XII

MANOLO miraba cómo el borracho Nicolás cruzaba la plaza en este instante. Nicolás lo hacía dificultosamente. Andaba vacilando y daba la sensación de que iba a volver a caerse, en cualquier momento. Pero consiguió llegar hasta la acera donde se encuentra la alta verja del Ministerio de Fomento, no sin que antes hubiera estado a punto de ser atropellado por un coche. Al tocar la verja, y probablemente reconocerla, el borracho se dejó caer pesadamente. Manolo aún miró unos instantes para ver si Nicolás tornaba a levantarse. Pero de repente dejó de hacerlo y se olvidó por completo del borracho. Anduvo perezosamente entre los grupos que por allí se encontraban y luego se dirigió hacia una de las paradas del tranvía. Éste había llegado y un tropel de gente luchaba por tomarlo. El golfo miraba tranquilo la escena. A Manolo le gustaban mucho estas cosas. Pero el tranvía arrancó con estridente ruido de hierros descompuestos y el lugar volvió a quedar vacío de nuevo. Manolo, entonces, atravesó la calle. Él mismo no sabía por qué hacía eso.

Había estado parado más de media hora y andaba por estirar las piernas. Al llegar al otro lado vio a Nicolás, que seguía tumbado en el suelo. Cuando estuvo cerca de él oyó unos ronquidos espantosos. Tan sólo le había observado unos momentos. Vió al borracho durmiendo y el golfo continuó su paseo. Al llegar a la esquina, en la oscuridad, había un hombre acurrucado en el suelo. Manolo no lo reconocía al pronto, pero el hombre le habló en seguida.

—Manolo, ¿no me conoces? Soy el Condenas.

El golfo le saludó cariñosamente.

—¿Adónde vas ahora? —le preguntó el Condenas.

Al oír la pregunta, Manolo se dio cuenta que en realidad no iba a ninguna parte. Así que contestó con aire indiferente:

—Por aquí. Estaba, simplemente, andando.

—Entonces, ¿no caminabas a parte ninguna?

Manolo se lo confirmó con un movimiento de cabeza. El Condenas pareció reflexionar. Estuvo en silencio unos instantes y luego dijo:

—Si quieres, puedes sentarte conmigo.

Manolo, sin contestar, así lo hizo. Ya sentado, miró hacia el Condenas, pero éste parecía haberse olvidado del muchacho. El Condenas era un hombrecillo ya viejo, con una voz extremadamente dulce y afable. Nada más verle se le notaba que sufría ausencias mentales o a lo menos algo que parecía producir por instantes una especie de vacío en su cerebro. Tenía los ojos pequeños, pero vivaces y risueños, y esto desconcertaba un poco al que le miraba, porque, en cambio, el resto de la cara solía permanecer impasible. Tan sólo rompía esta monotonía del rostro un tic que le obligaba a casi cerrar uno de los ojos subiendo la mejilla constantemente. Este movimiento se aceleraba cuando el Condenas hablaba mucho o se ponía nervioso. Aunque las ropas que llevaba estaban sucias y desastradas, iba peinado muy decentemente. El Condenas fumaba, en una pipa de madera, la colilla de un cigarro habano. Hasta Manolo llegó el humazo que la colilla despedía. El golfo pareció dilatar su nariz y aspiró el fuerte olor del humo con deleite. En el silencio se sentía como los dos hombres parecían sumergirse en la pesada y ciega felicidad que el olor del tabaco producía en ellos. Manolo, sin hablar, lió rápidamente un cigarrillo y se puso a fumarlo después de encenderlo. Ahora se sentía tranquilo y dichoso. Comprendía que no se necesitaba para nada hablar, como si la palabra hubiese perdido su sentido, de repente. Así como estaban, casi tumbados en el suelo, era un espectáculo extraño observar el andar de la gente. Manolo habló casi sin darse cuenta:

—Creo que la gente, los hombres todos, andan demasiado. Y andar así no tiene sentido, casi.

