavía sin fundamento y como creándose en el último momento de la marcha, antes de desarrollarse, fue sustituido por el miedo concreto y el dolor llegado por muchos sitios a la vez hasta sus cuerpos. El golfo sintió la ciega ruptura de la cabeza contra algo, mientras el cristal le desgarraba en una mano. Su cuerpo entero había sido lanzado y golpeado de una parte a otra con esa sensación inestable del que se cae rodando por una escalera. Pero todo ello había durado segundos. Manolo se vio libre de las dolorosas impresiones sucesivas, parado ya en algún sitio todavía incógnito para su consciencia, con la impresión del dolor consolidándose en su carne. Se supo vivo y herido a la vez en una contrapuesta impresión de alegría y de tristeza. No pensó nada, ganado por una como emanación de corporalidad que le hacía comprender tan sólo lo que se refería a su organismo, como si el instinto de pervivir se apoderara de él por completo. Estaba como un animal que acaba de recibir una paliza por sorpresa, sobrecogido aún por el pánico que compensaba la salvaje e inminente actividad de sus nervios. Carmen recibió directamente sobre sí la fuerza aquella al retroceder de nuevo como impelida por el muro de piedra. Nacieron al mismo tiempo en la muchacha la adivinación angustiosa de dónde había brotado en realidad su grito de terror y la ciega sensación material casi de aplastamiento. Su cuerpo todo recibió inicialmente el tremendo golpetazo de frente. Carmen nada supo, tan total había sido la contracción de todo su cuerpo. Estuvo unos instantes a merced de algo débilmente ciego y como cerrado por dentro. Se sentía desvirtuada de todo lo que hasta ese momento había en ella de ser viviente. Tuvo un confuso sabor a sangre en sus labios al mismo tiempo que sentía el denso fluir de una corriente de algo casi líquido por su garganta, como en un vómito. También de la sien derecha le llegaba la pegajosa y casi líquida sensación exterior, mientras dentro había como un latido que se desarrollaba punzantemente. La debilidad o la inconsciencia creaban constantemente en su interior un gris suave y flotante que desprendía de sí una calidad de sueño y de silencio. Por un momento quiso llegar de alguna manera hasta su consciencia para saber que vivía, pero no pudo. Flotaba bajo una dura presión inestable y se sentía sometida a algo extraño y más poderoso, como el que se ahoga en el agua se sabe sometido a la corriente.
En Ángel Aguado había ocurrido de distinta manera. La alucinación había permanecido en su cerebro todavía durante segundos, como si se resistiera a aceptar la realidad aquella, el duro vértigo del choque. Aguado no sintió el terror animal que había hecho gritar a los otros. Estaba obsesionado con el impulso que había descubierto de desear la muerte a su mujer. El evitar la muerte de ella retenía toda su atención cuando casi vislumbró la catástrofe. El sentimiento de culpa que le había llevado a actuar coincidió por un momento con su presentimiento del automóvil proyectado ya irreparablemente contra el muro de piedra de la carretera. La ilusoria imagen de su mujer todavía permaneció ante sus ojos. La había salvado, así lo creyó él al menos. Fue a nacer en él una calma, pero ésta quedó desplazada por la acumulación ciega y exterior que se abalanzó sobre lo que era, delirantemente. La primera impresión que Ángel Aguado tuvo fue el volante del coche transformándose en algo vivo y como demoníacamente penetrante. Supo su cuerpo vencido por aquello que hasta un momento antes era dócil materia en su mano que lo accionaba suavemente. Aguado sintió un dolor extenso, casi traspasante. Se supo herido y atacado sin defensa. Lo que antes era la actividad de su organismo estaba como en suspenso. Le ganaba por instantes un sopor que se contradecía con la agudeza de un dolor como compuesto de intolerables desgarramientos y que sentía venir desde sus adentros. La casi falta de vida en su corazón y en la corriente de la sangre le encalmaba, pero le daba miedo.
Habían quedado ya como definitivos, con ese silencio amargo de inutilidad que sigue siempre a las catástrofes, lo que quedaba del destrozado coche y dentro de él sus tres ocupantes en los primeros y como automáticos movimientos de su recobramiento. Todo el frente del coche se había descompuesto en una informe conjunción de cristales rotos y de hierros. Éstos aparecían ahora doblados y retorcidos como la imagen de un brutal esfuerzo. Del muro de piedra caía por instantes un suave sonido de polvo finísimo y fragmentos de tierra. Sobre ellos, como si flotase, había un quieto olor a gasolina que se acentuaba por momentos. Manolo fue el primero en moverse. El golfo tanteó en el destrozado asiento del automóvil, y cuando creyó llegar con sus dedos hasta la puerta se encontró con que ésta había sido arrancada por la violencia del choque. Al chico le dio ánimo tocar el vacío que quedaba de ella. Al arrastrarse sintió agujetas en todo su cuerpo. Se sentía fatigado como si hubiera andado muchos kilómetros. Al sacar fuera del destrozado coche su cuerpo, el golfo sintió la frescura de la noche. Le gustó este aire frío, por un momento. Sus pies avanzaron a ciegas con una lentitud cuidadosa. Ya estaba aquí la tierra. El golfo, ahora, estaba de pie. En un principio apenas pudo sostenerse. Había como un dolor errante que le golpeaba en los músculos. Respiró con avidez mientras se pasaba la lengua por los labios, que sentía resecos. Estaba así el muchacho, recobrándose de su golpeamiento anterior, cuando recordó el choque y a los otros que yacían dentro.
