XX

AHORA seguía hablando Ángel Aguado:

—Yo creo que un hombre no deja de ser nunca niño del todo. Quiero decir que hay cosas de entonces que siempre vuelven. No sé por qué, pero me acuerdo de muchas cosas de mi niñez, esta noche. Sobre todo del ansia aquella que sentía cuando tenía seis o siete años. Un anhelo algo turbio, una afectividad nerviosa que necesita de alguien. —Había hecho una pausa y cuando reanudó su charla le había cambiado el acento. Éste tenía ahora como un estremecimiento doloroso—. Me he acordado de cuando era niño por eso de que hablaba antes… Eso que me parece que empiezo a comprender ahora… El que me odien precisamente cuando yo más quiero… Eso que no puedo evitar, que es superior a mis fuerzas —y Ángel Aguado miró con un gesto de inteligencia para Carmen—. Creo que en mí está eso desde entonces. Es curioso, se me han olvidado muchísimas cosas de mi vida y en cambio eso lo recuerdo siempre perfectamente. Ese amor mío no era por mis padres. En mi niñez les veía muy poco. Era la nurse que tenía. Siempre la veo a mi lado en lo que alcanza mi recuerdo. Y me parece que yo me he desprendido de su carne. Estuve tantas horas en sus brazos que su cuerpo me llegó a parecer tan familiar como mi propia carne. No es que la recuerde tal como era. Es una impresión ciega de toda ella. Yo la quería con locura, me sentía sometido a su voluntad por completo. Era para mí tan necesaria como el aire que se respira. Y esa mujer quería estar siempre a mi lado. Yo ahora pienso que la adoración que me inspiraba la compensaba de ciertas escenas violentas que tenía ella con mi madre. Lo mío era un amor sin límites. Me abrazaba a su cuerpo frenéticamente y solamente con tocarla sentía una calma y una seguridad maravillosas. —Quedó en silencio por un instante—. Y ella… yo no he podido saber si me quería. La verdad es que nunca he podido saberlo. Después que hacía varios años que ya no estaba en mi casa empecé a preguntármelo. Pensaba en ella y en seguida, sin saber por qué, quería recordar si me quería. —Hizo una pausa durante la cual miró rápidamente a Manolo y a Carmen, que le escuchaban silenciosos y prosiguió—: Lo que quería decir es que esa mujer hacía conmigo cosas extrañas aunque a mí me parecían completamente naturales entonces. Me parecía natural todo, porque aquella mujer era como mi dueña. Siempre sentía dentro de mí que le pertenecía. Y me gustaba todo lo que me hacía, aunque fuese doloroso. Lo recuerdo muy bien; me besaba de una manera que se me antojaba deliciosa. Aquellos besos me sumían en la felicidad como no he vuelto a experimentarla desde entonces. Me besaba y me decía palabras cariñosas al mismo tiempo que me colmaba de caricias. Su voz era en esos momentos muy dulce y como íntima. Pero llegaba un momento que las caricias se transformaban en pellizcos y golpes. Yo al principio no lo sentía, pero cada vez el dolor era más grande. Entonces, en aquella mujer había como un entusiasmo que se traducía en golpes y más golpes sobre mí hasta que me veía desesperado llorando. Cuando me observaba en ese estado me mandaba poner de rodillas y se quedaba en silencio mirándome. En mí se iba creando una ansiedad que ella percibía perfectamente y cuando comprendía que yo tenía necesidad de levantarme y echar a correr dando gritos, era ella la que se levantaba y empezaba a alejarse lentamente de mi lado. Me entraba entonces un temor y un desconsuelo espantosos. Apenas tenía fuerzas para suplicarle que no se marchase ni me dejase solo. En ese instante la mujer me tomaba con un cariño delirante y me cubría de besos y yo sentía algo sobrenatural, un gozo y alegría indescriptibles.

Ángel Aguado se quedó ahora en silencio. Tenía un desusado brillo en la mirada y le temblaba el fofo rostro. Carmen nada dijo. Fue Manolo el que le contestó en este momento.

—Yo vi algo parecido a eso. Era un chico que tenía para pedir limosna una fulana. Es la única vez que lo he visto. De lo demás nada sé, porque no he conocido a mis padres.

Aguado se interesó en seguida por lo que decía el golfo.

—¿A ninguno de los dos?

Manolo contestó con sencillez:

—No he conocido nunca a nadie que tenga algo que ver conmigo. No sé siquiera si he tenido familia alguna vez. La verdad es que desconozco todas esas cosas por completo.