Al lado de ambos pasó alguien ahora. Los golfos no levantaron la cabeza y parecía raro, sobrenatural casi, ver las dos piernas solas desplazarse y moverse. Manolo se fijó en los zapatos. Tenían la suela del tacón desgastada por el mismo lado. Era, desde luego, como extrahumano, ver pasar las piernas como si no pertenecieran a nadie. Manolo volvió a hablar de nuevo, aunque el Condenas no le había contestado.

—Esos pies que acaban de pasar por aquí, tenían prisa, ¿no te has fijado? Pero yo me pregunto, muchas veces, para qué sirve esa dichosa prisa.

Y se rió, después de haber soltado una palabra obscena. El Condenas, después de oír lo que Manolo dijo, siguió en silencio. Pero el chico ni se dio cuenta de ello. Miraba ahora los árboles que se encontraban cerca de ambos. Los árboles eran acacias. Casi todas pequeñas. La sombra de sus ramas se movía lentamente en el suelo. Vistas de pronto, su color era muy agradable, con su verdor nocturno. Manolo, al ver estas ramas, se acordó de lo que había contado antes al Reniega. Pensó dónde se hallaría éste, pero más distantemente, casi con indiferencia. Sin embargo, el recuerdo del Reniega le había traído las ganas de hablar. Sabía que se podía hacer eso fácilmente con el Condenas. Claro está que aquel hombre quería siempre hablar de la misma cosa. Pero eso a Manolo no le importaba demasiado. Es más, aunque al principio le daba pereza empezar a hablar de aquello, luego se apasionaba y podía estar haciéndolo horas y horas. Éste era el único hombre de los que Manolo conocía que había matado a alguien, y el chico, aunque sabía de sobra todos los detalles de cómo el Condenas lo había ejecutado, seguía sintiendo, cuando el Condenas lo recordaba, una extraña sensación de misterio. Manolo recordaba ahora la impresión que le había hecho conocer al Condenas por vez primera.

El golfo quiso precisar el tiempo que había pasado desde entonces, pero no pudo. Y Manolo se vio a sí mismo, como si el recuerdo hiciera retroceder efectivamente al tiempo, mucho más joven y más ignorante. Estaba ahora mirando al Condenas con la cómoda tranquilidad de alguien que se conoce bien y casi se quiere, y le resultaba embarazoso y desagradable pensar que unos años antes había temblado cuando se acercó hasta él con un amigo que le había informado de quién era. «Entonces yo andaba a ciegas por la vida. Era casi como si no existiera. Vi a este hombre y no me enteré de nada.» Manolo, ahora, creía conocerlo bastante. Lo que sucedía era esto: lo que constituía el suceso que era la clave de la vida toda del Condenas, escapaba a su comprensión. Pero al golfillo le tranquilizaba el hecho de que tampoco parecía estar mucho más claro para el propio hombre que lo había cometido. «Lo gracioso —pensaba en este instante Manolo— es que yo he soñado varias veces con la mujer del Condenas. Una fulana que estaba ya muerta cuando yo todavía no había nacido.» Y el chico se rió para sí, en silencio, como si aquel sueño fuese una especie de broma que alguien gastaba desde la eternidad a lo que de verdad parecía la realidad y la vida.

—Pronto va a llegar ya el verano —dijo Manolo—, y yo me alegro. Me gusta el buen tiempo. Me gusta estar mucho tiempo tumbado en el suelo. Esas noches de verano, que puedes estar panza arriba sin hacer nada, escupiendo o mirando a las estrellas.

SI Condenas, al pronto, nada dijo, pero se le acentuó el tic nervioso y el resto de la cara se quedó impresionantemente impasible. Manolo le había mirado un instante con el rabillo del ojo y luego continuó hablando.

—Durante el verano yo creo que toda la gente tiene que ser feliz. Sí. Creo que es casi imposible que haya alguien que no se sienta dichoso.