Manolo olvidó sus propios dolores y volvió a entrar en el coche. Pronto tropezó con el cuerpo de la muchacha. El golfo le habló con una voz suave y casi inexistente: «Oiga, ¿puede salir?» Pero nadie le contestó. Volvió a llamarla de nuevo: «¡Señorita!» Pero de pronto se dio cuenta de que era ridículo e inútil. La tomó con sus brazos, al principio torpemente. A Manolo le desesperó ver lo mal que lo estaba haciendo. Puso toda su alma en las manos, como si cada dedo hubiera tomado de pronto conciencia. Ahora lo hacía ya mejor. El cuerpo de la chica iba resbalando lentamente. Aún tuvo que hacer un nuevo esfuerzo para sacarla del coche. Después la depositó en el suelo. Apenas si distinguía en la oscuridad a la muchacha, pero el chico había sentido, al tenerla en sus brazos, algo de desfallecido y sin nervios en el cuerpo todo de la muchacha. Manolo no sabía qué hacer. En este momento se había apoderado de él una timidez creciente. Pasó su mano por la cara de Carmen esperando, sin saber demasiado bien por qué, oír hablar a la chica. Cuando Manolo se percató de que Carmen no podía hablar, sintió miedo y sin darse cuenta de ello puso su oído en el pecho de ella. Percibió en seguida una especie de jadeo. «Está viva —pensó Manolo—, está viva.» Y volvió a pasar su mano delicadamente por la cara de la muchacha. Del interior llegó un sonido confuso, parecido por igual a un grito o un sollozo. Le pareció ver a Ángel Aguado cuando unos minutos antes conducía con toda serenidad el coche. Y el chico volvió a entrar mientras notaba el olor de gasolina cercanamente en el aire de la noche.
Ángel Aguado se quejaba ahora que yacía ya en el suelo de la carretera. El chico intentó hablar con él (la necesidad de hacerlo con alguien aumentaba en Manolo por instantes), pero Aguado se quejaba de una manera inconsciente. Estaban en aquella oscuridad, cercanos a la parada ruina del automóvil, con un curioso silencio tan sólo interrumpido por los quejidos del hombre. La muchacha se movía alguna vez débilmente, de la misma manera que cuando una persona en sueños se estremece. Ahora al golfo le parecía inútil el suave aire que entraba por sus pulmones placenteramente. Le parecía inútil todo lo que le rodeaba con las otras dos personas a su lado como muertas. Y sin saber por qué, sintió casi odio hacia la frescura aromada que le envolvía; ese olor nocturno de los campos cuando empieza la primavera. Manolo no sabía qué hacer. Reinaba en él, en aquellos momentos, una especie de desalentada indiferencia. Comprendía una vez más en su vida lo irreparable que es la realidad algunas veces. Y como la noche que estuvo con su amigo el sereno, el chico no hacía otra cosa que permanecer silencioso con sus ojos puestos en los dos cuerpos que la oscuridad tan sólo permitía adivinar vagamente. No sabía qué hora era y se le hacía espantosamente larga la constante oscuridad de la noche. El chico se decidió por fin y anduvo con sus manos en el cuerpo de Ángel Aguado, que seguía quejándose. Manolo sintió como un horror instantáneo que le hizo retirarlas rápidamente. Era la sensación ciega de la sangre la que tenía ahora en sus dedos. Toda la ropa de Aguado estaba empapada espesamente de ella. Sin saber por qué, Manolo se acordaba de la corbata que el hombre llevaba. Aquella corbata de rico color granate. «No puedo hacer nada. Soy como un idiota. Yo estoy lleno de dolores por dentro y ellos deben de estar muriéndose y parece que no pasa nada. Como si fuera mentira eso que pienso. Pero yo sé que es verdad. Verdad, verdad. Verdad.» La palabra verdad se estuvo repitiendo dentro de él durante largo tiempo.
Manolo rompió un pedazo de su vieja camisa y la empapó en la sangre que salía del cuerpo de Ángel Aguado continuamente, «No sirve para nada, lo que se dice para nada, empapar la sangre de esta manera.» Pero, a pesar de ello, Manolo siguió haciéndolo de una forma mecánica y frenética. Ahora el trapo estaba chorreando. En la oscuridad se oían los gemidos de Aguado, cada vez más débiles y distantes. El golfo sintió horror por la sangre que goteaba de la tela. Se puso en pie y tiró el trapo lejos. Después de haberlo hecho, Manolo se sintió tranquilo por un momento. Pero en seguida experimentó un nuevo desaliento. Hubo como una congoja dentro de él y volvió a acariciar la cara de la muchacha. Se dio cuenta que tocaba sus labios entreabiertos, la suavidad de los párpados, que se movieron. El chico se sentía consolado con esto. Ahora tuvo necesidad de ver el rostro de los dos. Le pareció extraño que hasta este instante no se hubiera acordado de que tenía cerillas. Encendió un fósforo y nació en lo oscuro como una luz que se movía con el viento. Pudo ver la cara de Aguado. Parecía como dormido, salvo el movimiento anhelante y continuo de la boca. Carmen le miraba fijamente. Manolo sintió una mezcla de miedo y esperanza. «Señorita», dijo calladamente. Pero ni los ojos ni el resto del rostro se movieron. Los ojos de la chica seguían mirándole inmóviles. Había una fijeza cristalina en ellos. El golfo sintió el calor del fuego doliendo en la piel y apagó la cerilla. Ahora la oscuridad parecía haberse fundido con el silencio, y en esta oscura calma el olor verde y húmedo de los campos se mezclaba con el penetrante de la gasolina, lenta y extrañamente seco.