Manolo decía esto con una sencillez extraña. Aguado parecía muy interesado oyéndole. Carmen le miraba en silencio; al golfo le gustaba sentir la mirada inteligente y atenta de la muchacha. Estuvieron los tres en silencio hasta que Ángel Aguado habló de nuevo. Su voz ahora era más enérgica, como si en cierto sentido le hubiese fortalecido lo que acababa de oír al muchacho.

—Quizá sea mejor como tú —y miró rapidísimamente para el muchacho—, como otros muchos que no tienen esa especie de ansia que yo siento… La verdad es que no lo sé. Si voy a decir verdad, creo que no sé distinguir dónde se separan el placer y el sufrimiento. Estoy seguro de que no lo sé.

Ahora habló por un instante Carmen:

—Eso nadie lo sabe.

Pero Aguado tornó a hablar con una rapidez brusca y como ansiosa.

—Lo mío es distinto. He observado a mucha gente y sé perfectamente que lo que a mí me pasa es diferente… Tengo la seguridad de que todo procede de entonces, de aquella mujer que he dicho antes. Todo mi deseo de hombre se ha encontrado con aquello. El querer revivir lo que es imposible. Y ¿sabéis lo que pienso? Que ella es el único ser que de verdad me ha querido desde que yo existo… Aquello era amor, a pesar de todo.

Y al decir estas últimas palabras hubo en su voz un jadeo anhelante.

Manolo miraba con curiosidad a Ángel Aguado. El rostro de éste había sufrido una gran transformación, fofo, quietamente parado, sin sangre, y la mirada clara de sus ojos casi inexistente mientras los pequeños labios de su boca se humedecían como con impudicia vergonzante. El golfo no podía comprender del todo lo que estaba contando este hombre, pero a pesar de ello adivinaba que aquellas palabras correspondían a algo que tenía realidad en alguna parte. Sin darse cuenta, su imaginación le trajo a la memoria al Condenas cuando contaba el instante de dar muerte a su mujer. Y Manolo creyó ver aquí, en el reservado, el rostro del Condenas hablando con aquella animación suya llena de tristeza, como si alguien lo pusiera en este momento junto al de Ángel Aguado. Éste se había tranquilizado de repente. Miró a la habitación, lo que ésta tenía de lugar que está ocupado por seres vivientes desde hace horas con esa atmósfera y hasta temperatura que dan los seres vivos, con una mirada errante y sin objeto, demasiado ligera para que recoja ninguna cosa. Después de mirar de esa forma Aguado se movió en la silla nerviosamente, un movimiento inconsciente, maquinalmente realizado.

—¿Sabes una cosa? —Ángel Aguado, inesperadamente, estaba de nuevo hablando—, una cosa que siento desde el primer momento que aquí entraste. —Manolo se había sobresaltado—. Que tú tienes derecho a odiarme. —Ángel Aguado había perdido su tranquilidad anterior y estaba ahora como temblando—. No sé, me parece que me siento culpable, como si yo fuese, en cierto sentido, responsable de lo que es vuestra vida.

El golfo le contestó con voz fría y tranquila:

—Nadie tiene la culpa. Las cosas son así. En el fondo creo que todo es igual. Todo lo que le puede ocurrir en su vida a un hombre.

—No es eso —le interrumpió Aguado—, no es que yo crea que sea cierto. Pero el sentirlo simplemente, el poder sufrir un momento por ello me descansa de algo.

Manolo, ahora, se había levantado; tuvo un gesto casi de niño en los labios, se dio cuenta de repente de lo que había hecho y sin decir nada se volvió a sentar en silencio. Después de permanecer sentado un instante, el golfo se puso a hablar nuevamente:

—Esas cosas que usted cuenta me parece que sólo les pueden pasar a los que tienen dinero. Nunca conocí a un pobre que hablase así. Nuestros dolores son diferentes.

