VI
EL CAMARERO acababa de servir los postres. Carmen había pedido un helado. Ángel Aguado tomaba siempre fruta. La muchacha se llevaba ahora una cucharada de helado a la boca. Había, al hacerlo, algo de pueril en su gesto. El hombre mondaba con eficaz exactitud una naranja. Lo hacía con sencillez, indiferentemente. Estaban en uno de los mejores restaurantes de Madrid. Un local reducido y suntuoso que escondía las excelencias de su cocina, solamente conocida de aquellos que podían pagar sus facturas, bajo un nombre extranjero. Estaban llenas casi todas sus mesas. El decorado, quizá demasiado abigarrado de dorados y espejos, resultaba, sin embargo, agradable con el tono suave de la luz indirecta. Las conversaciones, en ese límite de altura en el sonido que la gente del mundo elegante soporta, se oían como si la distancia pusiera en ellas un suave amortiguamiento. Para los que allí se encontraban, cenar de esta manera era, además de un placer tranquilamente disfrutado, casi una necesidad y desde luego una costumbre. Hasta la mesa que ellos ocupaban llegaban trozos de diálogos, que así oídos, fugaces y sueltos, eran como palabras que sin verdadera significación conocida existieran un instante caprichosamente sin que se supiera bien por qué, tal como un trozo de papel llevado incesantemente por el viento. Y, sin embargo, eran las palabras que servían a todos aquellos hombres y mujeres para contarse los pequeños y ligeros episodios de su vida fácil y agradable de gente rica.
—Estuve ayer a ver a la Peredia. Sacaba unos modelos, creo que de Balenciaga, que no estaban nada mal. Sí, desde luego; sigue sabiéndose vestir admirablemente. ¿La comedia? Pues no sé qué decirte. Lo de siempre. El que está muy bien es el galán. Tengo que enterarme de cómo se llama. Es un verdadero «bellezo». Un chico moreno y alto, estupendo.
—Yo la vi en San Sebastián en septiembre. Está muy pasada. No es ya ni la sombra de lo que era. El chico ese que dices estaba antes en una compañía de revistas. Desde luego, es un hombre guapo. Creo que es amigo de la Linares. Por lo menos les vi una noche en el tenis de Ondarreta como para que hubiese llegado el marido de ella en aquel instante.
—Si el marido de la Linares tuviera que estar sorprendiendo a su mujer con todos sus caprichos, el día se le haría corto.
Carmen miró a las que estaban hablando. Eran dos mujeres que ella conocía de vista. «Quizá en el Palace —pensó—, o en Villa Rosa o en Pasapoga.» Tenían las dos bastante edad y elegancia.
—Yo hablaré con él. Ya le dije que es un verdadero amigo y su influencia es decisiva en el Ministerio. Desde luego, habrá que interesarle económicamente en el asunto. Pero eso, si se quiere lograr algo, es inevitable en estos tiempos.
—Si él promete ayudar el asunto, no hay inconveniente.
—¿Se le puede hablar de un paquete de cincuenta acciones?
—Nos convendría que se conformase con uno de veinticinco, pero en último término puede usted hablar de cincuenta.
Sabía quiénes eran los que sostenían esta conversación.
Uno de ellos la había saludado discretamente al verla con Aguado. Salía con él todos los meses una o dos noches.
—Tú no sabes lo de Agustín con la hija de los condes de… Salieron a bailar una noche, juntos. Como ella es muy veleta y se cansa en seguida de todo, habían ya recorrido todos los sitios que hay en Madrid de noche: Castelló, Villalar, Prim, Villa Rosa. Ella se quejaba de las pocas diversiones que hay aquí. Y Agustín empezaba a estar violento y nervioso. «Pero ¿no sabes más sitios donde llevar a una chica a estas horas?», le dijo. Y Agustín le contestó, ya mosca: «Sí, sé uno; pero es que creía que tú aún eras decente.»
Hubo a continuación risas de hombres y mujeres, alegres y discretas.