Manolo no creía esto de una manera absoluta, aunque tampoco podía decirse que era falso, ya que para los pobres y vagabundos el calor es siempre más soportable que el frío. Pero si el chico lo decía en este momento es porque sabía de sobra que cuando el Condenas lo oyese no podía existir fuerza humana que le impidiera hablar. Así ocurrió, en efecto. No había terminado Manolo de hablar cuando el Condenas empezó a hacerlo con su vocecilla estridente.

—Estás confundido, Manolo. Completamente confundido. La desgracia y la desesperación no tienen nada que ver con el frío ni con el calor. Nada en absoluto. Se puede sufrir como una bestia agonizante mientras a dos pasos de ti, completamente a tu lado, pían alegremente los pajarillos y florecen las rosas. Es más, puedes sentir todo eso y ver el cielo azul sin una nube y ver cómo se extienden verdes los campos y oír a lo lejos cómo cantan los hombres y tú ser como una condenación y sufrir, sufrir de tal manera que se piensa en la muerte como en un descanso.

Mientras decía esto, la voz del Condenas se tornaba temblorosa y aumentaba su altura, pero sin que fuera por un momento iracunda, como si para aquel hombre fuese imposible de expresar la misma desesperación de que estaba hablando.

Manolo quiso aún contradecirle:

—Pero aunque ese hombre sufra en tal momento, habrá algo dentro de él que comprenda que, a pesar de todo, el mundo es entonces hermoso.

El Condenas repuso, rápidamente:

—¡No! ¡No creas de ninguna manera eso! Te digo yo que no es así y debes creerme.

Volvió a haber ahora un nuevo silencio. Manolo lo cortó:

—No puedo figurarme bien eso que dices. Me parece que lo estás exagerando.

La voz del Condenas resonó en este instante casi indignada:

—Hay que vivirlo para saberlo. Hay que pasar por ello, desde luego. —Pareció que se callaba, pero continuó rápidamente—: Si tú lo hubieras pasado, no tendría yo necesidad de estar hablando en este momento. Los dos callaríamos y ese silencio sería bastante. Pero tú eres un zagal, nada más que eso eres, por fortuna tuya. —Manolo nada dijo y el Condenas prosiguió, con voz dulce y tranquila—: Tú ya sabes que yo maté a mi mujer. Lo sabe toda la gente de la calle. Todos los pobres y golfantes. Hasta tal punto se sabe, que nadie conoce mi verdadero nombre. Me llamo Félix, pero sólo por el Condenas se me nombra y se me conoce. No es que eso me importe. La mayoría de los que así me llaman han oído la muerte que yo hice contada de mis propios labios. No es que me importe. Lo digo únicamente porque es verdad, y cuando una cosa es verdad la puede decir cualquiera. —Se paró a descansar un instante. Ya seguía de nuevo—: Yo maté a mi mujer en un verano. Fue una noche del mes de agosto. No querrás creerme, pero se me ha olvidado ya el año que fue. En cambio, recuerdo el día. En el amanecer del veinte. Y casi la hora. No faltarían ni diez minutos para las tres y media. Poco después empezó a clarear el día. Ya te he dicho que no puedo acordarme de los años que han pasado. Sé que son muchos. Casi, casi la vida de un hombre. Pero del día sí me acuerdo. Y de ese maldito calor de que tú estabas hablando. El calor que había hecho el día anterior. Un verdadero bochorno. Los hombres sudaban allí donde se encontraban. Lo mismo los que segaban en los campos que los que estaban en las eras trillando. Vosotros, los golfos de capital, no sabéis lo que es eso.

Manolo le interrumpió un momento:

—En Madrid también aprieta el calor en el verano.

