XXI

AHORA estaban ya en la calle los tres. El gordo camarero y el dueño del colmado, después de acompañarlos a través de la calma tan absoluta del pasillo y la taberna, habían cerrado con cuidado la puerta. Apenas si se había oído un sordo ruido de madera al mismo tiempo que desaparecía, como retirada por alguien, la iluminación interior del establecimiento. Después de ese pequeño ruido quedó lo que era la noche de oscuridad y silencio. La calle se extendía ligera en su penumbra, en contraste con la cerrada y espesa atmósfera del reservado. El aire de la noche, un poco frío y moviéndose débilmente, halagó por un momento los cuerpos con esa sensación de respirar a gusto por la que la sangre parece despertar y casi moverse. Aguado abría la puerta del coche. Éste parecía mayor aún de lo que era, con la oscuridad —los faroles de gas de la calle quedaban un poco lejos—, haciendo más inmóvil aún su forma y calidad al mismo tiempo de metal duro y ligero. Manolo lo miró atentamente. Le gustaba siempre ver máquinas como ésta desde cerca con todo lo que significaban de velocidad y fuerza expresado tanto en su forma como en su materia. Pero ahora el golfo había desviado sus ojos por un momento. Había un grupo en una esquina lejana y en el silencio nocturno llegaba hasta ellos el rumor general de las voces mientras se veían en sombras moverse los cuerpos. De uno de los portales salió la tos cascada del sereno. Pero Manolo dejó de prestar atención a todas estas cosas para él tan conocidas que ofrecen las calles en la noche. Carmen, al entrar en el coche, le había rozado durante un instante. La muchacha ya estaba dentro, pero la impresión seguía teniendo para el golfo una increíble permanencia. Sin darse cuenta, Manolo intentaba imaginarse aquella proximidad material de la muchacha, no como un recuerdo, sino como si de nuevo pudiera ocurrir, con esa calidad casi desesperante de esperanza que tiene la imagen de sus deseos para algunas personas. Le llegó de dentro, un poco desvirtuada por el hueco que hacía el interior del coche, la voz de Ángel Aguado:

—Entra.

El golfo lo hizo rápidamente. Había en su precipitación timidez e impaciencia. Era la primera vez en su vida que Manolo entraba en un coche de estos. Fue el mismo Aguado el que le cerró la puerta. De este sonido instantáneo y seco, nació el suave movimiento del automóvil, como si de alguna manera se fundiera el sonido y la velocidad, creándose ligeramente. La estrecha calle fue como escamoteada de repente. Desde su asiento, el golfo no veía más que un oscuro y constante desplazamiento en el que de vez en cuando, coincidiendo con la iluminación transitoria de los faroles, se veía la fachada de las casas con sus puertas y huecos. Pero al mismo tiempo que Manolo veía estas cosas su atención toda estaba de nuevo en la proximidad de la muchacha. Sin rozarla, el golfo la sabía increíblemente cerca. Ninguno hablaba y debajo de la movilidad constante sentida por ellos se oía incesante y como elástico y ligero el sonido del coche. Manolo miró de reojo a Ángel Aguado. El chico le admiraba ahora sinceramente. Se sentía insignificante (eso que puede sentir un salvaje al darse cuenta de quién es) frente a la seguridad y calma técnica de este hombre. Manolo miró la costumbre de la mano de Ángel Aguado en la manera de posarse en el volante. Pero mientras el muchacho experimentaba esto, sus ojos, desviándose involuntariamente, vieron la figura del cuerpo de Carmen. La chica, así vista, casi de perfil, ofrecía lo que era de mujer como con temblor y movimiento y esto de tal manera que hacía evidente todo lo que ella era de vida y de presencia. Manolo sintió unas ganas enormes de tocarla por un momento. Pero esas ganas no provenían de deseo sexual alguno, sino, por el contrario, de una especie de ternura y entusiasmo como fantásticos. El muchacho no lo hizo y se sintió contento.