Para Carmen nada de esto era ya una sorpresa. Negocios, diversiones, secretos escandalosos de la aristocracia y de los nuevos ricos, eran siempre el tema de conversación obligado en los lugares adonde la llevaban sus amistades. Como ocurre siempre a las mujeres, se asimilaba rápida y fácilmente cuanto veía y oía. Su vida irregular, además de dinero, la había proporcionado una experiencia que ni ella misma conocía. Cuando salía con Ángel Aguado, siempre era igual. Ángel le hablaba poco e indiferentemente. Eso sí, preocupándose de sus gustos y detalles con una mezcla de ternura y seriedad que tan sólo se suele tener con la mujer propia. Entonces, como alguien que espera y sabe que es inevitable que pase el tiempo, Carmen se abandonaba ciegamente en la ligera comodidad del ambiente. Aspiraba, como cuando se está ante el mar, su brisa acre y fresca, la luz de la vida que allí se ofrecía a doscientas pesetas el cubierto. El cuerpo joven que en ella había se sentía pleno y dichoso. Los vinos y licores bebidos estaban también allí —ella los sentía perfectamente— como si alguien hubiera encendido en su sangre una luz alegre y secreta. Así se sentía en este instante. Había comido con apetito, todo lo que la rodeaba era agradable, y miró al hombre que le había proporcionado todas estas sensaciones como el turista mira al guía que le ha conducido hasta un lugar tranquilo y hermoso. Ángel Aguado también la miraba atentamente. La había visto comer el helado con la graciosa manera que un niño una golosina, escuchar lo que a su alrededor se estaba hablando, y, por fin, abandonarse a su placidez como alguien que va en un bote que lleva la corriente. Esta muchacha era la elegida para su desesperación. Pero eso sería después. Ahora era el comienzo de la noche y lo que le hacía buscar a esta joven era para él aún algo extraño y muy lejano. Lo sentía así ahora que la miraba precisamente. Carmen lo veía como si alguien lo estuviese dibujando en su presencia. Todo él era pesado, a pesar de su elevada estatura, blando dentro de su relativa corpulencia. Esto, que se notaba en todos los movimientos de su cuerpo, estaba también en su cara, grande y carnosa. Los rasgos de ella, pequeños e indiferentes, estaban como oprimidos en su bulto total. Y también como opresos por la carne, pequeños y cobardes al mirar, los ojos. Carmen los volvió a mirar un instante. Eran claros, de un gris casi azulado, fríos, como suplicantes, casi diluidos en su escaso color, y a pesar de todo nobles y despiertos. «Tienen dulzura —pensó—, pero una dulzura que en la mirada de un hombre resulta casi repugnante.» Y entonces comprendió que la explicación de su mirar estaba en la boca. Era ésta fina y pequeña. Los labios, un poco caídos, parecían húmedos siempre. Había algo pobre, tristemente débil en toda ella. «Es como una cosa húmeda y blanda, como algo que se debiera esconder con vergüenza.»
Ángel Aguado también miraba a Carmen. No con la significación que es casi inevitable cuando entre el hombre y la mujer existe la relación que entre ellos había, sino con la indiferencia inteligente y como alerta de una persona que ve algo estimable por vez primera. Sus ojos recorrían con lentitud y calma lo que constituía la realidad corporal de esta chica. Acababa de encender un cigarrillo y dejaba que se fueran fundiendo las sensaciones que el mirarla le producía, con la gustosa y como general que le daba el tabaco. En este momento oyó claramente la voz de su mujer a su espalda. Lo que decía no iba dirigido a él, desde luego. Tras de ella oyó la voz de un hombre. Ángel también la conocía perfectamente. La gente, igual que él mismo, lo creían el amante. Aguado sabía que no vendrían solos. Su mujer nunca salía con este hombre sola, por lo menos en los sitios conocidos. Ángel Aguado palideció instantáneamente, como si alguien, de repente, hubiese retirado de su cuerpo la sangre. Toda su desesperación subía lentamente hasta anegarle como una mancha de algo que sin verlo se sabe que es negro y espeso. Sentía un dolor, instantáneo e inexplicable como el que puede sentir alguien que es golpeado con un puño, de repente. Y casi se echó hacia atrás al saber que allí, a unos metros, aunque no la veía, estaba ella. Pero fue solamente un instante. Lo que había sido dolor desapareció de repente. Ahora sentía una débil y como enfermiza satisfacción. Le habló con secreto a Carmen. «Ella, mi mujer, está ahí detrás de nosotros. Acaba de entrar en este momento.» Carmen miró rápidamente. En realidad, la había azorado saber que la esposa de este hombre la estaba viendo con él, y como ocurre frecuentemente cuando alguien se turba, dirigió los ojos con descaro. Los de la mujer de Aguado estaban ya esperando. Hacía ya unos instantes que estaba observando a la muchacha que cenaba con su marido, No pudo, y lo lamentó, sentir desprecio hacia ella. «No acaba de saber vestirse —pensó—, pero lo hace mejor que la mayoría de esas mujeres. El vestido que lleva es, desde luego, de un buen modisto. No lleva ninguna joya, en eso es discreta. Y tiene finura y aplomo, sin ser descarada.» También percibía, sin necesidad de pensarlo siquiera, que era muy joven y hermosa. Sentía en este momento una gran curiosidad por penetrar lo que para la vista no era más que una chica. La mujer de Aguado no podía ver con indiferencia nada que se relacionase con su esposo. Lo odiaba demasiado. Y dentro del odio quedaba una curiosidad que nunca pudo ser satisfecha. El conocerlo íntimamente la había llevado a despreciarlo sin poder comprenderlo. «¿Por qué irá esa chica con él?», pensó. Ella sabía ya que por dinero. Pero esto, como a todas las personas que siempre lo han tenido en abundancia, no le parecía motivo bastante. Y, sin embargo, ella misma se había casado con Ángel Aguado, hacía muchos años, desde luego, porque era entonces un chico muy rico. «Tiene rasgos finos; si no estuviera con mi marido, no creería que es una cualquiera. Pero no puede ser otra cosa la que le aguante.» Y recordó lo que había sido el comienzo de su matrimonio.