Pero el Condenas prosiguió rápidamente:

—Ya lo sé. Pero no es igual el calor del sol cuando cae sobre el asfalto de las calles, o parece pudrirse dentro de las casas, que el calor del sol cuando se está en medio del campo. Yo hablo del calor que hace en mi pueblo, que es uno de los muchos que hay en Castilla. Calor de estar trabajando mientras cae sobre los hombres el sol como si fuera fuego. No creas que quiero decir que sea malo eso. Ni mucho menos. A todos los que somos campesinos nos gusta, y en el invierno, cuando llueve en la calle y se están las horas muertas dentro de las casas, no creo que haya siquiera uno sólo que no recuerde con gusto el sudar y el bregar del mes de agosto. —Se interrumpió un instante y luego siguió con su vocecilla dulce—: Estás en las eras y el polvo amarillo de la paja flota en el aire caliente y en calma. Y ves delante de ti el sudor de las bestias que trillan y te huele su estiércol. Así es, para un campesino, aquello. Así lo era para mí, entonces. Había vivido sin salir de mi pueblo, salvo los meses del servicio. Te decía que ese calor maldito había hecho aquellos días. Todo el pueblo estaba en los trabajos. Todo el pueblo, lo que se dice todo el pueblo. Yo estaba con un labrador rico. Desde que tengo uso de razón sé que soy pobre. Me tenía el año entero y yo ya estaba casado. Un pobre, en el campo, no vagabundea, sino que trabaja de firme. Pero no es eso lo que quiero contarte. Maldita cabeza tengo ya. Te estoy hablando de otras cosas y de lo que ansío no lo hago.

El Condenas parecía ahora fatigado, tomó aliento y continuó:

—Me dolía una muela. Llevaba ya dos días con ella penando. El calor la rabió y se me inflamó la quijada. El amo me dijo que durmiera en casa esa noche. Y yo fui a dormir a mi casa por culpa de aquella muela. En el verano se duerme en las eras, y ya entre dos luces se oye el rodar de los carros que van al acarreo. Me acosté con mi mujer y me quedé dormido. Venía cansado. Cuando el sueño me rindió vi que mi mujer me estaba mirando. Estaba allí su olor y todo lo que es una mujer cuando la tienes en la cama, al lado. Pero ya te digo que me rindió el sueño y quedé como un tronco. Así hasta esa hora que digo. Un poco antes de que amaneciera. Me despertó el dolor, de nuevo. Parecía que la cara me ardía. Me llevé la mano al carrillo y lo tenía muy hinchado. Busqué entonces los fósforos y encendí la vela. Hasta ese momento no me había dado cuenta que estaba yo solo en la cama. Fui a dar una voz, pero no lo hice. —Calló un momento y siguió—: Ya ves, en una voz que se dé o que no se dé está a veces la desgracia. Si yo le hubiera gritado entonces a ella, seguro que no la hubiese matado. Pero no di esa voz. Me tiré de la cama tal como estaba, en cueros vivos. Me hizo bien sentir la frialdad del suelo en la planta de los pies. Andaba con la vela en la mano, en dirección a la cocina, para dormir el dolor con un buche de vinagre. Cuando salí de la habitación donde dormíamos oí como si alguien anduviera moviéndose en el corral. Yo no sé si tú conoces la casa de un hombre humilde de pueblo. Son casas pequeñas, hechas de adobes. Pero todas tienen la corraliza detrás y en ella un cobertizo para el burro. Porque un asno es el solo lujo y la única comodidad que tienen los pobres.

El Condenas se dio cuenta de que volvía a separarse del camino de su relato.