En Ángel Aguado había en estos momentos una situación curiosa. No había pensado en un sitio concreto al que dirigirse, y sabiendo esto de cierta manera, no se preocupaba por ello, como si el dirigirse a un lugar determinado no fuese necesario. Aguado conducía en estos momentos guiado por la costumbre de conducir y circular por Madrid durante muchos años, y esto, en lo que tenía de irresponsabilidad, le resultaba placentero. Tenía de nuevo esa especie de seguridad que le daba tantas veces el conducir su coche. Todo lo que había estado diciendo antes en el reservado, sin haberse sumido totalmente en el olvido, quedaba como algo convencional e ilusorio. La razón estaba en su enorme afición a las cosas mecánicas, afición que en estos momentos, sin proponérselo, era para él como una defensa. Pero al oír ahora la voz de Carmen, se disipó toda su calma anterior, no de otra manera como si aquélla, en realidad, emanara del hecho de que iban en silencio.

—¿Adónde vamos ahora?

Aguado sintió que la voz de Carmen había sido, como siempre, dulce y llena de delicadeza, pero le crispó espantosamente. Sin saber por qué, el hombre, sin contestar, miró al muchacho. Ahora le pareció chocante que la imagen de aquel chico joven y desharrapado estuviese tan cerca. Iba a empezar a pensar adonde se dirigían para poder contestar a la muchacha, pero precisamente al proponerse conscientemente el hacerlo se vio a sí mismo respondiendo algo que tenía la seguridad de no haber pensado.

—Pararemos por la Cibeles para tomar una copa.

Y después de decir esto se sintió tranquilo de repente. A la muchacha no le había extrañado la respuesta. Ella había hecho eso (pararse con el coche a las tantas de la madrugada y estar tomando copas de anís servidas por las vendedoras), no solamente con Aguado, sino con muchos otros. A Manolo le hizo gracia la cosa. Él era uno de los golfos que merodeaban por allí muchas noches mientras la gente de dinero detenía los taxis o los automóviles particulares para beber desde dentro de ellos durante cierto tiempo. Y el chico pensó que, por fin, iba a ser como tantos vistos por él otras muchas veces; otro de los que beben entre voces que se oyen más aún por el silencio y luego desaparece en la velocidad del coche que le lleva mientras queda todo lo demás: la enorme plaza y los grupos de vendedoras de anís; los golfos y los pobres. Y de una manera inconsciente el golfo se acomodó más anchamente en su asiento. Le gustaba la blanda comodidad de éste, llena de una seguridad y fijeza que eran, para el que se fijaba, como una contradicción con la marcha incesante del automóvil. «Me gusta esto —pensó—, me gusta pero mucho.» Y sin saber por qué pensó burlonamente en Amalia la Pelos. Evocó sus gritos y aquella especie de desesperación que a Manolo, en este instante, le parecía casi cómica. «No podré querer nunca a esta chica, porque es una loca. Lo gracioso es que Paco la quiere como si no hubiera otra cosa en el mundo más que ella.» El pensar en la pasión de aquel chico por Amalia la Pelos distrajo al golfo. Estaba entretenido considerando cuántas cosas hay en los hombres inexplicables y absurdas. El coche tomó en este instante la curva de la plaza de la Cibeles. Lo hizo suavemente, amortiguando la velocidad, sin violencia. Después de la soledad del paseo del Prado, la Cibeles se ofrecía llena de luz, animación y voces. Entre el ruido de los coches que pasaban incesantemente, se oía los pasos de gente que se mueve entre voces diversas. Aguado había ahora detenido el automóvil. Donde el coche se detuvo había ya otros varios. Salían voces y risas de dentro de ellos. Del interior de uno, pequeño y viejo, salía la letra de una canción cantada lamentablemente a coro por varios hombres. Las voces eran roncas y descompuestas. Al ver el coche de Aguado, vinieron corriendo varias mujeres con botellas. Tres de los golfos que merodeaban en las cercanías de otros coches, lentamente se fueron acercando. Desde lejos una mujer gritó. «¿Quieren tabaco, señoritos?» Pero su grito fue ahogado por la cháchara de las vendedoras. Eran éstas casi todas chicas jóvenes y no feas. Reían y hablaban sin interrupción en un tono que era difícil de saber si era auténtico. Lo hacían a gran velocidad, de un modo que, como ellas mismas decían, tenía mucha guasa. Ese tono de las mujeres que tienen que hablar profesionalmente con los hombres. Manolo, a medida que se acercaban, les iba poniendo nombres. La Pili, la Caridad, la Encarna. Ángel Aguado se reía escuchando sus voces. Una de las chicas había servido una ronda. Después de hacerlo le preguntó en un tono entre ceremonioso y caricaturesco: «¿Me convida el señor?» Y antes de que Ángel Aguado le contestase, la chica se había servido ya su copa. Mientras bebían se acercó un tipo que vendía billetes de Lotería. Manolo, nada más verlo, se sonrió para sus adentros. Este hombre era el Pocholo y el chico le conocía desde muchos años atrás. El Pocholo meneó en el aire las largas tiras de papel de Lotería que llevaba y dijo con voz de falsete: «¿Quién quiere perjudicarse en quince pesetas?» Tanto Ángel Aguado como la muchacha se rieron durante un momento. Aguado le pidió al vendedor un número entero, y después de pagarlo se lo dio a Carmen. Ésta miró por un instante al golfo, pareció dudar, pero por fin lo guardó en su bolso distraídamente. Manolo no se había fijado en esto. El chico era totalmente feliz, tal como estaba, bebiendo copas de anís desde este coche. La noche tenía como una calma ligera y fresca. Todo lo que Manolo tenía de ser viviente, se sentía a gusto con este aire tranquilo y fresco. Pero sobre esta impresión puramente animal, el golfo sentía la satisfacción de plenitud dichosa. Era como la emanación de tantas noches vividas en este mismo sitio. Manolo sentía los grandes árboles verdes, la oscuridad que se iba adensando paseo adentro, como la caricia que entrega lo que se vive desde hace mucho tiempo. Y aunque su alegría era pueril (estar con esta gente y en este coche) dentro de ella había algo humano y auténtico. Carmen se acordó de Carlos de repente. Fue para ella como un inesperado latido de dolor frente al que no cabe en un principio defensa. Aquel lugar en estas horas era como la masa de realidad de su pasado amor, como una memoria que se desprendía de todo el paseo.