La mujer de Aguado se llamaba Elisa. Era de una gran familia que estaba a punto de dejar de serlo. Sin ser verdaderamente aristócratas ni grandes millonarios, aunque ricos, en la familia de Elisa consideraban un problema, como cualquier familia burguesa, el matrimonio de su hija. Porque ésta había sido educada en unas costumbres que no podría sostener el día que la fortuna de los padres fuese repartida entre los hermanos. Elisa (era la única chica; los otros cuatro eran hombres) fue educada en las Esclavas. Era el colegio más elegante en este tiempo. Estuvo en él hasta los dieciséis años. Hasta entonces se la consideró por todos como una niña. Tenía que llevar siempre el feo uniforme y le estaba rigurosamente prohibido todo lo que fuera adorno de su persona, salvo lo que su madre consideraba conveniente, y que solían ser lazos gigantescos, azules o rosas. Al salir del colegio cambió por completo su vida. Hasta entonces, vivir era para ella una cosa fácil y amable que no tenía más límites que los que imponía la voluntad solemne y lejana de su padre y la más suave, pero más insistente y más definida de su madre. Sabía que con excepción de lo que no fuese del agrado de su familia, lo demás existía para servirla y divertirla. Su puesta de largo vino a confirmarla en esta creencia. Sus padres lo habían querido y ella había sido feliz y dichosa. El hermoso traje de tul blanco; la fiesta deslumbrante; una ciega dulzura de sentirse joven y hermosa, el placer casi mágico de la música cuando en vez de tocar por obligación como en el colegio, se abandona uno en ella (era la primera vez que bailaba con muchachos), todo eso se había producido por la voluntad de sus padres. Al día siguiente Elisa sabía poco más, con la excepción de algunos recuerdos de sensaciones que la hacían estremecer y ruborizarse. Era natural esto. Era poco inteligente y despierta. Y así pasó de repente a ser una muchacha de la mejor sociedad, que por serlo no puede perder una reunión ni un baile. Había ido sin transición de la disciplina del colegio de monjas a la libertad excitante de las fiestas de sociedad, más turbadoras aún para las personas que al principio las frecuentan. Ella sabía que bailar, flirtear, era en una muchacha de su clase como una obligación encantadora. No tardó en tener su primera experiencia amorosa. Fue en un baile de noche. Entre los que bailaron con ella lo hizo Rafael de los Arcos, hijo de los condes de Mena. Era un muchacho alto y moreno, lleno de la gallardía profesional de la gente de uniforme. El futuro conde era capitán del Ejército. A Elisa le encantó bailar con él. El hombre comprendió lo que sentía la muchacha; tenía solamente veintiocho años, pero mucha experiencia. La sacó del salón, la habló con pasión. Por fin la acarició silenciosamente, fundiéndose con su cuerpo. Elisa estaba desfallecida. Era como la sombra enorme de una felicidad que la envolvía en su ceguera. Sintió temblar toda su carne. Algo palpitaba duramente en su pecho. Rafael comprendió, como tantas otras veces, que había llegado el momento, y la besó con ansia. Elisa sintió que iba a derrumbarse de pronto. Pensó que tendría que gritar, que la realidad se abría en grandes grietas como en un terremoto. Pero nada de esto pasó. Ella seguía en los brazos de Rafael con un extraño brillo en los ojos, ahora voraces e inquietos. Elisa creyó que se habían enamorado, que ya era la mujer de Rafael, para siempre. En su inexperiencia no supo preguntarle por qué la había besado, por qué sin conocerla había hecho con ella eso. No razonaba. Sólo podía sentir, en esos instantes. Al día siguiente esperó sus noticias, a él mismo, que llegaría para pedirla en matrimonio. Pero nada supo de él. En su memoria lo vivido perdía la precisión de los recuerdos para tomar la vaguedad de un sueño. Por fin, en otra fiesta, en la casa de una amiga suya, volvió a encontrarlo. Rafael la reconoció en seguida. Bailó otra vez con ella.