Pero Aguado no le contestó siquiera. Había desviado sus ojos de Manolo y estuvo así, el rostro carente de expresión, durante algún rato. El golfo sintió extrañeza al ver cómo se desentendía de todo, sin motivo alguno, Ángel Aguado. Pero esta extrañeza fue pronto sustituida por otros sentimientos dentro del muchacho. Al principio, Manolo experimentó como una exasperación sin causa, una irritación que se desarrollaba ciegamente. La sentía ahora como un malestar físico dentro de su cuerpo. Pero las palabras anteriores de Aguado se enlazaban con esta molesta impresión de alguna manera. El golfo pensaba en lo que este hombre le había dicho. «Tengo derecho a odiarle. Todos los que viven como yo tenemos derecho a hacerlo. Pero es estúpido que él venga diciéndolo.» Al golfo le indignaba que Ángel Aguado hiciera una cuestión sentimental de lo que él sabía en su carne que era una realidad irremediable. En el fondo, la indignación del chico obedecía a otra causa desconocida para el propio golfo. Manolo, desde su adolescencia, luchaba contra la amargura por una clarividencia de su carácter. Dentro de sí mismo, constantemente, tanto en su sensibilidad como en sus sentimientos, el chico rechazaba la amarga marea de rencor y envidia que la vida llevaba hasta su corazón, siempre. Todos los deseos fallidos, todas las apetencias y hasta las ilusiones muertas, eran un peso de desesperación que había que sostener continuamente. Pero el ejemplo del Broncas y de tantos otros tipos de la calle como carcomidos por la amargura y la impaciencia en todas las horas de su vida, habían hecho que este muchacho luchase por la tranquilidad, sin descanso. Tranquilidad que no era una ignorancia de su propia condición, sino una especie de viril defensa de sí mismo. Ni más ni menos, el estado de ánimo del hombre que sabiendo que tiene motivos para desesperarse no se desespera. Por eso al golfo le resultaba despreciable que Ángel Aguado tuviera como sentimiento lo que él rechazaba de continuo aunque era realidad sucia y vil de su existencia. «Este hombre quiere ser bueno ilusoriamente. Solamente por sentirlo, sin hacer nada para serlo. En cambio, nosotros buscamos algo de lo que a él le sobra.» Y en este momento tuvo la sensación de que todos los golfos como él mismo, todos los tipos que como él y tantos otros vivían miserablemente en la calle, tenían un valor que ellos mismos ignoraban. Un valor que no residía en la fuerza, que quizá sólo fuera como una fantasía, pero que podía tocar con su amargura en el corazón de un hombre. Y sin dejar de sentir indignación contra Ángel Aguado, el golfo tuvo casi a ciegas la impresión de que, aunque inútil y transitoria, la confesión de culpa que ante él había hecho el hombre rico, le consolaba y reparaba en cierta manera.

—El caso de mi mujer. Lo que me ocurre con ella —Aguado se dirigía ahora a Carmen—. Todo lo que estuve contando durante la noche. Lo que me oyes gritar con desesperación cuando… Pero tú estás callada, como si no existieras. —En este momento la voz de Aguado tenía una exasperación extraña—. Tú puedes estar siempre en silencio…

Se calló de repente. Pareció quedar terriblemente cansado, jadeando y sudando en el silencio de la noche. Carmen le miró como si este silencio tuviese una significación concreta. Al contestarle se movieron delicadamente sus labios creando una voz casi susurrante:

—Es mi modo de ser, no te impacientes. Aunque no hable, escucho todo lo que vas diciendo.

Aguado, por un momento, pareció confuso. Su propia manera de hablar, un poco lenta y pesada, parecía emanar de su aspecto de cansancio.

—No quería decirte eso. Es la ansiedad que tengo esta noche, no sé por qué; algo como un presentimiento.

La muchacha le quiso tranquilizar. Le habló muy dulcemente, pero sin mirar para él un solo instante.

—Es por haber recordado tantas cosas. Siempre pasa lo mismo cuando un hombre se empeña en que vuelvan los recuerdos. —Aguado la escuchaba con ligero alivio—. Algo que consuela, pero insuficientemente.

—Puede ser así. Pero no me importa sufrir. Lo prefiero. —Y mirando para la muchacha, concluyó—: Tú sabes bien eso.