Sintió aversión por Ángel Aguado y miró para Manolo como si fuera absurdo que este chico existiera. Lo curioso era que después de observarlo con simpatía e interés durante toda la noche, en este momento la parecía un perfecto desconocido. El chico, ahora, charlaba con la Pili (Carmen les miró con extrañeza) y Ángel Aguado reía con una risita nerviosa. Carmen sintió como un furor salvaje contra aquel hombre; le hubiera gustado pegarle en este momento. Ella se dio cuenta de este furor y se quedó muy sorprendida cuando comprendió que por debajo de él corría como una obsesión dolorosa por haber perdido a Carlos. Uno de los coches que estaban aparcados cerca de ellos se puso en marcha en este momento. Una voz de mujer lanzó un grito escandaloso y después se oyeron las risas de dos hombres. Aquello pareció impresionar a Ángel Aguado. Palideció por un instante y habló hacia Carmen:

—Vámonos, se me ha ocurrido una cosa.

La chica le miró como quien espera oír nuevas palabras, pero Aguado nada dijo. Manolo cruzaba miradas de inteligencia con las chicas que vendían anís y sentía dentro de sí un optimismo ingenuo y entusiasta.

—¿No le pongo otra ronda, señorito? —la chica del anís le sonreía a Aguado. Éste vaciló un momento. La miró con un ansia extraña, como si al mismo tiempo no estuviera viendo a la muchacha, y le contestó con la voz levemente temblorosa:

—Ponla pronto, anda.