Hasta Elisa volvía la felicidad vivida con aquel hombre. Se sentía en sus brazos como cuando se llega a alguna parte donde se sabe que se va a ser dichoso sin remedio. Rafael la acercaba cada vez más mientras bailaban. Cercano, cálido y de alguna manera recio y fuerte sentía Elisa su aliento. Él la hablaba ya de salir fuera, como la otra vez. Era la felicidad creándose de nuevo. Pero el acento de su voz cambió de repente. Elisa sintió que alguien había separado sus dos cuerpos. Rafael acababa de ver a la mujer del Embajador de X… con la cual tenía relaciones íntimas. Su amiga le descubrió de pronto. Sus ojos reclamaban su presencia. Rafael lo comprendió así en seguida. «¡Qué lata!».
Tengo que dejarte, cuando era tan agradable —probablemente era sincero—. Es una amiga de casa que tengo que saludar ahora mismo. Elisa era entonces muy ingenua: «Te esperaré si quieres. Hablas con ella y luego vuelves.» Rafael sabía que esto no podría ser. La llamada de los ojos de su amiga le había dicho que no vendría el esposo, que tenían la noche libre para verse. «No. Creo que no será posible. —Su voz era ahora distraída y como inquieta—. Bueno, ¡qué le vamos a hacer!» Y con el tono del que se despide de alguien que siendo agradable no es de los íntimos, se despidió de ella. «Adiós, Elisa. A ver si nos encontramos en otra fiesta.» Y se alejó de su lado con largo y rítmico paso.
Elisa no sufrió en ese momento. La estupefacción era demasiado grande para dar paso a ningún sentimiento. Todo lo que le ocurría es que no comprendía. Siguió con los ojos a Rafael. Le vio hablar con aquella mujer. Y fue comprendiendo, lentamente. Ella no sabía lo que entre ellos pudiera existir, pero vio que sonreían, que se gustaban. Estaban simplemente hablando en medio de un salón lleno de gente, y, sin embargo, Elisa sentía que estaban como cuando ella había estado en sus brazos. Y supo, por esa sabiduría irracional que tienen en ciertos momentos las mujeres, que Rafael y aquella mujer se gustaban. Que se habían besado muchas veces. Al día siguiente Elisa lloró, como ya lo había hecho la noche anterior al volver del baile, pero esto aunque la consolaba no explicaba lo que para ella era un amargo misterio. Pensaba, pero el hacerlo de nada le servía. Y entonces se lo contó a su madre. Ésta deploró lo ocurrido —ese muchacho era un partido magnífico—, pero lo encontró natural. Conocía la vida y sabía que era muy difícil que el hijo de los Condes de Mena, formidablemente ricos y con títulos de muchos siglos, fuese a casarse con su hija. No era por hombres como ése por donde tenía que orientarse ésta. Así se lo dijo. Elisa la escuchó sin comprenderla. Tan sólo había aprendido una cosa: que un hombre puede acariciar a una mujer y besarla apasionadamente sin que haya pensado ni por un momento hacerla su esposa.