Manolo miraba a ambos en silencio. En este momento se le hacía evidente que algo muy extraño unía, si en verdad existía unión alguna entre ellos, a esta pareja. «Es —pensó el golfo— como si fueran juntos por una cosa distinta a la que suele unir a hombres y mujeres.» El chico no acababa de descifrar las continuas alusiones que hacía Ángel Aguado a lo que le sucedía con Carmen. Había en la manera de dirigirse Aguado a la muchacha algo que desorientaba al muchacho. Una mezcla contradictoria de intimidad y reserva, como si el señor aquel no tuviera relaciones carnales con Carmen. Manolo conocía por experiencia propia todas las manifestaciones involuntarias del deseo y ahora pensaba que nada entre ellos, ni miradas, ni gestos, ni frases, lo había manifestado en toda la noche de la manera evidente que tantas veces había sido percibido por el muchacho. Pero su pensamiento no podía pasar de ahí, ese límite ciego que pone siempre en todas las personas a cada instante la consciencia; y, como tantas otras veces, Manolo dejó de pensar en ello sin darse cuenta. En cambio, le había vuelto la irritación anterior. Manolo veía en este instante la cara silenciosa y como sin expresión de aquel hombre y sabía, como si alguien se lo estuviese diciendo, que nunca desde que había sido niño había sufrido como él y los demás que eran tan miserables como el mismo Manolo sufrían constantemente. El golfo comprendía que de cierta manera él estaba atacando con su presencia, solamente por ser un pobre, a Ángel Aguado. Pero aunque parezca extraño, nada más llegar a esta conclusión vio como evidente algo muy distinto: que a pesar de que lo que pensaba era verdad, Ángel Aguado se había ligado con él, aunque de una forma disparatada, solamente por haber pensado un momento que Manolo tenía derecho a odiarle. El comprender esto dejó muy confuso al muchacho. Éste miró ahora hacia las otras dos personas con el gesto del que tiene la sospecha de que está siendo engañado. Cuando Aguado recibió la mirada del golfo se puso a hablar de nuevo como involuntariamente:

—Hay algo siempre en todo lo que es la realidad que no puede ser entendido por el hombre. Digo esto por nosotros. —Y Ángel Aguado miró con resbaladiza mirada para el muchacho—. No es que tenga importancia, pero, a pesar de todo, es extraño. El hecho de que sigamos aquí sin más ni más, sobre todo recordando la manera de marcharse tu novia.

Fue después que estas palabras habían sido ya pronunciadas cuando Ángel Aguado se dio cuenta de lo que había dicho. Y al tener consciencia de ello tuvo un temor espantoso. Hubo un gesto en él parecido al que hizo cuando se acercó tembloroso al ver cómo se besaban el golfo y la Pelos. Pero ahora su temor era más grande. Aguado llevaba desde hacía mucho tiempo ocultando este pensamiento. Por qué lo había dicho ahora, era cosa que él mismo desconocía. Estaba como abrumado y pensaba al mismo tiempo la violenta situación que él creía haber creado con aquellas palabras y lo increíble que le resultaba —aunque lo sabía perfectamente— haberlas dicho en voz alta. Como le ocurría en otras ocasiones, en su confusión se fundían una viva contrariedad con una curiosidad malsana y anhelante. Manolo, al oír decir aquello a Ángel Aguado, no le dio ninguna importancia, pero de pronto comprendió lo que esta situación tenía de absurda y violenta. Ahora sentía una ira que no se localizaba en nadie y una creciente irritación contra él mismo que le resultaba casi insoportable. Miró casi con odio hacia ese hombre y sintió desesperación por ser él lo que era, como si ello estuviera relacionado con lo que en este momento le estaba abochornando. Carmen, en cuanto oyó las palabras de Aguado, palideció y se puso de pie, rápida y violenta.

—Vámonos ya —dijo secamente la muchacha.

Aguado la miró indeciso. Iba a contestarle, pero creyó tener una sed tremenda y se sirvió rápidamente de la botella. Mientras ejecutaba esto se iba tranquilizando. Levantó con increíble lentitud la caña que transparentaba el ligero color de la manzanilla. Manolo le miraba ahora con envidia. Era una impresión pueril e irracional la que el golfo había experimentado al ver que Aguado podía si quería llenar su vaso. En la chica hubo también una transformación al ver al hombre a punto de beber con la caña en la mano. Carmen, en este momento, sintió como si pesara sobre ella toda la duración de aquella noche al lado de este hombre. La chica se sintió como robada en su vida por Ángel Aguado y tuvo la fugaz impresión de que mientras permanecieran aquí Aguado, ella y el muchacho, para ella sería como un descanso. Se sentó de nuevo sin añadir palabra. Pero la manzanilla bebida había enardecido a Ángel Aguado.

—Tu novia —y se rió torpemente—. Me refiero a esa chica. Ya ves lo que son las cosas, yo creí que té gustaba muchísimo.

—Algunas veces me gusta así —contestó Manolo—, pero otras me fastidia. Cuando se pone como loca.

La risa había sido sustituida en la cara de Aguado por una expresión atenta.

—Te quiere. Te quiere mucho la chica esa. ¿Verdad que se le nota? —Y al decir esto el hombre miró para Carmen.