—Pero no es eso lo que quiero decirte. Siempre digo cosas que no son las que estoy pensando. Oí que alguien rebullía en el patio y me asomé a un pequeño ventano. Al pronto, no vi nada. Estaba todavía la noche en el aire. Entonces miré al cielo y supe la hora que era. Fue al bajar los ojos cuando vi una especie de sombra grande que se movía en el suelo. Sin ver lo que podía ser, oí unas risitas. Yo no pensaba ni nada, sino que estaba lleno de sorpresa mientras sentía como el latido de dolor de la muela me atravesaba toda la cara. Mi mujer, entonces, se quejaba, y se oyó muy bajo y confuso la voz de un hombre que se reía. Me quedé como si fuera de piedra o cosa así que ni es ni existe. Yo tenía el dolor latiéndome y no quería llegar a comprender lo que significaba lo que estaba viendo con los ojos. Estuve así un instante, como si se me hubiese cerrado la cabeza y sintiendo el dolor en la carne incesantemente. La gran sombra del patio seguía y también los pequeños y como ahogados quejidos de mi mujer, y la risa apagada de un hombre. Es raro, muy raro cuando ocurre eso. No se puede pensar ni casi ver, como si tuvieras un nublo en los ojos. Bueno, quizá no es eso, porque yo veía el bulto de sombra y distinguía los quejidos y voces. No sé cómo decirte. Tornó a quedar en silencio durante un instante. Ya proseguía. Pero de repente lo comprendí todo. Sentí una cólera, una especie de fuego que se me encendía en todo el cuerpo. Me dolió salvajemente la cabeza. El propio latido de dolor de la muela lo sentí como galopando por la sangre, en el corazón o en otro sitio cualquiera. El cuerpo todo parecía erizado y el corazón me empezó a latir con enorme violencia. Tenía la boca seca y me pareció que dentro de ella alguien me había metido un montón de paja. Ese gusto de la paja, como soso y seco. Sabía que tenía que hacer algo y estaba allí temblando, en cueros, lleno de desesperación e impotencia. No sé lo que sucedió, quizá bramé como un toro, sin darme cuenta, o la respiración se me hizo tan espesa y gorda que se oiría desde lejos, pues me oyeron. La enorme sombra se deshizo rápidamente y el cuerpo de un hombre echó a correr furiosamente mientras mi mujer miraba a todos lados, recelosa. Entonces fue cuando salí corriendo hacia la cocina. Al verlos había matado la luz de la vela y llegué hasta allá dándome golpes y trompicones, pero nada podía sentir en esos momentos. Luego, cuando lo he recordado, me he dado cuenta de que ya no tenía el latido de dolor de la muela. En la cocina torné a encender la luz. Sobre la mesa de pino estaba el cuchillo grande con que se cortaba el pan y otras cosas. Lo cogí con tantas ansias que al hacerlo me corté un poco en un dedo. El tener el cuchillo me dio una tranquilidad tremenda. Tú no lo creerás, pero entonces me sentía divinamente. Y con paso tranquilo volví hasta nuestro dormitorio. Al pasar de camino torné a mirar por el ventano. Mi mujer estaba todavía en el corral, como una persona que no sabe qué es lo que puede hacerse. Yo tan sólo miré un momento. Luego entré en nuestro dormitorio y me senté en la cama, esperando. Se me había quitado el cansancio y me sentía fuerte. Empezaba a venir lentamente el día y el aire iba clareando. Se sentía un frescor agradable. Pero yo tenía dentro un infierno. Hay veces que se tiene una calma que dura un momento, para que después sea aún mayor la desesperación que se tiene dentro. Así me sucedió a mi entonces. No sabía lo que iba a hacer con aquel cuchillo, pero la sangre parecía que iba a reventar en todo mi cuerpo. Y en ese momento oí los pasos de mi mujer. Andaba suavemente. Ella tenía poca estatura y poco peso, pero aquella suavidad sólo la logra una persona que anda con mucho cuidado. Al oír los pasos me dio un alegrón tremendo. Cada vez los sentía más próximos. Entonces cogí el cuchillo por el mango. La madera de éste era suave y la sentía así dentro de mi mano. Por la ventana que había en la habitación empezaba a entrar esa luz de la amanecida, gris y fría. Ya se distinguían, aunque confusamente, las cosas. Sentí frío y dejé el cuchillo para ponerme la ropa. Hasta ese momento no me había acordado que permanecía en cueros. Ya ves, tú, Manolo; si llega a entrar en ese momento mi mujer a lo mejor hubieran sido de otra manera las cosas. Pero ella se había parado en alguna parte, y ya no se la oía. Ya vestido, cogí el cuchillo y me puse a esperar de nuevo. Cuando yo declaré esto a la justicia, uno de los que me escuchaban me dijo que por eso era peor lo que había hecho. Yo no sé por qué lo dijeron. ¿Qué se podía hacer entonces sino esperar, aunque no se supiera para qué? ¿No te parece?