La chica así lo hizo y Ángel Aguado se quedó algo distraído y sonriente. Estaba observando el espectáculo que se ofrecía unos metros más allá, en el comienzo del paseo. Hombres y mujeres charlaban a gritos, mientras los pequeños golfos se arrastraban por debajo de las sillas en busca de colillas de cigarros. Pero todo tenía una extraña calma, como si los que allí estaban ignoraran lo avanzado de la hora. Había también otros tipos sentados, solitarios, que resultaban un poco misteriosos así aislados por el silencio y la semioscuridad. «Tienen calma —pensó Aguado—: no es que sean felices, pero tienen calma, no sé bien por qué; pero se les nota en todo.» Y sintió como un latido de amargura, una especie de envidia que escarbó un momento en su sangre. Calma, eso deseaba él por encima de todas las cosas. Y en estas horas de la noche el deseo se le tornaba más imperioso. Anhelaba en lo sucesivo, en lo más profundo, descansar y él comprendía que su cansancio no era por el esfuerzo que hacen en su existir los hombres, ni por el trabajo, ya que su vida no podía ser más segura y regalada. Era por algo que ni él mismo podía afirmar que existiese, ya que muchas veces tenía que reconocer que era un vano fantasma, pero el resultado era el mismo. Y ahora miró con aborrecimiento a todos los que allí estaban. Sus ojos recorrieron durante un momento las parejas que charlaban y cuyas roncas voces se oían perfectamente; veía también a los que tumbados y solitarios parecían ignorar o haber vencido al tiempo; y los mismos golfillos que en su busca de colillas tenían una lentitud de seguridad y grandeza. Miró por último a Manolo y vio su cara sana y animada, su morena belleza. «También este chico tiene ilusión y tranquilidad en su aspecto.» Y el hombre puso el coche en marcha de repente. Pisó con fuerza y el automóvil salió disparado por la calle de Alcalá en dirección a la Gran Vía. Las calles solitarias y casi a oscuras eran por un instante una confusión de planos sustituidos vertiginosamente. El motor tenía un sonido audaz y potente. Manolo se sintió con ello de repente dichoso. A Carmen también le gustó esta velocidad sin objeto. La pura sensación de ella la distraía del recuerdo que le había vuelto de Carlos.

Manolo no sabía dónde se encontraban. Cuando identificaba una calle, ésta dejaba de ser ella de repente. El enorme Madrid que él conocía de sus andanzas, ahora, desde el automóvil, se convertía en extraño y diminuto. Cuando dejaron de verse luces y edificios, el golfo no lo quería creer. Le parecía imposible que en unos minutos Madrid hubiera desaparecido y ahora rodaran velozmente entre la desconocida oscuridad de los campos. Pero el muchacho estaba satisfecho. Algo grande y desconocido sentía en este viaje. Y respiraba sonriente la brisa de la noche. Pensaba en lo que era ser hombre rico. Ahora lo sabía perfectamente. Era esta facilidad, este poder sobre las cosas que parecen insuperables. Comprendía muy bien que era el capricho de aquel hombre, de Ángel Aguado, el que había hecho posible esto. Estar en esta carretera, que él desconocía rodando. Y el hombre este, como dueño de esta máquina, le pareció extrañamente poderoso. El automóvil iba a una velocidad vertiginosa. La carretera, que los faros iban ofreciendo con su luz violenta, aparecía desierta. Apenas si se habían cruzado con otros coches (ese instante en el que dos sonidos y dos luces parecen fundirse y separase fulminantemente). La calma y el silencio actuaban curiosamente sobre la sensibilidad de Ángel Aguado. Éste se iba sintiendo borracho, pero de una extraña manera. Percibía sus nervios como tensos y al mismo tiempo una ausencia de sí mismo, como si el corazón no latiera. Ahora no pensaba apenas (eran escasas las imágenes, como aisladas, que brotaban de su conciencia) y su propia emotividad resonaba lejanamente, como si estuviera en un fondo inconsciente. Carmen miraba hacia la luz de los faros del coche. Este resplandor siempre móvil la mareaba ligeramente. Por un momento se distrajo de mirar la luz, y al hacerlo hacia los dos hombres que iban con ella se sintió completamente indiferente. «Nada de la vida me importa. Nada.» Y sin querer se extrañó un poco de su mismo amor por Carlos. «Quizá yo no le quiera ni él a mí tampoco. Ha podido ser esta misma afinidad la que nos hacía tan felices.» Y la chica, al mismo tiempo que su mirada tenía una dureza casi agresiva, suspiró delicadamente.