Ésta no contestó. Sin saber por qué, le había herido la pregunta. Manolo había lanzado sus ojos rápidamente hacia la muchacha. Ésta los sintió como una caricia casi inmaterial de tan rápida. De nuevo sonó la voz de Aguado:

—Yo ves, hemos estado simplemente hablando y bebiendo un poco. Eso es lo que hemos hecho y, sin embargo, es seguro que ella se ha supuesto otras cosas.

El golfo sintió algo instantáneamente doloroso, como si Ángel le acabase de humillar al decir esas palabras.

—No sé lo que quiere usted decir con eso. Dígalo ya, vamos.

Aguado tuvo un momento de sorpresa; no había esperado aquella manera de hablar del golfo en este momento. Pero antes de que Aguado pudiera contestar lo hizo Carmen, como si hubiese sido hecha a ella la pregunta.

—Hablaba de lo que tu novia haya supuesto. Cuando se bebe pasa esto siempre. Tú has estado con nosotros y eso no tiene ninguna importancia. Únicamente siento lo que pasó, que ella se marchase.

Manolo, sin saber por qué, se sintió como protegido por las palabras un poco incoherentes de la muchacha.

—Gracias —dijo, rápidamente.

Y después de decirlo sintió vergüenza. Pero Aguado, que había oído a ambos, se levantó y sin decir nada abrazó al muchacho. En realidad no llegó a hacerlo. Estuvo al lado del golfo, con los brazos abiertos, pero algo le cohibió finalmente y quedó en una actitud un poco cómica, como la del actor que ensaya en el aire la forma de dar un abrazo. Manolo, sin embargo, se sintió turbado como si este hombre le hubiese abrazado. Ahora, Aguado reaccionó de su indecisión de un momento antes.

—Yo puedo estimarte aunque no lo creas. Puedo estimarte esta noche aunque, como es natural, luego ya ni te conozca. Estas cosas que pasan solamente esas noche que está uno un poco borracho. Y ahora vamos a marchar los tres, porque yo quiero. Nos vamos a ir en el coche. Porque esto es algo… quiero decir la suerte y la casualidad que une sin saber por qué a las personas.

Carmen miraba con desconfianza a Ángel Aguado. Le veía lleno de un ilusorio sentimentalismo, como cuando había estado rezando, y la chica sentía en este instante una mezcla de piedad y de asco. El golfo le oyó sin contestarle. Por un fenómeno curioso le pareció muy natural lo que acababa de decirle Ángel Aguado. Pero éste parecía haber cobrado una nueva vida. Se puso de pie y empezó a andar por el cuarto aquel. Carmen le miró por un momento; parecía casi blanco en su cara bajo la luz eléctrica. Después de caminar con los pasos maquinales del que está preocupado por algo, Aguado se llegó hasta la puerta y saliendo al pasillo llamó haciendo palmas. El golfo y Carmen las oían en silencio. El sonido de las manos fue al principio débil y como vacilante, pero después sonaron durante un rato con una insistencia brusca y nerviosa. Se oyeron pasos acercándose cansados y casi arrastrándose, y al lado de Aguado se situó el gordo camarero que les había servido antes. La voz de Ángel Aguado se hizo ahora más ligera y animosa:

—La cuenta. Tráigame la nota de lo que se debe.

Y tornó a entrar en el reservado. Se quedó de pie esperando a que el camarero regresase. Carmen le miró un instante con extrañeza y a continuación abrió su bolso y empezó con mucho cuidado a darse polvos en la cara. Mientras se pasaba suavemente la borla se miraba en el pequeño espejo de la polvera. Manolo sintió ganas de fumar y metió en el bolsillo la mano. Tocó a ciegas varias de las colillas que le quedaban. Iba a sacarlas cuando le llegó el olor de los polvos que la muchacha se estaba dando en ese momento. El golfo dudó un momento y silenciosamente terminó por sacar de nuevo la mano. Las pisadas como cansadas y arrastrándose volvieron a oírse cada vez más fuertes y próximas. La muchacha, ahora, había cogido la barra de los labios, y Manolo estuvo mirando su boca. El gordo camarero entró con la nota en un plato pequeño. Aguado la tomó distraídamente. La miró un breve momento y sacó lentamente la cartera. El golfo se fijó un instante en los billetes que Aguado tenía ahora en la mano. Pero el olor perfumado que venía desde la muchacha le volvió a ganar y el golfo aspiró aquel olor con una mezcla, en el aspecto de la nariz al dilatarse, de animalidad y de inocencia.