Manolo tardó en contestar un momento.

—No sé qué decirte, Condenas. No puedo entender muchas de las cosas que hace la gente, y eso que tú hiciste con tu mujer es una de ellas. Pero quizá yo hubiera hecho lo mismo. Seguro que en el fondo un hombre es igual que otro.

Y se volvió a callar el golfo. La vocecilla dulce del Condenas se oía de nuevo.

—Allí seguí yo esperando. El latido de dolor de la muela había desaparecido por completo. Entonces me di cuenta de que tenía hambre. Apenas había comido los días anteriores, por culpa de la muela, y ahora el hambre se me había abierto de repente. Pensé en ir a la cocina de nuevo y cortar un cacho de pan y comerlo. Pero me acordé que estaba esperando a que viniera mi mujer y que ésta andaba por allí cerca, escondida en alguna parte. Me puse muy nervioso. Pensé gritar, para que ella viniera por fin, pero me contuve y no lo hice. El hambre me apretaba cada vez más y yo me sentía furioso por dentro. Esto es así, como te lo cuento. Alerté el oído por si se notaba alguna cosa, pero toda la casa estaba en silencio. Me cansaba de estar como estaba, quieto; pero seguía esperando, como si alguien me obligara a ello. Ahora se oía el canto de los gallos mañaneros. Cantaban una vez y otra, desde lugares diversos. También oí entonces los primeros carros que rodaban a lo lejos. Iba a amanecer y era como siempre amanece en los pueblos. Entonces llamé a mi mujer. Creo que la voz me debió de salir tranquila. Al pronto no me contestó nadie. «Emilia —volví a decir—, ¿es que no estás en casa?» Ahora me contestó ella. Al oír su voz comprendí que había estado allí mismo, casi en la puerta, todo aquel tiempo. «Ahora entro», me contestó. Y yo apreté con fuerza el cuchillo. Apenas pude verla. Estaba, como visten todas las casadas en los pueblos, vestida de negro. Era de piel morena, pero estaba pálida como la cera. Cuando me vio con el cuchillo, nada dijo. Se echó a temblar, pero se quedó quieta. Yo creo que fue eso lo que me hizo abalanzarme sobre ella. Le metí el cuchillo a ciegas, sin escoger lugar para ello. Entonces no supe cuántas veces lo hice, pero más tarde, cuando estuve solo con su cuerpo muerto, las conté. Pensé que había sido una, pero eran siete las puñaladas que había dado en su cuerpo.

El Condenas volvió a callarse. La colilla del cigarro se había terminado y el hombrecillo, ahora, sacudía la pipa contra el suelo. Al terminar de hacerlo metió la mano en un bolsillo y sacó un puñado de colillas. Manolo le observaba atentamente. El Condenas eligió con cuidado una de ellas y la colocó dentro de la pipa. Tuvo ésta en la boca unos instantes y después la encendió con un fósforo. Ahora chupaba con verdadera ansia. El humo flotó espeso en el aire y el Condenas empezó a hablar de nuevo.