Había seguido aún este silencio. Los tres sin hablar en la velocidad mecánica y como apremiante del automóvil. Más allá, fuera del ámbito de la carretera unida de alguna manera con ellos, se veía el oscuro silencio de montes y tierras. Un silencio y soledad geológico, que parecía bastarse hasta la eternidad, ciego e inerte.

Pero ahora se oyó la voz de Ángel Aguado. Una voz que era mezcla de ansiedad y de vergüenza:

—No veo. Hay momentos en que no veo. —Y la frase tuvo algo de interrogación ansiosa. Carmen fue quien primero se dio cuenta.

—¿Que no ves? ¿Qué te pasa? Para el coche.

Aguado la miró y frenó inmediatamente. El automóvil, ahora, parado, tomó un aire de algo inútil e indefenso.

—Vamos a salir un momento para que nos dé el aire.

Salieron los tres del coche. Éste seguía con la luz de los faros encendidos lamiendo con su resplandor la tierra. Ángel Aguado había sacado cigarrillos y los tres fumaban en este momento. Habían subido muchos kilómetros por la Sierra. Anduvieron unos metros y miraron hacia abajo. Apenas si se veía, allá en el fondo, la vastedad de los campos como negros. Encima de sus cabezas, grandioso y cercano, había como un sistema de rocas con pinos que sonaban débilmente movidos por el viento. La sombra de los árboles tenía algo de grandiosa inutilidad al caer sobre ellos. Sin poderlo ver bien en la oscuridad, el paisaje parecía emanar calma y silencio. Estuvieron aún unos minutos completamente callados mirando todo lo que ofrecía en este sitio la noche. En lo alto había un cielo de oscuras nubes que impedían la vista de la luna y las estrellas. Ángel Aguado se sentía atraído hacia el fondo de tierras que había que adivinar entre la oscuridad aquella. Un aire dormido y en calma parecía flotar sobre ellos suavemente. «Esto puede ser el descanso —pensó Aguado—. El mundo en su simple grandeza.» Y, sin embargo, miró hacia el coche que permanecía parado. Tuvo ganas de estar dentro de él y de que la máquina le obedeciera.

—No me pasa nada —habló tranquilamente—; estoy perfectamente.

A la muchacha la pareció raro oír esas palabras. Estaba absorta contemplando aquellas tierras y montañas, que en la oscuridad apenas podían verse. Le hubiese gustado que los otros dos se marchasen y quedar sola en medio de esta calma de campo y noche. Pero antes de que esto fuera deseo en ella, lo rechazó por inútil.

—Sí, vámonos ya —dijo Carmen.

Mientras entraban de nuevo, Aguado se dirigió a la muchacha brevemente:

—Quiero que lleguemos hasta la finca. Tú ya la conoces.

A poco de haber reanudado la marcha, el coche pasó de esta carretera (era una de las generales, bien cuidada y espaciosa) a otra. Se notó en seguida. El automóvil, ahora, parecía hacer un esfuerzo. El paisaje se hizo más montañoso. Tomaron una curva rápidamente. Ahora, Ángel Aguado hablaba con ellos sin mirarles.

—Me gusta llevar el coche así por la noche. Me llena de alegría poder hacerlo.

