II
ESPERABA CON EL TELÉFONO, lleno de expectación, como si dentro de aquel aparato de baquelita negra tantas veces usado por él con indiferencia, el destino estuviese creando su propia fatalidad. En el espacio reducido de la cabina telefónica estaba él, Ángel Aguado, esperando algo que era falso e inútil, y, sin embargo, para él de absoluta necesidad. No podía odiar a su mujer aunque quizá la despreciase. No podía ser su marido normal y tenía que sentir el asco que la inspiraba y tampoco podía separarse de ella. Su deseo o amor por ella era una cosa muerta. Algo vacío y horriblemente dulce que nunca dejaría de sentir hasta su muerte. Era como comprobar, ahora trágicamente, lo que había sido la oscura pena de su infancia de niño sano y rico. «Eres una niña», le decían otros chicos que le vencían en las peleas. Y él sabía que no era cierto. Lo había estudiado muchas veces con la pureza y frialdad de una cuestión científica. Durante mucho tiempo se consideró como un afeminado. Él era un hombre inteligente y no dudó. Después de una conversación bastante extraña con su mujer —entonces llevaban solamente un año de casados—, buscó otra para que fuera su querida. Aquello sería su liberación. Su matrimonio habría sido una equivocación, como otros muchos, Se separaría de su mujer inmediatamente. Ella se lo había propuesto ya. Pero su amante, a los pocos días de conocerle, huyó. Cuando Ángel Aguado llamó a la puerta del piso que había alquilado para ella y nadie contestó, sintió, como en una condensación prodigiosa percibe el moribundo, que él, el hombre que era él llamando en la puerta para que su querida le abriera, era un muerto, sería ya siempre un muerto para eso que los hombres llaman felicidad.
Bajó las escaleras, tranquilo, terriblemente tranquilo. Al llegar a la portería oyó el ruido de los pasos de alguien que se apresura.
—Esta carta. La señorita me la dio para usted.
Aguado la tomó de las manos de la portera. Sintió por un momento un olor frío y penetrante de cuerpo sucio y ropa vieja. Aquel olor le repugnó. Le subió una náusea hasta la boca. Y abrió la carta.
Ángel: Me voy. Soy una perdida, pero no puedo verte más. Eres muy bueno, pero repugnante. Yo sé que hago mal, que tú me darías mucho dinero; que pierdo esta casa y la tranquilidad. Pero no puedo quedarme más tiempo contigo. Ni creo que ninguna mujer lo pueda hacer por mucho tiempo. Eres… Pero me voy sin saber la verdad, si eres eso que iba a escribir, o por el contrario más grande que los demás hombres. ¿Qué más ponerte? Nada, ¿verdad?
Pilar.
La carta decía exactamente —ahora lo veía de repente— lo que Aguado había supuesto. Hacía mucho tiempo que él esperaba esta carta que ahora le había sorprendido brutalmente. Y comprendió que dentro de su desesperación sentía como una liberación, como si el saber que ya nunca podría estar ligado a una mujer —ni legítima ni ilegítima— le librase de algo que en el fondo le hacía desgraciado.
Recordó con ligera indiferencia, casi como a alguien tratado superficialmente en época lejana, a la mujer que había firmado aquella carta con el nombre de Pilar. Era como si coincidieran ahora todos los cuerpos que aquella mujer le había ido ofreciendo cada día. Y sintió la promiscuidad de la carne propagándose a través de todos aquellos cuerpos desnudos impúdicamente iguales como si fuera el mundo entero que se escapase de su propia vida, escasa y débil. La indiferencia con que la recordaba era como la preparación de su tormento. Lo que en el caso de su mujer propia había sido dolor, y por ello más soportable, en este caso era la pura indiferencia desesperada de comprobar por medio de alguien extraño, esta Pilar que firmaba esta vulgar carta de despedida, que su problema —él mismo como problema sin saber por qué— no tenía solución. Aguado se marchó de allí desesperadamente, como si en aquel piso alquilado para el amor mercenario quedase su última posibilidad de ser.