—La sangre, ¿sabes?, la sangre, cuando sale y luego se seca y parece que se vuelve negra. Al pronto yo no vi otra cosa que la sangre, como si no estuviera allí mi mujer ya tiesa, con los ojos horriblemente abiertos. Pero eso no lo vi al principio, sino más tarde, luego. Cuando se mata a alguien, al principio no se sabe… Me sentí como parado e idiota. Estaba pendiente de la sangre que salía y creo que lo único que llegaba a pensar es que ella, al extenderse, iba manchando todo lo que encontraba a su paso. Pero esto no duró mucho tiempo. Vi de repente la cara de mi mujer como estaba y el cuerpo, que había quedado sobre el suelo con una apariencia muy rara, como si ahora no tuviera ya peso. Se había ido quedando rígida y parecía más larga. Entonces fue cuando supe que estaba muerta. Yo la había matado, pero seguía sin moverme siquiera, y me puso nervioso el ver que no se movía y saber que no podía oírme. Aunque te parezca mentira, yo tenía ganas de insultarla y de golpearla, pero comprendí que no podía hacer ya eso. Nada le había dicho de lo que había sucedido en el corral y me trastornaba casi la idea de que ella había muerto sin que habláramos de aquello unas palabras siquiera. Y de repente me marché a la cocina. Allí cogí un pedazo grande de pan y un poco de tocino que encontré en una alacena. Me puse a comerlo vorazmente y mientras lo comía me sentí tranquilo. Sin terminar de comerlo todo volví a la habitación donde sabía que mi mujer estaba muerta. Mientras masticaba la miré, pero sentí un asco espantoso, se me revolvió el estómago y devolví todo lo que había comido. Sin saber por qué, estaba temblando, como cuando se tienen calenturas muy altas. Daba diente con diente. Y sentí una desesperación como no creo que haya otra igual en el mundo. No pueden explicarse estas cosas. Lo sé de sobra.

Pero te digo que no pueden ser peores las ansias de la muerte. Estuve allí tiempo y tiempo, sin moverme, mientras el día abría del todo y se oía a la gente que ya andaba por las calles del pueblo. Las vecinas de mi casa hablaban unas con otras y se las oía barriendo. Y yo seguí allí. Te digo mi verdad. No pensé. Pero lo que se dice nada. En presidio, muchos hombres que también lo habían hecho, contaban que lo primero que sentían era una especie de necesidad de que desapareciera el cuerpo. Pero yo no pensé eso ni por un instante. El dolor me había paralizado y no podía ni pensar ni moverme. Después me calmé y estuve mirando las heridas que en su cuerpo había hecho. Pero lo miré sin acercarme y sin tocarla ni con un dedo. Estaba cansado y me tumbé en la cama, pero sólo pude estar así un instante. Me levanté de un salto, lleno de miedo. Creo que lloré durante algún tiempo. Sabía que tenía que hacer algo, pero no tenía alma ni para mover un dedo. Y seguí todavía en la habitación. Ésta se empezó a llenar de moscas. Esas moscas que hay durante el verano en todos los pueblos. Empezaron a posarse en la sangre y en el cuerpo de mi mujer y yo me puse a espantarlas, como un loco. Yo no sé bien el tiempo que estuve haciendo eso. Cuando me sentí rendido de agitar los brazos e ir de un sitio a otro para que se fueran, me sentí lleno de desconsuelo. Yo creo que si no hubiera estado tan abatido, es seguro que entonces me hubiera dado muerte. Pero estaba tan cansado que ni pensé en ello. Y así me marché de casa, sin saber siquiera lo que estaba haciendo. Eché a andar bajo el sol, que calentaba como un infierno, y crucé por en medio del pueblo, que a aquellas horas estaba ya desierto, con toda la gente en el campo haciendo la siega. Marché camino adelante, por ir, ya que la idea de escapar no se me había pasado siquiera por la cabeza. Si salí de la casa fue porque estaba cansado de luchar con las moscas y no podía seguir viendo cómo se posaban en la sangre y en el cuerpo muerto. Ya te digo que fui andando cosa de dos horas por aquel camino polvoriento. Sudaba copiosamente, pero eso no me importaba nada. Lo que ansiaba era seguir andando. Luego, cuando estuve ante los jueces y tuve que contar todo esto, ellos me dijeron que lo que pasaba es que yo quería huir. Pero he pensado muchas veces en cómo fueron las cosas y sé que no es cierto. Yo lo que quería era andar, pero me acuerdo como si fuera ahora que lo que me preocupaba más era que el carro tenía que estar listo para el acarreo, y yo me daba cuenta que nadie iría a enganchar los machos, porque yo era quien tenía que hacerlo, como carrero. Esto me preocupó mucho, porque estaba, como ocurre casi siempre en el campo, encariñado con las bestias que tenía a mi cargo. Eran dos mulos, uno de ellos grande y muy joven, con el pelo lustroso y negro. El otro era color ceniza y no tenía la alzada ni el poder del «Moro», como se llamaba el mulo negro, pero era valiente para el arranque y tiraba, si le animabas con la voz, como un rayo.