Elisa no estaba enamorada de Rafael. Así lo comprobó más adelante. Lo que ella había considerado como la felicidad definitiva eran una serie de sensaciones casi vegetales que es posible que también sienta, cuando la penetra el sol a través de sus pétalos, la rosa. En ese momento apareció Ángel Aguado en su vida. Aun entonces, bastante joven, era pesado, como blando. No hablaba mucho, lo que no quiere decir que fuera tímido. Tenía por lo menos esa seguridad que da casi siempre a la gente el dinero. La familia de Ángel lo tenía en abundancia. Era una gente rica desde cuatro generaciones. Aguado empezó a tratar a Elisa de una manera bastante extraña. Hablaba con ella acompañándola en los bailes con frecuencia. Algunas mañanas pasearon por el Retiro sin abandonar el Paseo de Coches. A Elisa le molestaba su aspecto físico, pero lo encontraba correcto y decente. Una tarde, con voz temblorosa y torpe, Ángel le preguntó si quería ser su novia. Elisa esperaba ya este momento. Ella pensaba que un chico que tiene el comportamiento que tenía Ángel con ella nunca puede llegar a ser novio de una muchacha, pero su madre le dijo que estaba equivocada. «Ese chico se te va a declarar muy pronto, y si tú quieres será tu marido.» Ahora comprobaba Elisa que su madre tenía también razón entonces, como siempre. Elisa le dio esperanzas casi concretas. Era lo convenido. Ángel Aguado, al oírla, se quedó algo sorprendido; confuso y silencioso. Pasaban los días, eran ya novios, y Ángel no la había besado. A Elisa la desconcertaba y casi la irritaba que no se produjera lo que ella creía inevitable, aunque no apetecible, ya que Aguado le era físicamente desagradable. Una noche, al volver acompañada por él hacia su casa, ocurrió algo que la llenó de temor y de extrañeza. Caminaban por la Castellana, enorme y desierta a estas horas de la noche, cuando Ángel se paró de repente. Elisa se sobresaltó un poco al oírlo. En realidad su sorpresa no era mayor, porque no entendía bien lo que Ángel le decía, tan sorprendida estaba de sus sollozos. Porque Ángel Aguado estaba llorando ante ella inexplicablemente. Elisa no sabía qué decir ni pensar. En toda su vida su imaginación había llegado a este límite. Aguado se puso de rodillas ante ella. Hablaba roncamente y como en desvarío. Para cualquiera que le hubiese visto era un borracho. Ahora Elisa empezaba a oír y comprender sus palabras. «Soy un miserable. No puedo, no puedo ya más…» Y la empezó a besar frenéticamente la tela del abrigo. Elisa dio un grito angustioso. A esta muchacha, que estaba extrañada y casi ofendida de que siendo novios no la besara en los labios, le había dado espanto ver a su novio de rodillas besando con ciega violencia su ropa. Al oír el grito de Elisa, Ángel se puso en pie rápidamente. La miró con frialdad, serenamente. «Perdóname si te he asustado. Ya he visto que no sabes comprender todo lo que te quiero.» Y cogiéndola del brazo la llevó en silencio hasta su casa.
Elisa pensó que entre ella y Ángel todo había terminado para siempre. Pero al día siguiente fue, como siempre, a buscarla. La habló como si nada hubiese sucedido. Elisa olvidó también la escena que la había asustado tan brutalmente. Nada anormal volvió a sucederles, y Ángel Aguado, como su madre había adivinado, la pidió en matrimonio. Iba por fin a llegar el instante de su boda con este hombre que estaba cerca de ella, de espaldas, pero a quien conocía muy bien, porque era desde hacía muchos años su marido. Y lo que estaba pensando eran cosas muy viejas que solamente quedaban en el recuerdo. (Y en este instante Elisa comprendía que el tiempo no era lo que cree la gente, ella también se veía entre todos esos seres ciegos, que pasado y presente eran tan sólo nombres de algo total que inexplicablemente era distinto e idéntico siempre.) Estaba cenando con estos amigos, en este restaurante de sobra conocido por ella. Oía muy claramente lo que estaban hablando, incluso alguna vez… era su voz la que decía una frase, como el sonido de un instrumento en el conjunto de una orquesta. Delante de ella la espalda de su marido, cubierta por la tela de un traje azul marino con rayas blancas muy separadas, como él siempre elegía. (Le molestaba que las rayas estuviesen muy juntas.) La gente hablaba en su alrededor. En este momento salía del local una pareja… Y sin embargo, la boda iba a llegar. Su matrimonio, celebrado mucho tiempo atrás, estaba como al acecho aquí, amenazador, irremediable, inminente a pesar de todo. Sí. Sí, llegaría aunque su marido siguiera con esa mujer con la que ahora estaba hablando y riendo. Llegaría de todas maneras. Y sintió como algo absolutamente absurdo que ella estuviese en este momento llevándose un trozo de lenguado a la boca.