Anduvo por las calles llevando la agitación en su figura silenciosa de transeúnte apresurado. «Y no puedo ser puro. Si lo lograse, todo lo que ahora me parece horrible dejaría de ser. Tengo que buscar la castidad. Lograr ser casto sea como sea.» Y lo intentó. Sin espíritu religioso, aquel hombre buscaba la pureza que se basaba en la sexualidad fallida como quien busca que nazca un niño de un cuerpo muerto de mujer. Empezó para él una época de recogimiento y soledad, cosa espantosa en medio de un Madrid de primavera, ligero y acariciante en su ambiente tibio y sensual. Vivida la soledad continuamente, dejó de serlo de forma inexplicable para él. Lo que al principio se ofrecía como calma: «Ya está —pensaba—, ya tengo una soledad que no turba con su presencia la mujer», pronto se convirtió en una nueva realidad que quizá por no serlo de verdad le agitaba más profundamente. Hasta entonces su problema consistía en algo cierto que involuntariamente él tenía que afrontar; pero cuando descubrió que la soledad, por el simple hecho de serlo, producía una modificación en todo lo que para los demás era la realidad, se dio cuenta de que lo que hasta entonces le había preocupado era tan sólo la superficie de algo más rico y turbador. La realidad había dejado de serlo para él. Claro está que la vida seguía siendo la misma de siempre. Allí estaba su casa; todo el confort conocido de siempre; las doncellas actuando con su silenciosa eficacia; su propia mujer, con vestidos distintos y diferentes gestos, como si fuera diversos aspectos de alguien que nunca se daría del todo a conocer. Estaba fuera Madrid, la ciudad entera, con la gente andando incesantemente y el difuso ruido de la circulación. Pero esto, que existía también para él, podía ser anulado, y lo era simplemente por la soledad y el silencio. No se trataba de la ensoñación. El sueño era para su experiencia como una existencia en vacío, en el que las cosas se ofrecían sin ser, tal como si exentas de la verdadera realidad desarrollaran inútilmente sus posibilidades. El sueño tenía la tristeza de la insuficiencia. Y Ángel, por el contrario, encontraba en esta impotencia, por fin, la manera de satisfacer su sensualidad.
Fue un día, de pronto, cuando descubrió que toda su lucha por la castidad no había sido más que una sutil manera de exacerbar, quizá mejor, de crear su lujuria. Hasta entonces el deseo no era en él algo propio y como separable de su propia naturaleza. Más aún, ahora se daba cuenta de que muchas veces no existía en él tal deseo, y que si lo buscaba no era por lo que el placer lleva siempre dentro de sí, sino por el contrario, por la ansiedad amarga que le entregaba este camino que no conducía a ninguna parte. La ansiedad por la ansiedad torturándole y como flagelando inmaterialmente su espíritu se le apareció como la anunciación de algo que pugnaba dentro de él desde la niñez.
Fue desde entonces su vida un gran secreto, quizá incluso para sí mismo, que como todos los secretos necesitaba de la confesión. Durante el día, su manera de vivir era la normal en alguien de su edad y fortuna. Extraños entre sí, su relación con su mujer tomó un aspecto convencional de entendimiento superficial, como son las relaciones que se fundan en la buena educación, escamoteando deliberadamente de ella todo lo que se suele llamar sentimientos y pasiones. Pero en Ángel Aguado aquello correspondía a una astucia que por nadie podía ser comprendida ni aun sospechada. Mientras se encontraba a su lado, aparentemente correcto y distante de ella, Ángel recordaba sus experiencias con otras mujeres como si se tratase de una serie de furtivas violaciones de que él hacía víctima en los otros cuerpos a su propia mujer. Sentado silencioso frente a ella durante la comida, algunas veces sonreía con misteriosa malicia recordando cómo la noche anterior había estado con ella, llorando, gritando casi a su lado; haciéndola partícipe y casi cómplice de su propia abominación. Y no era en el fondo otra cosa —él no lo sabía— que la repetición, como el que pretende traer otra vez algo a través del tiempo hasta la actualidad, de las escenas violentas y amargas vividas en su matrimonio a raíz de haberse aquél celebrado. De todas las mujeres por él conocidas y utilizadas, la más buscada y necesitada por él era esta muchacha a quien ahora llamaba: Carmen. Y no porque se pareciese en lo físico a su mujer —ya que al mismo Ángel no le parecía su mujer una belleza—, sino por la existencia en ella de algo, no sabía si en su carácter o en su carnalidad, capaz de llevarlo a ese estado de ánimo que sustituía en él a la felicidad. Estado de ánimo que, si alguien le preguntaba en qué consistía, no sabría explicar, ya que cuando era por él vivido le llenaba el mismo tiempo de cosas tan distintas como son el abatimiento y la exaltación. Y ya casi en él, esperaba ahora en el teléfono su contestación. «Sí, sí, soy yo. Bueno, iremos a cenar juntos. Bajaré a la calle dentro de un cuarto de hora. Yo también estoy muy contenta. Adiós.»
Ya estaba. El hombre colgó el aparato y salió de la cabina. Estaba en un bar americano de la Gran Vía. Al atravesar el salón para salir a la calle sintió los ligeros ruidos de la gente que tomaba el aperitivo. Murmullos de conversaciones, algunas risas, el fresco sonido del cristal de las copas. Él también sonrió. Era un hombre no viejo, muy bien vestido, alto y casi gordo, que ponía ahora en marcha el motor de su automóvil.