Manolo le interrumpió en este momento. Al chico le interesaba mucho que le hablaran de animales. Como todos los golfos de ciudad, eran cosa extraña a su vida mulas, bueyes y caballos.

—Creo que tiene que ser bueno ir con animales como esos que dices. Ir con ellos casi como se va con unos amigos. Y llevarles por los sitios y hablarles.

El Condenas se rió un instante, complacido, y luego continuó:

—Así es. Tal como lo piensas. Pero ya te digo que yo iba pensando en la pareja y en el carro y en que nadie se presentaría en la tierra con ellos. Crucé un pueblo que está a una legua del mío. Es un pueblo pequeño. Un pueblo de casuchas de barro, con la torre de la iglesia en medio. Aquellos lugares son así; con las casas del mismo color que el terreno. Pasé por ese pueblo, y cuando seguía andando por el camino lleno de polvo, sentí galope de caballería detrás. El galope se acercaba por momentos. Y yo me alegré, porque supe, sin que nadie me lo dijera, lo que era aquello. Entonces me di cuenta que mientras venía andando lo que deseaba era precisamente que sucediera algo. Yo no sabía qué, pero tenía que ser algo, desde luego. Así que me paré y reconocí a los que venían corriendo con los machos. No lo querrás creer, pero me sentí contento.

El Condenas se quedó en silencio. Se le había apagado la colilla de la pipa y se puso a encenderla con cuidado y calma. Manolo, mientras el hombrecillo lo hacía, nada dijo. El Condenas miró hacia una de las acacias, que ahora temblaba ligeramente con un poco de viento. Tuvo los ojos en el árbol y después de soltar una bocanada de humo prosiguió:

—Nunca he podido saber después por qué me puse a andar por aquel camino, como si fuera huyendo. Yo no quería marcharme. De eso estoy seguro. Después de matarla, nada deseaba: ni huir ni marcharme. Bueno, tampoco creo que la maté queriendo. Ahora me parece raro aquello. La sangre, ¿sabes? Cuando se da un golpe o se clava un cuchillo, no se puede uno siquiera imaginar lo que viene después.

Y el Condenas se quedó definitivamente en silencio. Miró a Manolo con desconfianza. Éste estaba observando a un coche que acababa de pararse a pocos metros de donde ellos se encontraban en este momento. En el interior del automóvil no había luz y a Manolo le costaba trabajo distinguir quién estaba dentro. Por fin vislumbró dos bultos que se acercaban el uno al otro. Uno de ellos era una mujer; se le notaba la forma larga del pelo. Manolo sabía que ahora estaban besándose. Y tuvo dos recuerdos distintos al mismo tiempo. Uno era lo que había contado el Condenas; la sombra de su mujer con otro hombre en el corral, que el Condenas había visto por el ventano y otro recuerdo era lo que el Gomas había contado del tío gordo que intentaba besar a la chica aquella. Los dos los pensó Manolo y le parecieron al chico como contrarios e irreconciliables, por alguna causa. Pero la coexistencia de ambos sólo duró un momento. Como si hubiese derrotado al otro, quedó lo que el Gomas le había contado. Y Manolo soltó una carcajada estruendosa. El Condenas le miró ahora, pero nada dijo, y ambos golfos siguieron medio tumbados en aquel lugar, en silencio.