Manolo le comprendía en este instante. Hubiese dado cualquier cosa por ser el que condujera. «Y, sin embargo —pensó el chico—, no tengo idea de cómo hay que hacerlo.» Pero envidiaba a este hombre el poder llevar el automóvil con esta serena rapidez. «Es una cosa grande esto —Manolo estaba hablando sin casi saberlo—. Una cosa como para sentirse satisfecho.» Aguado estaba lleno de orgullo dentro de él después de haber oído hablar al golfo. A él mismo le extrañó cuando se dio cuenta de ello. Inconscientemente pisó en el acelerador. La velocidad salió de la presión de su pie como una fuerza libre y maravillosa. Ángel Aguado se sentía feliz por momentos. Le parecía que regalaba algo a aquel chico solamente con esto. Debajo del coche, como acompañándole siempre, se oía el suave sonido de la goma de las ruedas. Ahora Ángel Aguado se sentía muy tranquilo. La luz de los faros tenía como una satisfacción entre la noche negra. Persistente y clarísima, tenía la irrealidad esplendorosa de los sueños. De la satisfacción que sentía empezaron a nacer imágenes y pensamientos sueltos. Sintió como una ansiedad que le oprimía el corazón violentamente. La emotividad le había vuelto de nuevo. Luchaban dentro de él dos estados de ánimo contradictorios. Esa ansiedad de la que antes hemos hablado y que era como un poder que descendía sobre él inapelablemente, y una exaltación de felicidad creciente que se atirantaba casi angustiosamente en su sistema nervioso. Aguado miró hacia Carmen por un momento. Adivinó que necesitaba de la muchacha como otras veces. Su cerebro empezaba a cegarse y una especie de vacío se producía en él intermitentemente. Fue a hablar por fin, pero algo se lo impidió, como un elemento de consciencia que no había tenido otras veces. Y al mismo tiempo, como si tuviera relación con sus emociones y sentimientos, la velocidad del automóvil le penetraba propagadoramente. Se sentía lleno de ella, reducido de cierta manera a la ciega rapidez de su trayectoria. Le parecía una fuerza superior a él y a todos los hombres la que la máquina iba desplegando irremediablemente. Pero el miedo también estaba dentro de él. Ahora se dio cuenta de ello de repente. Quiso luchar contra el temor obedeciéndole. Por un instante pensó en frenar el coche de nuevo. Se daba cuenta de que la situación anterior había vuelto. Tenía la seguridad de que durante cierto tiempo se quedaba ciego. Aguado ahora abría desesperadamente los ojos, pero inútilmente. Se sentía por instantes lúcido e inconsciente. Su sentido de la realidad, como la luz se funde en la oscuridad instantáneamente, se cerraba de pronto en un vacío de desvarío y ceguera. La noción del peligro se le hizo evidente. El automóvil seguía con su dura velocidad sobre el asfalto de la carretera. Como algo fortuito entraba hasta el interior del coche la calidad fría y ligerísima de la noche. «Tengo que frenar de nuevo —pensó Ángel Aguado—. Tengo que hacerlo.» Pero este pensamiento se convirtió en inútil. Ahora estaba lleno de una tranquilidad maravillosa. El coche sonaba con regularidad, como un reloj que acompaña al que se desvela. Él mismo creyó verse entre el resplandor de los faros del coche. Sumida en la luz su figura tomaba una vacuidad casi transparente. Cuando Ángel Aguado se vio en la luz que iba delante siempre, sintió una calma curiosa. Al mismo tiempo que veía su imagen empezó a pensar febrilmente. Todo lo que le había sucedido se condensó con una claridad prodigiosa. Siguió pensando en su mujer y la empezó a ver con los ya lejanos gestos de angustia y de colérico odio que ella tenía muy cerca de él muchas noches. Ahora ya no pensaba en ella; la veía solamente. Por un instante aún pudo recordar que no se encontraba aquí. Que eran otras dos las personas que le acompañaban en el auto. Pero de pronto lo ignoró todo. Su cerebro era como un vacío completo. Siguió aún durante unos minutos dentro de una negra ceguera hasta que de repente, como de la oscuridad nace el fuego luminoso y delirante, Ángel Aguado vio delante del coche a su mujer y supo que la quería matar; que la iba a atropellar porque deseaba su muerte, desde hacía mucho tiempo. Lanzó un grito espantoso y casi convulsivamente, mientras el sentimiento de la culpa se manifestaba dentro de él claramente, torció, dentro de la enorme velocidad que llevaba, la dirección del coche.